martes, 22 de octubre de 2013

CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL DE NUEVA GUINEA

Tres hombres estaban sentados en una banca de la catedral de Nueva Guinea y otros, quizás unos doce, pegados unos a otros, limpiaban con cepillos metálicos el sarro de la verja perimetral. El cielo gris les facilitaba su labor, sus rostros se mostraban contentos y el ritmo de sus brazos, de abajo hacia arriba, desprendía una nubecita amarilla atenuada por la llovizna, permitiéndoles avanzar hacia la izquierda en dirección al portón principal. Frente a ellos, al otro lado de calle, se escuchaba el sonido de la presión del aire con que inflaban llantas en la vulcanizadora.

    Me parece que ayer la inauguraron —dijo el hombre que estaba en el extremo izquierdo de la banca. Los brazos cruzados descansaban colgados en su barriga.
    El tiempo vuela —comentó el del centro luego de quitarse la gorra que llevaba puesta y mostrar su calva.
    ¡Ya está el café! —gritó una mujer.
    Voy a traerlo —dijo el flaco que estaba sentado en el extremo derecho y se dirigió al estante de la glorieta.

En el techo, al lado de la torre izquierda, dos hombres colgados por mecates limpiaban con cepillos plásticos embebidos de detergente el moho adherido en la pared. Desde la nave central se escuchaba el ruido de las tablas de las bancas que eran desarmadas y acomodadas en sus extremos.

    Y vos, ¿cuántos años tenés de vivir aquí? —preguntó el Pelón.
    Más de veinte, me vine después de la guerra —dijo el Panzón —. Me refugié en Costa Rica, ¿y vos?
    Está hirviendo —interrumpió el flaco al regresar—. Les entregó un vasito descartable con café y volvió al estante.
    Desde siempre —dijo el Pelón—. Nunca me he ido.
    Qué aguante el tuyo, hasta pelón has quedado.
    De qué hablan —preguntó el Flaco y se sentó en la banca.
    Recordando cosas, nada más —dijo el Panzón.

Un grupo de jóvenes entró al predio de la catedral por el portón izquierdo. Su alegría interrumpió la plática de los hombres al pasar entre las mesas de la glorieta. Se dirigieron al estante y la mujer les entregó varios machetes y rastrillos. Atravesaron el salón y fueron al jardín de la izquierda, contiguo a la pila bautismal.

    He aguantado de todo, pero comparado con otros tiempos estamos mejor —dijo el Pelón.
    Jajaja —se carcajeó el Flaco—. Sobre todo a las mujeres.
    ¿Por qué? —preguntó el Panzón.
    Porque ya no tiene, todas lo han dejado —dijo el Flaco.
    No, ¿Por qué decís que estamos mejor? —preguntó el Panzón.

El Pelón se quedó observando a los hombres colgados de los mecates que cepillaban las paredes y el moho convertido en agua sucia escurriéndose hasta el piso. A su derecha, más allá del barrigón y de las mesas, fuera de la sombra del techo de la glorieta, los chavalos podaban las plantas del jardín mientras las chavalas reunían hojas y ramas con los rastrillos. Detrás de ellos, los hombres que cepillaban las verjas ya habían avanzado más allá del portón principal.

    Porque estamos en paz, porque no hay guerra —dijo el Pelón.
    No jodás — dijo el flaco—. ¿Ya te dejó en paz la Juana?
    Ni me menciones la guerra, es horrible —dijo el Panzón.
    Y qué me dicen de esos que andan armados en la montaña —dijo el Flaco.
    Son delincuentes comunes —dijo el Pelón.
    Y qué me cuentan de las violaciones, los asaltos y los secuestros —dijo el Flaco.
    No exageres tanto, antes estábamos peor —dijo el Panzón.
    Estamos jodidos pero en paz —dijo el Pelón.
    ¡Clase de paz la de ustedes!, que no haya guerra no quiere decir que tengamos paz —dijo el Flaco.

Un hombre de cabello y bigote gris salió de la nave principal de la catedral, saludó a los chavalos y entró en la glorieta. Al verlo, el grupo de hombres que cepillaban las verjas y los que estaban colgados de los mecates dejaron sus labores y se acercaron a la glorieta.

