lunes, 23 de junio de 2025

RAÍCES DE ESPERANZAS

 


El aroma del mercado

En una comarca remota de las verdes tierras bajas de Nueva Guinea, vivía un hombre llamado Esteban. Era un hombre sencillo, marcado por los surcos de la vida tanto como lo estaba la tierra que poseía Sus manos fuertes y agrietadas contaban historias de trabajo duro, pero sus ojos, siempre ensombrecidos, hablaban de una vida sin felicidad plena.

Tenía dos matrimonios fallidos. La primera esposa lo dejó después de años de disputas silenciosas, ahogadas por la rutina del campo. "Somos como raíces enlazadas, pero secas", le dijo antes de marcharse. La segunda fue aún más breve; su juventud y energía chocaron con la pasividad de Esteban, y ella se fue con otro hombre, llevándose las pocas esperanzas que él había reunido. No hubo hijos en ninguno de esos matrimonios, y eso lo hacía sentir incompleto. En una cultura donde la descendencia era el verdadero legado, vivía como un árbol sin frutos, sin una sombra que ofrecerle al futuro.

A pesar de todo, continuaba su vida. Cada mañana, con los primeros rayos de sol, pastaba cuatro vacas y cuidaba de sus cultivos de yuca y maíz con la esperanza de un mañana mejor, aunque no supiera para quién. Sin embargo, algo en él había muerto hacía tiempo, y su risa se había convertido en un eco perdido.

 

La llegada de Telma

Una tarde calurosa, mientras llevaba sus productos al pequeño mercado de la colonia más cercana, una figura desconocida captó su atención. Era una mujer joven, de porte elegante pero práctica, con una sonrisa amplia y un cabello que brillaba bajo el sol. Telma, como luego supo que se llamaba, era negociante. Había llegado desde la ciudad con telas coloridas, utensilios modernos y zapatos de trabajo. Su voz era melodiosa y llenaba el espacio con una energía contagiosa. La gente de la colonia, incluido Esteban, no podía apartar la vista de ella.

Telma no solo vendía mercancías; vendía sueños. Hablaba de ciudades bulliciosas, de oportunidades y de una vida más allá de los valles verdes. Se sintió atraído por ella como una polilla a la luz. Había algo en su independencia, en su manera de enfrentar el mundo que despertaba un sentimiento que creía olvidado: la esperanza.

 

Un amor inesperado

Con cada visita al mercado, encontraba una excusa para hablar con Telma. Compraba cosas que no necesitaba, solo para escuchar su risa. Ella lo trataba con amabilidad, aunque al principio parecía ver en él solo a un cliente más. Pero con el tiempo, la persistencia de Esteban empezó a derretir sus reservas. Descubrió que detrás de su rostro severo había un hombre gentil y dedicado.

¿Por qué no vienes conmigo a la ciudad? le propuso un día, medio en broma, medio en serio. Esteban rio al principio, pero la idea comenzó a germinar en su mente como semilla en suelo fértil. ¿Qué lo ataba a la comarca? No tenía esposa ni hijos. Su tierra era todo, pero, ¿de qué servía una vida sin compartirla con alguien?

Cuando Telma regresó quince días después, Esteban había tomado su decisión. Vendió su pequeña parcela, empaquetó lo poco que tenía y se unió a ella. Voy contigo, dijo con determinación. Telma lo miró sorprendida, pero aceptó. Tal vez pensó que sería útil tener a alguien como él, un hombre trabajador y fiel, a su lado.

 

La vida en la ciudad

La ciudad era una tormenta de ruido, movimiento y promesas. Acostumbrado al silencio de las montañas, se sentía perdido, pero Telma era su ancla. Trabajó para ella, cargando mercancías, ayudando en el negocio y aprendiendo poco a poco el ritmo frenético de su nuevo entorno.

Al principio, todo era un sueño. Telma parecía feliz con él, y Esteban, aunque fuera de lugar, se esforzaba por adaptarse. Pero con el tiempo, las diferencias comenzaron a emerger. Esteban seguía siendo el campesino sencillo que era, mientras que ella, siempre ambiciosa, buscaba más. Las ciudades tienen una forma de hacer que la gente quiera escalar más alto, y no podía seguirle el paso.

