lunes, 27 de junio de 2011

¡IDEAY HOMBRE!, ¿QUÉ ESTÁS ESPERANDO?

El monumento. Nueva Guinea.
La asamblea comenzó a las diez de la mañana. Al llegar a la escuelita de la comunidad pocos esperaban, pero minutos después aparecieron en oleadas, mujeres, niños y niñas, jóvenes, adultos y viejos. Don Fernando y don Melvin, líderes comunitarios, en un inicio se mostraban inquietos, pero luego de media hora conversaban sonrientes con Anselmo al ver que sus vecinos atiborraban la escuelita.

Días antes, Fernando y Melvin, acudieron a la oficina. Fueron atendidos por Anselmo y, al concluir la reunión, pasaron visitándome. “Cuidadito no llega a la reunión con la comunidad”, dijeron y se marcharon. Luego apareció Anselmo confirmando la reunión. “Vamos a ir a Río Plata, la gente quiere que nos reunamos con ellos”, dijo preocupado.

Nos hicieron pasar frente al grupo. Eran unas cien personas y muchos de ellos se quedaron de pie, alrededor de las paredes de madera mohosas, devoradas por las insaciables larvas de polilla. Los rayos de sol iluminaban tenuemente el aula como intrusos, colándose a través de los orificios de las láminas de zinc oxidado. Me dio la impresión que el piso de madera no resistiría el peso de tanta gente reunida; don Melvin dio las palabras de bienvenida y seguidamente el pastor de una de las iglesias elevó oraciones al cielo pidiendo por su comunidad, por la mejora de su escuela, por las familias, por una paz duradera, dando gracias por nuestra presencia en su comunidad, por un día más de vida. Tras cada petición, la mayoría de los presentes respondían con alabanzas y aplausos.

Luego habló don Fernando. “Somos una de las comunidades más pobres y, hasta hoy, no hemos visto, desde hace casi un año, los beneficios”, dijo volviendo a ver a Anselmo. Volví la mirada hacia él como todos. Su rostro enrojecido, sus manos inquietas y sus labios comprimidos bajo su denso bigote delataban inconformidad. Estaba acostumbrado a no ser increpado, a hablar con propiedad frente a los campesinos desde su posición de líder organizador de cooperativas y productores, sin debatir sus decisiones. Su mirada se clavaba fija en el umbral de la puerta como buscando argumentos. Su idea central y única se basaba en apoyar a la gente con microcréditos para resolver la problemática de las comunidades. “Con el crédito producirán y con las ganancias podrán mejorar las condiciones de la familia y la comunidad”, decía.

Eran tiempos de posguerra. Comenzaba la década de 1990 y miles de familias retornaban a sus comunidades, luego de abandonarlas por temor a perder sus vidas en una guerra entre hermanos. Los repatriados llegaban por miles provenientes de Costa Rica para comenzar de nuevo. La desmovilización de los contras había comenzado al igual que miles soldados del Ejercito Popular Sandinista. Los caminos se encontraban abandonados, intransitables igual que ahora; la producción agrícola y el ganado eran inexistentes, la montaña estaba devastada por el paso furioso del huracán Juana, las casas, igual que la infraestructura escolar y sanitaria, estaban en ruinas. Iniciaba un nuevo gobierno y la gente mostraba sonrisas de esperanza, aliviados por el fin de los combates, de los estruendos provocados por los obuses, del constante aleteo de helicópteros vomitando fuego en combate, de ráfagas de balas y trazadoras destellantes al caer la noche y de enterrar a sus parientes e hijos. Las heridas entre sandinistas y contras aún no sanaban, la reconciliación apenas comenzaba. Las instituciones del Estado volvían a funcionar con las uñas, sin mucho que ofrecer. La desconfianza recorría las calles, los barrios, colonias y comarcas.

Al hablar Anselmo, les dijo que su papel como cooperativista y organizador de los campesinos era apoyarlos con la producción. Los invitaba a afiliarse a su organización, por medio de la cual gestionaría recursos. Estaba convencido que eran culpables de la derrota electoral y que no merecían ser apoyados. No lograba asimilar la derrota mediante los votos ni el cambio en su rol de líder campesino, acostumbrado a organizar cooperativas en tiempos de guerra, bajo las balas.

En la oficina, días después, a regañadientes aceptó la propuesta de apoyar a la comunidad de Río Plata con la construcción de un preescolar y la reparación de la escuela. En una ocasión visitamos juntos la comunidad para ver los avances del trabajo comunitario. Pocos participaban con trabajo voluntario. “Vamos donde Fernando”, dijo y caminamos en las calles lodosas hasta su casa. Al salir al patio, frente a su casa, le dijo: “¡Ideay hombre!, ¿Qué estás esperando? ¡Nadie trabaja en la comunidad!”. Sorprendido, don Fernando respondió: “están esperando que se les pague los días trabajados, lo que prometiste en tu oficina”.

Él mismo se daba a la tarea de boicotear el trabajo comunitario con diferentes artimañas, a través de los miembros de las comunidades afiliados a su organización. Con el tiempo logró convencerse que se debía apoyar a las comunidades en otras cosas además del crédito, pero era demasiado tarde. Abandonado quedó al descubrir que sus argumentos sobre la necesidad del crédito escondían el clientelismo y el oportunismo, al desembolsarlo a su gusto y antojo entre sus allegados. Al entregarle la carta dirigida al banco con el fin de eliminar su firma de las cuentas, bajó la mirada y, sin expresar palabras, firmó temblando y nos dimos la mano. Amigos y líderes comunitarios, en esos tiempos de posguerra, lo celebraron, “¡ya era hora!, ¿qué estabas esperando?”, dijeron. 


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Jueves, 23 de junio de 2011