domingo, 5 de diciembre de 2010

VACACIONES PARA LA ETERNIDAD

Salimos de vacaciones para celebrar la Semana Santa del año 1977. Unos días de descanso y ausencia de la Universidad Centroamericana, del constante cambio de pabellones, aulas y profesores; de manifestaciones y protestas contra la dictadura; de ojos enrojecidos por gases lacrimógenos y añoranzas por nuestro terruño. Días antes habíamos hecho los preparativos del viaje; Mariano, Fernando, Noel, David, Jimmy y Tilo, asignándose cada quien lo que aportaría para hacerlo placentero hasta El Rama, un trayecto de más de siete horas en el bus expreso que salía de la COTRAN y llegaba justo a tiempo para abordar el barco Bluefields Express y llevarnos a Bluefields, por el majestuoso Río Escondido.

Desde que nos encontramos en la parada de buses el ambiente se volvió festivo. Al hacer inventario de lo acordado, el viaje se mostraba espectacular: un termo con hielo, botellas de ron, cervezas, gaseosas, embutidos, galletas de soda, sándwich, pan, vasos descartables y rostros felices. Uno de ellos, no recuerdo cuál, llevaba bien cuidada una bolsita de plástico con yerba aromática, esa que dicen que relaja y da risas.

Navegando por el río, la fiesta no esperó la llegada a Bluefields. El Bluefields Express se convirtió en un crucero donde se entonaron canciones acompañadas por guitarras, en un bar a la intemperie de primera clase, donde afloraban los gestos de solidaridad evitando vasos vacíos de hielo y ron, abrazos con otros amigos que nos encontrábamos y la búsqueda de opciones para el interminable disfrute de las vacaciones. En esa búsqueda, les dije que el martes el barco de mi padre saldría para Corn Island y que regresaría el sábado. Sin dudarlo, casi todos se apuntaron a pasar en la isla los días santos y la voz se fue regando por todos los rincones del barco, fluyendo con el viento, hasta perderse por las entrañas de los naranjales vestidos de amarillo en las riberas del río. Al llegar a Bluefields la fiesta se extendió hasta el GG, amenizada por el grupo Gama.

Al día siguiente viajé a El Bluff, a la casa de mis padres, quienes con anticipación tenían hechos los preparativos para el viaje a la isla, donde nos esperaban mi tío Simeón y su familia. Pasaron los días y con ellos llegó la noticia de que mi prima pasaría las vacaciones en El Bluff. Una relación de primos había transitado clandestina hasta el entusiasmo de un amor de adolescentes, amor a escondidas, motivado por la soledad vivida en una ciudad de locura, llena en días de semana, vacía los sábados y domingos, al desplazarse la gente hacia todos los rincones del país, en búsqueda de la paz y tranquilidad que sólo los pueblos brindan.

Los ánimos del viaje a la isla fueron decayendo y el día lunes ya había tomado la decisión de quedarme para pasar con ella la semana. Mis padres no entendían cómo era posible que me quedara solo. Ella llegaría el martes y ese día me encontraba en una total indecisión. La visita de Jimmy y Mariano fue suficiente para convencerme que perdería lo mejor de las vacaciones y salí corriendo a la habitación, compartida con mi hermano, en el segundo piso de la casa, a llenar mi mochila de manera apresurada mientras el barco esperaba atracado en el muelle de la aduana. Al salir al muelle me encontré con ella y mi irrefutable excusa fue que mis padres no permitían que me quedara solo. Nos vemos al regreso, le dije.

II

Al llegar, el barco estaba repleto de gente que viajaba al raid. Mis amigos y amigas me saludaron con entusiasmo y mi padre dijo: “al fin te convencieron, levantá la lista de la gente para ir a pedir el zarpe, se nos hace tarde”. Eran como las diez de la mañana. Comencé a levantar la lista de las personas enumerándolos en orden creciente en un recorrido por la proa, la popa, babor y estribor. Todos, casi todos, conocidos. Junto a Marta Bolaños iba una mujer que mis ojos buscaban con insistencia y me di cuenta que era amiga de mis amigos y amigas, conocida por todos; los desconocidos éramos ella y yo. Quien será, por qué no la conozco, de dónde es, me preguntaba.