    Ya descansaron suficiente —dijo el hombre de cabello y bigote gris dirigiéndose a los de la banca—. Les hace falta limpiar el campanario de la izquierda.
    Vamos —dijo el Pelón.  Los otros dos lo siguieron.
    Fresco para todos —dijo el hombre de cabello y bigote gris dirigiéndose a la mujer del estante.

El Panzón, el Flaco y el Pelón entraron en la nave de la catedral. Desde la glorieta se escuchó la carrera que dieron al subir las gradas de la torre.

21/10/2012

martes, 15 de octubre de 2013

TODO POR UN RONDÓN

Cuando pensé que tenía todo lo necesario para hacer el rondón llamé por teléfono a la Tere; “tenés que traer el pescado”, dijo. Iba hacia el muelle de las pangas que viajan a El Bluff con mi primo Javier Álvarez, “el Tanquecito” y tuvimos que regresar a la esquina de la bajada del mercado Teodoro Martínez de Bluefields para comprar el pescado: unos yellow tail de tamaño mediano, los ofrecen los vendedores en cubetas de plástico en ese sector que, por eso, tiene una fragancia particular. “¡Llevar pescado al puerto, qué locura!, ¡al monte no se lleva leña!”, le dije a Javier. “Hasta los mutruz desaparecieron”, respondió riéndose.  

Al pasar el portón del muelle, tres hombres estaban sentados en una banca ubicada frente a la boletería; tomaban aguardiente y conversaban tan contentos que todos los volvían a ver por sus carcajadas. No esperamos mucho tiempo, el cupo de pasajeros se completó en media hora. Eran las diez de la mañana cuando le pasé las bolsas con las compras a Javier, quien estaba de pie, y me sostuve de su hombro para abordar la panga. El viento no agitaba olas. Un bote largo repleto de carbón maniobraba para atracar en el muelle del mercado, casi metiendo la proa en el basural acumulado debajo del edificio. Cuando el panguero encendió el motor fuera de borda sentí más intenso el aroma de la gasolina mezclada con aceite que cambiaba la tonalidad del agua, entre azul y amarillo, por el ardiente sol.

No vi botes de pescadores en la travesía de veinte minutos, caminamos por el andén hasta la casa de doña Juana Angulo, ubicada frente a la bajada del eterno cuartel de los guardacostas. Con la cadena oxidada que asegura el portón de zinc, Javier dio varios golpes para ser escuchado. “Entren, no tiene candado”, gritó doña Juana. No ingresamos hasta estar seguros de que nos había oído porque recordamos que, a pesar de su avanzada edad, no le falla un rifle calibre 22 bien aceitado para espantar a los intrusos que se aventuran a entrar en su patio.

    Ya ni pescado se encuentra aquí, se acabaron esos tiempos —dijo doña Juana al saludarla. Estaba en la salita sentada en una mecedora de más de medio siglo de antigüedad.

Javier
Luego de la bienvenida nos dispusimos a preparar el rondón a un lado de la cocina. Javier es un gran cocinero y desde un inicio pensé que prepararía el rondón, pero la Tere se impuso. Entre pláticas les conté que mi papá decía que el rondón debía prepararse entre familiares y amigos, preferiblemente en la playa, a la orilla del mar, para lograr su magia al degustarlo. La Tere ralló los cocos y extrajo la leche, peló los plátanos, bananos, yuca y el quequisque, depositándolos en una pana de plástico mientras yo trataba de encender el carbón. Cuando Javier terminó de preparar el pescado dijo: “Se nos olvidó algo” y se ofreció para buscar una botella de ron.

Con un pedazo de cartón soplaba el fogón lleno de carbón. Desde la sala doña Juana Angulo estaba pendiente de nosotros. “En este fueguito va a dilatar mucho tiempo”, le dije repetidas veces a la Tere. “Cálmate, muchos jodes, ya vas a ver, así lo he hecho siempre”, respondía. Hizo astillas un pedazo de madera roja, la echó en el carbón y se encendió. Puso una parrilla encima del fogón y sobre ella el caldero hasta la mitad de leche de coco. “No dejes de soplar”, dijo. “Esta mujer es mandona”, le dije a doña Juana y rio a carcajadas. “Acordate de los condimentos”, respondió doña Juana y la Tere salió al patio. Regresó con una hojitas de orégano y albahaca que esparció en el caldero y le echó sal, pimienta, chiltoma y cebolla mientras estaba pendiente del pescado que sofreía en una paila. Javier apareció, cortó unos cocos, los peló y con esmero nos atendía. Con delicadeza la Tere acomodó el plátano, el banano, el quequisque y la yuca y de último, cuando hervía la leche, acomodó el pescado sofrito. Mientras se cocinaba el rondón conversamos de diferentes temas y doña Juana Angulo mostró fotos del pasado, de sus hijos y sus nietos.

