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martes, 9 de abril de 2024

UN MUNDO VERDE Y AZUL SE DERRUMBA

 


He estado allí y lo he visto:

árboles, polvo, lodo y la mar.

¿Estarán allí por siempre?

No impondré significados.

 

En Abril, la lluvia es un chisporroteo de alegría

entre las hojas secas que cubren la tierra agrietada.

Luego vendrá con su ímpetu arrollador,

aplausos sonando en las hojas nuevas.

Un proceso eterno que no se detiene, aún.

 

El viento, aliado de la lluvia, empuja el agua

fuera de su curso, desbordando lagunas y ríos,

en dirección hacia la mar donde las aguas se aparean

dando nuevas vidas, vida en abundancia.

 

Desde el muelle pienso en esto.

El río desbordado, el agua saltando

como animal herido y la boca abierta.

El océano, un animal lleno de otros animales.

 

Un zopilote viejo come el espinazo

de un pescado en el borde del muelle,

que apunta en dirección a El Bluff,

tras los picoteos desgarradores, lucha

contra otros más jóvenes que lo acechan

para tomar su turno y devorar lo que queda.

 

Desde la caseta del muelle de las pangas

veo el aleteo de los Cormoranes que en su vuelo

hacen espumas en el agua y cantan de alegría.

El atardecer se manifiesta con un viento sutil.

Entre los pilares de la red eléctrica, testigos silenciosos,

la silueta de los patos se eleva sobre el verdor de los cayos.

 

Una ola, luego otra, revientan en los cimientos del muelle,

en  llantas parachoques, en el basurero de la orilla de la bahía

donde mueren entre la inmundicia que libera hedores tóxicos.

 

En el río seco cae el día. Los pájaros desesperados

se refugian entre las ramas de los árboles pidiendo agua con su canto.

Profundo verano, luego la lluvia.

 

En el borde del muelle respiro profundo.

El oleaje, el aire salado, el graznido de las gaviotas,

el rugir del motor de la panga.

Adiós Bluefields, bye bye Half Way Cay, welcome dice El Bluff.

 

Barcos hundidos, casco y mástiles oxidados.

Cuerpos enjutos, rostros amarillos con ojos tristes.

¿Estarán allí por siempre?

¿Quiénes los abandonaron?

Vamos a la deriva en un mundo

verde y azul que se derrumba.

 

7 de abril de 2024.

Foto propia.


lunes, 11 de diciembre de 2023

EL PESCADOR

 



El pescador, con ilusión en el pecho,

deja a su amor en tierna despedida,

hacia el muelle camina, sueños en su barco estrecho.


Maniobra en el muelle, la barca en su partida,

levanta cuerdas, manos curtidas por la sal y el viento,

navega hacia la mar, su alma entera va rendida.

 

En la barra, el ancla cae con un lento movimiento,

entre la laguna y el mar, su espera se hace eterna,

enciende un cigarrillo, suspira, está contento.

 

La cuerda en el agua busca un buen pargo que gobierne,

las piedras y los arrecifes llenos de vida marina,

piensa en su futuro, en su joven esposa y su vientre.

 

El cordel corre y salta, como en danza cautiva,

jala y jala, en un juego de placer y de paciencia,

el peso alerta sus sentidos, la lucha es atractiva.

 

La gran presa llega con resistencia,

un mero majestuoso, castaño y rojizo.

Suspira, el pescador siente su recompensa.

 

En el barco, el mero aleteando halla su nuevo lecho,

regresa a casa con pargos y el gran trofeo,

cae la tarde; en sus brazos, su amor, su anhelo.

 

8/12/2023

Foto propia: Internet.

martes, 4 de mayo de 2021

EL HIPO DE CAT FISH

 

Cuatro hombres bajaron al capitán Cat Fish del barco camaronero. Alrededor de las once de la mañana atracaron de urgencia en el muelle de la Booth. Lo sacaron del camarote cargándolo en un cubre colchón, como en una hamaca, y entre el tramo del muelle de madera hasta el área de macadán, lo trasladaron en una carretilla de manos. Su rostro, además de las arrugas que le caían sobre su mandíbula inferior saliente, similar a la de Popeye, se mostraba pálido, con un color cuasi amarillo.

“Está bien mal”, dijo el güinchero. “Lleva tres semanas sin comer ni poder dormir por el hipo”, agregó.

¡Hip! … ¡hip! … ¡hip! …. ¡hip! ...  era el sonido que salía de su boca como una erupción volcánica desde sus entrañas. Sus ojos café claros se mostraban adormecidos y miraba a las personas a su alrededor como si hubiera perdido el control de ellos, que juguetones se volteaban en su cuenca, desapareciendo momentáneamente la pupila y el iris, dejándose ver únicamente la esclerótica manchada de color rojizo.

El cuerpo de Cat Fish, un hombre de unos cincuenta años de edad, parecía un saco de carne tirado en la carretilla sin que su estructura ósea y músculos respondieran a su voluntad, al igual que el hipo incesante.

De emergencia llegó al muelle un tractor con un tráiler, lo acostaron sobre un colchón y a toda velocidad fue trasladado al puesto de salud de El Bluff después que Pinolillo, el conductor, lograra disuadir al gentío que se aglomeraba alrededor de la carretilla para que permitieran el paso del gravísimo capitán Cat Fish.

Así, en esas condiciones, llegó al puesto de Salud de El Bluff. Allí lo esperaba Cristina, la enfermera responsable del puesto. Al ver la prisa del tractor y parte de la tripulación del barco que lo acompañaban, las personas que estaban en los alrededores corrieron hacia el puesto por curiosidad, a tal grado que se propagó la noticia de que a Cat Fish lo habían ingresado en estado de gravedad en los alrededores del campo de béisbol y hasta el barrio El Suampo.

Poco a poco fueron llegando conocidos y amigos del capitán, trabajadores de la Booth Fisheries Company, amigos de parrandas interminables y algunas mujeres del Vietnam y El Dragón de Oro que gritaban con lamentación por su querido Cat Fish que no cesaba de hipear.

Cristina le ordeno a los hombres que lo acostaran en una camilla del puesto de salud. Procedió a tomarle los signos vitales y, ante la expectativa de la multitud que se asomaba por la ventana, declaró que estos eran normales, pero presentaba síntomas de decaimiento general por lo que inmediatamente le canalizó la vena cefálica del brazo izquierdo para suministrarle un suero revitalizador.

“Hay que dejarlo descansar”, dijo Cristina y salió a tratar de calmar a la multitud aglomerada.

 “No es nada grave, es un simple hipo”, anunció e inmediatamente el gentío comenzó a gritar sus recetas para el hipo.

“¡Hay que asustarlo!, ¡acérquesele calladita y grite huy!, dijo uno.

“Hay que frotarle la nuca”, se escuchó desde el fondo.

