martes, 22 de enero de 2013

LA PASAJERA


La carretera a La Unión estaba intransitable como todos los años; el tramo de todo tiempo tenía hoyos profundos, lagunas fangosas explayadas y las continuas cuestas mostraban canales chirres que las llantas de los camiones profundizaban. El río Sábalo estaba desbordado por la lluvia y el puente de madera había desaparecido.

Era urgente, inaplazable visitar la comunidad. Con anticipación había acordado una reunión con los comunitarios para abordar diferentes temas. Ni modo, pensé, me voy en el camión IFA; lo esperé bajo el alero de la antigua gasolinera a las seis de la mañana. Desde la esquina opuesta, en la Cruz Roja, escuché el grito de unos campesinos: “¡Apúrense!, ¡apúrense!, ¡ya viene la Pasajera!”, y salieron corriendo, desesperados por abordarlo bajo el aguacero.

Con el pie izquierdo apoyado en la grada de madera, sostenido de dos tubos soldados en la capota y clavados de un tablón en su base, subí de un salto a la boca de “la Pasajera”. Llevaba puesta una gorra, calzaba botas de hule, la mochila en la espalda y en ella colgaba el capote. “¡Avancen hasta el fondo!”, gritó el ayudante. Las bancas paralelas al camastro estaban ocupadas, llenas de pasajeros y, desde la calle, subían sacos, cajas y bultos sobre la capota metálica.

“¡Avancen!, ¡avancen hasta el fondo!”, volvió a gritar el ayudante. No divisaba el fondo pero comencé a avanzar, abriéndome paso entre roces de hombros y mochilas, pisando botas de hule y de guardia, maletas y sacos acomodados en el piso de madera. A unos dos metros del invisible fondo me sostuve de un tubo aéreo adherido a lo largo de la capota y el camión inició su marcha provocando un apretujón entre los pasajeros que íbamos de pie. Desde el fondo y los lados del camastro entraban leves rachas de viento que se mezclaban con las pláticas y los penetrantes aromas internos.

En la colonia El Verdún subieron pasajeros obedeciendo los gritos del ayudante; en el arrancón, por la presión ejercida desde la entrada, quedé frente a frente, pegadito a una pasajera. Su cabello negro, corto y liso, pelo de lluvia, quedaba a la altura de mi pecho, de su hombro izquierdo colgaba una cartera y vestía camiseta de cuello con pantalones jeans ajustados. Sentí la fragancia de su cabello, la esencia de su perfume, el contacto con sus altivas caderas, el roce de sus pechos anulares en mí costado y, tras cada zangoloteo, sus muslos se enmarañaban en danza con mis piernas, agarrándome de la cintura hasta despertar de su siesta mis sentidos.

“Disculpe, es incómodo viajar en estos camiones”, dijo después de un trayecto, levantando la mirada iluminada de sus ojos negros almendrados. ¿Vas hasta la Unión?, pregunté. “Sí, a visitar a unos familiares”, respondió sujetándome. Su respuesta alivió el camino en el camión que nos zarandeaba con su crujir en un constante y festivo roce de cuerpos. Los gritos, las pláticas y los aromas que al inicio obnubilaban el viaje fueron desapareciendo ante el hechizo revoltoso de la pasajera. Cuando el ayudante anunció la llegada a La Unión, después que bajaron todos los pasajeros, los de a pie y los de las bancas, fuimos los últimos en salir de las entrañas de  “la Pasajera”. “Hoy mismo regreso, en el de las tres de la tarde”, dijo al brindarle la mano para que se apoyara.

Me dirigí a mis quehaceres. Estaba en la reunión con los comunitarios cuando el camión de las tres de la tarde salía hacia Nueva Guinea. “Falta el otro, el de las cinco”, dijo el coordinador del Comité Comunitario al ver que estaba pendiente del IFA. “Allá va la pasajera”, pensé.