Este ritual fortalece nuestra identidad caribeña, funciona como centro y motor de cohesión a través del cual se aglutinan voluntades y esfuerzos. Me di cuenta, nuevamente, que la amistad se fortalece alrededor de una mesa al degustar el plato preferido y más aún cuando es preparado con la participación activa de amigos y familiares. Pensando en ello, luego de saborear el exquisito rondón bajo la sombra de los árboles de Mango cuidados por el rifle 22 de doña Juana Angulo, hice una siesta revitalizadora en una hamaca, escuchando las pláticas placenteras de Javier y la Tere.

Lunes, 14 de octubre de 2013


lunes, 7 de octubre de 2013

EL FOTÓGRAFO DEL PUERTO


“El interés por la fotografía me surgió después de ver una película de Roy Rogers cuando inauguraron el cine hogar de don Alberto”, dijo Eduardo al comentar sobre su arte que, por más de medio siglo, captó en imágenes los acontecimientos más importantes ocurridos en el puerto de El Bluff.

Esa tarde los habitantes del sector de la capilla bajaban por el lado de la cantina de Miss Pet, los del lado de la aduana subían por la esquina de Miss Lilian y el corredor hervía de gente que esperaba ansiosa la apertura de la puerta izquierda. En la ventana ubicada al lado de swing —en el que don Alberto mecía holgadamente su rechoncho cuerpo sin saludar a los que caminaban por el andén— vendían los tickets, un peso por persona, sin importar edad, sexo ni color. La fecha y hora fue anunciada con anticipación, de boca en boca entre vecinos, hasta llegar la noticia a la colonia del Guerrillero, las cantinas ubicadas alrededor del campo de beisbol y el barrio del Suampo. Allí estaban todos ante una expectativa nueva que los sacaría de la rutina portuaria.

Los chavalos corrían hacia la tienda de Toño Real y doña Estercita; comparaban empanadas, chicha en botella, leche de burra, bombones y chingongos en una algarabía de felicidad, pero el Patito, así le llamaban a Eduardo, no se movía de su lugar: “Sin zarandearme, sin perder un centímetro de espacio, me pegaba a la puerta aguantando la presión del tumulto”, recuerda.

La puerta se abrió a las siete y el Patito quedó prensado entre la pared y la corriente de gente que se escurría por el pasillo hasta llegar al salón ubicado en el fondo de la casa. Al ser liberado, salió caminando triunfalmente con sus pasos encontrados, acomodándose el cabello rizado alborotado con las manos, moviendo lateralmente el dorso como péndulo de reloj nervioso y estirando sus brazos cortos en un constante aleteo de felicidad.

“Llegue al salón cuando estaba oscuro y los gritos me dieron la bienvenida con las luces emitidas por el proyector sobre una manta blanca tendida en la pared derecha, materializando las imágenes en blanco y negro de Roy Rogers cantando montado en su caballo Trigger”, dijo Eduardo. Unos aplaudían, otros se acercaban a la manta para tocar el caballo pero don Alberto calmaba la euforia masiva. “No encontré lugar, de haberlo hecho no podría ver al vaquero ni al caballo por los cuerpos y cabezas que lo tapaban, pero me subí a la última banca del fondo, pegada a un biombo de madera, donde estaba ubicado el proyector”, agregó y sus ojos gatos brillaron al recordarlo. “La película continuamente se detenía y la gente, gritando enfurecida, pedía que les regresaran su peso, pero don Alberto encendía las luces amenazándolos —el que siga gritando no vuelve a entrar, les decía— y se quedaban calladitos”.

Al finalizar la película, una hora después, fue el primero en salir; al llegar a su casa, luego de subir una ladera, esquivando palos de Coco, Mango y Caimitos con un flash light, emocionado le dijo a Rosemary, su mamá, que quería ser fotógrafo para captar la vida y los acontecimientos que se daban en el puerto.