“Dele un trocito de limón”, gritó un hombre.

“Que trague pedazos de hielo”, dijo otro.

“Con un sorbo grande de agua helada se le quita”, grito otro.

“Hay que jalarle la lengua con fuerza”, se escuchó del lado de la ventana.

“Se le quita colgándolo de las manos de un árbol”, dijeron desde el fondo.

“Agárrenlo con fuerzas y apriétenle los huevos”, se escuchó una voz de mujer desde el corredor.

Eran las voces de los pobladores que exponían los remedios caseros para aliviar el hipo y que para ellos funcionaría con el capitán Cat Fish, así que Cristina se decidió a realizarlos, pero para la última recomendación popular solicitó el apoyo de una de las mujeres del Vietnam.

En eso estaban cuando se presentó al puesto de salud "El Diablo", don Roberto Bartlett. Luego de ver el estado de deterioro y escuchar el intenso y prolongado hipeo de su compatriota, salió al corredor, encendió un habano y se quedó pensativo.

“No es nada grave”, dijo El Diablo. “Es un pequeño problema del diafragma. Se le cerró la laringe y por eso tiene hipo. De seguro es por el exceso de ron, pues antes de zarpar tuvo una racha etílica que casi rompe el record que mantiene Victoriano de días bebiendo en El Bluff”, agregó y la multitud se carcajeó casi a gritos.

“Es en serio, no se rían”, dijo Cristina, que estaba a su lado, dándole autoridad médica a las palabras del Diablo que volvió a su habano.

“Ese hipo es frecuente”, dijo Cristina. “Casi todos, un día, vamos a padecer de hipo. La verdad es que nadie sabe cuál es la causa”, agrego mientras desde el interior se escuchaba a Cat Fish hipear.

“Yo leí por algún lado, que hay un record mundial del hipo”, agregó El Diablo, exhalando humo de tabaco. “Sí señores, un granjero del noreste de Iowa, llamado Charles Osborne lo padeció constantemente durante sesenta y siete años. Se inició en 1911, cuando Osborne intentó levantar un cerdo de 160 kilos para matarlo, lo que de alguna manera provocó una respuesta en forma de hipo”.

La gente lo escuchaba con incredulidad, pero atenta y respetuosamente, a tal grado que los gritos se acallaron y solamente se escuchan sus palabras y el hipo de Cat Fish.

“Al principio Osborne hipaba 40 veces por minuto, aunque con el tiempo la cifra se redujo a unas 20. En total, se calcula que hipó 430 millones de veces durante siete décadas, durante las cuales nunca tuvo hipo mientras dormía. Un año antes de morir, el hipo de Osborne cesó de forma repentina y misteriosa”, agregó Bartlett.

“Ya, de una vez, apriétenle los huevos”, volvió a gritar la mujer y el gentío se carcajeo con una algarabía de gritos.

“Voy a contar las veces que hipea por minuto”, dijo Cristina y entró al cuarto donde Cat Fish yacía acostado con el suero revitalizador drenando hacia sus venas y notó que el semblante le había cambiado, pasando del amarillo pálido a un color rojizo en sus pómulos, y que sus ojos volvían a la normalidad. Notó una leve sonrisa entre una pausa del incesante hipo.

“Se va a mejorar”, le dijo Cristina y Cat Fish hizo el intento de levantarse, pero sus fuerzas no le respondían. Mirando su reloj de pulsera comenzó a contar la frecuencia del hipo: uno, cinco, ocho, diez, quince, treinta, treinta y dos. Hipó treinta y dos veces por minuto, dijo Cristina y salió al corredor a anunciar la cifra.

“No es nada bueno”, dijo El Diablo.

 “Está un poco mejor”, dijo Cristina.

 “Déjeme verlo”, agregó el Diablo y siguió a Cristina.

 “Viejo amigo, no estás nada bien”, dijo el Diablo al verlo.

 “Hip … hip … hip …  … muy jodido … hip … hip …”, contestó Cat Fish.

 “Hay que trasladarlo a un hospital”, recomendó Cristina.

 “Al militar de Managua”, dijo el Diablo.

Dos horas después subieron a Cat Fish en una avioneta que la compañía Booth Fisheries de Nicaragua solicitó a Aeronáutica Civil de Managua, acompañado por el güinchero.

Al tercer día de su partida regresó en otro vuelo fletado. La gente se aglomeró a su espera en la pista de aterrizaje. Cuando Cat Fish pisó la escalinata su semblante era otro. Se escucharon gritos de bienvenida y al pisar tierra la gente lo tocaba incrédulos por su mejora.

“Estoy mejor”, dijo Cat Fish. Su cuerpo volvía a ser el de siempre, los cachetes de su quijada de Popeye se mostraban rosados y daba sus grandes pasos con normalidad.

¿Qué le hicieron?, preguntó una voz.

“Ohh”, dijo el güinchero, “le metieron una manguera por la boca para explorarle desde la garganta hasta el intestino grueso y no descubrieron nada, pero cuando vio la imagen de sus tripas en el monitor le dio miedo y, más aún, cuando sintió algo incómodo allá atrás y vio el color blanco de sus calzoncillos. Fue entonces cuando dio un gran suspiro y como por arte de magia se le quitó el hipo”, concluyó el güinchero.

“¿Para eso lo llevaron hasta Managua?, gritó otra voz.

“Un gasto innecesario”, dijo otra.

“Aquí en el Vietnam lo hubieran curado sin gastar un centavo”, dijo otra voz y volvieron a carcajearse en grupo hasta llegar cada uno de ellos a sus casas.

Dos días después Cat Fish volvió a zarpar en una nueva faena de pesca de camarones. Nunca más se volvió a escuchar que padeciera de un ataque de hipo, a pesar de sus noches de bebederas, acompañado con las mujeres del Vietnam y el Dragón de Oro, al menos durante el tiempo que vivió en el puerto de El Bluff.

 

30 de abril de 2021.

lunes, 2 de diciembre de 2019

TUYO HASTA LA MUERTE



Dos hombres están de pie sobre una balsa flotante, hecha de barriles unidos por palets de madera, que está amarrada a un muelle. El de la izquierda es White Bush y el de la derecha Gustavo Cadenas. Los dos usan pantalones flojos, anchos de piernas y de paletones. Cadenas usa la camisa por dentro con sus mangas enrolladas mientras que White Bush la lleva suelta.

Detrás de ellos está el barco llamado Vaisson del cual son marineros. White Bush se sostiene del grueso mecate que amarra la popa del barco al muelle mientras que Gustavo tiene en su mano izquierda una cámara fotográfica. Del barco se nota la barandilla de popa, una escalera que lleva a la cubierta y tres grandes ventiladores. El nivel de flotación está alto lo que indica que el barco no está cargado.

