sábado, 28 de agosto de 2010

UN AMIGO PARA SIEMPRE (A FRIEND FOR EVER)

Caminamos hasta el final del andén que lleva frente a la ensenada. Observamos los últimos rayos del sol en esa tarde de verano; pasó su brazo derecho sobre mis hombros y sonriente dijo “tu voz ha cambiado, estás dejando de ser niño”. El cambio se dio en poco tiempo. Se convirtió en mi amigo por siempre, en amigo de mis amigos, esos que nunca dejan de serlo y, cuando me encuentro con ellos, siempre está en nuestras pláticas, vuelve a estar con nosotros.
Foto de familia tomada por Frank Feurtado Hill.

Desde la niñez hizo que descubriera mis raíces y con esmero siempre me llevó al lado de sus padres, mis abuelos, tíos y primos. Al verlo junto a ellos noté que era diferente su forma de ser: era amigo de todos los de la isla, querido por todos, por los blancos, pero en especial por los afrodescendientes con los cuales siempre hablaba, discutía y bromeaba. Me enseñó cómo se ganan los pesos en tierra y en el mar. Nunca quiso que siguiera sus pasos de marino porque, según él, es un oficio difícil y la vida no se debe vivir entre olas.

Con el tiempo nos separamos. Alcé vuelo y cuidó que mis alas tuvieran la fuerza suficiente para el viaje. Siempre estuvo pendiente de la travesía y, en muchas ocasiones, iluminó mi sendero, en especial cuando la ruta fue difícil. Yo regresaba y a veces él me encontraba en el recorrido para darme aliento, ánimo, nuevas fuerzas. Conoció a todos sus nietos y los disfrutó siempre que pudo.

De pronto, por ironías de la vida, se marchó a su isla. Regresó para comenzar otra vez, volvió a navegar a sus sesenta años. En los años de euforia, cambios, nuevas esperanzas, luchas, gritos, guerras, servicio militar, desprendimiento de lo propio en función de los demás; desde la distancia continuaba a mi lado mediante llamadas telefónicas. Conciente de los riesgos en que me encontraba, nunca perdió su sentido del humor: se reía al saber que ganaba varios millones de córdobas al mes y que con ellos sólo podía comprar la comida. A pesar de las adversidades, nunca propuso que abandonara el país, estaba claro que no lo haría.

Volvimos a estar juntos. Nos reunió en su isla para una fiesta de navidad y fin de año. Nuevamente la familia reunida como en los tiempos de infancia. El momento quedó grabado en las fotografías que nos tomamos. Comenzaba una nueva década y los zapatistas sorprendieron con sus acciones y manifiesto a un mundo trasnochado. Los visité varios años después y regresó en varias ocasiones; siempre entusiasta, volvió a enamorarse del trópico húmedo.
White Bush Hill y Ofelia Alvarez

Llegó la tragedia y perdió al amor de su vida. Desde entonces dejó de ser el mismo: no quería seguir en su isla, no soportaba la soledad, su ausencia, su recuerdo, aun cuando tenía a su lado a la familia de mi hermana. Quería escaparse lejos. Cada mes, al llegar la fecha en que mi madre falleció, lloraba como un niño y me abrazaba igual que aquella vez cuando me dijo que me estaba haciendo hombre. Su vida había perdido sentido y quería partir a encontrarse con ella. Al marcharse me dijo que regresaría a quedarse a vivir conmigo.

Iba a abordar la avioneta para regresar. Al pie de la escalinata vio bajar de la aeronave a su hermano Simeón. Ambos se sorprendieron. Su hermano insistió en que no se marchara, que tomara el vuelo de la mañana siguiente para pasar juntos esa tarde y la noche. No logró convencerlo y antes de despedirse, como siempre, en broma, le dijo: “como no vas a estar en tu casa, hoy por la noche voy a dormir con tu mujer”. Aquí lo esperábamos. Timbró el teléfono y no podía creer lo que decía mi hermana: la avioneta se había precipitado al mar, a unas cuatro millas de la costa. No podía hablar, ni moverme. Sólo pensaba en él tratando de salir de la avioneta, nadando como todo hombre de mar. Pasaron las horas, llegó la noche y siempre me decían lo mismo: no sabemos nada, los están buscando.
Simeón y White Bush Hill

Salí en su búsqueda. Llegue al tercer día. Fui directo donde Simeón. Vete al hospital me dijo mi tía, allí está, lo han encontrado. Había un gran tumulto de gente en la morgue, llantos, gritos, los medios tras la noticia, cámaras y de pronto apareció mi tío Henry. No lo mires, no quiero que lo recuerdes así el resto de tu vida, me dijo. Ya lo he visto, está intacto, completo, es él. De pronto su cuerpo estaba en un ataúd y partimos al atardecer hacia su isla en un cayuco veloz. Al llegar lo estaban esperando: mi hermana, su marido, mis sobrinas y centenares de sus amigos. Fuimos directo al cementerio. Allí, en su sepelio, a campo libre, anocheciendo, con luces instaladas para ello, el pastor habló y comenzaron a bajar su cuerpo junto al de mi madre para que descansara a su lado. Mis lágrimas corrían, no podía evitarlo, lloré como nunca antes había llorado, había perdido a mi amigo, el que siempre está cuando más lo necesitas, ya no podía abrazarme ni consolarme. Dejó de hacerlo aquel viernes 28 de agosto de 1999.

Siempre está conmigo. Lo llevo en el corazón. En los momentos de angustias y temores lo busco, no me abandona. Regresa, siento su presencia, ilumina el camino y me da ánimo para seguir adelante.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 27 de agosto de 2010