Al acercarme para anotarla en la lista, la observé como se admira una obra de arte. Alta, calculé que le llevaba dos centímetros de altura; cabello corto cubierto con un pañuelo como gitana; ojos color café, limpios y brillantes, en los que me vi; labios bien definidos, color natural con una ligera elevación en las comisuras superiores bajo una nariz perfecta; dos camanances bien definidos acompañaban su sonrisa; aretes redondos, grandes, colgados de los lóbulos de sus orejas; blusa corta delatando unos pechos medianos, turgentes, firmes y mostrando un abdomen sutil con un ombligo redondo que hizo sentirme en el centro del firmamento. Un short cortito mostraba sus largas piernas de atleta, caderas perfectas, unas nalgas luminosas, casi redondas como una boya que indica el camino en el mar; pequeños pies calzados con tenis. Su piel, cubierta de una fina capa de aceite de coco, mostraba la inclemencia del sol veraniego, dándole una tonalidad rosácea y brillante, desprendiendo del cuerpo un aroma que invitaba a saborearla.

Al dar su nombre lo escribí con una “s” y con cierta coquetería me corrigió diciéndome: “se escribe con c”. “Disculpe, ya lo corrijo”, le dije, mientras lo borraba manchándolo con fuerza y volví a escribirlo en mayúsculas, sin prisa, calmado, olvidándome en ese instante de los que faltaban en la lista, ante su mirada expectante. Al ver su nombre bien escrito y sobresaliendo entre los otros, nuestras miradas se encontraron en un instante que duró una eternidad y me dijo sonriente: “gracias, así se escribe”, para luego preguntar: “por qué levantas lista de las personas”. “Es un requisito para todos los barcos que salen a altamar por cualquier accidente”, le dije. Continúe en mi tarea mirándola de manera esquiva hasta completar el listado, una hora después. Mis amigos, dos de ellos, la cortejaban y colmaban de atenciones, convertidos en fieras sedientas de aventura en la semana santa. Contra ellos pierdo, pensé.

Una hora después de haber pasado la barra de El Bluff, navegábamos en dirección este, rumbo a Corn Island. Los ánimos de casi todos comenzaron a decaer ante el embate insistente de las olas, provocando movimientos frontales al abrirse paso con la proa, cayendo como en un abismo, para luego levantarse y ser embestido nuevamente a babor; ladeándose y, sin estabilizarse totalmente, volvía al movimiento inicial. Ese constante movimiento provocó el mareo de muchos que comenzaron a vomitar. Desde la ventana de la cocina la observaba y me dí cuenta que Marta iba mareada. Salí en su búsqueda para ofrecerle mi camarote, abriéndome paso entre personas sentadas, acostadas y regadas por la cubierta. Al llegar, le dije: “Martita, dame la mano, te voy a llevar a mi camarote para que duermas un rato”. En su rostro descubrí la angustia, el temor al mar y se quedó expectante de mi gesto, solitaria, mareada, sin atenciones ni conversaciones, porque mis amigos, los que al inicio la llenaban de agasajos, también iban mareados. Se les acabó el encanto, pensé. 


Cuatro horas después, el Miss Indiana atracaba en el muelle municipal ubicado en Brig Bay. Fueron desembarcando uno por uno, huyendo aturdidos de los efectos causados por la travesía. Al salir ella, le brindé mi mano para sujetarse, sentí que se aferró con ternura y fuerza a la vez y, al estar segura en el muelle, tuve la impresión que trató de jalarme para acompañarla. En el muelle se aglomeraron, cada quien buscando sus maletas, aún mareados; me despedí de los amigos porque íbamos hacia Sally Peaches donde vivía mi tío Simeón. “Por la noche nos vemos en la fiesta”, les grité al tomar el barco su nuevo rumbo y noté que me observaba.


