Después de los meses de verano,
con la llegada de las primeras lluvias, las flores llamadas brujitas florecían
a los lados del andén. Caminar sobre el concreto mezclado con basalto de color
azul y arena de mar con los colores amarillos, rosa y blanco de las brujitas, creaba una
sensación de querer estar allí, de arraigo, de pertenencia y de caminar y
caminar sin que el trayecto llegara a su final, no importando la dirección del
recorrido, si era hacia el lado de la iglesia católica o hacia el lado de los
pescadores.
Nadie escapaba a ese embrujo llamativo provocado por las brujitas florecidas. Visitantes que se dirigían a la playa, parejas de enamorados, mujeres vendedoras de hornadas y pan dulce con sus panas bien protegidas, el vendedor de lotería, el barbero con su instrumental en el maletín, el vendedor de sorbetes con su carretón y su campanita insistente, afiladores de cuchillos y tijeras, estibadores, marinos mercantes, pangueros, gestores de aduana, la mayoría de ellos provenientes de Bluefields. Todos disfrutaban el ambiente florecido en su recorrido.
Y allí, al caer la tarde, la vi
caminar por ese andén multicolor. Su figura delgada,
alta, vestida con una camiseta del algodón, pantalón blue jeans y
calzando tenis blancos, con su cabello castaño casi rubio ondeando al ritmo de
la brisa proveniente de la playa de El Tortuguero, saludándome con un hola,
un hola en una voz de extranjera, surgiendo de su boca y labios de señorita que lo
ha traducido del inglés en su mente, y gesticulado con sus manos, su cuerpo en
movimiento, sus pasos desplazándose sobre los colores, mostrando una sonrisa plena que brilla con la luz de sus ojos verde miel. Una chavala en vacaciones visitando a sus familiares que la agasajan todo el tiempo.
En la playa de El Tortuguero, con
su bikini azul, es el centro de las miradas. Nada como
atleta y deja que la cubran hasta el cuello de arena; le encantan las uvas de
mar y los icacos; quiere agua de coco y tres chavalos corren a subirse a
los cocoteros; hace castillos de arena y los regala, este para vos y aquel para
él; le fascina recolectar conchas de mar y las organiza en paletas de colores; quiere estrellas de mar y nuevamente corren en busca de ellas. Descansa en
un tronco blanco de balsa y se extiende con la cara al sol. Su cuerpo no es
voluminoso, está en desarrollo, pero se dibujan sus pechos, su vientre con un
ombligo profundo, sus piernas largas y, al girarse para tener un bronceado
ligero y uniforme, crea una superficie de arena inestable que cae desde el
contorno más alto de su cadera. Levanta las piernas, las balancea hacia atrás y
hacia adelante, las sostiene por varios segundos en alto, revelando la fuerza
de su cuerpo que se contrae y expande al vaivén de sus movimientos. Se incorpora
minutos después, está cubierta de arena, sacude su cuerpo, pasa con delicadeza
sus manos por la cintura y corre hacia la playa. “Let´s go, let´s go", dice invitando con sus manos, y todos, embelesados, vamos detrás de ella.
Por la noche hay una fiesta en su
honor en la Cabaña. El rancho está de gala para la ocasión. Los cocoteros a ambos
lados del andén de acceso están iluminados por bombillos que
invitan a recorrerlo. Al llegar a la puerta de acceso, ella está en el
centro, de pie, dando la bienvenida a los invitados que le llevan regalos.
Muchas gracias, no debieron molestarse, muy amables, dice en ese español tan
propio de gringuita. Viste con sencillez: una
falda ajustada a su cadera, una blusa que muestra sus hombros y la línea de sus
pechos bronceados, calza sandalias de cuero. Lleva el cabello suelto. Su
sonrisa colma la cabaña. Frente al amplio bar, una mesa grande es ocupada por
sus familiares: abuelos, hermanos y primos. Mesas para cuatro están acomodadas
en los otros espacios y en un costado un grupo musical de Bluefields afina sus
instrumentos. Allí están los invitados y la mayor parte de los adolescentes del
puerto. Los meseros recorren con bandejas el salón ofreciendo bebidas y
cocteles. En la parte posterior de la Cabaña, bajando las gradas, se escucha el
sonido de las olas reventando en la playa de El Tortuguero. La suave brisa
marina mueve las ramas de los cocoteros y hace volar chispas desde los asadores donde se preparan carnes y mariscos para los invitados.
Suena la música, música de
verano, y todos quieren bailar con ella. Ella, muy educada, se disculpa, “Oh,
I´m sorry”, dice con esa gracia de bella gringuita, y son sus primos los
primeros que se turnan para bailar con ella. Su rostro, su nariz y su boca buscan un poco de aire, necesita respirar porque no está acostumbrada a bailar
de esa manera, a ese agarre extenuante, fuerte y con presión de su espalda y
caderas contra el cuerpo de ellos. Sus manos descansan en los pechos de ellos,
no cruzan sus hombros, y se nota como si estuviera atrapada en unas garras que
creen poder merecer y conseguirlo todo. Entre piezas musicales va hacia la mesa
familiar, aprovecho la ocasión, me acerco y extiendo mi mano invitándola a bailar
y corresponde.
Nos hemos movido hacia el centro
de la cabaña, ella ha caminado un poco más allá de la mesa de sus familiares.
La música es parte del popurrí del grupo musical. Mi mano izquierda toma su
mano y la derecha toca su espalda. Ahora, al acercar mi cuerpo al de ella, me
doy cuenta de que es más alta. Mi mejilla llega un poco más arriba de la línea de
sus pechos, su rostro sobresale por encima del mío y repentinamente me atrae hacia ella con un impulso desmedido. Sus piernas se entremezclan con
las mías y me dejo llevar por su ritmo con movimientos laterales y ondulantes de
caderas y de piernas hacia adelante y atrás. En ese constante roce, con el aroma de vainilla y canela que desprende su cuerpo, el peso de
sus hombros sobre los míos, ella se separa un poco y me
mira con sus ojos iluminados por toda la luz que inunda La Cabaña como si
al fin me reconociera, como recordando el hola que me dijo al encontrarnos
en el andén, “are you ok”, pregunta, traducido al español en su voz dulce de
gringuita, y trato de procesar su pregunta, por qué lo hace, y me doy
cuenta que mi corazón palpita a mil latidos por segundos, que mis manos la han apretujado con la fuerza de quien trata de salvarse aferrándose a lo que más quiere cuando un volcán está a punto de erupcionar. “You are so funny”, dice
con una gran sonrisa, mirando mi rostro enrojecido. Nos separarnos, pero uno de sus primos aprovecha y le extiende la mano para que
continúe bailando con ella.
Acostado en la cama pensé en ella con la brisa sacudiendo el mosquitero y acurrucándome entre las sábanas. Es bella, es linda, que no se vaya, que estudie en Bluefields para verla en el barco todos los días, que se quede por siempre, y así, en la oscuridad de la noche, la fui pensando hasta verla caminar por el andén azul, florecido a sus lados de brujitas blancas, rosadas y amarillas, con su pelo al vaivén de la brisa proveniente de la playa de El Tortuguero y entregándome su mano para caminar a su lado, escuchando su voz de gringuita encantadora al ritmo de sus pasos largos, en un ir y venir sin fin por el andén multicolor.
11/10/2023
Foto: Internet.
Buena narrativa. Resalta la naturaleza y el encanto que otros no vemos en Bluefields.
ResponderEliminarY en El Bluff. Gracias por el comentario. Abrazos.
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