El hombre que vende bolsas de plástico está sentado en una silla de
ruedas. Está bajo la sombra que se extiende desde el frente de la tienda de los
chinos, la Amazona y la calle de una sola vía donde casi se desbordan las ventas de verduras
y hortalizas. Al salir del super, el sol golpea fuerte mi rostro. Me acerco
con el carrito de compras.
El hombre vende bolsas como pan caliente a esta hora. Espero. Veo que una niña le ayuda a dar vuelto y a entregar bolsas. Él se ve contento.
Hay un movimiento acelerado de compradores que cruzan la calle entre esos tres comercios. Los taxis pasan buscando clientes. Los camiones que viajan hacia las colonias van repletos, acelerados, con pasajeros que cuelgan de la cola del camastro. A la izquierda, al sur, en la mera esquina de la casa donde vivía Donald Ríos, una rastra está cruzada porque no puede dar la vuelta, un parte de las llantas traseras están encaramadas sobre la acera y el flujo de vehículos se detiene.
La música suena alta y acompaña el trajín de la gente, de la corriente humana. Viene de La Amazona o del lado de los chinos.
—¿Cuántas quiere? —pregunta el hombre que está sentado en la silla de ruedas.
—Dos nada más —respondo.
La niña, con velocidad entusiasta, toma dos bolsas del moño sujeto al apoya brazos de la silla. Me mira con inocencia y me las entrega. Le doy veinte pesos al hombre y la niña, rápida, sin dudar, saca un billete de diez entre las monedas que el hombre tiene en una pana sobre sus piernas y me lo entrega.
—Gracias —digo y empujo el carrito de las compras hacia el estacionamiento.
Paso las compras a las bolsas y las ubico en la maletera del vehículo.
Cuando regreso a dejar el carrito, la veo empujando la silla de ruedas frente al súper. Lo hace con fuerza, con ganas, como si el hombre no pesara. Va rápido. Se ríe. Juega. El se deja llevar. No frena nada. Levanta el rostro al sol y sonríe grande, una sonrisa competa, de esas que no le piden permiso a nadie. La niña gira la silla y da vueltas: una, dos, tres. Se ríen los dos.
Como si el tiempo se detuviera, no hay silla, no hay ruido, ni música, no hay prisa, solo los dos en su alegría. Luego lo devuelve al mismo sitio de antes. Quedan ahí, bajo la sobra, contentos. Felices como si el mundo fuera solo eso.
Él se llama Julio Rostrán. Desde que lo conozco está pegado a esa silla.
—Ella es mi niña —dice. Se llama Allison. Viera usted qué
inteligente es. Se sabe bien los números, va para tercer grado y ya le voy a
alistar todos sus cuadernos para la escuela antes que se pongan caros.
La música ha bajado el ritmo, ahora suena Juan Gabriel con Así fue. La vía está desatascada, pero para ellos la felicidad sigue intacta, mientras se acompañan.
Me recuerdan algo simple y duro: la felicidad no siempre tiene piernas, ni dinero, ni vitrinas. A veces va despacio, empujada por manos pequeñas, sostenida por una sonrisa sincera. No vive en los lujos, ni en lo que presume. Vive adentro. En lo poco que se comparte. En el amor que no se rinde, aunque la vida apriete.
Ojalá les dure para siempre, pienso.
Les digo adiós de manos cuando regreso al vehículo.
26 de diciembre de
2025.
Foto Propia.

Agradable narrativa.
ResponderEliminarMe da gusto podes leer de mañana este bonito espacio que Dios te da para escribir algo tan agradable sobre este ciudadano
ResponderEliminarDios te siga bendiciendo hill