Un día, después de una discusión amarga, Telma le dijo que debía irse. "No es tu culpa, pero nuestras vidas no son compatibles. Yo quiero algo más, y tú mereces a alguien que valore lo que ofreces". Sus palabras fueron un golpe seco, y aunque trató de convencerla, ella ya había tomado su decisión. Esteban la vio marcharse con la misma ligereza con la que había llegado a su vida.

 

El regreso a casa

Solo y sin propósito, decidió regresar a su comarca. Viajó durante días, cruzó ríos y valles, cargando no solo su equipaje, sino el peso de un corazón roto. Cuando finalmente llegó, la comarca parecía más pequeña, más silenciosa. Nada había cambiado, pero él ya no era el mismo.

La gente lo miraba con curiosidad. Algunos lo recibieron con amabilidad, otros con indiferencia. No tenía tierras, ni casa, pero se instaló como pudo en una vieja choza abandonada al borde del caserío. Allí pasó sus días en soledad, preguntándose qué sentido tenía seguir adelante.

Una tarde, mientras observaba el horizonte, un grupo de niños pasó corriendo cerca de su choza. Sus risas llenaron el aire, y algo en ellos llamó su atención. Una de las niñas, con un rostro que le resultó extrañamente familiar, se detuvo y lo miró.

¿Eres Esteban?, preguntó con curiosidad.

Sí, ¿por qué preguntas?, respondió.

Mi madre dice que eres mi padre, dijo con una sonrisa inocente antes de correr siguiendo a los otros niños.

Se quedó paralizado, el corazón latiendo con fuerza. Al día siguiente, buscó a su segunda esposa, quien le confirmó lo que la niña había dicho.

Era demasiado joven cuando me fui, confesó ella. Nunca supe cómo decírtelo. Pero ahora lo sabes.

 

Una nueva esperanza

Esteban encontró en esa niña un propósito renovado. No importaba cuántas veces el amor lo hubiera traicionado, ni cuántos sueños se hubieran desmoronado. En su hija, vio una segunda oportunidad. Aprendió a ser padre, aunque tarde, y su corazón, tan acostumbrado a la pérdida, empezó a sanar.

Aunque su vida siguió siendo humilde, encontró una felicidad que nunca había conocido antes. No era la felicidad que imaginó al lado de Telma, ni la que buscaba en los campos o en la ciudad. Era un tipo de amor más puro, uno que no pedía nada a cambio, y que finalmente le dio la paz que tanto había anhelado.

 

22 de junio de 2025.

Foto: Internet.

lunes, 16 de junio de 2025

EL CHINAMO


Nunca pensé que algún día cruzaría la entrada de un chinamo. El nombre, por cierto, viene del náhuatl chinamitl, y se refería a esas cercas hechas de caña o ramas, como las que levantaban en los pueblos cuando la fiesta apenas comenzaba, y todo era transitorio. 

Durante años —desde mis días en Bluefields y El Bluff— los presentaban como sitios de puro escándalo y desorden. Allá, en la costa, eso no existía; no formaba parte de nuestra forma de celebrar, no era parte de nuestra identidad cultural. En Juigalpa y en todo Chontales, a como señala el poeta Arturo Barberena, no hay fiestas patronales sin chinamos, putas y cochones. Pero siempre hay una primera vez y fue durante una de las fiestas de fundación de Nueva Guinea.

Aquella noche, el lado oeste de la antigua pista de aterrizaje, cerca de la barrera, se había transformado en un pequeño universo desbordado: había varios chinamos improvisados, armados con láminas de zinc y forrados con troncos de bambú, apenas conteniendo la locura adentro. Era como un río desbordado: música chinamera (cumbias, música de chicheros y hasta de Palo de Mayo), gritos, silbidos, carcajadas, el retumbar de las láminas sacudidas por el alboroto. Daba la impresión de que, en cualquier momento, aquello explotaría.

—Entremos —dijo Chico, con esa sonrisa de cómplice de travesuras.

—Dale, hombre, esto está encendido —remató Chepe Lolo.

Dudé apenas un segundo. Toda mi vida me habían advertido sobre esos lugares, pero la curiosidad —ese fuego que a veces arde más fuerte que el miedo— me empujó a cruzar la puerta.

Al entrar, el chinamo me tragó. El aire era denso, saturado de humo de cigarro, ron, perfumes y el sudor de los cuerpos agitados. El piso de tierra temblaba bajo el peso de los bailarines. Todo giraba. Todo hervía. Las mujeres lucían sus mejores vestidos. El cabello suelto les bailaba sobre los hombros. Sus risas competían con la música. Era un carnaval de carne, color y alegría.