III

Toda la familia acudió a la fiesta. Al llegar al Muy Muy nos acomodamos en una mesa amplia, en una esquina del salón principal, frente a la entrada del mismo. Mis amigos y amigas todavía no llegaban. Estaba inquieto, esperándolos, pero más impaciente por verla de nuevo. El ambiente comenzó a llenarse, la fiesta había iniciado con el ritmo animoso de la música caribeña. Poco a poco aparecieron y, sin preguntar por ella, mis ojos la buscaban sin encontrarla. Al vernos en la mesa, se acercaban para saludar a mi padre, y al resto de la familia. Unos minutos después me uní a ellos.

En su búsqueda me asomé al corredor del local. Estaba sentada en el muro y el cortejo de los insistentes, principalmente Jimmy y Tilo, continuaba. Al observarla, reconocí una camiseta blanca con el eslogan “I love Puerto Rico”, con el love representado por un corazón rojo al lado izquierdo, precisamente donde está ubicado. Jimmy se la había prestado y ella la llevaba puesta sin darse cuenta que era mía. La observé sin que lo notara y descubrí a una bella mujer que reía ante las ocurrencias de ellos. Ahora no cubría su cabello, pero siempre vestía con un short cortito, de tenis y la camiseta. Ese aditivo hizo que la percibiera como una diosa del mar, atrayéndome como una ola. Me acerqué a saludarlos y ella dejó de reír. Jimmy apresurado me apartó del grupo y dijo: “Cuidado le vas a decir que esa camiseta es tuya”. “No te preocupes, no tengo por qué”, le respondí y regrese al salón del baile.

La fiesta estaba amena, las parejas bailaban en un ambiente repleto. El ritmo de la música soca, calipso, reggae y soul no podía desperdiciarlo y salí en busca de mis amigas, olvidándome de ella, para invitarlas a bailar. Contra ellos no puedo, pensaba, son más galanes. Baile con Martita, con Sandra y otras que se escapan del rincón de los recuerdos, mientras ellos competían por bailar con ella. Bailaba y regresaba a la mesa familiar observándola en la distancia.

En una de esas piezas de baile, estando todos cerca, se dio un cambio de ritmo junto a un cambio provocado de parejas y me encontré frente a ella. Tilo se convirtió en pareja de otra y yo de ella. Mi corazón comenzó a palpitar como el de un atleta en una carrera de cuatrocientos metros, mis piernas comenzaron a temblar como las de un boxeador a punto de caer noqueado, pero en un segundo me recupere. Comenzó a sonar una canción soul y le pregunté: “quieres bailar esta pieza lenta” y sin responder nuestros cuerpos se buscaron, mis manos rodearon su cintura, las suyas se colgaron de mis hombros, nuestras mejillas se juntaron y sentí el palpitar de nuestros corazones; sus movimientos lentos, acoplados a los míos, no dejaron desplazarnos más allá de dos ladrillos. Con atrevimiento, antes que terminara la canción, tome su mano derecha con mi mano izquierda y la bajé a la altura de sus caderas, apretándosela para que comprendiera que no deseaba que se alejara de mí.

Al terminar la canción tardamos en separarnos y nuestras miradas se volvieron a encontrar hipnotizadas, pérdidas entre ellas como náufragos observando el horizonte; nuestras manos continuaban juntas, aferradas, deseando que no terminara ese instante, cuando los galanes apresuradamente volvieron a buscarla para seguir bailando con ella. “No, les dijo, estoy bailando con él” y se alejaron. “Me encanta tu camiseta, te ves preciosa” le dije. “No es mía, respondió, me la prestó uno de tus amigos porque no soportaba el ardor en la piel”. “Te la regalo, desde este momento es tuya, yo se la presté”, le dije, incrédula me quedó viendo y sonreímos juntos por primera vez.