Al regresar, antes de llegar a La Ceiba, el camión de las tres de la tarde estaba pegado a un paredón del camino, con sus costados desbaratados, llenos de lodo, accidentado. “Nadie murió, pero hubieron varios quebrados”, dijo un chavalo que lo cuidaba. El resto de viaje, acomodado en la banca, el ayudante y los campesinos comentaban sobre el abandono y falta de mantenimiento de los caminos rurales por parte de las autoridades, en la responsabilidad e impunidad que tienen ante los accidentes y pérdidas humanas. Escuchándolos pensaba en la incomodidad de viajar en los camiones IFA, en la pasajera y el zangoloteo de ida a su lado, pidiéndole a Dios que no estuviera fracturada.



martes, 15 de enero de 2013

EL AUTOMOVIL Y LA CALIDAD DE VIDA


Todos los días de semana, después de las cinco de la tarde, el hashtag #TraficoNI en Twitter es utilizado por miles de personas para comunicar la saturación del tráfico vehicular en la ciudad de Managua y sugerir el uso de vías alternas. Los Tweets son geniales y muchos reflejan el grado de ansiedad por el que pasan los conductores.
           
Se estima que en Nicaragua se venden anualmente unos trece mil autos nuevos y esta cifra se incrementa un treinta por ciento anual. Un elevado porcentaje del ingreso es destinado a la adquisición y uso de este producto, a tal grado que ha llegado a ser, después de la vivienda, el segundo de los bienes en importancia económica, medida por la cantidad de recursos que se destinan a su producción y consumo.
           
Para calcular el volumen global de consumo de bienes y servicios implicados en esta actividad debemos tener en cuenta: a) los automóviles, con todo lo que implica su producción y utilización por los usuarios; b) su transporte, distribución y comercialización; c) los lugares donde se guardan y protegen en las residencias de sus poseedores, y los lugares públicos de estacionamiento; d) los terrenos de alto valor que se utilizan en ello (aproximadamente un 30 por ciento del espacio urbano en las grandes ciudades); e) los repuestos y accesorios; f) el tiempo que se emplea en su manutención, limpieza y reparación; g) la producción, distribución y consumo de combustibles, aceites, neumáticos y los demás elementos indispensables para su funcionamiento; h) la gran cantidad de talleres mecánicos y eléctricos donde se efectúan servicios de mantenimiento y reparación; i) el personal y los recursos destinados a regular el tránsito vehicular, los semáforos y sistemas de control; j) los seguros contra accidentes y robos; k) los accidentes de tránsito (una de las principales causas de muerte y que dan lugar al uso de un elevado porcentaje de los presupuestos de salud) y l) la construcción, manutención, utilización y ampliación de calles y carreteras.
           
Estas actividades han sido y, tal parece ser, seguirán dinamizando la economía, contribuyendo en un alto porcentaje en los indicadores de crecimiento de la producción y consumo. Pero, ¿constituye realmente un proceso de desarrollo si lo evaluamos desde las personas y la comunidad, que son el fin último de la economía?
           
En cuanto a necesidades, la más importante que atienden estos bienes y servicios es el transporte y desplazamiento de las personas. Pero a medida que aumenta la cantidad de automóviles que se desplazan por Managua, la satisfacción marginal (la que proporciona cada nueva unidad de producto que se utiliza) va disminuyendo rápidamente porque la introducción de cada vehículo en el sistema de transporte incrementa la congestión del tránsito de tal modo que disminuye la velocidad media de circulación.
           
En las horas pico, la velocidad media de circulación oscila entre 10 y 20 kilómetros por hora y, si consideramos el tiempo que las personas dedican a estacionar, lavar, mantener, reparar y utilizar sus automóviles, y se lo divide entre la cantidad de kilómetros que las personas se desplazan en ellos, se llega a cifras del orden de 5 a 10 kilómetros por hora, esto es, tanto como desplazarse caminando.
           
Cualquier aumento adicional en el consumo de automóviles disminuye aún más la utilidad neta de ellos, medida según la satisfacción de necesidades humanas que proporcionan, y aumentan los costos globales implicados en la satisfacción de esta necesidad (ensanchamiento de calles y carreteras, espacios de estacionamiento y accidentes de tránsito) así como el aumento del ruido, el impacto sobre el medio ambiente y las consecuencias a nivel de salud física y psicológica de las personas.
           