A la izquierda, más allá del Vaisson, aparece una plataforma con una estructura de lo que parece ser una grúa. Frente a ellos, la grama de playa está crecida en el muelle donde se notan palets de madera y barriles. Al fondo, más allá de los barriles, se observan borrosos varios mástiles.

¿Por qué están en la balsa? Tal vez acababan de terminar alguna tarea como pintar o piquetear el casco del barco. Quizás bajaron al muelle para visitar el puerto y le pidieron a alguien que les tomara la foto en esa posición para que saliera el barco en segundo plano.

¿En qué muelle fue tomada la foto? Parece el muelle de El Bluff pero en el puerto nunca existió una grúa de carga como la que aparece en la foto, por lo que es más seguro que fue tomada en otro lugar, en otro país.

Basta ya de especulaciones porque allí están ellos, White Bush y Gustavo Cadenas, cuando eran jóvenes, cuando eran marinos del Vaisson y ambos casados con dos hermanas, White Bush con Ofelia, mi mamá, y Gustavo Cadenas con Magdalena, mi tía.

En el reverso hay una dedicatoria escrita en posición vertical:

“Para
Ofelia.
Tuyo hasta
la muerte.
Besos
de su
esposo
White”.
 16/5/55.

Y cumplió. Cumplió su promesa porque la siguió amando aún después de la muerte. Cada día, cada semana, cada mes y cada año del aniversario de su muerte, la lloraba como un niño desesperado. “Mi vieja, mi vieja, cuanta falta me haces, mi amor, llévame, llévame que quiero estar con vos”, decía con lágrimas corriendo por sus mejillas como las que corren en este instante por las mías…



viernes, 27 de septiembre de 2019

EL MUELLE DE LOS PESCADORES



Alejandro Arroyo Granizo esperaba al Guerri de cuclillas frente a la casa de Luis Uzcudun. Su espalda descansaba en el cerco de malla y, colocados sobre el andén, la cuerda de nylon enrollada en un pedazo de palo, un tarro con chacalines, un saquito con sus aperos de pesca y una bolsita con panes dulces que había comprado en la ventecita de la Machú y que, desde su posición, miraba de frente.

Allí, Martín, hijo de José Sanles y nieto de la Machú, salía al corredor para correr con panadas de agua a los perros que se aglomeraban frente a la ventana, atraídos por el olor de la carne que colgaba de unos ganchos de hierro y escuchaba los gritos: ¡Elena, Elena, este chavalo no hace caso! Se reía al ver las travesuras del mimado de los Sanles y el corre corre de la Machú detrás del nieto. Escuchó un grito a sus espaldas, ¡joder, joder!, el tirón de la puerta del cerco y vio al renco Luis Uzcudun, así le decían al vasco malhumorado, dar un paso raro, cuasi falso, para tomar el andén. ¡Me cago en la ostia!, ¡busca otro lugar para tus fechorías, anda, anda, vete, vete a la puta madre!, le gritó Uzcudun. Se levantó con el ceño fruncido, se acomodó la gorra, tomó sus cosas y caminó hacia la esquina de Miss Lilian maldiciendo al renco.

Al pasar por la pulpería de Toño Real y doña Carmelita se encontró con Kalilita que salía con una bolsa de compras. ¿Con quién vas?, preguntó Kalilita. Con el Guerri pero ya se retardó, le dijo mostrando el tarro con la carnada. Si querés yo me apunto, voy a dejar esto y llego, dijo Kalilita y caminó apurado hacia su casa mientras se detuvo en la esquina de Miss Lilian.

¿Qué le habrá pasado al Guerri?, se dijo observando hacia todos lados. Desde allí dominaba el trayecto del andén hasta la entrada al segundo piso de la aduana y las gradas del parque de la loma de El Bluff. Abajo, a su derecha, dos guardacostas, el siete y el cinco, estaban atracados en el extremo este del muelle de la aduana donde los guardias tenían su cuartel y con el tiempo pasó a llamarse el muelle de los guardacostas. Más allá, sobre el techo de zinc pintado de rojo y los mástiles de los barcos, navegaban varios pesqueros por el canal en dirección a Pescanica en Schooney Cay. A su espalda sentía el viento marino que le llegaba desde el Tortuguero, escuchaba la música que desprendía la roconola de la cantina de Miss Lilian y el ajetreo de varias parejas que bailaban al ritmo del chachachá haciendo temblar el puente casi colgante de madera que unía la casa con el andén. Bajo el tambo, Míster Herrera, el marido de Miss Lilian, preparaba con paciencia su bote de canaletes y la vela para zarpar hacia la isla de Miss Lilian. Lo festivo de la cantina le dibujó en el rostro una sonrisa de malpensado y le creció aún más cuando vio al Guerri doblar por la cantina de Miss Pet cargando un saquito de bramante en dirección hacia él.

¿Estamos listos?, preguntó despreocupado el Guerri, tratando de identificar a los que bailaban en la cantina.

Desde hace rato te estoy esperando. Kalilita nos va a acompañar, respondió y siguió al Guerri que se adelantó en el descenso.

La bajada hacia el muelle de los pescadores era de tierra roja, se mantenía chirre todo el tiempo por la lluvia y la pendiente, con peldaños hechos por el uso y avanzaban con cuidado de no resbalar bajo un sol de Octubre que calentaba sobre los árboles de Almendra sembrados por doña Juana Angulo frente a su casa. A su derecha vio a la Melá que reparaba una tarraya en las gradas de su casa, un anexo por encima del tambo de la casa de Miss Lilian.

Están picando bastante, en la mañana estuve pescando, le comentó la Melá y notó que el Guerri se perdía a su derecha al doblar la casona del muelle.

Toda su vida había visto esa casona y, como chavalo metido en las pláticas de sus amigos mayores, entre ellos Pinolillo, Chico Brenes, Zamba Larga y el Macho Silvio, escuchó que fue construida por el entusiasmo de unos extranjeros en conjunto con locales para echar a funcionar la primer factoría se mariscos de El Bluff, pero con la llegada de la empresa Casa Cruz en los años 50 el proyecto no prosperó. Por esa razón, aunque nunca se construyó el muelle ni funcionó la empresa, en el puerto todos le llamaban el muelle de los pescadores. Los cimientos de la casona fueron ocupados por diferentes familias que con el tiempo terminaron de construirla poco a poco, cada quien agregando puertas, ventanas, biombos como divisiones internas y parte del techo para hacerla habitable.

Giró por el pasillo del frente de la casona, vio al Guerri de pie en el centro, justo en el borde del murito, un gran corredor de concreto sin techo, donde el oleaje provocado por el viento proveniente de la playa del Tortuguero lo salpicaba.

Pásame la carnada, dijo el Guerri mientras sacaba del saquito su cuerda de nylon, anzuelos de diferentes tamaños y varias barritas de plomo.

