Jugaban
alegremente tres hermanos, muy pequeños para entender muchas cosas. Siete años
tenía uno y seis los otros dos que eran gemelos. Corría el año 1982 o 1983, no
recuerdo bien, y todo lo que les interesaba era divertirse con aquellos
carritos de cajitas de fósforos, hules y botones que su papá les había hecho,
mientras corrían y competían por ver cuál era el más bonito. Eran la sensación.
Sin nintendos, ni PlayStation, ni patines, robots, ni esas cosas que veían sólo
en su tele de fabricación cubana que duraba 10 minutos en encender y otros
tantos para terminar de apagarse a las nueve y media de la noche, pues a las
diez se iba la luz. Lo único que lograba apaciguar la vida de estos niños era
ir a la casa de su abuela, en donde por las tardes estudiaban y luego se
sentaban en el corredor a escuchar cuentos. A veces oían el sonido de los
rafagazos de fusiles AK47 cuando un avión cruzaba los cielos de esa tierra
caribeña. Luego regresaban a su casa e iban platicando sobre la conversación
con la abuela que tenía la manía de hablar sola.
Los tres
hermanos aún recuerdan, después de 30 años, las cenas con un pico, frijoles
cocidos y un vaso de fresquitop que les dejaba el estómago revuelto, pero
lleno. Alguna fiesta se celebraba de vez en cuando en su casa, con el radio
marca National a un volumen bajo y la música de la radio local. Cuando pasaban algún
comunicado o alguna propaganda del gobierno revolucionario que ni entendían,
los invitados aprovechaban el momento para echarse un pijazo de ron Tropical y
picar unos chalines secos en jugo de limón.
En las fiestas
eran las únicas ocasiones en que su mamá se ponía aquel vestido floreado que le
quedaba tan bello y que con esfuerzos uno que otro amigo dejó pasar en la
aduana, pues sus hermanas se lo habían mandado de los Estados Unidos, pero en
la radio decían que el tal Estados Unidos era malo y no permitía pasar las
cosas. Por eso esperaban que hubiese alguna pachanga para que su mamá se
pusiera ese vestido único y admirarla en todo su esplendor. Su madre era chela,
alta, ojos verdes y buen bailar.
Los hermanos se
fueron dando cuenta que algo no estaba bien: en las cenas, si había pico,
faltaban frijoles; si habían frijoles, no tenían fresquitop; y si aparecía
éste, no había ni picos ni frijoles. Tampoco entendían por qué muchas veces,
cuando ellos comían, su mamá y su papá se iban a la sala o se hacían los
ocupados. La ropa ya no tenía color y los pantalones les quedaban
brincacharcos; ¿los zapatos?, sólo tenían unos mocasines chinos agujereados de
tanto uso. Pero lo que más pena les daba era ir sin calzoncillos, pues de los
que tenían sólo el elástico quedaba. No entendían por qué al preguntar por esas
prendas interiores el papá se enojaba y los ojos verdes de la mamá se ponían
tristes. Mientras tanto, seguía la tronadera de los fusiles porque a algún avión
de los Estados Unidos se le ocurría pasar por encima de aquella ciudad del
Caribe.
Cierto día llegó
un vecino a la casa y se pusieron de acuerdo con él para hacer una reunión el
fin de semana, ya que se había “bateado” 10 libras de frijoles del expendio en
donde trabajaba, los vendió y tenía reales para comprar tres media de ron
Tropical y dos libras de chacalines secos. Eso alegró sobremanera a los niños, porque
vislumbraron que el sábado su mamá se ponía aquel vestido floreado. Morado con
celeste, de los Estados Unidos.
Ese día tan
esperado, la madre salió hacia la casa de la costurera. El papá, como siempre,
buscó alguna chamba en el palacio municipal y los niños jugaron con sus
carritos de cajas de fósforos y las colillas de cigarrillos Alas regadas por
todo el piso.
Al medio día
llegó la mamá, sonriente y con un bulto envuelto en papel periódico Barricada,
y los llamó al cuarto. Al desenvolver el bulto aparecieron unos calzoncillos
bien hechos, tres para cada uno. ¡A la mierda andar cañambucos, ahora los
huevitos tenían su casa! Después de ir donde la abuela. Estudiar, escuchar
cuentos, hacer figuras con las nubes y tratar de descifrar lo que ella hablaba
consigo misma, volvieron a casa para ver que tocaba, si pico o frijoles o
fresquitop.
La radio sonaba
con su volumen bajo. Se escuchaba una canción de Willie Nelson.
“To
all the girls Iʼve love before,
Who travelled
in and out my door,
Iʼm
glad they come along
I
dedicated this song
To all
the girls Iʼve loved before”.
Al
primer comunicado nocturno de la radio salió la mamá ¡sin su vestido floreado!
Los tres hermanos se extrañaron de aquel suceso e instintivamente el más grande
corrió al cuarto, seguido por los gemelos. Revisaron sus calzoncillos, y
descubrieron que eran ni más ni menos el vestido floreado de su mamá hecho
pedazos para vestirles.
Kevin
Berry
Jugando
con fuego.
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