Es cierto que, en sentido inverso, no se ha planteado la satisfacción de otras necesidades, además de movilizarse, que proporciona el automóvil a sus propietarios, como las relacionadas con el prestigio social (¡conducir un Four Wheel Drive en la ciudad!), sobre el cual, dicho sea de paso, habría mucho que decir respecto a la calidad de satisfacción que se obtiene de esa manera.
           
Es de esperarse que a futuro se dicten medidas de restricción a la circulación de vehículos  —que tienen el mismo efecto que una disminución del consumo— para mejorar la eficiencia global del transporte en Managua y concitan la adhesión de los usuarios afectados por la misma restricción tal como hoy lo manifiestan en Twitter.


Lunes, 07 de enero de 2013
Ronald Hill A.

martes, 8 de enero de 2013

EL PATIO DE MI ABUELA


En el patio de la casa de mi abuela Manuela, en el Bluff, había diversos tipos de árboles y plantas, era un patio lleno de vida. Al fondo, en los límites resguardados por láminas metálicas hechas con barriles de combustible, predominaban los Cocoteros, eran altos y sus frutos tan grandes que debía tener mucho cuidado al jugar debajo de ellos. En ese punto, después del almuerzo, mi tío Pablo —vivía en Bluefields pero trabajaba en el puerto— con machete en mano, partía en dos los cocos germinados para que degustara las porosas, dulces y jugosas “manzanas de coco”. Frente al escusado había un frondoso, productivo y siempre florecido árbol de Limón de Castilla que perfumaba los alrededores. Allí, sentado con la puerta abierta, lo admiraba hasta evacuar el último submarino que elevaba rutinariamente los estratos de depósitos familiares.

No había pasillo ni andén de concreto para llegar hasta el fondo, pero seguía el curso de piedras chatas acomodadas en el suelo que aligeraban el trayecto sobre la pendiente, igual que dos muritos de madera que como acequias retenían la tierra y frenaban el curso de las aguas. Bajando en dirección a la casa, un árbol de Fruta de Pan y otro de Castaño nos cobijaban con sus sombras y, en temporada de cosecha, degustábamos sus frutos: castañas cocidas, calientitas por las tardes y, en el almuerzo o cena, fruta de pan cocida con leche de coco, en rondón o frita en rodajas. Otros árboles generosos de frutos eran jocotes, papayas, marañones, naranja agria, coyoles y caña piña. Con estos la abuela preparaba curbasá con entusiasmo para la semana santa y el resto del año los mantenía en conservas.

En esa parte, arribita de la acequia, al lado derecho, estaba el gallinero. Nunca faltaban los “huevos de amor” para el desayuno ni los antojitos de mi abuelo Felipe —arroz aguado con pollito, su sopita de gallina— porque mi abuela se esmeraba en el cuido y manejo de las aves: cambiaba con frecuencia la cama, mantenía llenos los comederos y los bebederos, y estaba pendiente de las gallinas culecas para empollarlas en los nidos. Más de cincuenta aves eran llamadas por las tardes con una incesante imitación del cacaraqueo hasta que entraba la última. El comportamiento de las gallinas en el gallinero era empleado en los consejos de mi abuela: “la vida es como un gallinero, los de arriba siempre cagan a los de abajo”, repetía sabiamente.

Al lado izquierdo, separado unos quince metros del caminito y del gallinero, había una bodega. En ella se entretenía mi abuelo Felipe, todas las mañanas y por las tardes, después que regresaba de la aduana, revisaba los cachivaches antiguos que allí mantenía. Rafael, el amante de la mar y el río, en las pláticas que ahora añoro, siempre decía que el abuelo se esmeraba con su bodega porque allí escondía sus botellitas de guaro lija, lejos del alcance de mi abuela. Daba vueltas y vueltas a las cosas hasta que anochecía y salía chiflando. “Cuando supo que me iba a casar, me mandó a llamar. Estaba en la bodega, revisa y revisa, acomodando las cosas. Al verme se detuvo y dijo: Ahora sí que la cagaste, vas a coger por obligación”, contaba Rafael.

