lunes, 25 de febrero de 2013

¡ALLÁ VA LA POPONÉ!


Los vi desde el final del andén situado a la orilla del barranco, después de la bajada que conduce a la carretera y de buscar con el largavista a la gallina Poponé que cantaba todas las tardes entre el manglar. Los troncos de balsa estaban totalmente expuestos, apiñados y secos, sin que las olas los menearan porque la marea estaba baja. Al terminar la ensenada se miraba cerquita el movimiento de los barcos pesqueros que maniobraban para dirigirse hacia la barra. De pronto escuché carcajadas y los enfoqué. Eran el Cabe, el Flaco y Kalilita. Estaban al lado derecho del patio de doña Marianita, reunidos a la orilla del pozo, debajo del palo de mango; me dirigí hacia ellos.

    ¡Allí viene el Catracho! —escuché decir al Flaco.

Noté que andaban sus tiradoras cuando, al entrar en la espesa sombra, sentí el cambio provocado por el frescor en esa tarde soleada. En ese punto nos reuníamos, en tiempo de cosecha tirábamos piedras para bajar las piñas de mango celeque y nos comíamos las rebanadas con sal y pimienta. El Cabe y el Flaco siempre jalaban agua para mantener llenos los barriles de la cocina de doña Marianita y Maura, su hermana, lavaba ropa al lado del pozo en una tina montada sobre grandes piedras azules.

Al llegar a la orilla del pozo vi al Tanquecito que se aproximaba con su tiradora, bajando del lado de gran árbol de Guanacaste.

    ¿Qué están haciendo? —pregunté.
    Nada —respondió el Flaco de pie, moviendo la cabeza y ladeando el cuerpo, un gesto corporal que nunca se le ha quitado.

Vi a Kalilita agachado, a unos tres metros, en dirección al borde del barranco, frente a la carretera, dando la espalda y el Cabe, apartando una cortina de saco viejo, entraba al escusado de madera mohosa.

    ¿Mi papá te prestó el largavista? —preguntó sonriente el Tanquecito al llegar a la orilla del pozo y verlos colgados en mi cuello.
    No, mi tía Merchú —respondí. Los observaba como con ganas de arrebatármelos.
    ¿Qué andas viendo? —preguntó Kalilita desde donde estaba.
    A la Poponé que canta todas las tardes en el manglar — le dije.
    ¡Sólo sos paja! —gritó y los otros, hasta el Cabe que estaba cagando, se carcajearon.
    ¡No jodas, sólo vergas sos!, le respondí acercándomele.

El Cabe salía del escusado socándose la faja, el Tanquecito me seguía y el Flaco se quedó en el mismo lugar. Abajo, en la carretera, se  escuchaban los murmullos de la gente que caminaba en dirección al muelle de la aduana y hacia la Booth.

    Ya terminé —dijo volteándose y mostró unos trocitos de plomo.

El plomo lo había sacado de un cable y, golpeando el borde de un machete con una piedra, lo partió en tuquitos para usarlos como balas con la tiradora. Andaba vestido de camisola, short hecho de un pantalón azulón, tenis y un pañuelo amarrado alrededor de la cabeza que le cubría la frente y retenía su pelo chirizo.

    ¿Cuál es tu verga? —le pregunté con tono amenazador—. ¿Me vas a dar un plomazo?
    ¡Ideay!, ¿botaste la gorra? —dijo sin verme, entregándole trocitos de plomo al Cabe y al Tanquecito.
    Me estás vulgareando por la Poponé —le respondí empujándolo.
    No seas baboso —dijo haciéndose a un lado—. Le estaba enseñando a estos majes cómo es que uno se hace la paja y de pronto el Flaco gritó que venías para acá.
    ¿Te estabas haciendo la paja? —pregunté y los tres se volvieron a ver.
    Ya no hay nadie —dijo el Flaco al acercarse—. Seguí para ver —agregó regresando la mirada hacia su casa.

Kalilita se bajó el short, no usaba calzoncillos y, haciendo un círculo alrededor de él, lo vimos dispuesto a hacerse la paja.

    Ideay Kalilita, ¿qué te pasa? —lo increpé al ver que no lograba la erección.
    Este Catracho la cagó toda, el susto que nos dio no me deja —dijo excusándose.
    Mirá, allá abajo va la Cumbia, mírale las nalgas, tal vez te tiempla —dijo el Tanquecito señalando hacia la carretera.
    Pásame el largavista para vérselas de cerquita —me dijo Kalilita volviendo a ver al Tanquecito.
    Préstaselos —aprobó el Tanquecito y se los pasé.

Con el largavista sostenido en su mano derecha, esculcando las nalgas de la Cumbia y, con la izquierda, frotándose el pene, exclamó: “¡Clase de nalgas!, ¡como se zarandean!, ¡no alcanzan en el largavista!” y segundos después estaba excitado.

    Tomá —dijo y le pasó el largavista al Tanquecito. Noté que sonreía al tenerlos en sus manos.

Kalilita era el más vago y más viejo de todos. El Flaco y el Cabe eran menores, tenían menos de diez años y estaban maravillados al ver cómo es que se hacia la paja. “En aquella piedra va a caer el escopetazo” dijo en su afán Kalilita. Al terminar, con la primera expulsión que acertó en el blanco, dijo temblando: “Allí… va… la… Po-po-né”.

Los ojos del Flaco y el Cabe brillaban de exaltación pero repentinamente se les nublaron al escuchar a la Maura gritar: “ ¡Jodidos vagos, los voy a acusar con mi mamá!” y salieron corriendo en dirección a la cocina de doña Marianita. Kalilita se subió el short sin poder contenerse, chorreándose todo y tirándose por el barranco en dirección a la carretera. El Tanquecito me siguió y nos dirigimos con disimulo al árbol de Guanacaste, haciendo como que observábamos pájaros con el largavista de mi tío Felipe mientras la Maura seguía gritándole maldiciones a Kalilita que corría en dirección al muelle de la aduana.

Domingo, 24 de febrero de 2013