Desde ese instante continuamos bailando por el resto de la noche, ante las miradas celosas de los pretendientes, de complicidad de mis amigas, sus amigas y curiosidad de la mesa familiar.

Al concluir la fiesta, caminamos juntos hasta el sitio donde mis amigos y amigas, ahora nuestros amigos, habían instalado varias casas de campaña. Ella también allí se alojaba. En el camino me dijo que era de Juigalpa, que vivía una cuadra antes de llegar a Palo Solo, en la calle del mismo nombre. Le comenté que había estado por seis meses en Juigalpa estudiando en el liceo agrícola, que frecuentaba su calle, su barrio y el parque del mismo nombre, mencionando a varios amigos que también eran sus amigos. Me dijo que vivía en Managua, en el reparto Las Mercedes, en la misma casa donde vivía Marta, con Erika y Sandra. “No es posible, no puede ser, siempre las visito y nunca te había visto”, le dije. Los fines de semana, junto a los amigos, acudíamos a fiestas que las hermanas Dipp organizaban en el mismo reparto y nunca la vi. En una ocasión, Sandra y Anahuac Ibarra me invitaron a acompañarlos a su casa porque debían inyectar a una amiga que estaba enferma. Entraron a la habitación mientras los esperaba en la sala y al salir me dijeron que ya estaba mejor. Era ella.


Nos despedimos al llegar a las casas de campaña, ubicadas en North End, como viejos amigos y quedamos en vernos al día siguiente en el mismo local donde la descubrí esplendida, bella, contenta y segura, vistiendo la camiseta que ahora le pertenecía,  igual que mis deseos por estar a su lado.


IV

El día amaneció con un sol radiante, cielo despejado con poco viento, azul intenso como el mar que aparentaba ser un espejo resplandeciente. El tío Simeón organizó un día en la playa, cerca de su casa en Sally Peaches, un día en familia.  Para la ocasión, junto a mi padre, preparaban un rondón de caracoles. Siempre sostuvieron que el rondón debe hacerse por hombres en la playa para quedar exquisito, para darle el toque mágico, como debe ser, así que las mujeres no intervinieron.

Lo primero que hicieron fue macerar sobre una piedra el molusco para luego cortarlo en trozos grandes. Entre golpes y moluscos macerados, los tragos y cervezas florecían. Mientras ellos estaban en eso, ayudamos a mi madre y tía Twila a encender una fogata, a pelar plátanos, bananos, yuca, quequisque y fruta de pan. La leche de coco ya estaba preparada en una porra; seis cocos fueron pelados, licuados en trozos para luego ser colados y extraer su mágica y espesa leche. De igual manera, una ensalada fría de camarones, langostas y papas en trozos con mayonesa había sido preparada con antelación y reposaba en una pana plástica a la espera de que el apetito la descubriera.

Insistentes, me solicitaban rellenar sus vasos con hielo y ron. Comenzaron a bromear preguntando por ella, como si supieran que a cada instante su visión regresaba cautivándome cada vez más. Los evité y tomé la máscara, las patas de rana y el tubo para dirigirme a snorkeling en los arrecifes de coral por más de una hora, estimando el tiempo para que el rondón estuviera listo. Al bajar a los arrecifes observé peces multicolores, azules, amarillos, verdes, rojos; las estrellas de mar, los corales de cerebro, de cuerno de ciervo, en forma de abanico; langostas, camarones, tortugas, caracoles y varias mantarrayas. En cada una de esas maravillosas especies que observaba, mis pensamientos regresaban a ella, la imaginaba como una seductora sirena de mar esperándome en algún punto del inmenso arrecife; buscándola transcurrió el tiempo hasta que, en una de las salidas a tomar aire, observé que desde la playa me llamaban.