Luego de ese tramo, después del murito, seguía el de menor pendiente, el más florido del patio de mi abuela. Cerca del gallinero había un árbol de Guayaba, de esas que cuando verdes su pulpa es roja. La abuela lo cuidaba como a la niña de sus ojos y con los frutos preparaba la jalea de guayaba más rica del mundo;  con ella siempre adornaba en vasos de vidrios la mesa redonda del comedor. Bajo la sombra de sus hojas estaba el jardín de plantas culinarias y medicinales: orégano, albahaca, zacate de limón, cilantro, yerbabuena, frijolitos de vara, chiltoma, tomates, yuca, quequisque, guineos y el rey de los chiles: el chile de cabro. Todas se mantenían verdes y florecidas porque con la cama del gallinero los aporcaba y, en los pocos meses secos —marzo y abril— eran regados con el agua del pozo que quedaba al lado.

El pozo era el santuario de mi abuelo Felipe. Desde la cocina lo observaba jalar agua; con la mirada disipada en la profundidad de sus pensamientos escurría el balde de agua en los barriles hasta concluir llenando los que mantenían en la galera donde se lavaba y colgaba ropa a secar. Era un pozo con delantal, brocal y tapa de concreto, y todos consumíamos su agua que brotaba de piedra azul. Desde su casa, mi tío Felipe acarreaba agua para beber, igual que nosotros en la casa de mis padres, situada al lado de la de mis abuelos. “Es el agua más pura del puerto”, decía mi tío Felipe. Con los años, estando más viejo, mi abuelo dejó de jalar agua porque instaló una bomba eléctrica con la que succionaba el agua y llenaba los barriles, lo que le permitía entretenerse más en su bodega.

Al lado izquierdo, en ese mismo nivel del patio, dos grandes árboles nos cubrían con sus ramas. Uno de Manzana de Rosa y otro de Mango, una variedad rara, de fruto redondo y dulce que no recuerdo su nombre. Nunca subí a esos árboles a cortar sus frutos, para ello mi hermana, Indiana, era especialista. En un abrir y cerrar de ojos se subía hasta la cubre, se deslizaba entre las ramas como iguana, y tiraba las manzanas y los mangos que atrapaba con un saco extendido. Cuando mi mamá se daba cuenta que estaba arriba de los palos le gritaba: ¡chavala jodida!, ¡deja de ser chimbarona!, y se bajaba en un santiamén como que nada había hecho.

En unas grandes piedras, azules como el mar, situadas antes de bajar las gradas hacia la cocina de mi abuela, nos reuníamos por las tardes bajo las sombras de los árboles. Todo el patio era un mundo lleno de vida, de juegos y entretenimiento porque a los chavalos nos ponían a rastillar y recoger la basura que se generaba por la acumulación de hojas. Era un patio productivo y recreativo, aunque en esos tiempos nadie hablaba de “economía de patio” o de “hambre cero”; menos aún de que se recibiera apoyo del gobierno. No señor, nada de eso, para apoyo bastaban las ganas de cuidar y ver florecido el patio de mi abuela.

Lunes, 07 de enero de 2013.


domingo, 30 de diciembre de 2012

ASÍ SE VIAJA AQUÍ


Siempre trato de ser puntual; llegué a la estación de buses con tiempo suficiente para tomar un microbús —interlocal expreso, les llaman— desde Juigalpa hacia Managua. “No se preocupe, en un ratito sale el próximo, ya viene en camino”, dijo uno de los ayudantes y me acerqué al grupo de personas que lo esperaban bajo el ardiente sol mañanero de la ciudad de los caracolitos negros.

Acomodé la maleta con rodillos al lado de un murito y, con la mochila en el hombro, caminando sobre los adoquines cubiertos de flores amarillas, estaba pendiente de la llegada del microbús. Eran las ocho de la mañana. Los viajeros se notaban angustiados por la espera, entre ellos reconocí a “la China” con la que entablé conversación. Noté que nadie había comprado boleto, nadie hacía fila, todos estaban regados en los alrededores. De pronto, los ayudantes anunciaron la llegada del microbús.