Chico me pasó una cerveza helada. Intentó decir algo, pero las palabras se ahogaban en el estruendo. Nos sonreímos, brindando en un pacto mudo.

De repente, como si la noche pidiera más fuego, apareció una mujer alta, flaca, enfundada en un jeans ajustado. Se adueñó de la pista como si la hubiera estado esperando toda la vida. El ritmo se aceleró y la música subió de intensidad. Ella comenzó su danza. Primero movimientos sensuales, luego eróticos, luego algo más salvaje, casi animal. Su espalda se arqueaba en dirección al suelo hasta casi romperse, abría las piernas, movía las caderas en círculos que hipnotizaban. Bajaba al suelo, giraba, se contorsionaba. Llamaba a un hombre, lo sujetaba de la cabeza que la hundía en la gorra que llevaba puesta y luego lo jalaba hacia su entrepierna, sacudiéndolo con una fuerza enloquecida, revolcándolo en el suelo.

El chinamo entero rugía. Era un volcán a punto de estallar.

Cuando soltaba a uno, llamaba a otro. Y el espectáculo volvía a empezar. La gente deliraba, los hombres gritaban y daban alaridos. Aquello era puro desenfreno, como si por unos minutos nadie recordara que afuera había un mundo con reglas y relojes.

Busqué a Chico y a Chepe Lolo. Al inicio no los vi, pero al recorrer el ambiente con la mirada, noté que bailaban, con las cervezas en la mano, al lado del tumulto que le hacía rueda a la flaca.

Fue en medio de ese torbellino que una de las mujeres del grupo se acercó a mí. Me tomó la mano con firmeza y, sin decir palabra, me jaló hacia la pista. No hubo tiempo de pensar. Entre risas, gritos y el eco metálico de la música, comencé a seguirle el ritmo. Los cuerpos pegados, el sudor en la frente, el olor a ron flotando, las luces de colores girando como en un carrusel de locura.

Bailamos hasta que el cuerpo se rindió, y salimos al amanecer, extasiados, mientras allá adentro la fiesta seguía viva, como si el tiempo, por cinco días, hubiera decidido no pasar. Y volvimos, claro que lo hicimos, hasta que terminó la fiesta de aniversario.

Un día de estos pasé por un chinamo. Sentí una sed antigua que uno arrastra como cicatriz, el sabor tibio de lo prohibido que nunca se olvida, el humo del cigarro flotando en la memoria, el retumbar de la música mezclado con los gritos, las risas y el vaivén de los cuerpos de las mujeres en la pista, en especial el de la flaca que encendió esa noche como llama ardiente.


15 de junio de 2025.

Foto propia.


lunes, 9 de junio de 2025

ÁRBOLES Y POEMAS

 


Tres árboles se alzaban cerca de la casa de mis padres.
Eran guardianes callados.
Custodiaban secretos, juegos, y sueños
que apenas se dibujaban bajo sus copas.

El primero era un guanacaste.
Majestuoso, en lo alto de una pendiente frente a los tanques de Texaco.
Sus hojas delgadas bailaban con el viento,
como si contaran secretos al mundo.

A su sombra cruzábamos el terreno
con tiradoras y rifles de balines.
Cuando florecía, el suelo se vestía de pétalos y conchas.
Las conchas secas eran balas de juego,
naves que volaban cuesta abajo
con el empuje de nuestra imaginación.
En su corteza rugosa dibujé futuros
que ni siquiera sabía que anhelaba.

El segundo era un laurel de la India.
Elegante, de sombra generosa.
Echó raíces junto al andén,
frente a la casa de los Bermúdez.
Allí reí, jugué, recogí semillas
arrastradas por los vientos de octubre.
El laurel no hablaba, pero escuchaba.
Fue testigo fiel de esos años primeros.

El tercero era un almendro.
Gigante, flanqueaba la bajada al muelle de la aduana,
donde atracaban los barcos guardacostas.
Me sentaba en una banca bajo su sombra.
Comía sus frutos, masticaba sus semillas,
escuchaba a doña Luisa Sandino
saludar a todos, como parte del paisaje.