Varios de mis amigos, entre ellos Mariano, Fernando y Jimmy, habían llegado a acompañarnos en ese ambiente festivo a orillas de la playa de arenas blancas, bajo la sombra de cocoteros donde se observaba en el horizonte Little Corn Island. Luego de unas cuantas cervezas y de degustar el exquisito rondón era inevitable que preguntara por ella. “Está con las muchachas, pensamos que ibas a llegar a buscarla”, dijeron. Pasamos juntos a Simeón y mi padre conversando, riendo a carcajadas de sus anécdotas y bromas, hasta que la tarde nos sorprendió. Se despidieron y regresamos a la casa. Extenuado dormí y al despertar eran las siete de la noche.

De prisa tome una ducha y camine junto a mi hermano Tony hasta llegar al Muy Muy. Llegamos una hora después y la fiesta recién iniciaba. Al entrar, la observé y me dirigí seguro hacia ella. Luego de los saludos comenzamos a bailar. Los amigos galanes dejaron de cortejarla, sabían que me estaba esperando, que ambos deseábamos estar juntos, iniciando un romance frutal.

Después de bailar varias piezas, el ambiente nos agobiaba, mucha gente para los dos. La invite a caminar por las calles de arena y tomados de la mano conversamos. Al cruzar por un sendero oscuro, antes de llegar al claro de la pista de aterrizaje, nos dimos el primer beso. Un beso que cautivó mis sueños y, al concluir, desprendió la ilusión del amor, un amor en vacaciones, en una isla paradisíaca, un amor en la flor de la adolescencia. Continuamos caminando sin rumbo, entre pláticas nos besábamos una y otra vez sin importarnos las miradas inquisidoras de los que pasaban a nuestro lado.

Una luna casi llena resplandecía en la playa. En una ensenada nos sentamos sobre un tronco a admirarla. Ella y yo, juntos, solitarios, con la compañía de la luna y el sonido de las mansas olas que reventaban frente a nosotros, como invitándonos a sumergirnos en ellas, provocaron que me desnudara sin pedirle permiso, sin inhibiciones ante su admiración y me adentré en el mar. La invité a acompañarme, ella no acudió al instante, pero minutos después se desprendió de todo y llegó a mi lado. Nos besamos intensamente con abrazos enloquecidos, de frente, de lado, de espaldas y me sumergí en las aguas cristalinas a tocar su sombra, a recuperarla del fondo del mar, demostrándole que ahora era mía, como un pirata lleno de orgullo después de obtener un botín deseado.

No soportó el agua salada y volvimos a la playa, al mismo tronco. Al rodar por la arena, su espalda, piernas y brazos le ardían tanto que no resistía mis besos y caricias. No estaba acostumbrada al mar, era una sirena de ríos y lagunas de agua dulce.  “Vámonos, quiero darme una ducha para quitarme esta arena, no la aguanto”, dijo y caminamos hasta llegar a las casas de campaña. Me llevó a su rincón, salió a ducharse y regresó ante la mirada suspicaz de otras parejas y amigos que compartían esa casa improvisada. Me acurruqué a su lado, nos besamos hasta dejar de hacerlo por el dolor dulce de los labios y dormí hasta el amanecer abrazado a ella. Al despertar, nos despedimos y le dije que regresaría más tarde.

V

Mi madre pasó preocupada toda la noche por la ausencia. Al llegar a la casa y sermonearme, mi padre salio al auxilio. “Desayuno y me voy donde mis amigos, vamos a caminar alrededor de la isla, vamos a darle la vuelta” les dije. “Pasen al regreso por aquí para que almuercen, van a tardar más de cinco horas”, dijo mi padre. Regresé a ella dos horas después y, junto a varios de los amigos y amigas, comenzamos a caminar, saliendo por Brig Bay, para darle la vuelta a la isla.

