En este pedacito de tierra me encuentro casi solo. Mi familia nuclear emigró hace muchos años, alzaron vuelo como aves marinas, unos por instinto y otros, por la tragedia se elevaron hasta el cielo. Por mi abuelo paterno, Ernesto, en visitas realizadas a la isla de Utila, comprendí que debía reconocer que en mí había una vena marina ancestral. Tres hermanos que salieron de Inglaterra hacia el nuevo mundo en busca de mejores condiciones de vida a finales de 1700 se disgregaron por el Caribe. Una línea de sangre permanece hoy en las Islas Caimán, en Belice, en Nueva Orleans y, la más cercana y conocida, en Utila. Marinos y pescadores la mayoría de ellos, surcaron las aguas del Atlántico y del Caribe.
Mi padre, un marino que llegó al puerto de El Bluff sin poder pronunciar con claridad palabras en español, navegó en sus años mozos los mismos mares que sus ancestros. El auge del banano marcó el rumbo a diferentes líneas navieras y, a la edad de 20 años, desembarcó del “Vaisson” sin pensar que en esa península encontraría el amor de su vida. Mi abuelo paterno, Felipe, legendario responsable de la bodega de la aduana, entabló amistad con aquel joven que cada dos meses regresaba de sus viajes y conoció a mi madre. Mi abuela materna, Manuela, permitió que realizara su cortejo en la casa, mientras vigilaba en la sala las intenciones del marino que hablaba todo raro.
Manuela y Felipe, llegaron al puerto ya casados. Él de Granada y ella de Honduras, navegaron el Río San Juan haciendo estaciones en El Castillo y la barra de El Colorado donde se embarcaron en lanchas, descubriendo, sin nunca separarse, la furia de las olas del mar Caribe, el olor marino, la brisa salina, los amaneceres donde el sol es más inmenso en el horizonte y los atardeceres celestiales. Entre torrenciales aguaceros y vientos huracanados se asentaron floreciendo en prosperidad su familia.
Mi madre, Ofelia, debió esperar la mayoría de edad para casarse con mi padre, cosas de esos tiempos. Nací al lado de la casa de mis abuelos, junto a ellos crecí. Mi padre me conoció después de concluido uno de sus viajes. Junto a mis hermanos menores, mi madre nos dedicó el amor, el cuido abnegado y logró aminorar el peso de la ausencia del marino en el hogar. Con el tiempo, mi padre dejó de navegar por el mar Caribe, se convirtió en capitán de barcos camaroneros con el auge de la pesca industrial y llegaron otros de distintas nacionalidades: franceses, gringos, españoles, mejicanos y cubanos que huían de la revolución.
Crecimos con la alegría a nuestro lado, sin temores, sin vallas que nos limitaran más allá que el horizonte del mar y la interminable costa caribeña. Desde niños nos embarcamos en una travesía de sueños al cruzar la bahía de Bluefields todos los días en busca de las letras, luego migramos hacia Managua e ingresamos a la universidad. Descubrí el recelo, las malas intenciones, la falsedad, el arribismo y comprendí el significado del “güegüense”. Comí tortilla como bastimento en vez de pan de coco y banano cocido, el vaho por su parecido al rondón aunque seco, la algarabía de una fritanga aceitosa, añorando los olores y sabores caribeños. Aprendí los números, el recorrido de las rutas de buses y cómo evitar el asalto y el robo que hacen en ellas luego que dejaron señas de una cadera de oro en mi cuello. También floreció el amor, después que las vacaciones fueron para la eternidad.
La guerra del 79 me sorprendió de vacaciones en El Bluff, mientras el resto de la familia quedó entrampada en Managua. Desde el puerto pude observar un oleaje migratorio provocado por la guerra. Los enormes barcos mercantes, que antes salían repletos de mariscos, bananos y madera, llevaban miles de personas: funcionarios del gobierno de Somoza, familias sin antecedentes políticos, prósperos empresarios de Bluefields, todos huyendo por temor a las represalias que “revolucionarios” caribeños pudieran emprender en su contra y al “sandino-comunismo” que las radioemisoras escuchadas en el caribe promulgaban.
