Sé que lo
recuerdas vagamente, pero si te esfuerzas y te concentras puedes recorrer las
profundidades de tu mente, apartando imágenes que te distraen, enfocándote como
cuando lo haces para conducir de noche bajo la lluvia o con neblina densa.
Si lo logras, te darás cuenta y tendrás las respuestas para explicarte ese estado que te mantiene en sosiego, distante, enojado, explosivo; descubrirás que la decisión fue tuya, de nadie más. Es difícil admitirlo, siempre has buscado culpables, pero ¡basta!, debes enfrentarlo, nadie más que vos te llevó a estas circunstancias; ni ella, tu madre.
Si lo logras, te darás cuenta y tendrás las respuestas para explicarte ese estado que te mantiene en sosiego, distante, enojado, explosivo; descubrirás que la decisión fue tuya, de nadie más. Es difícil admitirlo, siempre has buscado culpables, pero ¡basta!, debes enfrentarlo, nadie más que vos te llevó a estas circunstancias; ni ella, tu madre.
Tu madre que te
acurrucaba en sus brazos, susurrándote palabras de ternura, pendiente de tu
llanto cuando te sentías incómodo en la cuna por un ruido que desconocías y
corría desesperada a tu lado dejando sus quehaceres porque eras lo más
importante del mundo; al verla con tus ojitos chispeantes de alegría, le
regalabas una sonrisa, balbuceabas cosas inexplicables que sólo ella comprendía
y se llenaba de dicha. Ella te enseñó a hablar de poquito en poquito; un día
dijiste “ma..ma” y sus ojos se llenaron de lágrimas porque comprendió que el
vínculo crecía, se intensificaba en el mundo exterior que, con esmero y según
sus posibilidades, había construido para vos.
Tampoco él, tu
padre. Tu padre que te hablaba con su ronca voz y, para semejarse a la de ella,
para no confundirte, para complacerte, te decía las cosas en diminutivo,
achiquilladas; cuando te levantaba de la cuna sentías la fuerza de sus brazos
por la sacudida que te daba al apartar el mosquitero. Por su tacto, fuerza y
voz, comprendiste que era diferente a ella y poco a poco notaste que se
ausentaba; te dejaba solo con ella, pero tras cada regreso intuitivamente te
diste cuenta que era tu padre porque que ella te lo susurraba, hasta que un día
dijiste “pa…pa”; los dos se convirtieron en los seres más dichosos de este
mundo y vos en el ser más querido.
Así, poco a poco,
fuiste creciendo. Te convertiste en el centro del firmamento para tus padres,
tus abuelos, tus tíos y tías. Los buenos vecinos visitaban a tu madre para
conocerte. Ella te protegía, evitaba que te vieran así, indefenso, frágil por
el mal de ojo que pudieran darte; para impedirlo te puso una pulserita en la
muñeca con ojales rojos y negros. Cuando diste los primeros pasos, ellos te
tomaban de la mano al estar gateando, te acordás cuando lo hacías, te enseñaron
a gatear porque vos lo hacías de nalga y aprendiste que era con las manos y las
rodillas. Repentinamente, te dejaron solo y caminaste tambaleándote, caíste una
y otra vez hasta que lo lograste; un día corriste comenzando a hacer
zanganadas, derribando todo a tu alcance, mientras ellos alardeaban sobre lo
inteligente, inquieto y ágil que eras.
Quizás fue un
poco más tarde, en la escuela o en el barrio, cuando te diste cuenta que no
eras el centro del firmamento, que habían otras estrellas que brillaban a tu
lado, que eras uno más del conjunto, una partícula de polvo que comenzaba a
levantarse con el viento. Llegaste a la Secundaria, te enamoraste locamente, te
emborrachaste de nostalgia, mirabas la vida con ojos de soberano al que todos deben
rendirse a sus pies. Allí fue cuando todo comenzó: la primera desilusión, el
primer fracaso; añoraste la cuna llorando y balbuceando como en esos primeros
años.
Todo el mundo a
tu alrededor se desmoronó cuando te fuiste lejos abandonado el nido como ave
peregrina; ahora que lo recuerdas te llenas de nostalgia. Añoras todo, a tus
padres, tus coquetos abuelos, a tus hermanos de vez en cuando porque no han
sanado las heridas del pasado, a tu barrio de la infancia. Cuando miras las
fotografías que nadie te regaló, esas que son parte de tu herencia, suspiras
derramando lágrimas al verte ante el espejo, escudriñando rasgos de ellos en tu
rostro envejecido por el rencor de la soledad aunque ella, tu compañera, trate
de llenarte con amor y compañía.
No eres capaz de
confesarlo, lo rehúyes, lo digieres sin decírselo a nadie y explotas
desquitándote con todo, con el maldito trabajo, con la situación de tu pueblo; no
haces nada más que escupir llamaradas de odio que poco a poco te van
destruyendo. Lo haces sin razón, sin causa. Te vas identificando con otros
semejantes que se han confundido en el camino porque tomaron el sendero
equivocado, ese que te ha llevado a maldecirlo todo, a no encontrar el sosiego
porque muy dentro de vos sabes que sos culpable. Por eso vivís pendiente de
todo lo que pasa, tirando piedras destructivas, escondiendo la mano como los
cobardes: sos incapaz de proponer sin tratar de sacar ventaja y el mundo alrededor
se achica como el de los náufragos al sacar el agua del barco azotado por la
tormenta.
No vale la pena
morir de esa manera. Entra en las profundidades de tu ser, descubrí las causas
y lograrás superarlo porque te darás cuenta de que al final no eres más que una
partícula de polvo en el universo. Si lo haces, trata de volver a gatear, si
caes estoy seguro que te volverás a levantar diferente.
21 de Marzo de
2013.
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