Tomados de la mano, hicimos la travesía. Pasamos Waula Point y apreciamos la belleza de la arena blanca y aguas de diversas tonalidades de la playa que en un tiempo fue de Somoza, donde su esposa en esos días pasaba las vacaciones. Descubrimos Quinn Hill, al no poder caminar a orillas del mar en Bluff Point por los inmensos farallones de piedra. Bordeamos desde arriba esa punta de la isla viendo en el horizonte la inmensidad del mar. Por varias horas Quinn Hill nos acompaño a la izquierda del camino, hasta que salimos a una inmensa y larga playa, tal como su nombre lo indica: Long Bay. Luego aparecieron casas, señal que llegábamos a South End. Al estar en ese punto, recordaba lo que mi padre decía: “no bebas agua en South End, el agua de esos pozos convierte a los hombres en maricones” y lo decía en broma, se lo gritaba a sus amigos de esa parte de la isla que reían a carcajadas ante su ocurrencia. Nos detuvimos en un pequeño rancho, unos tomaron gaseosas, otros cerveza y a la izquierda sobresalía Mount Pleassant. Continuamos caminando y apreciamos la colina Little Hill y en el horizonte Little Corn Island, señal que estábamos cerca de Sally Peaches.

En ese recorrido, sin separar nuestras manos, por muy tosco que fuera el camino, descubrimos la belleza de Corn Island y, a la vez, nos conocimos más. Le conté mi vida y preguntó por mi prima. “No es nada serio, es una locura” le dije. Me habló de su hijo, del accidente automovilístico que tuvo junto a su marido donde había fallecido. Con mis besos trate de calmar su pena, demostrarle que había encontrado un nuevo amor, un amor cristalino como las aguas de la isla y que crecía a cada instante, en cada paso a su lado, como las profundidades del mar que aumentan al adentrarse en él.


Al llegar a la casa del tío Simeón nos estaban esperando. Desde que mi padre la vio a mi lado, descubrió que estaba enamorado y la familia entera la acogió como que la hubiesen conocido toda la vida. Almorzamos juntos y las atenciones hacia ella se volvieron exquisitas, festivas, ante las miradas atónitas de mis amigas y amigos. Al caer la tarde regresaron a las casas de campaña, previo acuerdo que nos miraríamos todos, ella, los amigos y amigas, junto a mi familia, en la fiesta del Muy Muy.


VI

En la fiesta la esperábamos. Al llegar, le ofrecí un lugar y nos acompañó. Compartió con toda la familia. Bailó con mi padre y con el tío Simeón. Los amigos y amigas también acudían a la mesa y se retiraban a bailar. Necesitábamos estar solos y volvimos a caminar. Entre abrazos y besos apasionados me dijo: “esta es la penúltima noche juntos”. “Esta relación puede durar toda la vida si quieres” le dije. “No, es una relación de vacaciones y con ellas se termina”, respondió. Ante mi insistencia, dijo que una relación la esperaba. “A vos te espera tu prima”, dijo. Amanecí los días siguientes a su lado en la casa de campaña, disfrutamos cada uno de los minutos restantes, sabiendo que ese amor terminaría con las vacaciones. Estaba conciente de que, por mi corta edad, no estaba preparado para ella, ni para provocar una ruptura en su relación.

El día sábado, al finalizar las vacaciones, el barco no zarpaba del muelle porque ella no llegaba. Los amigos y amigas, bromeaban porque sabían que la espera era por ella. Al llegar, mi padre le ofreció un sitio en la cabina. Los amigos le decían que ahora regresaba siendo dueña de un barco pesquero. El viaje de regreso fue placentero, sin oleaje intenso porque navegábamos a favor de las olas. Mi padre le mostró el arte de la navegación, le cedió el timón del barco y con temor ella lo tomó por unos minutos y me dio la impresión que sintió la libertad en sus manos. La invité a la proa para que admirara los delfines que nadaban junto al barco y los peces voladores que salían elevándose en cada ola que reventaba en su avance, un trayecto, un camino que no deseaba que llegara a su final.

Al llegar al muelle de El Bluff y salir todos del barco, nos despedimos. “Se acabó, hasta aquí llegaron las vacaciones” me dijo. “Allá te están esperando” agregó. Volví la mirada y allí estaba ella, mi prima, esperándome. Quién le dijo que era ella, no lo sé, pero la señaló. Abordó una panga y partió hacia Bluefields.