Le entregó el tarro, desenrolló una parte de su cuerda, escogió una barrita de plomo y la amarró del extremo de la cuerda y, unas tres cuartas hacia arriba, colocó el anzuelo, un anzuelo mediano propio para atrapar la variedad de peces que predominaban en ese sector de El Bluff: bagres, palometas, roncadores y róbalos.

Escuchó el sonido de la cuerda —jui, jui, jui— que El Guerri hacía girar y girar con la mano derecha por encima de la cabeza para tomar mayor fuerza de impulso y tirarla lo más lejos posible del borde del muelle. Buen lance, se dijo desde el extremo del muelle más cercano al sector de los guardacostas. Hizo su lance y apareció Kalilita cargando un carrete de cuerda negra de nylon, de las que se usaba para hacer redes.

¿Está picando?, preguntó Kalilita y se acomodó en el extremo derecho del muelle.

Es el primer lance que hacemos, respondió El Guerri.

Ustedes son salados, dijo Kalilita al mismo tiempo que tiraba su cuerda.

Sonrió. De reojo los miraba en el borde de la línea del muelle, distantes lo suficiente para que sus cuerdas no se enredaran ni ocurrieran accidentes como los que se daban entre inexpertos, golpes en el cuerpo con el plomo o, peor aún, anzuelos ensartados en los brazos y espaldas. Son prevenidos y duchos a la pesca, pensó al recordar sus andanzas con ellos, desde arponear róbalos iluminados por la luz de las lámparas en las noches de verano bajo el muelle de tablones de la Texaco, cucharear Jacks en una panga de aluminio impulsada por un motor fuera de borda de 9 caballos de fuerza en la barra del puerto y tarrayar con el agua hasta la cintura en la ensenada durante la temporada de chacalines.

El Guerri dio un grito, ¡lo tengo, lo tengo!, que lo sacó de sus pensamientos. Miró la cuerda tensa que se movía en zigzag sobre las olas y la fuerza que hacía con sus brazos al jalarla.

¡Dale cuerda, dale cuerda!, gritó Kalilita.

No hizo caso, jaló y jaló con todas sus fuerza hasta que la cuerda quedó volando al viento, al garete en el oleaje.

¡Se me fue!, gritó El Guerri.

¡Por caballo!, respondió Kalilita.

¡Por querer ser el primero!, le gritó al Guerri. Jaló la cuerda, la enrolló y revisó la carnada mientras el Guerri volvía a colocar pesa y anzuelo a su cuerda.

¡Están salados, ya les dije, están salados!, comentó Kalilita riendo a carcajadas y enrollando la cuerda negra en el carrete para revisar la carnada y volver a lanzarla cerca de la rueda de un barco de vapor que junto a un mástil oxidado yacían en el fondo de la bahía desde antaño pero se dejaban ver con la marea baja o por el reviente de las olas.

¡Cálmate, deja de joder!, ripostó El Guerri con sus ojos gatos furiosos.

Después de hacer su segundo lance los notó calmados, cada quien en lo suyo, guardando silencio a la espera de que picaran los peces. A su izquierda podía observar a los guardias en sus quehaceres: lavando la cubierta de los guardacostas, dándole brillo a los cañones y ametralladoras por el desuso y limpiando el casco de madera para luego volver a pintarlos de un color plomizo. Desde la cocina de la covacha, contiguo a los barcos, escuchaba voces de la tropa que siempre estaba encuartelada limpiando su armamento, haciendo arme y desarme de los fusiles Garand, lustrando sus botas, jugando naipes y dominó, colgados en hamacas o simplemente escuchando radio Atlántico desde la comodidad de sus catres de dos niveles. Desde arriba le llegaban las carcajadas de los danzantes y el traqueteo del piso de madera de la cantina de Miss Lilian y su puente colgante.

En silencio aseguró la cuerda bajo una piedra,  bajó del muelle y caminó hacia la orilla de la bahía; recogió un trozo de tronco de madera de balsa de unas tres cuartas y regresó a su sitio. Tomó una navaja del saquito y comenzó a moldearla con los cortes. Siempre que necesitaba sosegarse hacia lo mismo, cortar la balsa y descubrir, poco a poco, hasta dónde lo llevaban esos cortes guiados por la imaginación, pero atento siempre a la cuerda que sostenía con un lazo en su mano izquierda.

¡Ahora sí, este no se me va!, gritó El Guerri, tirando de la cuerda con velocidad. Mostró con orgullo un hermoso roncador, haciéndole mofas a Kalilita.

Volvió a sonreír cortando la madera, imaginando un velero por la redondez alargada que iba tomando corte tras corte, viruta a viruta: la proa, la popa, la caseta con ventanas a los lados, un mástil, vela mayor, la orza, el timón, la caña de timón, popa, proa, hasta verlo pintado, reluciente, navegándolo en las islas del Caribe, menores y mayores, en un ir y venir interminable. Sintió el alivio de la tarde en su cuerpo y observó el brillo del sol sobre la playa de El Tortuguero y su vegetación, compuesta de mangle rojo, arbustos de icacos y uvas de mar. Arriba, en el cielo y aproximándose al muelle, vio el revoloteo de gaviotas y tijeretas.

¡Pica con fuerza!, ¡es grande!, escuchó gritar a Kalilita que hizo dos tirones para ensartar el anzuelo y la cuerda quedó tensa, sin movimientos bajo el agua y sin ganar un centímetro en sus manos.

¡Está pegada!, ¡te fijas, sos caballo por tirarla cerca de la chatarra!, gritó El Guerri.

¡Nada, nada, sentí el jalón!, respondió Kalilita.

Su cuerda se tensó y dejó de prestarles atención. Tiró a un lado el velero y esperó el siguiente jale con la paciencia que los caracterizaba. El Guerri y Kalilita volvieron a verlo. La línea, la pesa y el anzuelo que había escogido eran los ideales para pescar en el muelle y poder capturar los peces que más picaban. Una mordida más y tiró de manera continua, rápidamente, si resistencia, pero al tenerlo de frente, a unos seis metros del muelle, vio la cuerda moverse en zigzag. Se ha tragado todo el anzuelo, pensó y comenzó a jugarlo. Le dio cuerda, dos, cuatro, seis, ocho metros y cobró de un jalón que hizo con las dos manos. Es grande se dijo al sentir la resistencia. Recogió la cuerda con rapidez ganando todo lo que el largo de sus brazos le permitía y, al tenerlo al pie del muelle, lo levantó con toda su fuerza y lo tiró al piso. Tras los aletazos y colazos de desesperación le quitó el anzuelo y lo calmó de un golpe en la cabeza.

Hermoso róbalo, dijo el Guerri.

