jueves, 21 de julio de 2011

VIAJE A LAS LAGUNAS

Vista aérea de la segunda laguna

    ¿Cuántos años tienes de no ir a las lagunas? —preguntó Javier al entregarme una cerveza toña bien helada.
    Mas de treinta. No aguanto el sol. Entremos al rancho —respondí. Estábamos frente al rancho, sentados sobre unos tetrápodos de concreto que han sido cubiertos por la arena y que fueron utilizados para recuperar la playa.

A mediados de semana comenzaban los preparativos para hacer el viaje a las lagunas los domingos, un trayecto de siete kilómetros y medio a lo largo de la costa en dirección a Falso Bluff. Caminando por la playa tardábamos más de dos horas y menos de una cuando el viaje se hacia en uno de los trailers de la Booth, jalado por un tractor de los que empleaban para trasladar, desde el muelle de los barcos pesqueros, la descarga de camarones en barriles de plástico hasta la planta de procesamiento. “Esos tractores con los trailers y algunos camiones sustituyeron el antiguo trencito, pero eso es otro cuento”, le dije.
           
Cuando jugábamos futbol, por las tardes salíamos a correr hasta llegar a la primera laguna; correr en la arena es una gran cosa, obtienes resistencia en las piernas y la fresca brisa proveniente del mar oxigena los pulmones. “¿Esos chavalos de la Federación de Futbol de El Bluff corren en la playa?”, le pregunté. “Nunca los he visto, el que pasa diario es Rush y algunos miskitos que supuestamente van a cazar o a sacar huevos de tortuga —respondió—. De regreso cargan hasta diez cocos germinados, pero no los siembran; se comen la manzana del coco, esa nuez les encanta”.
           
De todo se llevaba a las lagunas, era un picnic que tanto los adultos como nosotros, que estábamos chavalos, disfrutábamos a lo grande: frutas, refrescos, agua, las viandas y los pescados para hacer el rondón, carne y pollo para asarlos al carbón, comida enlatada y los peroles. Por supuesto que los mayores como Bartlett, Payo Montero, Pinolillo, mi tío Felipe, mi papá y otros, llevaban sus botellas de whisky o de ron, así como cervezas cubiertas de hielo en termos. Salíamos temprano por la mañana y, al llegar, bajábamos corriendo para cruzar en competencia de carrera el tramo entre la costa y la segunda laguna, hasta zambullirnos en las dulces y mansas aguas de color oscuro ferroso. ¡Qué refrescante son esas aguas!, más aún después de soportar el inclemente sol en el trayecto.

    ¿Por qué no permitían que nos bañáramos en la primera laguna, la más pequeña? —pregunté.
    Siempre nos decían que habían lagartos y se inventaban cuentos de ella. Por miedo a eso —respondió Javier al entregarme otra toña.

Las tres lagunas son parte de un sistema de humedales que colindan con Kukra Hill y quedan propiamente detrás de Schooney Cay en dirección al oeste. Desde la segunda se puede apreciar, frente a la costa, el promontorio de piedra llamado Caimán Rock que alberga y da refugio a miles de aves marinas como pelícanos, tijeretas y gaviotas; allí hacen sus nidos, lejos de sus depredadores naturales.
           
Mientras disfrutábamos las aguas, los mayores iniciaban sus actos ceremoniales. Las mujeres, entre ellas Dora Luz, la tía Mercedes, mi mamá y otras que nos acompañaban, preparaban condiciones para hacer fuego, pelaban las viandas, encendían el carbón y cortaban las frutas llamándonos continuamente, pendientes de nosotros. Los hombres, siempre solidarios, llenaban vasos con hielo, servían tragos y hacían un círculo bajo arbustos de icacos donde conversaban amenos. En ciertas ocasiones, otros llegaban y se unían al disfrute común.
           
Cansados de nadar, salíamos a la playa en busca de icacos rojos y negros. Cortábamos también las dulces uvas de mar y, en una ocasión, apareció Melá, sí, el mismo que me dio raid desde el muelle hasta aquí en su panga. Se subió a un palo de coco bien alto a cortar un racimo tierno, era un experto en subir cocoteros. Se quitó la faja y, en forma de correa, la sujetó con sus pies para subir impulsándose con ella, llegando a la cúspide en pocos minutos. Desde arriba comenzó a tirarnos los cocos, pero de pronto comenzó a dar gritos: “¡ay mamita!, ¡me hartan los alacranes!”; sosteniéndose con ambos brazos del tronco bajó como un rayo. “Vieras cómo le quedó el pecho, todo chimado porque había subido sin camisa”.
           
Las mujeres nunca nos dejaban solitarios: una de ellas salía también a la playa a observarnos. Luego de saborear las uvas y los icacos nos metíamos al mar, ¡qué cambio tan brusco al sentir el agua salada, la arena, las olas! Luego regresábamos a quitarnos la arena en las aguas de la laguna. “¡Ya saben, nada de meterse al agua, esperen que les baje la comida!”, nos decían después de almorzar; aprovechamos ese tiempo para buscar botellas raras en la playa y, a veces, caminábamos a la tercer laguna, o hasta Falso Bluff donde habían dos casitas de madera perdidas entre el cocal.
           
A eso de las tres de la tarde, antes que subiera la marea, así como está ahora, salíamos de regreso, cansados, extasiados de esos momentos en la laguna.

    Esos fueron buenos tiempos —dijo Javier—. Ahora el cocal está ralo, el manglar se ha reducido, igual que los icacos y las uvas. La gente ha despalado y los incendios forestales son constante en verano. La vida marina que se gestaba en las lagunas se ha reducido drásticamente.
    Deberían declararlas zona protegida, implementar proyectos de conservación, protección y recuperación bajo el sistema de humedales —dije.
    Hermano, eso no les interesa. Entran por el lado de Schooney Cay y Kukra Hill arrasando con todo, nadie hace nada. Hay pocos guajipales, venados y güillas —respondió Javier.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 11 de julio de 2011