El país estaba paralizado, debatiendo su destino por las balas y los guardias del puerto nerviosos. Reunidos frente a la capilla con varios amigos, un grupo de guardias, entre ellos un viejo conocido de la familia, me sacó del grupo tomándome del cuello y, frente a todos, me amenazó de muerte. “Vos sos uno de ellos” dijo, mientras Poló intercedía a mi favor. “Ándate a la Colonia donde tu tío Simeón, allí no te van a encontrar”, dijo Poló y, dos días después, mi tío pedía en el cuartel de la guardia el zarpe con mi nombre y el de su familia hacia Utila sin sellar mi pasaporte.
Nos volvimos a reunir en Utila y luego regresamos a Managua. Ingresamos nuevamente a la universidad y la euforia de esos años me embriagó. Por la crisis económica, mis padres vendieron la casa de Managua y se fueron a vivir a Corn Island. Mi hermana se separó de su “mal exmarido” y se trasladó a vivir con mi hermano, mientras yo me acomodaba con mi mujer y mis hijos en la casa de una granja que administraba. Una beca de la universidad le fue otorgada a mi hermano y partió hacia México a hacer una maestría. Mis padres abandonaron definitivamente el país trasladándose a Utila y, meses después, mi hermana, con sus dos hijas, los acompañó. Para las elecciones de 1984 las cosas se pusieron feas. Los socialistas dominaban la empresa donde trabajaba, amparados en su alianza con el FSLN y me trasladé a Juigalpa con mi mujer donde me convertí en maestro y funcionario de gobierno sin renunciar a mis ideas. Mi hermano regresó de México, continuó dando clases en la UCA y meses después partió definitivamente a los Estados Unidos con su mujer, una gringa de clima frío.
A pesar de la guerra de los ochenta, la exclusión y marginación social de los años 90, los discursos en tarimas llenas de flores, batallas de piedras y garrotes, élites pseudo revolucionarias que se enriquecen de la miseria del pueblo, violaciones de la constitución y cortes de chaleco a la institucionalidad del país en estos nuevos tiempos, aprendí, sin ser marino porque mi padre siempre lo evitó, que en el arte de navegar no importan los vientos sino como se acomodan las velas para fijar el rumbo sin incertidumbre, por ello, nunca he pensado abandonar mi tierra. A finales de los años noventa perdí a mi madre y un año después a mi padre.
A pesar de la guerra de los ochenta, la exclusión y marginación social de los años 90, los discursos en tarimas llenas de flores, batallas de piedras y garrotes, élites pseudo revolucionarias que se enriquecen de la miseria del pueblo, violaciones de la constitución y cortes de chaleco a la institucionalidad del país en estos nuevos tiempos, aprendí, sin ser marino porque mi padre siempre lo evitó, que en el arte de navegar no importan los vientos sino como se acomodan las velas para fijar el rumbo sin incertidumbre, por ello, nunca he pensado abandonar mi tierra. A finales de los años noventa perdí a mi madre y un año después a mi padre.
Con decisión y entusiasmo emprendí un largo camino recorriendo este país, acompañando siempre a los más necesitados, hombres, mujeres y niños, brindándoles la mano, tejiendo sueños de una mejor vida a su lado. Mis hermanos viven en “la yunai”, son gringos, siempre estoy pendiente de ellos y a veces los visito. Me enamoré del trópico húmedo donde cosecho nietos y un día los llevaré a mi vieja playa, esa franja costera con menos de cien metros de ancho que ha recibido a manos abiertas varios oleajes de migrantes y une mis raíces y mi sangre con el resto de Nicaragua.
Foto: Arpillera de Nydia Taylor. "Eating mangoes on the beach".
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 18 de septiembre de 2011
Ronald, este texto está pre-cio-so. Genuino, cálido, me encanta tu abuela Manuela con sabiduría, es filosofía en estado puro tu padre y su "arte de navegar". Quedamos pendientes pues de que nos invités tu playa. Linda prosa Ronald, linda.
ResponderEliminarGracias Mildred! Cuando quieras nos vamos a la vieja playa con todos tus chavalos. Siempre te leo, de vos estoy aprendiendo. Besos.
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