lunes, 12 de noviembre de 2012

UN LUGAR LEJANO Y BELLO


Rod se inspiraba cuando hablaba de su lugar. “No existe otro mejor”, decía; lo repetía una y otra vez. Lo conocí en el servicio militar. Durante las largas horas que compartimos a la orilla de los ríos, bajo la espesa sombra de los árboles de Guanacaste en las montañas, conversaba de su lugar al ritmo de las ramas sacudidas por el viento y el fluir de las aguas encauzándose entre las piedras hasta caer en el fondo de las cascadas. “Es lejano, pero bello, en el horizonte se unen el cielo y la mar, la gente sonríe de felicidad”, decía. El resplandor de la luna en el agua iluminaba su rostro y florecían sus recuerdos. “Los pescadores prosperan, los niños son felices, las casas brillan de color”.

Las noches en la montaña son eternas pero Rod nos entretenía, nos contaba la historia de su lugar, hablaba de una bahía azul llena de delfines que cruzaba todos los días para ir a la escuela, de los barcos que atracaban en un muelle mencionando los colores de sus banderas, de la vida en el mar, de la comida hecha con coco, de sus abuelos, de su padre marino, de la ternura de su madre, de sus hermanos que se habían ido lejos, dejándolo solitario y de sus amigos de infancia.

Cuando recibíamos visitas, lo invitaba a compartir con mi familia. Mi madre, mis hermanas y mi padre lo adoptaron como un miembro más. Así era Rod, fácilmente hacía amistades. Entre las cosas que me llevaban siempre había un paquete para él. “Es de un lugar lejano y bello, esto es para él”, decía mi mamá y al despedirse de nosotros lo abrazaba como a un hijo, con lágrimas en sus ojos.

Los instructores militares de física, táctica, ingeniería y política, luego de las clases, llegaban en su búsqueda a la champa de plástico negro que compartíamos. Escuchaban atentos sus añoranzas y las convertían durante sus charlas en ejemplos de utopías por alcanzar. Recuerdo la primera vez que lo llamaron a romper fila. Sucedió una tarde, luego que hicimos ejercicios, subiendo y bajando una colina con la mochila en la espalda llena de tiros y el fusil cruzado en el pecho. “¡Tú!”, gritó el entrenador de táctica, un afrocubano barbudo y chaparro, y todos nos volvimos a ver. “¡Tú!”,  volvió a gritar señalando a Rod mientras los otros instructores observaban seriamente al pelotón en formación. Me volvió a ver y con un ademán de cabeza le confirmé que se refería a él. Salió hacia el frente estirando su pierna izquierda. “A partir de hoy será el jefe de la escuadra de exploración”, gritó en voz alta el instructor.
           
Por la noche, en su turno de posta, cerca de la champa, le llevé un cigarrillo. Estaba sentado bajo un árbol y comenzaba a lloviznar. Lo felicité por ser nuestro jefe de exploración, pero Rod estaba triste. “Seré el primero en morir, no volveré a ver la lluvia caer en el mar”, dijo. Hice el intento de animarlo, pero Rod estaba ausente con la mirada fija en el bosque del cerro y la lluvia mojaba su rostro.
           
A partir de ese momento dejamos de compartir la alegría y el miedo, la superación de los obstáculos en las marchas, los cigarrillos, el pinolillo y los caramelos. Nos despedíamos al salir el sol, luego de desayunar arroz y frijoles sancochados; Rod se unía a la escuadra de exploración, guiándola entre la montaña en absoluto silencio, comunicándose mediante señas y avanzando lentamente con pasos de felino. ¿Qué piensas cuándo estás al frente?, le pregunté una noche, después de largas horas de caminata. “Ya no pienso, sólo quiero regresar”, dijo.

Un mes de octubre marchábamos sobre una cordillera y nos emboscaron. Escuché las primeras ráfagas sobre la vanguardia y pensé en Rod. Las tres escuadras que iban detrás avanzaron hacia el frente. Yo iba en la segunda. Al llegar al sitio de la emboscada, una hondonada entre las colinas, lo vi tendido en el suelo, ensangrentado, me arrodillé a su lado, sosteniendo su cabeza. “Tienes que visitar mi lugar”, dijo y dejó de respirar. 
           
Visité ese lugar lejano y bello veinticinco años después. Debía cumplirle a Rod. Recorrí por diez horas una trocha que lleva a su lugar. “Es lejano, pero bello”, recordé las palabras de Rod. Crucé la bahía, recorrí un andén, vi sus costas, la lluvia mezclarse con el mar, hablé con su gente, sus marinos y visité los muelles. En el viaje de regreso, no dejaba de pensar en Rod y lo que encontré en el lugar que para él siempre fue bello: una bahía sucia sin delfines, casas viejas, barcos hundidos en los muelles convertidos en chatarra, marinos en tierra, niños y niñas abandonados por sus madres que emigran a otros países en busca de trabajo, muchachas bellas prostituidas, alcohólicos y drogadictos que mendigan, falsedades que los mantienen marginados.
           
En mis recuerdos, Rod vivirá por siempre en la montaña, entre la sombra de los árboles y a la orilla de los ríos, porque no podría sobrevivir entre las ruinas de ese lugar lejano y bello. Descansa en paz, Rod.

Viernes, 09 de noviembre de 2012