Levantó la mirada con una gran sonrisa en el rostro y, más allá del extremo donde se encontraba Kalilita, vio pasar detrás de la casona a míster Herrera que se preparaba para izar vela en su bote de canaletes. Le hizo señas a Kalilita para que lo notara.

¡Míster Herrera, míster Herrera!, ¡por favor despegue mi cuerda!, gritó varias veces Kalilita hasta que el marido de Miss Lilian lo escuchó.

Herrera soltó la vela, la acomodó a lo largo del bote y remó para aproximarse con sumo cuidado al punto donde la rueda del barco de vapor y el mástil reposaban en el fondo de la bahía. Al regresar o salir hacia la isla de Miss Lilian, esos fierros viejos eran sus puntos referentes más importantes para navegar y, para evitarlos, izaba la vela al pasarlos en su viaje de ida y la arriaba cuando se acercaba a ellos de retorno. La corriente y el oleaje le complicaban la maniobra, acercándose despacio, remando para adelantarse, ladeando el bote con el canalete hasta posicionarse lateralmente a la cuerda de Kalilita. Tomó la cuerda, la sacudió con su mano derecha varias veces para despegarla y repentinamente sintió un jalón que le quemó la mano.

¡Dame cuerda, dame cuerda!, gritó míster Herrera.

Kalilita desenrolló lo que más pudo su carrete de cuerda de nylon negro hasta que se le terminó y míster Herrera la aseguró del asiento del bote. Comenzó a jugar con el pez que aún no identificaba dándole cuerda hasta que en un momento la jaló con todas sus fuerzas. Desde el muelle vieron que la cuerda se puso tilinte chorreando agua a lo largo, míster Herrera la soltó y el bote de canaletes comenzó a ser arrastrado por el pez en dirección a la punta del muelle de los guardacostas.

¡Te fijás, te fijás!, ¡no estaba pegada!, gritó Kalilita dando brincos de alegría.

¡Se lo lleva, va de viaje!, respondió El Guerri.

Le indicó a los dos que guardarán las cosas, cuerdas, carnada, sacos, y que siguieran el bote de canaletes de míster Herrera. Kalilita iba adelante, después el Guerri y él atrás. Subieron las gradas de tierra, salieron a la esquina de Miss Lilian velozmente, corrieron hasta las gradas que daban acceso al cuartel de los guardias, llegaron al muelle y desde allí vieron el bote de canaletes de míster Herrera que se desplazaba velozmente a favor de la corriente en dirección a la barra. Corrieron por todo el muelle de la aduana, dando gritos para que los estibadores se dieran cuenta de que Herrera era arrastrado por un pez desconocido y que, por favor, por favor, salgan a rescatarlo porque se lo lleva, se lo lleva a las profundidades del mar.

En el sector del muelle llamado el muelle de las pangas, los pangueros prestaron atención a los gritos de desesperación. Entre el grupo vio a su amigo mayor llamado el Macho Silvio y Kalilita le pidió que por lo que más quiera señor, don Macho, Machito, por la virgencita del Carmen, salga a rescatar a míster Herrera porque lo arrastra un pescado endemoniado, por favor don Macho, sálvelo.

Entre la isla de Miss Lilian y el muelle de los barcos camaroneros de la Booth, el Macho Silvio y otros dos dispuestos a cumplir los ruegos de Kalilita, alcanzaron con una panga el bote de canaletes de míster Herrera y lo arrastraron hasta un pequeño muelle de la ensenada del puerto. Ansioso estaba Kalilita al ver que se acercaban.

¡Algo traen!, dijo El Guerri.

Después de la panga, míster Herrera, ahora dominando el bote, maniobró para atracar. Dentro del bote vieron grandes trozos de pescado.

Era un Mero, un Mero gigante, dijo el Macho Silvio.

¡Te fijás, te fijás!, gritó Kalilita. ¡Yo lo agarré, yo lo agarré!

Debe pesar más de 500 libras, agregó el Macho Silvio.

Kalilita y El Guerri sacaban los trozos del mero entre la sanguaza que casi llenaba el bote de canaletes y él los acomodaba en el pequeño muelle.

Mínimo, tenía más de cuatro metros de largo, dijo Herrera con un machete filoso en sus manos y la ropa ensangrentada. Me costó pero cuando se cansó lo sacamos, agregó.

Le dieron su parte del Mero y zarpó hacia la isla de Miss Lilian al caer el sol en la isla del Venado. El Macho Silvio con sus ayudantes tomaron su parte y dieron la vuelta con el motor rugiendo hacia el muelle de las pangas.

¿Y ahora qué hacemos?, preguntó El Guerri.

Nos dividimos en partes iguales, buscamos en que llevarnos el Mero y regresamos por nuestras cosas, dijo Alejandro Arroyo Granizo.

Los tres se miraron en silencio, se carcajearon y chocaron las manos. En el trayecto por el andén la gente salía de sus casas para curiosear qué era la carga que llevaban sobre los hombros, incrédulos de que en el muelle de los pescadores atraparan semejante Mero.

27/9/19


viernes, 27 de octubre de 2017

TRIAJE


Fue un golpe inesperado, pero antes anunciado.
Una botella se rompió. Sus vidrios recogí.
No logré reconocer el Déjà vu.

Los bordes del muelle y la panga se encontraron.
crujió el dedo índice de mi mano, explotó la sangre,
el cuerpo tembló y el dolor se expandió hasta terminaciones inesperadas.

La mano se tornó morada y no pude hacer
un puño tentativo. Usé la otra mano para indicar estoy bien.
Imprudente, en crisis educado.

En el triaje, la vi en su isla solitaria,
sentada al lado del tronco de un cocotero,
llamándome con su sonrisa rosa.

Ahora entiendo lo que dice sobre mí.
Mi cuerpo desea colocarse en un lugar seguro.
Gasto energía en exceso para convencerme que estoy bien.

¡Casi estoy allí! ¿No?
Además, años después, mi dedo mal curado predice la lluvia.
Me encanta verificar el clima con otras fuentes
porque tiendo a no creerme.

Dicen que no entiendo mi trama,
Pero sería un giro inteligente, ¿no? 
Si al final me doy cuenta que soy yo mismo quien me atrapa.

miércoles, 14 de junio de 2017

ASÍ SE GANAN LOS PESOS EN EL MAR


Luego de finalizadas las clases, la Empresa Booth de Nicaragua S.A., ubicada en el puerto El Bluff, brindaba la oportunidad de obtener empleo a jóvenes estudiantes como un medio para ganar un poco de dinero en jornadas de trabajo menores a las normales, realizando actividades supervisadas por los responsables de las diferentes áreas. Por casi todas las áreas de la empresa estuve dos años con un empleo estudiantil. La más fascinante fue el área de producción debido al proceso sincronizado, desde la descarga de la captura de camarones en el muelle de los pesqueros hasta el empaque de los mismos en cajas de cinco libras según su tamaño, donde la mano de obra empleada eran mujeres que en una banda hacían la limpieza de impurezas y luego los equipos se encargaban de clasificarlos según el tamaño.