“Ella sonrió después de cerrar la puerta. Cuando entró a su cuarto desde el mío la escuché decir: Aquí no pasa nada interesante y nadie se gana la vida tomando fotos, ojalá que los hombres y las mujeres no se vuelvan haraganes con ese invento de don Alberto porque nos morimos de hambre, sólo eso faltaba, que se acabe la paridera de zipotes”, dijo Eduardo riéndose.

Rosemary siempre se opuso a su deseo, pero su colección de fotos, en blanco y negro y a color, guardadas con esmero en varios álbumes, fue su mayor tesoro. Inmortalizó nacimientos, bautizos, comuniones, procesiones, cumpleaños, casamientos, sepelios, ranchos en la playa, las casas made in USA de la Colonia, barcos mercantes en el muelle, curas, marineros, cantinas, prostitutas, borrachos, aterrizajes del avión amarillo, empleados y agentes aduaneros, el parque de la loma, el casco hundido del Jamaica, coroneles y oficiales de la guardia, la planta de la Booth, visitas de presidentes, barcos pesqueros, barcos surcando la bahía, así como amaneceres y atardeceres.

Cuando le pregunté sobre las fotos, con ansias que me las mostrara, sus ojos claros se nublaron. "Todo desapareció con el huracán Juana, se perdieron todas, no quedó nada, todos desapareció al igual que las esperanzas de los blofeños", dijo.

Antes de partir para continuar caminando por el andén del puerto con el fin de visitar a viejos amigos y amigas, me retuvo. Conversábamos bajo la sombra, sentados frente a la casa que poco a poco ha reconstruido, con el viento fresco proveniente de la playa aminorando el candente día soleado. "Vení, entrá, tenés que ver a Mary antes que te vayas, está bien mal", dijo. Lo seguí, corrió una cortina blanca y entramos a la habitación. "Es el Ronald, el hijo de Ofelia y de Hill", le dijo. Tomé su mano, besé su frente y le dije que ellos ya habían cruzado el umbral del tiempo. "No te puede ver pero te escucha", dijo Edward. Los ojos de Mary se iluminaron por el brillo de las lágrimas y el tiempo se detuvo en su lecho de agonía para que tuviera la oportunidad de ver las imágenes del pasado captadas por el fotógrafo del puerto.

 10/11/2016
  



domingo, 29 de septiembre de 2013

¿DÓNDE ESTÁ LA MORAL?

Wilson Josué Rodriguez Martinez, joven poeta de Nueva Guinea, RAAS, Nicaragua, nos lee su poema ¿DÓNDE ESTÁ LA MORAL? con el que ganó tercer lugar en el Concurso Nacional de Poesía organizado por el MINED. Dale click para ver el vídeo.




sábado, 21 de septiembre de 2013

MANIFIESTO ÚNICO

El tráfico de pangas entre Bluefields y El Bluff comenzó al levantarse el sol en el horizonte, más allá de la playa del Tortuguero. Los pasajeros bajaban en el muelle de las pangas y en el de la aduana donde les estaba prohibido; buscaban sus maletas, a los suyos y caminaban sin distanciarse hacia el centro, frente al portón de la bodega, bajo la mirada nerviosa de los guardias. Las pangas regresaban vacías a Bluefields y la espuma de sus olas se mezclaba con las que se encontraban. Dos, tres y hasta cinco se pasaban una a la otra en la bahía; un espectáculo nunca antes visto.

Nada parecido a la procesión de la virgen del Carmen, patrona del puerto, cargada desde Bluefields en barco transformado en carroza, escoltada al ritmo de la banda del Colón, detonando cohetes y morteros en la travesía. Tampoco era como cuando los barcos mercantes cargaban día y noche miles de cabezas de banano desde lanchones arrimados a sus lados, ni cuando toros y vacas se encorralaban en el muelle con barriles de combustible y los estibadores, convertidos en cowboys para la ocasión, los lazaban cruzándoles la panza con gruesos mecates para ser elevados por el mástil principal del barco hasta desaparecer mugiendo en sus entrañas. No era igual a cuando los remolcadores de trozas de madera preciosa encadenadas obstruían la navegación de pangas, botes y barcos en su recorrido interminable desde los ríos Wawashang y Escondido hacia la barra, en busca del navío anclado en aguas profundas; ni cuando las mujeres gritaban felices con la mirada fija en la cubierta del barco a la espera de su amado trayendo consigo el paquete encargado. Ahora el espectáculo era otro.

