viernes, 10 de agosto de 2012

MI TÍA MERCHÚ


Probablemente muchos de ustedes se la toparon por el andén, en la iglesia, en labores comunitarias o, simplemente, la vieron al pasar por su casa  en donde todas las tardes sacaba una mecedora de la sala y se acomodaba en el corredor frontal a admirar el paisaje de la bahía, disfrutar la brisa marina que fluía sin atascos desde la playa del Tortuguero, sosteniendo amenas pláticas con los visitantes que al verla se desviaban del andén principal. Acompañaban sus atardeceres el resplandor de los rayos de sol sobre el inmenso techo rojo de la aduana, el verdor de la bahía, la estela de espuma esparcida por el constante cruce de las pangas hacia Bluefields con su cerro azul dominado en la cúspide por bandadas de nubes blancas, y el verdor de las islas de El Venado y Half Way Cay. Satisfecha encendía un cigarrillo cubierto del filtro por una boquilla para eliminar las impurezas que quebrantan la vida y escuchaba con suma atención los problemas que le exponían sus visitantes enumerando múltiples motivos de queja; mi tía Merchú, al escucharlos atentamente, se entristecía, los sufría, pero siempre tenía motivos de esperanza y ayuda para ellos.

La comida que preparaba mi tía Merchú era exquisita, agasajaba a su familia con manjares de mar y tierra. Para los días festivos, mi sitio preferido era su cocina y, en los comunes, su presencia en la mesa enriquecía con su ánimo los platos que preparaba: panes, dulces, lomos rellenos, mariscos, jamones, nacatamales, todos una delicia. Cuando pasaba por el andén a la hora del almuerzo o la cena, escuchaba el festín de tenedores, cuchillos y cucharas sobre los platos de china y, al verme bajo el umbral de la puerta del comedor, sonriente me ofrecía una silla. “Este chavalo no come en la casa porque dice que tu comida es más rica, aunque sólo sean frijoles”, le decía mi mamá y sonreía.

Por las noches, nos esparcíamos en la sala de su casa alrededor del televisor para ver la telenovela del momento y, en eventos especiales como el alunizaje del Apolo XI o las peleas del Alexis Arguello y Mohammed Alí, a todos los chavalos nos acogía manteniendo con sutileza la armonía. Siempre estaba al tanto de las noticias, de la entrada y salida de los barcos mercantes y de los adelantos de la ciencia y la tecnología. Pero mayor atención prestaba a las festividades religiosas que se desarrollaban en la pequeña capilla promoviendo su organización: la procesión del viacrucis; la peregrinación de la virgen del Carmen, patrona del puerto, desde Bluefields; las kermeses para recaudar fondos, los novenarios, las primeras comuniones, las misas navideñas, los rezos para los difuntos y los bautizos con los que ganó el record de tener el mayor numero de ahijados en el puerto.

Cuando triunfó la revolución, se involucró en tareas por el bien de los habitantes del puerto: promovió las jornadas de salud; también la distribución equitativa y oportuna de alimentos, sin permitir el insolente acaparamiento; la luz del saber en los analfabetas, sin darse cuenta por su esmero que el mundo a su alrededor se desmoronaba poco a poco hasta que el huracán Juana destruyó sus cimientos. Con el mismo espíritu y compromiso, asumió la tarea de reconstruir la vida de otros para que pudieran levantar su techo organizando brigadas de autoayuda y pegando bloques tras bloques.

La fuerza de su espíritu, su alma generosa y sus sueños de vida mejor para otros se truncaron cuando Felipe  Alvarez, mi tío, falleció en el año 1998; quedó solitaria, sus hijos, como aves, habían levantado vuelo, sin percatarse que en su cabello fino florecían canas sufriendo en soledad. Emigró a su natal Ostional para aligerar sus penas al lado de su familia, viajó a Corinto y finalmente se asentó en la casa de Rafael, su hijo, el amante de la mar y el rio.

El mal de Parkinson la atacó, pero no logró doblegarla: mañana y tarde, bajo el corredor izquierdo de la casa, elevaba plegarias al cielo con el rosario en mano. “Cómo están los muchachos, cómo está Indiana, cómo está Tony, ¿y los nietos?”, siempre preguntaba en mis frecuentes visitas. La mirada se le nubló y frente al féretro de Rafael, en la silla de ruedas y con su inseparable rosario, el corazón desintegrado y lágrimas de dolor rodando en sus mejillas, rogándole al Señor decía: “por qué te llevaste a mi hijo, mejor me hubieras llevado a mí”. El 31 de Julio, a las 8:50 de la noche y a la edad de 87 años, sus ruegos se hicieron realidad: un ejército de ángeles acudió a su lecho y sobre una luz cegadora la elevaron a los cielos.

Muchos pensarán que tu vida, tía Merchú, fue efímera, un esbozo desdibujado que casi no llegaste a vivirla en plenitud y sentirán, como de muchos otros, lástima de ti; lástima como la que han sentido las madres por sus hijos que transitan en senderos equivocados, los hombres perdidos, los viejos abandonados que mendigan, los pobres llenos de rencores y los ricos egoístas. En la justa balanza, ¿quién pesará más que mi tía Merchú?, ¿quién más méritos que tú? Seguro estoy, tía Merchú, que en el cielo los ángeles pedirán tu ayuda y, como en vida, les ayudarás eternamente satisfecha.

Ronald Hill A.
La Colina.
Miércoles, 08 de agosto de 2012