La mayor parte de las mujeres eran afro caribeñas, black creoles de Bluefields que hacían diario el viaje a El Bluff en un barco de la empresa y desarrollaban su jornada hablando de todo, en inglés y a veces en español, creando un ambiente ameno, florecido por amplias sonrisas y carcajadas sin descuidar su labor. No cabe la menor duda que la mayor satisfacción eran los momentos del pago semanal en base a la planilla de horas normales y horas extras liquidadas con rigurosidad.

Fue tan motivadora esa experiencia que un día mi padre, White Bush Hill me dijo: ahora que ya ganaste tus pesos en tierra, te enseñaré como se ganan en el mar, alístate que por la tarde vas conmigo a pescar. A pescar en un barco camaronero llamado San Martín frente a las costas de El Bluff. Todos los años, entre los meses de noviembre y enero, la flota de barcos pesqueros salía por las tardes a realizar su faena cerca de la costa, donde el conglomerado de estos daba la impresión de tener una ciudad vecina, con miles de luces vivas e intermitentes, que se desplazaban en el horizonte durante las noches. Era un espectáculo increíble, admirado por los caminantes desde la esquina de Miss Lilian con la mirada fija en el Este, frente a la playa de El Tortuguero.

Llegamos al muelle de los barcos pesqueros como a las cuatro de la tarde. La tripulación se encontraba haciendo los preparativos para la salida. En una hora mi padre hizo el recuento de todo lo necesario para salir al mar: tripulación, chequeo del combustible, estado del motor, hielo, estado de las redes, radio comunicación, luces, alimentos, agua y definición del sitio de pesca. Una vez concluido el chequeo procedió a comunicarse por la radio con otros capitanes de barco que iban a salir esa tarde. Entre estos se comunicó con su hermano menor, Henry B. Hill, el que salía también esa tarde. Se pusieron de acuerdo y en una hora el San Martín soltaba sus amarras del muelle para hacer su maniobra de salida y enrumbarse hacia la barra. En menos de quince minutos, el barco, con sus plumas extendidas, comenzó a ser golpeado por las olas del mar y cambió un poco su rumbo hacia el noreste, cortando las olas con la proa, navegando paralelo a la costa del puerto desde donde se podía observar la loma y el faro. En la cubierta la tripulación observaba con cierta melancolía la costa y la incertidumbre apareció en sus semblantes revelando cierto grado de temor al sentirse nuevamente sin el contacto de sus pies sobre tierra firme.

Una hora más tarde el San Martín navegaba a unas ocho millas de la costa siempre en dirección noreste y comenzaba a caer la noche. Ya se había perdido contacto visual con la costa y, cada vez más, se hacían notorios los haces de luz del faro desprendidos de sus lentes de Fresnel, advirtiendo la lejanía de la costa y creando a la vez una especie de sentido de seguridad en la tripulación. Junto a mi padre, en la cabina del capitán, se podía observar a los otros barcos pesqueros, emitiendo luces verdes los que iban a la izquierda y luces rojas los de la derecha. Navegaban sin cesar a lo largo de la costa, de sur a norte.

Después de la orden dada por White Bush, fue lanzada al mar una red pequeña llamada “chango” de unos seis pies de largo y con capacidad de capturar unas veinticinco libras las que se arrastraron por unos veinte minutos para luego volver a subirlas. Una vez levantada la abrieron e iniciaron a hacer el recuento. Quince camarones de los grandes bastaron para que inmediatamente se diera la orden de lanzar las redes mayores.

“Es una buena prueba”, dijo mi padre, “vamos a lanzar las redes grandes”. En esos momentos, todos los capitanes de barcos mantenían constante comunicación por radio, surgían pláticas, algunas en español y otras en inglés, sobre los resultados de las pruebas hechas, problemas con los barcos y marineros, el estado del tiempo, sus expectativas de la captura así como de los acontecimientos transcurridos en el puerto y, no lo dudemos, también sobre las aventuras y los infaltables amores de marinos.

La noche estaba estrellada. La marejada era llevadera para los marinos. Una brisa moderada proveniente del este golpeaba a estribor. Todas las luces del San Martín estaban encendidas cuando se dio la orden de hacer el primer lance de las redes mayores. Eran como las siete y media de la noche. En un dos por tres la tripulación procedió a realizarlo de manera ordenada y con sumo cuidado. Primero hicieron la maniobra de largar o “calar” el aparejo desde la popa dando avances lentos, comenzando por la punta de las redes o “copo” que es donde va a parar la captura, después las malletas, que son unos cabos de nylon que va unidas a las puertas. En el instante de bajar las dos puertas, el cuidado de los marinos estaba al máximo debido a que se debe ejecutar con la suficiente pericia para evitar que se crucen. Estas puertas van sujetas a unos cables de acero en su cara anterior los que tiene un largo suficiente para que puedan llegar al fondo marino formando un “seno”, que en el extremo sujeto a las puertas, va arrastrando en el fondo mientas el otro extremo va unido a la maquina o “winche” que es el encargado de recoger el aparejo y es operado por el winchero.

Acto seguido se procedió a bajar los cables que sujetan las puertas con el sumo cuidado de que estén igualados debido a que un error en la calada al arriarlos puede desgarrar el arte por completo. El winchero mostraba su experiencia al ir frenando cada carrete donde se cobra el cable. Una vez arriados estos, los marinos se mostraban alegres y amenos.

En ese instante el cocinero nos llamó a cenar. Unos hermosos pargos rojos fritos, los que fueron seleccionados por él a la hora de levantar el “chango”, acompañados de abundante arroz, tajadas de plátano fritas, café en abundancia y el infaltable chile de cabro nos esperaban en la mesa comedor. La cena fue amena, reían, hablaban de sus cosas y de las expectativas de la captura. “Dentro de tres horas haremos el levante de la redes”, dijo mi padre. “Continuaremos hacia el norte y al dar la vuelta lo haremos. Espero que descansen. La noche será bastante larga. Te puedes acostar en mi camarote y duerme un poco. Te despertaré a la hora del levante”, me dijo.

Me acosté con el estómago lleno y traté de conciliar el sueño mientas escuchaba a mi padre hablar por radio y sostener conversación con el winchero, el segundo al mando en el barco. El oleaje lo sentía más fuerte y el ruido de motor no me dejaba dormir. Como a las once de la noche me despertó. “Levántate, vamos a hacer el levante, vamos a dar la vuelta”, dijo.