Un día, los tres fueron arrancados desde la raíz.
No fue tormenta ni tiempo. Fue el hombre.
Desde entonces, viven en la memoria.
Cada vez que paso por esos lugares,
los nombro en voz alta,
como si nombrarlos los hiciera volver.
Eran gigantes. Ni el viento pudo con ellos.
Pero sí la indiferencia.

Hoy tengo otros árboles.
Los sembré hace más de 25 años.
Caobas, acacia amarilla, acacia mangium,
cocoteros, palmas, caña fístula...
Por belleza. Por placer.
Y me han dado ambos.

Cuando el viento sopla fuerte, el cielo se oscurece
y cae la lluvia, me detengo.
Miro los caobas,
las cinco palmeras,
la caña fístula que acaba de soltar sus flores,
el aguacate, el limonero,
y el monje que Gaby nos regaló.

El monje deja caer sus ramas,
como si el peso de la vida lo inclinara.
Pero ahí sigue.
Por las tardes, se llena de aves.
Ahí anidan. Ahí duermen.

Mirarlos me vuelve humano.
Y a veces no.
Porque ya no soy solo cuerpo.
Respiro con ellos.
Somos lo mismo.

Los poemas son como árboles.
Nos enseñan a respirar con otros.
Cada verso, una pausa.
Cada estrofa, una sombra para detenerse.
Como un bosque en lo alto,
o una fila de acacias entre concreto y tráfico.

Los poemas nos recuerdan que estamos vivos.
Y los tres árboles también lo estuvieron.
Aún lo están.
Dentro de mí.

 

24 de Mayo de 2025.

Foto: Propia.


martes, 3 de junio de 2025

LOS ASALTANTES

 


El que iba al frente del grupo tiró bruscamente de las riendas, se sostuvo firme con las piernas en los estribos y se inclinó hacia la albarda, tratando de ganar algo de visibilidad. La lluvia le golpeaba la visera del capote amarillo y le nublaba los ojos. A pesar de eso, sintió cómo el caballo resbalaba cuesta abajo, sobre la pendiente de arcilla rojiza donde el agua corría a chorros entre piedras, ramas y raíces, buscando al río que venía con furia.

El relincho del caballo fue más claro que la vista empañada: algo se movía allá abajo, cerca del viejo puente de madera. Eduardo tensó aún más las riendas, tanteó con la derecha el tambor helado de su consentida —la Mágnum 357— y avanzó con cuidado. El animal patinó. Eduardo apenas logró girar la pierna izquierda por encima de la albarda y se lanzó al lado del camino, rodando entre el barro y ese miedo que se mete en la garganta.

—¡No te movás, no te movás! —rugió una voz entre los matorrales.

Quiso ponerse en pie, pero un AK-47 ya lo apuntaba con fuerza en las costillas. Una mano tosca le arrebató su arma. En ese instante pensó en su mujer, en sus dos hijas que venían detrás montadas. El corazón le golpeaba el pecho como tambor de procesión.

—¡No ando reales! —gritó, sin pensarlo mucho.

El hombre que lo tenía encañonado estaba cubierto de barro hasta las botas, llevaba un capote verde y una barba densa. No dijo ni una palabra. Solo hundió más el fusil contra su costado. Desde la espesura, otra voz gritó:

—¡Levántate, ya!

Levantó la cabeza. En medio del lodazal vio a su esposa montada en su caballo, y a sus hijas en el otro. Detrás de ellas, tres hombres con uniforme de camuflaje las escoltaban en silencio.

—¡Eduardo! ¡Eduardo! —gritó su mujer desde la orilla del río.

Uno de los hombres salió al claro. Llevaba el AK cruzado al pecho y un pañuelo azul le cubría la mitad del rostro. Sus ojos, bajo la capucha, no decían nada, solo mostraban una prisa helada.

Le quitaron la mochila donde cargaba la libreta del banco, unos billetes mal doblados, la cadena, el reloj. A su esposa le arrancaron la medalla que siempre llevaba colgada. Una de las niñas rompió en llanto, y Eduardo, en lugar de gritar, tragó su rabia como quien traga una brasa. Ya no tenía su mimada. Estaba con las manos vacías.

Al llegar a la casa de la finca, encendió una fogata bajo el alero, con tres piedras del río, que todavía bajaba crecido. El lodo seguía ahí, pegado en la ropa, en la piel y hasta en los recuerdos. Recordó lo que le contaron unos amigos finqueros sobre un programa del banco para mejorar el hato. Que si compraba veinte vaquillas y un semental con crédito a largo plazo, salía adelante. Pero él no calificaba, tenía poca tierra. Sus amigos le insistían que vendiera las diez manzanas cerca de la ciudad y así compraba ochenta en Nueva Guinea, cumpliendo con los requisitos. Y ahora, ahí, con la impotencia todavía caliente, pensaba que tal vez se había equivocado.