Sin aún estacionarse definitivamente, al abrirse la puerta corrediza todos salieron corriendo como en una estampida de novillos, formando un molote frente a la puerta donde los empujones desesperados eran la garantía necesaria para conseguir un asiento. En menos de un minuto catorce pasajeros habían llenado el microbús y cuatro personas salían de su interior. “Esos desgraciados que salieron reciben pago por conseguir asiento”, dijo “la China” con tono descontento. “El otro no tarda”, dijo el conductor cuando salió rumbo a la capital.

“Managua, Managua, Managua”, gritaba otro ayudante desde la parada de buses. Anunciaba la salida del bus ruteado de las nueve de la mañana; sabedor de la angustia que pasábamos, nos toreaba con su propuesta. “Hay asiento, a las once y cuarenta estamos en Managua”, decía. “No se desespere, el otro no tarda”, me aconsejaba “la China”. Decidí no asumir el riesgo de quedarme con la maleta frente a la puerta del microbús, evitar otra estampida y el molote; luego de despedirme, abordé el bus ruteado con un asiento garantizado.

Dos días después, a la misma hora, enfrentaba igual situación en el mercado de Mayoreo. Desde que bajé del taxi pensé en el estorbo que me ocasionaba la maleta, en la gran cantidad de personas que viajan por las vacaciones y, al encontrarme con el grupo disperso que esperaba el microbús, lo afronté directamente. “¿Y por qué no hacemos fila?”, pregunté. Nadie respondió, todos me miraban como animal raro. “¿Vamos a hacer molote?”, pregunté nuevamente. “Así se viaja aquí”, respondió una mujer que cargaba en sus brazos a una niña. Repentinamente se estacionó el microbús, abrieron la puerta y me quedé esperando el paso de la estampida. “Señor, todavía hay asiento, páseme la maleta”, dijo el ayudante al verme frente a la puerta.

Viajar en transporte colectivo es divertido cuando tenés tiempo suficiente, sin prisa, sin urgencias. Pero viajar entre molotes es repugnante. Los dueños de los microbuses y buses se hacen de la vista gorda, al igual que las autoridades que los regulan. El orden y el buen trato con los viajeros no les interesan, pero los transportistas son exigentes cuando de su bolsa se trata. Son los primeros en llorarle al gobierno por el alza del combustible, el costo de las llantas y son capaces de cualquier cosa por que les mantengan el subsidio que reciben. ¿Y los pasajeros? Bien, gracias.


Ronald Hill A.
23 de Diciembre de 2012.

jueves, 27 de diciembre de 2012

SOMOS INOCENTES


De una u otra forma todos somos inocentes. La inocencia, término que hace referencia a la carencia de culpabilidad del individuo ante un crimen, pecado o travesura, nos acompaña de por vida.

En contraste con la ignorancia, la inocencia se considera positiva, denotando una visión positiva del mundo debido a que la falta de conocimiento de las cosas proviene de carencia de maldad. La gente que carece de capacidad mental de entender la naturaleza de sus actos puede ser considerado inocente sin importar su comportamiento. De este significado viene el término inocente para referirse a un niño de corta edad carente de razón o una persona de cualquier edad, que esté seriamente discapacitada mentalmente. Se considera inocente al que no sabe y, como no lo sabemos todo, resultamos siendo inocentes.

Pero en el estado actual de la realidad, del avance tecnológico, del flujo constante de información, de los atropellos a que somos sometidos por los poderosos, la inocencia va desapareciendo. Claro está que aquellos que se llaman Inocente o Inocencia nunca desaparecerán.  Tengo varios amigos y amigas que por el nombre son inocentes: “los Chentes y las Chentas”, pero en la realidad son bandidos, traviesos, no les queda el nombre como anillo de matrimonio al dedo.

Los inocentes tienen su día. Para la iglesia católica es el 28 de diciembre y se conmemora la matanza de todos los niños menores de dos años en Belén, ordenada por Herodes con el fin de deshacerse del recién nacido Jesús de Nazaret, el niño Dios, pues.

En esa fecha debemos estar alerta porque se realizan bromas de toda índole. Los medios de comunicación tergiversan las noticias dando rienda suelta a su sentido del humor. No te asustes ni te alegres si sale en primera plana “Se murió Chávez”, “Regresan alcaldía a liberales en Nueva Guinea y reparten tierras de alegría”, etcétera, etcétera. Otros, muchos que están pendientes de ese día, no prestan ningún bien, sean objeto o dinero, debido a que el prestatario es libre de apropiarse de los bienes. Estate alerta, no vayas a caer como inocente palomita.