La tarde transcurrió con mi prima en la loma del faro bajo la sombra de unos cocoteros. Desde ese punto, el más elevado de El Bluff, en el horizonte limpio y claro, observaba a lo lejos Mount Pleasant, el punto más alto de Corn Island y mis recuerdos se trasladaron hacia la isla; reviví cada minuto, cada segundo a su lado desde el mismo instante que la miré en el viaje hacia la isla. “Qué tienes, qué te pasa, preguntó mi prima”. “Te noto ausente” agregó. “Nada, no tengo nada, pienso en que debo regresar a Managua, a la universidad”, le dije y la acompañe de regreso al muelle para que tomara una panga hacia Bluefields.

Al día siguiente, un domingo, viajé hacia El Rama en una panga junto a mi hermano. Al pasar cerca de McPit, el barco Bluefields Express iba lleno de gente. Allí debe venir ella, pensé. Al llegar a El Rama esperamos la llegada del barco en el Hotel Amy. Nos encontramos en ese hotel, nos saludamos y le dije que tenía un raid con unos amigos con espacio para ella. “Ya se acabaron las vacaciones, llévate a tu prima” me dijo con tono de enojo y se alejó de mi lado.


No comprendí su enfado hasta que mis amigos me contaron los motivos. En Bluefields, la noche anterior, las hermanas de mi prima, mis primas, al darse cuenta de nuestro amor en Corn Island, la acosaron, la insultaron y tuvieron que intervenir a su favor. Ahora sí la perdí, se acabó, pensé. Abordé el automóvil del amigo que me daba raid, partí solo y desilusionado hacia Managua.


VII

La Universidad volvió a llenar mi tiempo. Los amigos me daban bromas, preguntaban por ella, decían que la buscara, que así son las mujeres, se hacen las difíciles y es todo lo contrario. Tiene una relación y nada tengo que ofrecerle, pensaba. Con el paso de los días y las semanas no podía olvidarla. “Vamos pues, acompáñame, vamos a buscarla” le dije a Jimmy. Llegamos anocheciendo y no estaba. Marta dijo que no había llegado de su trabajo. “Te fijas, no hubiéramos venido a buscarla”, le dije. Ella fue clara, siempre dijo la verdad, nunca mintió, las vacaciones habían terminado y con ellas la relación, tiene otro amor, pensaba.

Busqué a Annie Cooper y nos mirábamos diario en la universidad. A veces salíamos juntos a los pueblos en fines de semana, íbamos al cine y sus besos ya no eran los mismos. En ocasiones, Rafael llegaba a buscarme para pasar los fines de semana en diferentes playas del Pacifico y siempre salía con mis amigos de la Costa. Nunca pude borrarla de mi mente ni sacarla de mi corazón.

Un día, después de varias semanas; vacío y desesperado, acudí en su búsqueda. Al llegar sin anunciarme, atendía la visita de otro. Me decepcioné tanto que, después de saludar y verla junto a él, me despedí a lo inmediato. Salí de la casa huyendo y, al caminar hacia la parada de buses, escuché mi nombre. Regresé la mirada y era ella quien me llamaba. “Se acabó, he terminado con él”, me dijo. Desde entonces nunca dejé de visitarla. Una noche, la casa estaba vacía para los dos. Hicimos el amor por primera vez y nunca dejamos de amarnos. Las vacaciones se volvieron para siempre, para la eternidad.

Siempre que da su nombre y lo escriben con “s” en vez de “c”, nuestras miradas se buscan con complicidad; ahora que está ausente, la cama y la casa vacía, ahora que los pájaros dejaron de cantar por su ausencia, he recuperado de los recuerdos una parte de la historia de nuestro amor para que no se pierda con el tiempo, para que cuando sea yo el ausente, ella, mi mujer, Emilce, se las lea, se las cuente a nuestros nietos.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 03 de diciembre de 2010