sábado, 22 de noviembre de 2025

EL LADO OSCURO DE LA ISLA

 



Las chispas del fuego suben al cielo

como si quisieran imitar a las estrellas.

La leña cruje y, entre el humo,

el viejo fija la mirada en un punto lejano,

allá donde la bahía se vuelve sombra y misterio.

Se pasa la lengua por los labios,

siente el sabor de la sal que el viento levanta

y deja escapar un suspiro largo,

de esos que huelen a mar y a tiempo vivido.

 

—¿Ven allá donde el mar se estira

y parece tragarse la luna? —dice

mientras señala con el mentón—.

Allí están las tres islas. Las que todos miran,

pero pocos entienden.

Juntas forman un triángulo, como anzuelo

hundido en el corazón de la bahía.

Ese canal que ves en medio,

por ahí pasan los hombres del mar

desde antes que yo naciera.

Algunos con motores viejos,

que suenan como si lloraran,

y otros con canaletes, golpeando el agua

al ritmo de sus brazos duros.

Antes que el gallo cante, ya están allá afuera,

lanzando redes, con el sueño metido en el pecho

y los ojos apuntando al horizonte.

Y cuando el sol se vuelve rojo, pesadote,

y cae sobre los cocoteros, todo el mundo se calla,

porque la noche es la única que manda en la bahía.

 

El viejo toma una ramita y mueve el fuego,

dejando que las brasas chisporroteen.

 

—La mayor de las tres, la del Venado, es la más brava.

Se alarga como una costilla gigante,

y su destino parece ser el de cuidar a las otras,

protegerlas del oleaje y de esos vientos locos

que bajan en temporada ciclónica.

La más pequeña, la Chiquita,

ya no tiene piel verde.

Es pura piedra y tierra colorada,

pero no se ha rendido.

Aún sirve de faro para los pescadores,

y las aves marinas la cubren como si fuera su reino.

 

Hace una pausa,

bebe un sorbo de café frío que aún huele a humo.

 

—La de Miss Lilian es distinta.

Aún respira verde, pero hace años

la desnudaron de sus piedras.

Hombres sin alma vinieron y

le arrancaron su escudo para venderlo como piedrín,

sin pensar que con cada piedra

le quitaban un pedazo de corazón.

Desde entonces, cuando el mar golpea fuerte,

parece que la isla gime… y yo les digo,

muchachos, que las islas también tienen memoria.

 

Un soplo de viento revuelve el humo y las brasas,

y los ojos del viejo brillan

como si el fuego encendiera sus recuerdos.

 

—El tiempo no perdona a nadie, ni a las islas.

Pero ese canal sigue vivo,

lleno de lanchas con chacalines

y peces que brillan como monedas.

Y allá arriba, las gaviotas se ríen del mundo,

como si fueran dueñas del cielo.

 

El viejo guarda silencio un momento,

mira hacia el horizonte negro

y vuelve a hablar con voz más baja.

 

—Del lado oeste de Miss Lilian… ah, de ese rincón

se cuentan historias que ponen la piel de gallina.

Allá van las parejas de enamorados,

buscando paz y silencio,

escondiéndose de las malas lenguas.

Pero no siempre fue así.

Ese lado también vio cosas oscuras,

cosas que el mar no olvida.

 

Las chispas del fuego saltan

y se apagan en la arena mientras

el viejo baja la voz, como si hablara con fantasmas.

 

—Había un hombre, Herrera.

Cruzaba la bahía cada tarde en un bote de canalete,

con una vela blanca chiquita.

Era el hombre de la dueña de la isla,

y todos lo miraban con respeto.

Cavaba en la arena,

escondía su dinero en potes de aluminio,

como si confiara más en el mar que en su mujer.

Dicen que aún hoy, cuando el viento está quieto,

se escucha el golpeteo de su canalete sobre el agua.

 

El viejo se inclina hacia el fuego, susurra casi en secreto:

 

—Pero lo más pesado de esa isla son los piratas.