Los barcos estaban fondeados en la bahía y la gente desesperaba por abordarlos. Los empleados aduaneros, Guillermo y Zoilo, caminaban sudorosos entre las agencias aduaneras donde trabajaban y la aduana, con documentos en mano: un nuevo tipo de manifiesto, una carga diferente, de carne y hueso, que dejaba temerosa en estampida a seres queridos, bienes, su pasado y su historia con destino a lo incierto.

Nunca en sus años de empleados habían presenciado un evento como el que ahora vivían. Estaban acostumbrados a realizar manifiestos de importación para los chinos que dominaban el comercio en Bluefields, de mercancías clasificadas como varias para el Estado Mayor de la Guardia Nacional, así como de exportación para las empresas transnacionales y enclaves; en sus momentos de ocio, jugaban Pedro en largas noches lluviosas hasta adivinar, con el paso de los años, las cartas por caer en la mesa para superar al oponente. Pero lo que ahora sucedía, nunca en su vida lo habían imaginado.

“Mis hijos no tienen pasaporte”, dijo una mujer cuando Guillermo pasó a su lado. “Primero los que tienen”, respondió y subió al segundo piso del edificio. “A las once sale el primero”, gritó al bajar y comenzó a leer el listado de las personas que lo abordarían. Se escuchó el nombre de jueces, diputados, alcalde y ex–alcaldes, funcionarios de gobierno, médicos, abogados, comerciantes, la mayoría de ellos mestizos, algunos árabes y empresarios cubanos de la pesca, así como varios chinos millonarios con sus familiares.

“Señor, ¿qué pasará con los que no tenemos pasaporte?”, preguntó un hombre con su mujer, maletas y dos niñas al lado. “No importa, todos saldrán en busca de asilo político por la maldita guerra”, respondió el Coronel, jefe de la guardia, desde el balcón de la aduana. “Se hará un manifiesto único”, agregó.

Zoilo y Guillermo se quedaron viendo extrañados, nunca habían realizado ese tipo de manifiesto. Los más usuales contenían leche Carnation, Cracker Jack, jabón Lifebuoy, jamones ahumados, casas prefabricadas, cajas de whisky, pólvora china y mercancía confidencial de alta prioridad para la Guardia Nacional.

El primer barco zarpó escoltado por un guardacostas a la hora indicada y otros de menor calado partieron desde Bluefields sin atracar en el puerto. Desde la agencia aduanera de Octavio Bustamante se observaba la tristeza en el rostro de sus pasajeros. El segundo, el de los pasajeros con manifiesto único, partió a las cuatro de la tarde; contentos se despedían desde la cubierta diciendo adiós con sus manos. 

“Vamos”, dijo Guillermo y caminamos hasta el final del andén situado al pie del barranco, frente a la ensenada cercana al muelle de los barcos camaroneros. Desde allí, el navío se perdió entre la punta de la barra y el dorado cielo de la isla del Venado al girar en su viaje rumbo al norte.

03/09/2013

martes, 17 de septiembre de 2013

¡NUEVA GUINEA ES ATRACTIVA Y PRODUCTIVA, VISÍTALA!

Si decidís conocer Nicaragua, podés visitar Nueva Guinea, un municipio productivo y atractivo. Desde la capital hay que recorrer 280 kilómetros de carretera en buen estado. En el trayecto por la carretera Norte, giras a la derecha en el empalme de San Benito, buscando la carretera a El Rama hasta llegar a La Curva, después de la bajada de La Gateada, luego doblas a la derecha hasta llegar a Nueva Guinea. En un bus expreso que sale de la COTRAN el viaje dura cinco horas, pero si lo haces en vehículo particular con tu familia o  amistades, en sólo cuatro horas un rótulo te da la bienvenida a la ciudad más importante del sureste y el trópico húmedo de Nicaragua. La ciudad, el casco urbano, ofrece las comodidades que cualquier otra brinda: hoteles de diversas categorías, comunicación permanente mediante redes telefónicas e Internet y varios restaurantes.