¡Feliz día de los Santos Inocentes!

miércoles, 26 de diciembre de 2012

MALABARES DE OBEAH


Sus vidas transcurrían alejadas
como en sueños opuestos.

Ella blanca como luna.
Cristiana, solidaria y socialista.
El quemado por sol marino.
Soplaba cuajadas y no bebía leche.
Obeah se interpuso en su camino,
los sentó en una mesa a hacer una lista.

Mis hijos, los pobres y luego yo, anotó ella.
El pan nuestro de cada día, agregó él.
Levantaron la mirada por las risas,
el cielo brilló con una sola estrella.

Rondón y Johnny cake, dijo ella.
Nacatamal y chicha, pidió el.
Sus pies acariciándose con disimulo,
¡Obeah poderoso!, interfiriendo el futuro.

Manos suaves, dibujó ella.
Labios finos, ojos de ocelote, para él.
Miradas acentuadas,
explorando mundos diferentes.

Un beso, una caricia, solicitó él.
Un respiro, una cama para ella.
La luz del día los despertó
alumbrando un mismo cuerpo.
¡Obeah milagroso!, creando malabares con las vidas.


Managua, 21 de diciembre de 2012
Foto: Sergio Orozco.

lunes, 24 de diciembre de 2012

LA FIESTA DE NAVIDAD DESEADA


Les deseo una feliz navidad. Sé que ese sentimiento todos lo tenemos pero lo deseo de corazón. Esperare al Niño Dios en mi casa, con mi mujer y haremos una cena para compartir con mis hijos, nueras, yerno y nietos.

Si fuera posible, si ustedes pudieran acompañarme, serían mis invitados pero la distancia nos separa al igual que los planes individuales. Sería una gran fiesta, una fiesta ampliada como la que realizan aquellos que tienen la dicha de reunirse con sus abuelos, sus padres, sus tíos, sus primos, sus cuñados, cuñadas, sobrinos e hijos. Esa es la fiesta de navidad deseada y por ello se lo comunicó a través  este medio.

Se imaginan esa fiesta, espero que sí, porque cuando esté celebrando ustedes estarán a mi lado sin importar donde se encuentren, ya sea en los Estados Unidos, Nicaragua, México, Colombia, España, Argentina, Costa Rica, Venezuela, Perú, Chile, Francia, Bélgica, Honduras, Belice, Holanda  y Guatemala. Ustedes son casi 230,000 personas, son los que a lo largo de estos años (2010 – 2015) me han acompañado leyendo y visitando los Sueños del Caribe. Son los que me animan a seguir escribiendo, contándoles, animándolos, compartiendo mis momentos de alegría y mis penas.

Les deseo lo mejor. Un abrazo, un brindis, les regalo una sonrisa llena de buenos deseos y esperanzas.

¡Feliz Navidad!, ¡Salud!

sábado, 22 de diciembre de 2012

I WANT CEFERINA WOODY, A LA QUE LE DECIAN “LA CUMBIA”.


Muñeca de piel permeable,
fue a Corinto buscando bien por mal.
En todo malecón con envidiable
cinturazo, pero regresó al baile universal
con el leña y beicon de su natural.

Un gachumbo abajito de la lipa;
por detrás dos estopas primorosas,
eléctricas y cadenciosas
una pinta de azul el almidón para ropa,
otra suspira ilang ilang con viento en popa.

Y aunque Mayo chinguincito se obnubile
y lo manosee la tormenta,
los gnomos irredentos de su axila
y los chúcaros canechos de su vientre
bailan acompasada, pero furiosamente.

Le danza al verano de patí;
su petit mort arrincona al mandé;
su conga ataruga un yaniquec
mientras que la lluvia le pide: ¡volvé!
porque “solo quiero tu cocoquiec”.

Pedro J. Tablada
Poeta Blufileño (1948) que radica en Ocotal.

Juigalpa, Chontales