viernes, 3 de octubre de 2025

LA ENSENADA

 



Desde el barranco la miraba entera,

manglares a cada lado, resguardándola,

trozos de madera sacudidos al sol de la bahía.

Por su vereda anduve sin reloj ni prisa,

de casa al muelle de los pesqueros, ida y vuelta,

viendo pangas bordar la espuma.

A las cinco pm, sin falta, cantaba la Poponé,

y el viento, burlón, se robaba su canto

entre Miss Lilian y la isla chiquita.

En la carbonera olía a carbón de antaño,

ahí hurgaba entre troncos por chacalines

para tentar peces en la orilla del Murito.

Sus aguas eran cristal en verano azul,

pero el Escondido, en lluvia brava,

le traía su barro como herida abierta.

Pequeña y bien formada, como una concha viva,

allí aprendí el arte de flotar y remar,

bajo un cielo que aún recuerdo.

Botecitos hechos de balsa,

con velas cortadas de sacos,

competían en regatas de fantasía.  

Ahora sobre sus aguas atracan pangas,

mis amigos de antaño —los de siempre—

allí pasan las horas aún con esperanzas.

Otros han poblado sus orillas,

con casas, negocios y ruido en el muelle,

dejando desechos que la contaminan.

 

 

28 de Junio de 2025

Foto: Propia. Muelle sobre la ensenada y Wesley.


viernes, 26 de septiembre de 2025

LAS ESTRELLITAS DEL CIELO RASO

 


En el cielo raso de mi habitación hay unas estrellitas que, poco a poco, van perdiendo el brillo que acumulan durante el día o con la lámpara de la habitación. Son pocas, unas quince quizás. Desde hace muchos años están allí para alegrarme las noches lluviosas y frías. Con el paso del tiempo muchas se han despegado, como si se perdieran en la oscuridad.

Así como ellas, he perdido la facilidad para dormir. Antes me cepillaba los dientes, me ponía la pijama, me acomodaba a gusto en la cama y, antes de terminar el “ahora y en la hora de nuestra muerte”, ya estaba roncando. Pero ahora no. Ahora me cuesta dormir: mi mente divaga, da vueltas y vueltas, salta de un recuerdo a otro. Son temas y escenas que ya casi no reconozco, pero mi memoria se resiste a soltarlos.

En tiempos de guerra me pasaba lo mismo. Casi no dormía. Despertaba agitado, después de soñar con horrores. Recuerdo que me tomé unas vacaciones en la isla de Utila y, aun allí, me levantaba nervioso. Escuchaba en sueños los helicópteros volando bajo, con motores rugiendo, lanzando proyectiles o disparando con la ametralladora. Levantaban arena, destrozaban los árboles frutales del patio de mi abuelo Ernesto —a quien todos llamaban Papú— y de mi abuela Hazel. Eran pesadillas recurrentes. Despertaba agotado, como si hubiera corrido kilómetros.

Quizás todo era producto del estrés de vivir en zonas de guerra, donde siempre eran noticia las emboscadas a camiones militares y particulares en carreteras minadas. En uno de esos casos, una compañera extranjera —fotógrafa profesional— acudió veloz a la escena. Al revelar sus fotos pude ver los cuerpos acribillados y luego quemados con gasolina, reducidos a carbón. Aún hoy me estremece.

También recuerdo a varios amigos que murieron de distintas formas en esos años. Todavía los veo: sus compañías, sus historias, las tardes de bar, los planes de futuro, la alegría de tener esposa e hijos. Todo eso, de pronto, se borró como polvo azotado por el viento, dejando un vacío sin consuelo.

Hay otras cosas que no me dejan en paz. Las cuentas que llegan y nunca cierran. El amigo que lleva meses sin llamar porque su hijo está enfermo y no tiene para las medicinas carísimas. Son pequeñas bombas diarias. Me pregunto si alcanzará el sueldo, si algún día la miadera mejorará, porque a veces salto de la cama corriendo al inodoro. Mis amigos me dicen que no me preocupe, que así están ellos: que se orinan fuera de la taza, que al llegar a la cama dejan una estela en el trayecto, que de día deben cubrirse con papel higiénico para disimular la retención o la poca evacuación. "You fella", me dicen, no te ahueves por eso, bienvenido al club.

La incertidumbre es una sombra que se sienta en la cabecera de la cama. A veces escucho un crujido en la casa y pienso en puertas que no vuelven a abrirse. A veces imagino que alguien llama al alba con malas noticias. Todo eso me mantiene despierto.

Pienso también en la gente de a pie, la que la vida le ha resultado extremadamente difícil, la que madruga a diario para ganarse el sustento con trabajos duros. Están los cargadores de sacos en los mercados, los que barren las cunetas de las calles mojadas por la lluvia o por las inmundicias que en ellas se desechan. Los recolectores de basura que viven expuestos a contraer infecciones con los desperdicios que se pudren en sacos, revueltos por perros callejeros y zopilotes. También están los vendedores de comida en las esquinas, los ambulantes que cargan sus bultos, los cortadores de leña en los montes, los zapateros que remiendan zapatos gastados, y miles más que sufren en un mundo desigual.

