¡María Teresa, escondé la porra de frijoles!, gritó al verlo después de retirar la cadena y abrir el portón de madera sellado con laminas de zinc oxidadas. La abrazó y besó su mejilla con ternura, como a una madre. Con el bastón le indicó que pasara adelante. Tomó su mano, observó su fino cabello cano, su mirada octogenaria tras los lentes y sintió el ritmo de sus endebles pasos. Con su ayuda y un impulso infantil subió un peldaño, entraron a la casa y al acomodarse exhausta en la mecedora se quejó del dolor reumático en sus rodillas. Lo invitó a sentarse en la pequeña sala comedor y sus recuerdos se escaparon comprimiendo el espacio.
La brisa proveniente de la playa del Tortuguero refrescaba el amplio corredor de la casa, sin cercos ni barreras. El único obstáculo ante la mirada era el techo rojo de la aduana. Frente a las gradas de acceso al muelle dominaba el paso de lugareños, el subir y bajar de los guardias, de marinos eufóricos acompañados de mujeres alegres hacia los barcos mercantes, de chamberos, borrachos y desocupados. Descubría el plato del día de las familias del puerto que se abastecían de carne y verduras frescas en el mercadito de doña Bernarda Peña, ubicado al bajar las gradas, detrás del cuartel de la guardia.
Expectante disfrutaba las conversaciones guayoleras de Tapalwas, el pedir insistente del trago de guarón por Masayita, su carpintero preferido, sin descuidar el ladrido de los perros que la alertaban de intrusos en el patio trasero robándoles sus apreciados “sugar mango”. Al escucharlos tomaba el rifle calibre veintidós guardado en el mostrador de la sala, salía al patio y disparaba ahuyentándolos. Una vez le dispare a Charol, le di en el sombrerito de media ala y gritó ¡Ay, don Octavio ya me mató!, cayó desmayado del susto y nunca más desaparecieron las gallinas ni los mangos, los mantenía a raya.
En la sala, Don Octavio, su marido, llenaba el ambiente con su presencia. Alto y delgado, vestía siempre pulcro, camisa manga larga almidonada y pantalón color caqui. Le llamaban “el Coronel” por su apariencia y seriedad. Atendía a los clientes que hacían gestiones en busca de timbres y permisos para matanza de cerdos en su agencia fiscal, instalada en el mismo salón donde vendía guaro lija. Por las mañanas sus clientes asiduos eran Leonidas, Felipe Man, Victoriano y el Africano, todos chamberos del muelle. En cada subida con la carga por las veinticinco gradas, descansaban, entraban al salón, se tomaban un trago doble y salían apresurados a escupir. De tanto subir y bajar, antes del medio día estaban borrachos. El africano era el único que poseía carreta para transportar la carga, llamada “salgo cuando quiero”, porque borracho, zarandeándose con la mirada perdida frente a la casa, eso gritaba a los que pasaban a su lado.
Al medio día el salón se llenaba de oficinistas de la aduana, agentes aduaneros, estibadores y guardias con rango que se tomaban una cuartita de guaro servida con boquita de pájaro. Era un ambiente festivo sin importar ocupación, raza, clase social y, menos aún, la militancia política porque entre ellos se llamaban “camaradas”. Cuando saciaban su sed etílica, don Octavio cerraba el negocio, tomaba un trago doble de whisky para la buena digestión, almorzaba con estilo de realeza y hacía la obligada siesta. Ella procedía a revivir el fuego del horno ancestral, amasaba la harina y horneaba pupusas, rosquetes, pudines, pan simple y tostado, que terminaban degustándose en las travesías de los barcos mercantes por el caribe.
Procedentes de Bluefields, Pancho, María Teresa y Rosalinda hacían sus tareas escolares y ayudaban en los quehaceres siempre acumulados en la inmensa casa, llenándola de alegría. Por las tardes, salía al corredor y se acomodaba en la misma mecedora donde ahora se quejaba de sus dolores de rodilla. Escuchaba el incesante sonido de las máquinas de escribir mecánicas, proveniente de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, situada al lado izquierdo de la casa; observando el diligente recorrido de los empleados hacia las oficinas del Coronel Peters, administrador de la aduana, ansiosos por finalizar pólizas, manifiestos, remisiones y recibos de todo tipo de mercancías que los barcos cargaban y descargaban en las inmensas bodegas. Jimmy Wilson, fumador empedernido, salía al corredor expulsando bocanadas de humo de cigarrillos importados, atento ante las diligencias de los empleados y del paso coqueto de su amada Morcley.
Al lado derecho del corredor, alquilaban una casa a la oficina de telégrafos. Observaba a Frank, el telegrafista, atender al público que llevaba en un papelito sus mensajes y luego los convertía en puntos, rayas y puntos, para transmitir saludos, felicitaciones, pésames, buenas y malas nuevas. Era un hombre extraño y solitario que de noche escuchaba tangos en una radio y reía a carcajadas, imaginándose en un salón lujoso bailando con alguna “Che”.
Preguntó por el ambiente nocturno y observó incomodidad en sus gestos. Por las noches todo quedaba en silencio, lo único que escuchaba era el alboroto de los estibadores en el muelle que trabajaban hasta la madrugada. A eso de las ocho de la noche, atendía a los marinos que regresaban con las mujeres alegres, se tomaban un par de tragos y salían en una romería de cantinas, comenzando por Miss Lillian, Miss Pett, la Pachanga , la Cabaña , el Hípico, hasta dejarlas borrachas en su casa, el nido de putas de la Shirley , el Vietnam. ¿Te acuerdas del Vietnam?
Estoy cansada, ayúdame a levantarme, dijo. Inquieto por el grito que dio al verlo le preguntó: ¡Ideay jodido, no te acuerdas de nada!, ¡se te olvidó el Vietnam y ahora de las noches que venías hambriento con Pancho a beberte el primer hervor de la porra de frijoles!, ¿crees que no me daba cuenta?, de seguro fumaban con el Guerri, el zorro Juan y el negro Glenn esa hierba hedionda, porque arrasaban con todo lo que encontraban en la cocina. A ver, ayúdame, me voy a acostar. Cuando salgas pone bien la cadena, no vaya a ser que se metan los fuma piedra. Anda da tu vuelta, seguí el camino y si ves las cosas mejor que antes me pasas contando para darme cuenta. ¿Y el rifle veintidós?, le preguntó. Míralo, allí está, todavía le tienen miedo, dijo acostándose en la cama. Se despidió besando su frente, recorrió el camino y no volvió a pasar por la casa de doña Juana Angulo.
La Colina, Nueva Guinea.
Lunes, 14 de marzo de 2011.
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