lunes, 6 de febrero de 2012

BAJO LA ESPESURA DEL BOSQUE

Esa noche se nos vino encima un temporal con relámpagos y truenos. Llegamos a las seis de la tarde, luego de recorrer por quince días valles y montañas en los alrededores de Toro Bayo. “La misión encomendada fue recuperar los cuerpos masacrados por la Guardia Nacional de los compañeros miembros de la columna guerrillera Jacinto Hernández”, dijo Marcelo con tono nervioso quitándose la gorra azul y acomodándosela nuevamente para cubrir el cabello ralo de su cráneo emblanquecido. El grupo de rescate estaba formado por quince compañeros excombatientes contra la guardia en la lucha guerrillera, miembros del recién formado Ejército; llegamos a Nueva Guinea provenientes de diferentes lugares del país. “Mira, aquí está la prueba”, dijo mostrando un broche de combatiente histórico que le habían entregado. “Mis años de guerrillero los pasé en el Frente Sur”, agregó Marcelo.
           
La Guardia Nacional descubrió la incursión de la columna guerrillera y movilizó a sus fuerzas elites, la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EEBI) por tierra y a la aviación, para frenar su avance. Los combatientes de la columna no lograron el apoyo de los campesinos de la zona porque los jueces de mesta, con los orejas de la guardia, dominaban los campos y los mantenían aterrorizados. En complicidad con ellos, a varios miembros de la columna les dieron de comer nacatamales mezclados con una planta llamada “camotillo” y en su marcha sufrieron nauseas, vómito y diarrea hasta quedar completamente deshidratados, sin fuerzas. En esas condiciones los masacró la guardia el 17 de mayo de 1979, antes del triunfo de la revolución. “A muchos los enterraron en el Paso de las Yeguas y en otros lugares donde fueron asesinados”, dijo Marcelo aspirando un largo sorbo de cigarrillo con sus manos temblorosas. No todos murieron en esa zona —dijo Alvaro. Es cierto —respondió exhalando una bocanada de humo como locomotora furiosa y agregó— otros cayeron en Punta Gorda.

Al regresar nos acomodaron en el ex cuartel de la EEBI, ubicado al lado sureste de la pista de aterrizaje. Era una casa de madera y tambo con un inmenso corredor a la que llamaban “casa blanca”. Luego de acomodar los cuerpos recuperados en una habitación, nos dieron de cenar y el jefe del grupo, Enrique, procedió a hacer el rol de guardia, de vigilancia. Me dormí en instantes en la covacha y me despertaron diez minutos antes de las doce para hacer posta de dos horas. Tomé café y me acomodé en una esquina del corredor. No se escuchaba ningún ruido más que el de la lluvia intensa sobre el zinc y había poca visibilidad por la neblina.
           
A las doce en punto escuché el ruido del motor de un jeep Willis que se aproximaba; al dar la vuelta en el extremo este de la pista vi el destello de sus luces. Se aproximaba de prisa, salpicando agua de los charcos en su recorrido. Al estacionarse bajó de prisa el jefe militar de la zona y despertó a Enrique. Hablaron un rato, luego despertaron a los miembros del grupo y nos reunieron formados en la sala. El jefe militar habló para darnos felicitaciones. Dijo que nuestro rescate pasaría a ser parte de la historia del país, de la lucha sandinista y que al día siguiente los cuerpos serían identificados por especialistas provenientes de Managua. Nos estrechó las manos a todos, luego se retiró. Mis compañeros volvieron a descansar y continúe en el rol de guardia.
           
Marcelo volvió a encender un cigarrillo, inhaló una profunda bocanada de humo, se quitó y acomodó la gorra como un acto reflejo. ¿De qué mes estás hablando?, dijo Alvaro. Fue hace muchos años, en agosto de 1979, recién el triunfo. ¿Nos tomamos un café? —preguntó Alvaro porque lo miraba inquieto. Dale, pues —respondió. Está bonito el broche —le dijo. Sí, es un reconocimiento a mi larga trayectoria. Aquí donde me ves, así sencillo y de botas de hule, nunca he pedido nada por haber combatido a la guardia cuando le cuereaba, ni por defender la revolución como hacen ahora ese montón de culitos chicha que buscan desesperados unas laminitas de zinc. Por esos tiempos —dijo y brindaron.

El frío de la noche lluviosa me calaba hasta los huesos. Acurrucado en la esquina del corredor me cubrí el pecho con el capote y, mientras la densa neblina y el silencio hechicero me acompañaban, recordé cada uno de los momentos del rescate de los combatientes heroicos.
           
Me encontraba bajo la espesura del bosque con mis compañeros y tres campesinos nos indicaban el lugar que daba muestras del enterramiento porque se notaba tierra removida, sobrante, de un color diferente. Tomé mi pala y comencé a excavar, al inicio con delicadeza, pero luego de prisa, con desesperación y el corazón latiéndome como tratando de volcarse sobre la fosa que iba abriendo. De pronto, como a una vara de profundidad, sentí que la pala pegó en algo diferente y comencé a remover tierra con mayor cuidado desde ese punto hacia los lados hasta llegar al nivel de profundidad que había alcanzado. Saqué tierra con la punta de la pala y vi el uniforme verde olivo. ¡Compañeros, compañeros, aquí encontré a uno! —grité. ¡Yo también, aquí hay otro! —gritó uno de los compañeros y seguido de él escuche a otros gritando lo mismo.

Al terminar de quitar la tierra de encima procedí a apartar la de los lados. No sentí mal olor, no lo sentía aun cuando el cuerpo estaba en estado de descomposición avanzada. Trate de sacarlo de un tirón pero no pude, el cuerpo se desprendió en partes. Volví la mirada hacia arriba y observé a uno de los campesinos que se cubría la boca y la nariz con un pañuelo; hasta ese momento sentí el olor de la muerte. Salí del hueco, tomé una bolsa de plástico de la mochila, un vaso de zepol y volví a bajar. No soportaba el olor, me unté zepol en la nariz y me cubrí con un pañuelo. Tomé el cuerpo de los pies, le quité las botas, abrí la bolsa y poco a poco lo fui metiendo por partes hasta culminar con la cabeza. Mis manos, mis piernas, todo mi cuerpo temblaba; con todas mis fuerzas, luego de amarrar la bolsa, lo levanté sacándolo a la superficie.
           
En ese punto rescatamos a veinte. En varios enterramientos había dos y hasta tres cuerpos, todos estaban completos. Luego de descansar un par de horas iniciamos la marcha de regreso a Nueva Guinea. Los más fuertes cargaron dos cuerpos, yo solamente traía al que había desenterrado. Tardamos dos días caminando hasta llegar al pueblo. ¿Y que pasó con los cuerpos? —preguntó Alvaro. Los identificaron y fueron trasladados a varios lugares del país, unos a Managua y otros a Rivas —contestó Marcelo luego de tomarse un trago de café con la mano derecha temblorosa.

“El que yo rescaté se llamaba Amado Caballero y cuando dejé la vida militar me convertí en cooperativista. Al organizar la cooperativa junto a otros campesinos de la zona, aún cuando muchos de ellos combatieron con la contra, ninguno se opuso a mí moción de nombrarla “Amado Caballero”, dijo Marcelo al despedirse y acomodarse la gorra azul con el logotipo de su organización.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Martes, 03 de enero de 2012