martes, 14 de noviembre de 2017

HECHO EN LOS ESTADOS UNIDOS


Jugaban alegremente tres hermanos, muy pequeños para entender muchas cosas. Siete años tenía uno y seis los otros dos que eran gemelos. Corría el año 1982 o 1983, no recuerdo bien, y todo lo que les interesaba era divertirse con aquellos carritos de cajitas de fósforos, hules y botones que su papá les había hecho, mientras corrían y competían por ver cuál era el más bonito. Eran la sensación. Sin nintendos, ni PlayStation, ni patines, robots, ni esas cosas que veían sólo en su tele de fabricación cubana que duraba 10 minutos en encender y otros tantos para terminar de apagarse a las nueve y media de la noche, pues a las diez se iba la luz. Lo único que lograba apaciguar la vida de estos niños era ir a la casa de su abuela, en donde por las tardes estudiaban y luego se sentaban en el corredor a escuchar cuentos. A veces oían el sonido de los rafagazos de fusiles AK47 cuando un avión cruzaba los cielos de esa tierra caribeña. Luego regresaban a su casa e iban platicando sobre la conversación con la abuela que tenía la manía de hablar sola.

Los tres hermanos aún recuerdan, después de 30 años, las cenas con un pico, frijoles cocidos y un vaso de fresquitop que les dejaba el estómago revuelto, pero lleno. Alguna fiesta se celebraba de vez en cuando en su casa, con el radio marca National a un volumen bajo y la música de la radio local. Cuando pasaban algún comunicado o alguna propaganda del gobierno revolucionario que ni entendían, los invitados aprovechaban el momento para echarse un pijazo de ron Tropical y picar unos chalines secos en jugo de limón.

En las fiestas eran las únicas ocasiones en que su mamá se ponía aquel vestido floreado que le quedaba tan bello y que con esfuerzos uno que otro amigo dejó pasar en la aduana, pues sus hermanas se lo habían mandado de los Estados Unidos, pero en la radio decían que el tal Estados Unidos era malo y no permitía pasar las cosas. Por eso esperaban que hubiese alguna pachanga para que su mamá se pusiera ese vestido único y admirarla en todo su esplendor. Su madre era chela, alta, ojos verdes y buen bailar.

Los hermanos se fueron dando cuenta que algo no estaba bien: en las cenas, si había pico, faltaban frijoles; si habían frijoles, no tenían fresquitop; y si aparecía éste, no había ni picos ni frijoles. Tampoco entendían por qué muchas veces, cuando ellos comían, su mamá y su papá se iban a la sala o se hacían los ocupados. La ropa ya no tenía color y los pantalones les quedaban brincacharcos; ¿los zapatos?, sólo tenían unos mocasines chinos agujereados de tanto uso. Pero lo que más pena les daba era ir sin calzoncillos, pues de los que tenían sólo el elástico quedaba. No entendían por qué al preguntar por esas prendas interiores el papá se enojaba y los ojos verdes de la mamá se ponían tristes. Mientras tanto, seguía la tronadera de los fusiles porque a algún avión de los Estados Unidos se le ocurría pasar por encima de aquella ciudad del Caribe.

Cierto día llegó un vecino a la casa y se pusieron de acuerdo con él para hacer una reunión el fin de semana, ya que se había “bateado” 10 libras de frijoles del expendio en donde trabajaba, los vendió y tenía reales para comprar tres media de ron Tropical y dos libras de chacalines secos. Eso alegró sobremanera a los niños, porque vislumbraron que el sábado su mamá se ponía aquel vestido floreado. Morado con celeste, de los Estados Unidos.

Ese día tan esperado, la madre salió hacia la casa de la costurera. El papá, como siempre, buscó alguna chamba en el palacio municipal y los niños jugaron con sus carritos de cajas de fósforos y las colillas de cigarrillos Alas regadas por todo el piso.

Al medio día llegó la mamá, sonriente y con un bulto envuelto en papel periódico Barricada, y los llamó al cuarto. Al desenvolver el bulto aparecieron unos calzoncillos bien hechos, tres para cada uno. ¡A la mierda andar cañambucos, ahora los huevitos tenían su casa! Después de ir donde la abuela. Estudiar, escuchar cuentos, hacer figuras con las nubes y tratar de descifrar lo que ella hablaba consigo misma, volvieron a casa para ver que tocaba, si pico o frijoles o fresquitop.

La radio sonaba con su volumen bajo. Se escuchaba una canción de Willie Nelson.
“To all the girls Iʼve love before,
Who travelled in and out my door,
Iʼm glad they come along
I dedicated this song
To all the girls Iʼve loved before”.

Al primer comunicado nocturno de la radio salió la mamá ¡sin su vestido floreado! Los tres hermanos se extrañaron de aquel suceso e instintivamente el más grande corrió al cuarto, seguido por los gemelos. Revisaron sus calzoncillos, y descubrieron que eran ni más ni menos el vestido floreado de su mamá hecho pedazos para vestirles.

Kevin Berry
Jugando con fuego.

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