Una vez instalado, alístate porque comienza la aventura. Para entrar en calor te recomiendo una caminadita por la calle central. En el recorrido vas a ver la vida comercial que brota a borbollones en ambos lados de la calle, prepara la cámara y toma fotos de lo que se te ocurra porque podés hacer una colección increíble, desde el tipo y nombre de los negocios hasta de sus dueños que sonrientes te saludan. Que no se te olvide fotografiarte con tus amigos y familiares en “el monumento de Nueva Guinea”, tiene una larga historia. Allí nomás vas a dar al mercado municipal y la parada de buses dónde verás los medios de transporte y las condiciones en que los campesinos se movilizan a las colonias y comarcas. ¿Colonias? Sí, Colonia. Nueva Guinea es el único lugar de Nicaragua en el que la división política administrativa (país, departamento, municipio, distrito, comarca, caserío) incluye la Colonia porque el proyecto de colonización Rigoberto Cabezas, desarrollado con asesoría Israelí, adoptó el modelo del kibutz (comuna agrícola) como referente de asentamiento poblacional rural concentrado (tierra, servicios básicos, producción agrícola).

A continuación menciono algunos de los lugares de interés que podes visitar en el casco urbano de Nueva Guinea:

    Artesanos del Cuero
    Los Cuatro Evangelios
    El Parque municipal
    La Pista de Aterrizaje (donde fue)
    La “catedral” de Nueva Guinea
    La Gongolona (cementerio general)
    El Museo Comunitario de Arqueología e Historia Los Ranchitos (ubicado en la universidad URACCAN)
    Las Rosquillas de Doña Elisa (deguste y conversatorio sobre economía doméstica o familiar), lunes, miércoles y viernes
    Los Nacatamales de Juanita (deguste y conversatorio), viernes y sábado
    Mercado Campesino, términos de intercambio (días lunes y viernes)
    Visita al Vivero (sitio donde inicialmente se asentaron los primeros colonos a orillas del río el Zapote) y conversatorio sobre la historia de la Colonización con Víctor Ríos Obando (pionero – fundador)

Cerca del casco urbano, a menos de diez kilómetros, podés visitar los siguientes lugares por su atractivo desde el punto de vista económico y productivo:

    Finca La Esperancita: Escuela Campesina Agroecológica en el trópico húmedo (cuna de la agricultura orgánica en Nicaragua). Visita guiada.
    Visita a la finca del productor Pedro Figueroa: diversificación productiva en el trópico húmedo (raíces y tubérculos, café, cacao, canela, pejibaye y musáceas).
    Visita a una planta de acopio y procesamiento de raíces y tubérculos. Explicación del proceso y visualización del trabajo que realizan las lavadoras de raíces y tubérculos.
    Visita a Centro de Acopio de Cacao.
    Visita a un productor de piña variedad MD2.
    Visita a planta “Lácteos de Nueva Guinea”.

Los días jueves sigue siendo el día de mercado en la mayor parte de las colonias que funcionan bajo la lógica de “puertos de montaña”; se pueden visitar las colonias la Unión, Talolinga y Puerto Príncipe para que disfrutes de un díarimbombante de mercado. Si te gusta cabalgar, hay buenos caballos para que des una vuelta recorriendo por la mañana una finca y participes en las actividades del ordeño.

En la época seca, comprendida entre febrero y los primeros días de mayo, el disfrute de los ríos es una de los principales atractivos: la Verbena, río Plata, el Salto de la Esperanza, río Punta Gorda, el caño de los Pérez, entre otros, son de aguas zarcas. Entre marzo y abril los campesinos cosechan frijoles y te pueden explicar los grandes esfuerzos que realizan para obtenerlos. El 5 de marzo se celebra la fundación de Nueva Guinea y podés disfrutar de esa actividad conmemorativa junto con su pueblo cristiano, solidario y trabajador. ¡Nueva Guinea es atractiva y productiva, visítala!