Pasaron los años. Corría el mes de Junio de 1993. Eduardo, muy de mañana, ya estaba haciendo fila para entrar al Banco Nacional de Desarrollo en Nueva Guinea. Apenas cruzó el portón, el vigilante le pidió que entregara su nueva mimada —su otra pistola— y lo revisó de arriba abajo. Aunque ya eran años de posguerra, aún quedaban rearmados: Contras, Recontras, Recompas, Milpas. El gobierno intentaba desarmarlos con la Brigada Especial de Desarme.

Mientras esperaba su turno, hacía cuentas en la mente: cuánto debía, cuánto iba a pagar por las vaquillas y el semental. El abanico de techo giraba lentamente. A través del vidrio se veía cómo el sol se reflejaba en los charcos que dejaban batidos los camiones al pasar.

Siempre conversaba con los que estaban en la fila. Y entonces lo notó: cuatro hombres con pasamontañas, armas en mano, daban gritos afuera. Amenazaban al vigilante: “¡Entregá la escopeta! ¡Esto es un asalto!” Adentro cundió el pánico. Clientes y empleados se tiraron al suelo. Eduardo apenas alzaba la cabeza. No sintió miedo. Instintivamente quiso buscar su arma, pero recordó que la había dejado afuera. “Si anduviera mi mimada...”, murmuró, como quien escupe un lamento.

Uno de los tipos corrió directo al vigilante, gritando como bestia herida. Levantó el fusil, pero no alcanzó a disparar. Adentro del banco se escuchó el escopetazo seco. El hombre voló hacia atrás, cayó al pavimento, los brazos abiertos, la sangre empapando la camisa. Quedó mirando al cielo, como si esperara una señal que no llegó. Los otros tres, al verlo caer, dudaron un momento. Luego huyeron hacia el parque central. En el rótulo detuvieron la camioneta amarilla de la alcaldía. Arrancaron despavoridos rumbo a Caracito. Más tarde, se supo que soltaron al chofer y dejaron tirado el vehículo. Se metieron por El Cascal, rumbo al monte, donde la niebla se los tragó.

Cuando todo terminó, Eduardo salió como los demás. Se acercó al cuerpo tirado. Lo reconoció. Era el mismo que aquella tarde apuntó temblando a sus hijas. Pero no sintió odio. Solo un cansancio grande, como si el pasado por fin se le hubiera vaciado por dentro.

Esa noche, al calor del fogón de tres piedras, les contó todo a sus hijas, ya crecidas, y a su esposa, que aún llevaba la medalla que un día le arrebataron y que luego consiguió en el mercado.

—A veces me pregunto si hicimos bien en venirnos para esta tierra —dijo con la voz baja.

—¿Y usted qué cree? —le preguntó una de las hijas.

—Creo que la tierra es buena... pero hay hombres que no lo son —contestó mientras removía el café en la olla—. Pero aquí estamos. Y mientras estemos, ellos no ganan del todo.

Afuera volvió la lluvia. Y en su pecho, como un eco, seguía buscando cómo entender lo vivido.

 

17 de mayo de 2025.

La Colina

Foto: Internet

miércoles, 28 de mayo de 2025

¿UNA VIDA, PARA ESTO?

 


Al inicio, tus caricias me salvaban del mundo,

yo te miraba y no dudaba: éramos destino,

éramos fuego, canción, refugio… mentira bendita.

 

Los años pasaron, y con ellos tus promesas,

cada una más hueca, más blanda, más falsa,

como un abrazo frío con olor a excusa.

 

Dormíamos espalda con espalda, como extraños,

nos dolían las mismas cosas, pero en silencio,

y el amor se pudría en la alacena de los hábitos.

 

Un día, entre platos sucios y miradas rotas,

nos lo dijimos sin rabia, sin lágrimas ni teatro:

duramos toda la vida… para ya no nos soportarnos.

 

 

27 de Mayo de 2025.

