lunes, 24 de octubre de 2011

AMOR DE LODO

Foto: Ronald Hill A.
No la conocía, nunca antes había visto su rostro. A él, su marido, le estrechaba la mano, pero sus amores eran fugaces como las estrellas. Su ausencia, el descuido por la vida, provocaron el encuentro de sus miradas y, en un instante, la luz de sus almas llenó la soledad en la tierra roja convertida en lodazal.
           
Fueron amigos en la rutina diaria del trabajo. En el tiempo de descanso se buscaban sin darse cuenta y lo celebraban como lo haces cuando entran, después de la tormenta, los rayos del sol por tu ventana. Primero entre el grupo de amigos, luego los evadían y juntos compartieron café, sonrisas, la vida transcurrida hasta ese momento, sueños y temores.

Cuando lo evidente los delató, se sorprendieron. Hicieron el intento de evadirse por murmullos, pero con el tiempo la atracción de sus miradas fue mayor. El destino los unió y, de él, no lograron escapar. Tocó sus suaves manos, manos de ilusión; besó sus labios frescos, labios con temor; sintió el palpitar de su corazón, corazón herido, su cuerpo, cuerpo frío en busca de calor.

Lo inevitable también los atrapó. Celebraron sin temores las flamas del amor. Después del la jornada, las tardes fueron sus fieles cómplices. Su figura, bajo el umbral de la puerta, inundaba como lluvia sin cesar la habitación. Puertas y ventanas cerradas fueron testigos de frenética pasión. La hamaca, su lecho preferido, sin egoísmo acogió el palpitar desesperado de corazones deseos de explotar, el roce de la piel desnuda, los movimientos ondeantes y armónicos de los cuerpos, los sexos florecidos, las gemidos de placer como ecos de delirio confundidos en la intimidad; derroche salvaje de savia viva y el éxtasis ansiado de paz en medio de la oscuridad. Como dos candelas encendidas iluminaban la mesa que esperaba con la cena servida, ordenada con antelación. Los rostros, el cabello y los ojos negros, los cuerpos relajados, desnudos y sonrisas cómplices, lucían cubiertos por un manto de felicidad. Incrédulos por lo ocurrido, evitaron promesas hirientes difíciles de cumplir. Como nunca antes, se llenaron de dicha y halagos, olvidando en sus tardes de amor el mundo que giraba a su alrededor: las secuelas de la guerra, el sueño inconcluso de un mundo mejor, sus compromisos de pareja.
           
Con el tiempo la pasión creció, pero el sentimiento inicial, la génesis del amor, fue sustituido por la rutina; escondían sus miradas, evitaban el encuentro por la falsa moralidad, hábitos de obediencia a ley terrenal. También él la añoraba, la deseaba al regresar de batallas perdidas, de sus fracasos desesperados y aventuras hirientes. Dudando en la encrucijada, sin poder escapar, se aceptaron compartidos por derecho natural, ley escrita con sus corazones al palpitar. Se amaron una y otra vez hasta que los encuentros de disiparon por la falsa sociedad.
           
Una tarde se encontraron en el parque, luego de muchos, muchos años, ambos con hijos de la mano. Maravillado buscaba rasgos en los niños sin lograr su furor de amor identificar. Luego de saludarse se sentaron en una de las bancas viéndolos jugar entre ellos, corriendo sonrientes y gritando de alegría.

    ¡Pudieron ser de los dos!, dijo él.

Se quedó pensativa por segundos, sonrió de su ocurrencia y rodaron lágrimas por sus mejillas. El recuerdo del pasado imposible, los ecos de sus voces confundidas, el derroche de pasión en la hamaca de sus sueños, motivaron el brillo en su mirar.

    La vida ha cambiado, mira a tu alrededor. Muchas calles están adoquinadas y el lodo ha desaparecido de tus botas —respondió.
    El lodo, los momentos a tu lado es lo que más añoro. Nunca he podido olvidar tus manos, tus labios, tu piel, el palpitar de tu corazón —dijo.

Evitando la tentación, luego de un suspiro profundo, se levantó, llamó a sus hijos y, al iniciar su recorrido, regresó hacia él y dijo: “No compartimos hijos, pero los años por venir, los mejores, los seguiré guardando en tu espera”.

Un día, lejos, muy lejos del lodazal, se volvieron a encontrar. Acarició sus manos, manos con valor; besó sus labios, labios con decisión; sintió el palpitar de su corazón, corazón festivo, su cuerpo, cuerpo tenso en espera del amor. Se amaron sin testigos, limpiamente, sin puertas ni ventanas cerradas. Acurrucada en su pecho murmuró palabras claras en su oído, los ecos confundidos del pasado habían desaparecido.

    He vuelto a vivir el amor como la primera vez. Reconozco que me has deseado sin importarte lo que gira a nuestro alrededor — dijo sobre su pecho mirándolo fijamente a los ojos.
    No me importa nada más que tu amor —respondió él.
    A eso me refiero —respondió, levantándose de la cama. Tomó su ropa y con lágrimas lo abandonó.

Lo olvidó por siempre. Se convenció al final del deseo descomedido por lograr su propia felicidad. Era a él mismo a quien se amaba en exceso y nunca más la volvió a conquistar, aun cuando su mirada siempre la volvía a ilusionar.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Sabado, 22 de octubre de 2011