Sí, piratas de verdad.

No de cuentos, de esos que mataban sin parpadear.

Allí tenían su guarida.

Entre borracheras, saqueos y mujeres robadas,

enterraban no solo cofres de oro y armas,

sino también a quienes se atrevían a mirar demasiado.

Cavaban de norte a sur, de este a oeste,

y dejaban el silencio como único testigo.

 

El viento sopla fuerte y el viejo se cubre el rostro, pero sigue:

 

—Años después, algunos botes se perdían allá,

en ese lado oscuro.

Iban con picos, palas y provisiones,

buscando el tesoro que nadie ha visto.

Y todavía hay quienes se meten ahí,

unos por codicia, otros por simple curiosidad.

Pero yo les digo, el mar no suelta lo que guarda.

Si algo fue enterrado allí, se quedó allí…

y el que lo busque, que sepa que el mar cobra caro.

 

El viejo calla.

El silencio los envuelve.

La fogata cruje, el mar respira,

y las gaviotas allá lejos

cierran la noche con su canto.

 

 

Noviembre 2025.

Foto Propia.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

PAJARITO DE LA MAÑANA

 


Herido en el suelo,

recordé al gato y su sombra.

Te alcé con cuidado,

todavía tibio,

medio perdido.

 

El vidrio te había golpeado

y el mundo se te apagó un segundo.

Te soplé despacio,

cerquita del pico,

como si el aire pudiera darte regreso.

 

Te puse de cara al sol

y parpadeaste.

Pajarito de la mañana,

hoy te tocó la suerte

que muchos pedimos

cuando la vida nos estrella contra algo.

 

19/11/25

Foto propia.

sábado, 8 de noviembre de 2025

MARIO MONTERO

 



Ya hace días he pensado

en un amigo de juventud,

muy querido por los blofeños

de mi generación y la que antecede.

De la época de un andén multicolor

y casas de madera bien cuidadas.

 

A mi amigo Mario Montero

trato de escribirle este poema libre, 

como él, a mano, en papel amarillo,

con un lapicero de punta gruesa,

suave y de tinta negra no permanente.

Porque si hay que escribir

recordando a quienes fueron amigos,

debe ser a mano, ya que es lo más

cercano que tenemos al corazón.

 

Era un hombre joven, bien parecido,

educado, con una mirada y sonrisa

que encantaba a las mujeres.

No era muy alto, de figura delgada,

cabello negro peinado hacia atrás,

con entradas marcadas,

ojos café y patilla larga

cercana a su nariz vigilante.

 

Mario era aficionado a los deportes.

Jugaba fútbol, voleibol, básquetbol,

ping pong, y era experto en juegos de naipes.

Lo veía en los corredores

de las casas de sus amigos,

bajo una bujía amarilla,

jugando Pedro o Desmoche

hasta altas horas de la noche,

entre una nube de humo amarillento.

 

Era fumador empedernido.

Yo admiraba cómo lo hacía.

Sacaba el cigarro del paquete,

lo golpeaba con el filtro

contra la uña del pulgar izquierdo.

Decía que así sabía mejor.

Y yo lo imité por años, muchos,

mientras fui también fumador.

 

“Cara de Gallina” le decían.

No sé el motivo. Quizás

para desvirtuar su buena presencia.

Cuando escuchaba el apodo,

solo volvía la mirada y sonreía.

 

Trabajó muchos años

como oficinista en la aduana.

Ducho en la máquina de escribir,

rápido y con pocos errores.

Siempre impecable:

camisa fajada, zapatos bien lustrados

y perfume importado.

 

Me fui de El Bluff y dejé de verlo.

Supe por amigos que se hizo marino, 

en camaroneros y barcos mercantes, 

y así viajó a Cartagena, Colombia, 

donde vivió varios años.


Hasta que un día me enteré

que estaba detenido

en la penitenciaría de Bluefields.

Lo encontraron en un cayo,

custodiando un buzón

de abastecimiento y cocaína.