Al salir a cubierta los marinos estaban listos para iniciar el levante de la redes. La maniobra siguió el mismo proceso del lance, pero a la inversa, empezando por recoger el cable hasta que subieron las puertas con sumo cuidado para ser amarradas fuertemente y evitar así bandazos y accidentes por su volumen y peso, desgrilletaron las malletas jalándolas con el winche para terminar hasta llegar al final del saco, donde se encuentra la captura, el que subió a bordo dando coletazos y los marinos se esmeraban con mucha fuerza para sostenerlo. A ser levantadas en su totalidad, las redes fueron abiertas por el copo y comenzó a salir la captura, similar a una avalancha, entre las que caían camarones, peces, sardinas, tiburones pequeños, calamares, algas marinas, pulpos, toda una variedad riquísima de vida marítima.

El San Martín ahora navegaba a menor velocidad en dirección al sur, siempre paralelo a la costa, con todas sus luces encendidas y, a lo lejos, el destello de las luces del faro era más tenue. Con la captura en la cubierta, los tres marinos, entre ellos el pavo y el winchero, comenzaron a realizar el proceso de selección, unos sentados en unos pequeños bancos de madera y otros de cuclillas, cada quien con una canasta a su lado. Con una raqueta jalaban, seleccionaban, descabezaban y depositaban los camarones en la canasta. El pavo, un aprendiz de marino, seleccionaba los pescados, sardinas de buen tamaño, langostas y otras especies de utilidad, echándolas en recipientes diferentes. En esa labor pasaron más de una hora. Al concluir, la captura rechazada fue tirada a la mar, empujada por una raqueta grande a través de las escotillas de la cubierta.

El camarón descabezado fue lavado con agua a presión, pesado y luego estibado en la bodega en hielo triturado. “Cuantas libras”, preguntó mi padre. “Doscientas”, respondió el winchero. “Es un buen lance”, comentó un marino. “Prepárense para el siguiente”, dijo mi padre y se dirigió a la radio para conocer los resultados de los otros camaroneros. “Unos has sacado un poco menos y otros lo mismo” dijo. “Es una noche buena, tienes buena suerte, pero te veo pálido. Dormí un rato, cuando hagamos el próximo levante te despierto”, agregó. “Me siento mareado”, dije. “Acuéstate que eso te hará bien”, respondió.

El oleaje era más intenso lo que provocaba movimientos bruscos del barco. La proa se hundía cortando las olas, volvía a levantarse e inmediatamente se sentía un golpe de mar fuerte a babor ladeándolo unos treinta grados a estribor. Como sin fuerzas, el San Martín volvía a estabilizarse para nuevamente iniciar su danza entre las olas. Nunca pude conciliar el sueño, pero sentía la suculenta cena moverse en mi estómago como si fuese la compañera de baile del barco. De pronto caí en un estado angustioso, sentía la boca salivosa, un leve dolor de cabeza y sudaba frío. Mi estómago no pudo soportar más la danza del San Martín y sin darme tiempo para nada, vomité en el camarote.

Escuche a mi padre decirme levántate, me agarró de un brazo y la cintura llevándome a la cubierta para que continuara vomitando. Vomité hasta lo que no tenía en el estómago. En ese preciso instante un barco se acercó como a seis metros del San Martín. Era el barco de mi tío Henry y lo escuche que gritaba diciéndome: ¡Ajá cabrón, ahora ya sabes cómo se ganan los pesos que le pedís a tu papá! Me lo repitió dos veces pero no pude levantar la mirada para ver su semblante porque nuevamente volví a vomitar una y otra vez. Tenía una sensación de inestabilidad y desequilibrio lo que provocaba un estado se inseguridad desagradable. Estaba padeciendo el “mal del navegante”. Mi padre me sostenía y daba golpes leves en mi espalda lo que me hacía sentir seguro. Al ver que deje de vomitar me llevó al camarote, me dio a beber un vaso de agua, abrió la ventana y me dijo que me quedara quieto viendo en un punto fijo y que tratara de dormir. Agotado y sin fuerzas, deseando estar en tierra firme, me quede dormido.

Desperté y me sentí desmoralizado. Mierda, pensé, se van a reír de mí. Al verme mi padre me dijo que pronto llegaríamos a El Bluff y que ya se podía ver la loma y el faro. Sin fuerzas me levanté y salí a cubierta. Me di cuenta que ya habían hecho el último lance porque tiraban los desechos al mar. No te ahueves, me dijo el “pavo”, todos hemos vomitado más de una vez, nadie se escapa de eso. Sentí un poco de alivio y la brisa llenó mis pulmones de aire fresco, aire de mar. Miles de aves marinas, gaviotas, pelícanos y tijeretas, nos acompañaban con los alegres sonidos de su canto, dándose un festín con los desechos que salían por la cubierta.

Al llegar al muelle y caminar hacia la casa aún sentía como que estaba navegando en el San Martín. “Pronto te sentirás mejor, dijo mi padre. “La vida de mar es dura y no es para todos, ahora ya lo sabes”, agregó. Si, respondí, nunca lo olvidaré.


Ronald Hill Álvarez

jueves, 26 de enero de 2012

DESCABEZANDO CAMARONES

Esperando la salida de la panga hacia El Rama, luego de degustar unos deliciosos patti, conversamos con estos jóvenes vendedores de camarones (chacalines). El vigilante del muelle trata de detenerlos pero no lo logra. Nos cuentan sobre su labor en este vídeo. Dale click.



Ronald Hill A.
Bluefields
24/01/2012

martes, 15 de marzo de 2011

HERVOR DE NOSTALGIAS

¡María Teresa, escondé la porra de frijoles!, gritó al verlo después de retirar la cadena y abrir el portón de madera sellado con laminas de zinc oxidadas. La abrazó y besó su mejilla con ternura, como a una madre. Con el bastón le indicó que pasara adelante. Tomó su mano, observó su fino cabello cano, su mirada octogenaria tras los lentes y sintió el ritmo de sus endebles pasos. Con su ayuda y un impulso infantil subió un peldaño, entraron a la casa y al acomodarse exhausta en la mecedora se quejó del dolor reumático en sus rodillas. Lo invitó a sentarse en la pequeña sala comedor y sus recuerdos se escaparon comprimiendo el espacio.

La brisa proveniente de la playa del Tortuguero refrescaba el amplio corredor de la casa, sin cercos ni barreras. El único obstáculo ante la mirada era el techo rojo de la aduana. Frente a las gradas de acceso al muelle dominaba el paso de lugareños, el subir y bajar de los guardias, de marinos eufóricos acompañados de mujeres alegres hacia los barcos mercantes, de chamberos, borrachos y desocupados. Descubría el plato del día de las familias del puerto que se abastecían de carne y verduras frescas en el mercadito de doña Bernarda Peña, ubicado al bajar las gradas, detrás del cuartel de la guardia.