Foto: Internet

miércoles, 21 de mayo de 2025

SWEET SUGAR MANGO: DELICIA CARIBEÑA

 


El Sweet Sugar Mango es de esos frutos que no necesita mucho preámbulo entre nosotros, pero si no lo sabes aquí te dejo algunos de sus aspectos más importantes. Su nombre científico es Mangifera indica y es una variedad pequeña de mango originaria de Colombia, conocida por su bajo contenido de fibra, su aroma intenso y su sabor dulce debido a que posee entre 13 y 15 gramos de azúcar en cada 100 gramos de fruta. En inglés se le conoce como Sweet Sugar Mango. Es pequeño, de piel delgada y al verlo ya se sabe que vas a terminar chupándote los dedos.

Lo he comido en muchos lados, pero hay tres lugares que no olvido: Corn Island, El Bluff y Bluefields. En Corn Island —es probable que haya llegado a la isla a través del intercambio comercial con los Raizales de San Andrés y Providencia, y por vínculos familiares—, bajando hacia Long Bay, una señora tenía una canasta llena. Me regaló uno sin decir palabra. Bastó una mordida para que regresara a los años que, de chavalo, corría al fondo del patio de doña Juana Angulo en El Bluff. Bajo la sombra de los almendros, luego de cortarlos, ella nos repartía manguitos de azúcar con una gran sonrisa en el rostro. El jugo se escurría por mis brazos y uno no sabía si chupar el mango o reírse de alegría con los amigos.

En Bluefields los sugar mangos aparecen en los mercados, en las bolsas de las señoras, en los techos de las casas cuando caen maduros del árbol. Se cosechan entre abril y junio, cuando el calor cambia y el invierno empieza a insinuarse. Es época de brisas húmedas, de patios llenos de niños y pájaros, de mangos cayendo con el viento.

Es fruta que no se olvida porque viene acompañada de historias, de voces. Es fruta para comerse sin prisa, de pie, mirando el mar o sentado en una grada mientras el tiempo hace lo suyo. Se come con elegancia, con alma. Y por eso, cada vez que aparece uno, me detengo, lo pelo con las uñas y me pierdo en su dulzura.

Un Sugar Mango no solo se come, se revive… como se revive un patio, una risa, una tarde tibia a la orilla del mar.


4 de mayo de 2025.

Foto: Internet.

martes, 13 de mayo de 2025

PANTING

 


Es alegre, de conversación rápida.

Su lengua materna canta, embelesa,

y esa cadencia la lleva aún al hablar.

 

Viene de Krasa, un pueblo escondido

en un recodo del río Coco,

a 270 kilómetros al oeste de Waspam,

lejísimos de aquí.

 

Allá dejó su familia materna y paterna.

Combatió a la contra con el Ejército,

y desde 1985 se asentó en estas tierras.

Nunca volvió: le encantan la humedad y el lodo.

 

Ha hecho de todo, que yo sepa:

wachimán, agricultor, cowboy, hacelotodo.

Es buen chambero, pero si uno se descuida,

habla todo el santo día

como si no pasara nada.

 

Se libró de muchas penurias:

hambre y abandono,

del Grissi Signiss y la Liwa Mairen,

esas cosas que su gente carga

aunque él diga que ya es de aquí.

 

Siempre lo veo temprano, por las calles,

saliendo de su trabajo de vigilante;

a veces en el mercado,

el mirador de la plaza,

el parque central, el zonal, o la alcaldía.

 

Es sandinista hasta la muerte —lo dice con orgullo—.

Y cuando nos cruzamos, desde que me divisa,

camina feliz al ritmo de sus pasos rápidos.

“¡Adiós, Waspuc!”, le digo, y se ríe.

 

Siempre lleva algo en su mochila.

Es atento, servicial, de los buenos.

Su nombre es Wilber Panting Wilson,

llamado sencillamente Panting

por sus camaradas, amigos y conocidos.

 

Es una pantera del río

y de la montaña del trópico húmedo.

El implacable tiempo,

simplemente, no le hace nada. 

 

La Colina. 

11 de Mayo de 2025. 

Foto propia.

 


miércoles, 7 de mayo de 2025

PALO DE MAYO UNA VEZ MÁS

 


La última vez fue hace muchos años, en su barrio negro de Old Bank. Fue al caer la noche y una de esas casualidades que, con el pasar de los años, lo sigo recordando. Quiero que vuelva a suceder, volver a vivirlo, disfrutarlo. Porque ahora, cada vez que lo materializo en imágenes, me lleno de entusiasmo.