martes, 10 de septiembre de 2013

jueves, 5 de septiembre de 2013

UN BELLO NIÑO RAMA

Los botes esperaban en el muelle de los pescadores. Edward y su madre, Rosemary, se sentaron en la popa; un indio de Rama Cay comenzó a remar poniendo en movimiento la embarcación. Teodoro bajó de prisa las gradas de tierra desde la esquina de Miss Lilian y se sentó en el bote, el indio Rama más joven lo alejó del muelle empujándose con el canalete. Navegaron en línea recta y pasaron los guardacostas. Edward escuchó el golpe de los canaletes del otro bote en el agua; anochecía y no podía verlo. Los indios Rama remaban con fuerza y veloces con el fin de entrar en la corriente.
“¿Dónde vamos, mamá?”, preguntó Edward cuando el bote giró a babor.
Se deslizaban en la bahía paralelo al puerto sobre la fuerte corriente, alimentada por las aguas del rio Escondido, pasando los muelles de la aduana y la Texaco. Edward notó las lucecitas tristes de las casas y, más allá de una mancha oscura, las luces de los barcos camaroneros atracados en el muelle de la Casa Cruz.
“A la Isla del Venado. Una señora está enferma”, dijo Rosemary sosteniendo un bolso y señaló hacia una lucecita entre el puerto y Bluefields, al lado izquierdo de Half Way Cay.
El bote en que iba Teodoro llegó primero. Cuando desembarcaron se guiaron por la chispa de los cigarros que fumaban. El indio Rama empujó el bote hasta la arena seca, Teodoro le dio un cigarro y comenzaron a caminar. El indio joven iba adelante cargando el bolso y Rosemary alumbraba el camino con su foco. Pasaron un cocal, recorrieron un sendero húmedo donde se escuchaba el movimiento de cangrejos; al subir una ladera observaron luces en una choza de madera. Dos perros salieron a su encuentro y una anciana esperaba en la puerta con una lámpara.
“Tiene tres días”, dijo la anciana cuando Rosemary vio a la mujer tendida en la cama de madera, cubierta por una cobija sobre un colchón de zacate seco envuelto en sacos de bramante.
Desde Rama Cay llegaron dos ancianas a ayudarle; no tuvieron resultado. Decidieron avisarle a Rosemary por su maestría en el arte de traer a este mundo a más de la mitad de los pobladores de El Bluff y, en su juventud, antes de trasladarse a vivir al puerto, a los primeros habitantes de la isla del Venado y a cientos de indios Ramas que poblaban los cayos de la bahía de Bluefields y Kukra River. Cuando Teodoro y Edward entraron, la mujer gritaba y sintieron un fuerte aroma. El indio Rama se alejó de la casa seguido por los perros, más allá del cocal para no escuchar los gritos enloquecedores.
“Va a parir”, le dijo Rosemary a Edward. Le indicó a una anciana que calentara agua en un perol. “Por eso grita, por los dolores, la criatura quiere nacer y ella quiere que nazca. Sus músculos están tratando que salga, eso pasa cuando grita”, agregó.
“Sí”, contestó Edward y Rosemary se acercó a la mujer. “No puedo más”, le dijo. La anciana que calentaba el agua le avisó a Rosemary que ya hervía y echó la mitad del líquido en una pana. Rosemary se lavó las manos y palpó el vientre de la mujer, sobándolo con un trapo tibio. De su bolso sacó una lata que contenía hierbas y las sumergió en el perol. “Tienen que hervir”, dijo.
Edward observaba con detenimiento a su madre masajear la barriga de la mujer. “La criatura viene en mala posición. Voy a meterle mano para acomodarla”, dijo. Le pidió a la anciana un pocillo con el té y la mujer lo bebió. Llamó a Teodoro y le entregó los trapos húmedos, le pidió que retirara la cobija y que vaciara en sus manos el aceite de olivo que estaba en el bolso.
Luego, al intentar meter la mano moviéndola con esfuerzo, Teodoro, el remero joven y la otra anciana, sujetaron a la mujer. Edward sostenía el tarro de aceite al lado de su madre que tardaba, rezaba y sudaba mientras la mujer gritaba. Finalmente, luego de acomodar ambas piernas, sacó a la criatura, le dio dos palmadas en la nalga para que respirara y se la entregó a la anciana que cuidaba el agua.
“Es un bello niño Rama”, le dijo a Edward mientras él apartaba la mirada para no verla cortar el cordón que lo mantenía unido a la mujer. “Ese fue el parto más hermoso que atendió mi mamá”, contó Edward muchos años después en El Bluff.

31/08/2013