No delató a nadie.

“Todo es mío”, dijo.

Lo condenaron a larga pena.

 

Un día recibí una llamada

de un número desconocido.

Era él, desde prisión.

Me sorprendió.

“Aquí todo es posible”, dijo,

y pidió dinero para recargar el teléfono

en vez de alimentos.

 

Con el tiempo supe

que lo liberarían

por un cáncer terminal.

Salió y lo hospitalizaron. 

Me contaban que llegaba a visitar amigos

en mal estado, delgado, demacrado,

y que vivía en la casa de una mujer generosa

que lo acogió.

 

Y así, un día, se fue Mario Montero.

“Cara de Gallina”.

 Una tarde gris, un grupo de blofeños,

entre ellos la Tere, Martín, el Flaco,

el Cabe, el Tanquecito y otros,

se encargaron de velarlo

y darle sepultura digna.


He pasado sentado en una silla,

con un lapicero de punta gruesa,

escribiendo en papeles amarillos,

haciendo borrones,

evocando su vida aventurera

para que la tierra que lo cubre no borre su sonrisa.


7 de noviembre de 2025.

Foto Propia.



sábado, 1 de noviembre de 2025

BAJO LA TENUE LUZ DE LOS RECUERDOS

 



Llegas a la orilla.

Saltas del cayuco —¡splash!—

y lo arrastras con esfuerzo

hasta vararlo entre las raíces del manglar.

Centenares de cangrejos azules y ojones

han hecho su hogar en los alrededores,

orificios de todos los tamaños, según familia.

 

Cruzas la cuerda que llevas en la mano

entre troncos jóvenes y viejos,

tratando de asegurar ese medio pequeño

que te ha llevado, tantas veces,

de una orilla a otra,

con tus recuerdos y los míos.

 

Y dudando si quedó bien amarrado el cayuco,

lo compruebas una y otra vez,

como quien no confía ni en el nudo

ni en los días que lo alejaron del suyo.

 

Yo te observo, en silencio,

como quien mira al hermano que tuvo cerca

y ya no sabe cómo hablarle.

 

En todo —vida y mar—

navegas con calma y suavidad,

sin prisas, sin remordimientos,

sin grandes expectativas,

porque ya todo lo has dejado atrás.

 

Caminas en silencio

bajo la luz rosada del atardecer,

con los pasos pesados, lentos,

como si temieras que el suelo recordara

los juegos, las voces,

la infancia que compartimos.

 

Cuentas tus historias

como antes,

esas que te llenan de felicidad:

joven, guapo, valiente,

cosechando amores y promesas.

A veces callas, pensativo,

y de pronto lo dices todo de un golpe,

como un faro que lanza su luz al horizonte,

sin mirar si alguien la ve.

 

Un día decidiste ir por el mundo

en busca de la fe perdida.

Subiste montañas heladas,

navegaste ríos caudalosos,

alcanzaste tus sueños y anhelos

y un amor siguió tu navegación errante.

 

Ahora es fácil seguirte:

vas cansado, solitario,

con pocos amigos,

alejándote cada vez más

en tu viejo cayuco,

como si olvidar fuera tu único destino.

 

Hoy, que los vivos prenden velas

y los muertos se asoman al recuerdo,

te pienso con la congoja

de quien vela lo que aún respira.

No has muerto, lo sé,

pero tu silencio me duele,

como si el mar te guardara

del otro lado de la luz.

 

Vuelves la mirada a la izquierda,

y allí estoy.

No dices nada.

Solo sigues el vuelo de una tijereta

que busca cangrejos en la orilla

con la fe que tú has perdido.

 

Sopla fuerte el viento,

el mismo que separa a los barcos del muelle,

el mismo que aleja a los hermanos

sin razón ni despedida.

 

Y ambos, desde la muralla invisible que has puesto,

flotamos durante el día,

bajo la tenue luz de los recuerdos.

 

 

1 de noviembre de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo