lunes, 11 de junio de 2012

EL TRENCITO DE LA ALEGRIA

En el muro de concreto pintado de blanco que resguarda los tanques de la ESSO, en la bifurcación de la carretera que conduce hacia la aduana a la derecha y a la planta procesadora de mariscos por la izquierda, estaban apiñados, pegaditos uno con el otro. Dos de ellos, recostados en el muro, bajo la sombra de los inmensos tanques de hierro que almacenaban combustible, miraban hacia el muelle de los barcos camaroneros. En lo alto del primer tanque, al culminar la escalera, se leía en un rótulo que diario cambiaba de cifra: “1350 días sin accidentes”. En cuclillas, dos volvían la mirada hacia la planta procesadora y al taller de mecánica de don Chon Benavidez.

    Ya se hizo tarde, nunca vino y estoy rendido —dijo Rafael al levantarse y estirar las piernas sin despegar la mirada de la planta.
    Tené calma, no debe de tardar —respondió Charol despegándose del muro y dándole un palmazo en la cabeza a Noel, el menor de ellos.
    ¡Deja de joder al chavalo! —expresó Chico, empujándolo hacia un lado. — Si no se están quietos nos va a descubrir  monsieur Millet —agregó y todos volvieron a calmarse.

Llevaban media hora de estar en el lugar. Rafael y Noel llegaron primero por el lado del muelle de la aduana, mientras que Charol y Chico, luego de encontrarse frente a la capilla de la iglesia católica, caminaron hacia el callejón de piedras que separaba las casas de Miss Murtley y doña Chepita. Charol hizo el intento de buscar a Glenn, pero cuando se dirigía a su casa Miss Murtley desde el corredor, le gritó: “No molestar a Glenn, estar practicando con el guitar” y siguieron caminando. Estaban al lado de la oficina del time keeper cuando los vieron bajar por el camino lleno de surcos provocados por la correntada de agua que bajaba desde la loma donde vivía el Coronel alma de niño. “Te fijas, aparecieron”, expresó Noel con alegría y al juntarse se trasladaron al muro.

    ¡Allá viene, allá viene! —gritó Charol.
    Tenés ojos de tijereta —dijo Rafael.
    Se siente la venida por los rieles —agregó Noel.
    Cálmense, cálmense, tenemos que estar ojo al cristo —volvió a insistir Chico.

Desde que salía del muelle de los barcos camaroneros, distante a un kilometro y medio de donde estaban, el trencito se notaba entre el manglar espeso que cubría ambos lados de la vía. Al lado izquierdo del camino, pegado al suampo, estaban ubicados los rieles que rechinaban al avanzar sobre ellos como culebreándose con calma en el trayecto. Un motor de diesel ubicado en el vagón del conductor lo arrastraba con otros siete en forma de U cargados de mariscos. Pintado totalmente de blanco, a excepción de las ruedas, el trencito que estaban esperando había sido importado desde Panamá por la empresa Casa Cruz luego que sirviera, decían los adultos, en la construcción del canal. Al acercarse escucharon impacientes el “tuc, tuc, tuc” provocado por el motor y el chillido de las ruedas brincando sobre los rieles que descansaban en durmientes de Cortez pintados con aceite quemado para que duraran toda la vida. Frente a ellos, a unos quince metros, giró hacia la planta y Pinolillo, el conductor, les hizo señas con la mano izquierda indicándoles que lo esperaran.

    ¡Ya se asomó, se asomó! —dijo Charol y volvieron a ver hacia la planta.

Vestía pantalones y chaqueta de lino blanco adornada con botones y cadenas de plata que recortaban las mangas. El trenzado de las partes visibles de la camiseta, igual que los puños y el cuello, estaban cosido en la chaqueta. La corbata de nylon blanco la usaba en pre-nudo y el chaleco de nylon brumoso tenía botones del mismo color. Un sombrero con amplias bandas coincidía con la tela del chaleco y con las zapatillas en la punta, exceptuando la franja de cuero negro en la parte del talón y la leontina de oro que sostenía el reloj de bolsillo.

    ¡Es él!, ¡es monsieur Millet! —murmuró en voz alta Noel y se volvieron a apretujar.

La apariencia de dandy de Millet cubría su verdadera personalidad que ni su esposa, una francesita bella y de modales refinados, al tomarse de su brazo podía solaparla. Los black creoles de Bluefields que laboraban en la planta procesadora lo odiaban porque se decía que provenía de una familia dueña de plantaciones de caña de azúcar en Haití donde habían esclavizado a más de doscientos negros y, además, por el maltrato que les daba. “Mils de pute, se rendre au travail”, les gritaba enojado cuando los encontraba sin trabajar y, a los que despedía, no les cancelaba sus prestaciones sociales ni les permitía que entraran en las instalaciones de la planta a reclamar sus derechos. Ese carácter y su apariencia lo convertían en un demonio temido, a tal grado que los trabajadores despedidos, con el apoyo de OPROCO, organizaron una marcha por las principales calles de Bluefields en la que cargaban varios ataúdes y gritaban enardecidos: “Doña Ley se murió”, “Aquí va doña Ley”. Por ello estaban en alerta, evitando que los descubriera pegaditos al muro.

Luego de estacionarse en el área de proceso, los operadores ladeaban los vagones del trencito para hacer la descarga de mariscos y el del conductor lo cambiaban de posición de tal forma que de la parte frontal pasaba a la posterior para regresar vacío hacia el muelle donde volvían a hacer la maniobra. Era toda una novedad en el puerto de El Bluff y los cuatro salieron disparados detrás de él una vez que Pinolillo les hizo la señal.

Corrían como gacelas, calculando que cada zancada coincidiera en los durmientes, sin empujarse pero gritándole  “¡Apúrate!, ¡Apúrate que nos deja!”, al que iba en la delantera. Se tomaban del borde del último vagón y de un sólo brinco se subían, uno tras el otro, hasta quedar amontonados, pegando gritos de alegría al ritmo de los movimientos que los sacudía. Pinolillo, chavalo como ellos, aceleraba el motor a su máxima velocidad, diez kilómetros por hora y, repentinamente, lo frenaba para que sus cuerpos rodaran dentro del vagón, volviendo a aumentar la velocidad mientras ellos le gritaban “¡Dale!, ¡Dale más!” hasta llegar al muelle en ese jueguito con el trencito.

Se bajaron exhaustos del vagón y los cuatro se despidieron de Pinolillo. Caminaron por la costa en dirección hacia la Carbonera y doblaron por la ensenada. Brincaban contentos al avanzar sobre los troncos de madera que se arpillaban en el manglar al ritmo de la marea y salieron felices en la carretera, cerca del muelle de la Texaco. Sus rostros brillaban de dicha por el viaje en el trencito y por haber evitado que monsieur Millet los descubriera.

Ronald Hill A.
Miércoles, 06 de junio de 2012

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