Expectante disfrutaba las conversaciones guayoleras de Tapalwas, el pedir insistente del trago de guarón por Masayita, su carpintero preferido, sin descuidar el ladrido de los perros que la alertaban de intrusos en el patio trasero robándoles sus apreciados “sugar mango”. Al escucharlos tomaba el rifle calibre veintidós guardado en el mostrador de la sala, salía al patio y disparaba ahuyentándolos. Una vez le dispare a Charol, le di en el sombrerito de media ala y gritó ¡Ay, don Octavio ya me mató!, cayó desmayado del susto y nunca más desaparecieron las gallinas ni los mangos, los mantenía a raya.

En la sala, Don Octavio, su marido, llenaba el ambiente con su presencia. Alto y delgado, vestía siempre pulcro, camisa manga larga almidonada y pantalón color caqui. Le llamaban “el Coronel” por su apariencia y seriedad. Atendía a los clientes que hacían gestiones en busca de timbres y permisos para matanza de cerdos en su agencia fiscal, instalada en el mismo salón donde vendía guaro lija. Por las mañanas sus clientes asiduos eran Leonidas, Felipe Man, Victoriano y el Africano, todos chamberos del muelle. En cada subida con la carga por las veinticinco gradas, descansaban, entraban al salón, se tomaban un trago doble y salían apresurados a escupir. De tanto subir y bajar, antes del medio día estaban borrachos. El africano era el único que poseía carreta para transportar la carga, llamada “salgo cuando quiero”, porque borracho, zarandeándose con la mirada perdida frente a la casa, eso gritaba a los que pasaban a su lado.

Al medio día el salón se llenaba de oficinistas de la aduana, agentes aduaneros, estibadores y guardias con rango que se tomaban una cuartita de guaro servida con boquita de pájaro. Era un ambiente festivo sin importar ocupación, raza, clase social y, menos aún, la militancia política porque entre ellos se llamaban “camaradas”. Cuando saciaban su sed etílica, don Octavio cerraba el negocio, tomaba un trago doble de whisky para la buena digestión, almorzaba con estilo de realeza y hacía la obligada siesta. Ella procedía a revivir el fuego del horno ancestral, amasaba la harina y horneaba pupusas, rosquetes, pudines, pan simple y tostado, que terminaban degustándose en las travesías de los barcos mercantes por el caribe.

Procedentes de Bluefields, Pancho, María Teresa y Rosalinda hacían sus tareas escolares y ayudaban en los quehaceres siempre acumulados en la inmensa casa, llenándola de alegría. Por las tardes, salía al corredor y se acomodaba en la misma mecedora donde ahora se quejaba de sus dolores de rodilla. Escuchaba el incesante sonido de las máquinas de escribir mecánicas, proveniente de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, situada al lado izquierdo de la casa; observando el diligente recorrido de los empleados hacia las oficinas del Coronel Peters, administrador de la aduana, ansiosos por finalizar pólizas, manifiestos, remisiones y recibos de todo tipo de mercancías que los barcos cargaban y descargaban en las inmensas bodegas. Jimmy Wilson, fumador empedernido, salía al corredor expulsando bocanadas de humo de cigarrillos importados, atento ante las diligencias de los empleados y del paso coqueto de su amada Morcley.

Al lado derecho del corredor, alquilaban una casa a la oficina de telégrafos. Observaba a Frank, el telegrafista, atender al público que llevaba en un papelito sus mensajes y luego los convertía en puntos, rayas y puntos, para transmitir saludos, felicitaciones, pésames, buenas y malas nuevas. Era un hombre extraño y solitario que de noche escuchaba tangos en una radio y reía a carcajadas, imaginándose en un salón lujoso bailando con alguna “Che”.

Preguntó por el ambiente nocturno y observó incomodidad en sus gestos. Por las noches todo quedaba en silencio, lo único que escuchaba era el alboroto de los estibadores en el muelle que trabajaban hasta la madrugada. A eso de las ocho de la noche, atendía a los marinos que regresaban con las mujeres alegres, se tomaban un par de tragos y salían en una romería de cantinas, comenzando por Miss Lillian, Miss Pett, la Pachanga, la Cabaña, el Hípico, hasta dejarlas borrachas en su casa, el nido de putas de la Shirley, el Vietnam. ¿Te acuerdas del Vietnam?

Estoy cansada, ayúdame a levantarme, dijo. Inquieto por el grito que dio al verlo le preguntó: ¡Ideay jodido, no te acuerdas de nada!, ¡se te olvidó el Vietnam y ahora de las noches que venías hambriento con Pancho a beberte el primer hervor de la porra de frijoles!, ¿crees que no me daba cuenta?, de seguro fumaban con el Guerri, el zorro Juan y el negro Glenn esa hierba hedionda, porque arrasaban con todo lo que encontraban en la cocina. A ver, ayúdame, me voy a acostar. Cuando salgas pone bien la cadena, no vaya a ser que se metan los fuma piedra. Anda da tu vuelta, seguí el camino y si ves las cosas mejor que antes me pasas contando para darme cuenta. ¿Y el rifle veintidós?, le preguntó. Míralo, allí está, todavía le tienen miedo, dijo acostándose en la cama. Se despidió besando su frente, recorrió el camino y no volvió a pasar por la casa de doña Juana Angulo.

La Colina, Nueva Guinea.
Lunes, 14 de marzo de 2011.

lunes, 24 de enero de 2011

EL MUELLE DE BLUEFIELDS

Muelle municipal de Bluefields. Foto: Kenny Siu.

Amanece con barcos aferrados sin partir,
húmedo y frío por la bruma que lo invade desde el río.
Con los primeros rayos de luz lo saturan de vida:
trasnochados, ilusionados y desesperados.

Acogedor de sueños:
Pangueros, navegantes de ida y vuelta.
Pasajeros, ilusionados por compromisos.
Capitanes de navíos; surcadores de mares, ríos y lagunas.
Amantes, corazones disueltos por despedidas.
Chamberos, buscadores del pan.
Comerciantes, ilegales y legales.
Pescadores, proveedores de alimentos por las calles.
Vagabundos, miradas disipadas en el horizonte.
Ancianos, amanecidos sin conciliar el sueño.
Borrachos, desesperados por la guía.

Al atardecer, satisfecho muestra calidez a sus anchas.
Amarres y desamarres.
Cargues y descargues que lo pintan.
Ir y venir diligente, desesperante.
Abrazos al ausente que regresa,
carcajadas y gritos de alegría.
Ilusiones crecientes, estimulantes.
Los rayos del sol mueren a su espalda,
su reinado desvanece.
Vuelve la inmensidad de la noche.

Luz tenue acoge su sueño,
manso oleaje lo custodia.
Espíritus lo invaden.
Vigilante sin sentido escucha:
susurros, lamentos y pasiones.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 23 de enero de 2011