Ella salió de su casa con su hermana mayor. Caminaron desde Beholdeen hacia Old Bank.

Vivían cerca de la capilla de San Martín, y cuando llegué a buscarla, no la encontré. “Salieron a bailar Palo de Mayo”, dijo su mamá desde el corredor de la casa de madera. Caminé hacia la punta, y noté el ambiente festivo en la calle y en los corredores de las casas.

La gente, hombres, mujeres y niños, caminaba dando adioses con manos y voces a quienes los miraban pasar desde ambos lados. En esos años no había muchos vehículos en Bluefields. La verdad, nunca recorrí sus calles en un carro.

Antes de llegar a la punta de Old Bank, a unos veinte metros, la gente se reunía en una plazoleta. Hablaban entre ellos, se escuchaban risas. Todo el ambiente se llenaba de una alegría comunitaria contagiosa, como si un hechizo los envolviera a todos al mismo tiempo.

Me detuve. La busqué con la mirada entre el gentío, pero no logré dar con ella.

Desde los corredores, las mujeres ayudaban a los mayores, hombres y mujeres de cabello blanco, a bajar las gradas. Ellos avanzaban con pasos lentos, cansados, hacia la plazoleta donde ya los esperaban con bancas de madera alineadas en la primera fila del semicírculo. Varios jóvenes trepaban a los árboles de fruta de pan, compitiendo por el mejor puesto para observar el espectáculo. Los niños y niñas corrían cortando el viento que venía desde la bahía, envueltos en su algarabía.

De una de las casas salieron varios hombres cargando el tronco de un árbol. Se dirigieron al centro de la plazoleta, donde los esperaban otros que ya habían excavado un hoyo. Entre todos lo sembraron, apretujándolo con piedras y tierra hasta dejarlo erguido, pero antes varias mujeres se acercaron con cintas de colores. Lo encintaron desde la parte superior hasta su base. Y así quedó el palo, vestido de fiesta, listo para que todo comenzara.

La música estalló de pronto. Tambores y voces se elevaron al ritmo de “singsaimasinmailo”, que parecía brotar de la tierra misma y vibraba en el aire tibio y húmedo, como un llamado ancestral. La gente se acercó con entusiasmo, cerrando el círculo humano alrededor del palo, con los ojos encendidos por la emoción y los cuerpos ya inquietos por moverse.

Fue entonces cuando apareció. Salió de la penumbra, sonriente, con una mirada traviesa que encendió mi corazón de golpe, como una llama imprevista. Llevaba una falda amplia que resaltaba el movimiento de sus caderas, con su cabello rizado en trenzas, dibujando círculos que hipnotizaban mis sentidos.

Entró al círculo formado alrededor del palo y tomó una de las cintas en sus manos con una gracia innata, natural y casi felina. Giraba en torno al tronco, y su cuerpo, sensual y orgulloso, parecía flotar con cada paso que daba al compás del Palo de Mayo. La seguí con la mirada, sin pestañear, con una emoción profunda y antigua que se apoderó de mí.

A su alrededor, hombres y mujeres se unían al baile con euforia creciente. Gritaban y reían en medio de la cadencia creciente del tambor: “mayayslasinki, mayayaoo”.

La energía colectiva era electrizante; niños brincaban al ritmo, mientras parejas se acercaban peligrosamente en una danza que era celebración y seducción al mismo tiempo.

Entonces ella me vio. Su sonrisa se amplió, cálida y pícara, mientras sus ojos brillaban con el reflejo de las luces del barrio. Extendió su mano hacia mí, invitándome a entrar en el remolino festivo que había creado con su presencia. Sin pensarlo, crucé el gentío, tomado por una fuerza irresistible, y juntos bailamos.

Giramos alrededor del palo decorado, riendo y respirando uno frente al otro, compartiendo un instante tan fugaz como eterno, tan intenso que ahora, al recordarlo, aún siento en la piel su esencia de mujer caribeña y el eco sensual de la música, “tululupasanda”, de aquella noche inolvidable.

Quiero verla bailar Palo de Mayo una vez más. Porque sé que solo en esa danza, rodeado por la alegría eufórica de nuestra gente, podré reencontrarme con aquella juventud perdida y con ella, que sigue girando, luminosa y eterna en mis memorias.


7 de Mayo 2025.

Foto: Arpillera de Nydia Taylor.