Son rostros cansados que rara vez reciben un gesto de solidaridad. Muchos caen asesinados en silencio, otros exterminados en guerras que nunca fueron suyas, y los más siguen muriendo de hambre, poco a poco, como hojas secas que se desprenden del árbol sin que nadie lo note. Cada día son más, y el mundo parece acostumbrarse a su dolor, como si fuera parte natural del paisaje.

A veces me pregunto: ¿qué harán cuando la paciencia se acabe? ¿A dónde irá la furia? Lo pienso en voz baja, con miedo. Porque la injusticia amontona rencores. Y los rencores, cuando se juntan, revientan. Y así van por la vida, hasta que un día explotan y le dan vuelta a la tortilla agria de la historia.

En medio de esas reflexiones, mi mente busca consuelo en memorias más luminosas. Vuelvo a los días de pesca con mis amigos en el muelle que llamábamos el Murito. Nos preparábamos con anticipación: andábamos en busca de pesas sacadas de cables de acero que cortábamos en trozos bajo la sombra de un mango en la casa de los García, en El Bluff. Allí mismo fundíamos los trozos para hacer pelotitas del tamaño de una uña. Nos servían de proyectiles para las tiradoras en las tardes de caza bajo árboles frondosos.

Para pescar, levantábamos trozas de madera que se acumulaban en la ensenada, entre cascos viejos de botes salvavidas varados en la carretera, y de allí sacábamos carnada. O atrapábamos sardinas, o escarbábamos la tierra en busca de lombrices gigantes. A veces íbamos a los barcos camaroneros por desechos que tiraban al mar.

En el desvelo de estas noches, paso horas pescando de nuevo en el Murito: el suave oleaje de la bahía revienta en el muro, la brisa salada del Tortuguero me golpea el rostro, gaviotas y tijeretas nos sobrevuelan con alegría. Grito de emoción cuando una palometa o un roncador queda prendido del anzuelo, y lucho con todas mis fuerzas hasta sacarlo del agua.

Si aún no duermo, viajo en mis recuerdos a otros muelles. Estoy en el puente de Utila, atrapando sardinas con un nylon fino y un anzuelo diminuto. Con los dedos giro el anzuelo y, con rapidez, saco del cardumen plateado una y otra sardina que brilla al sol. Luego camino hasta el muelle de Archie Lee y paso parte de la tarde pescando. Con suerte atrapo varios Silver Fish, los llevo a la casa de Papú y mi abuela se alegra. Cenamos pescado frito con tajadas de plátano y rodajas de limón.

De pronto, deja de llover. La noche se torna fresca. Busco la cobija y me cubro el cuerpo hasta el cuello. El silencio se expande. Ya no ladran los perros, pero sigo despierto. Entonces recuerdo los árboles que rodean la casa y voy nombrándolos, como si fueran oraciones. Enumero también los frutales del patio de mis abuelas, Manuela y Hazel, y los árboles maderables de Nueva Guinea, que aún reconozco y no los han talado.

Veo barcos remolcadores en la bahía arrastrando trozas de madera que bajan por Schooner Cay y salen por la barra de El Bluff. Recorro los aserríos que he conocido. Me agrada el olor a madera, porque evoca una sensación cálida y terrosa que varía según la especie que estén procesando. Observo las sierras circulares convertir las trozas en tablas, reglas, tablones y pilares. Pronto serán convertidas en casas, puertas, ventanas, muebles de cocina, camas, libreros, estantes… miles de objetos útiles para hacernos más fácil la vida.

Los gallos de los vecinos cantan. La noche se hace más fresca. Las estrellitas del cielo raso aún palpitan, aunque cada vez más débiles. Entonces recuerdo que ayer, por falta de energía eléctrica, no puse a funcionar la bomba del pozo. Me veo junto a mi abuelo Felipe, que en sus primeros años sacaba agua con baldes. Su pozo era el más fresco del mundo: empedrado, con brocal y delantal de concreto. Lo veo llenando tanques, baldes y tinas para la casa. Me da un baldecito y corro alegre a llevarlo a la casa de mis padres. Hago varios viajes, como en un juego. Con los años, el abuelo instaló una bomba eléctrica y, con solo subir la cuchilla, llenaba todo: agua limpia, fresca y abundante.

Pero hoy la bomba no funciona. La idea de faltar agua me aprieta el pecho. Pienso en quién irá a cargar litros si la bomba se rompe para siempre. Pienso en la mujer que vive sola al final de la calle y que depende del agua del pozo. La incertidumbre vuelve a colarse por la rendija de la ventana.

Intento acompasar mi respiración, como si en cada aire buscara la calma, como si el sueño se escondiera detrás de un suspiro. Pero los pensamientos siguen desfilando. Se manifiestan cuatro casas dispersas, unidas por la memoria: la del padre, las de sus dos hijas y la del parcelero. Entre ellas laten los cultivos sencillos —frijol, yuca, naranjas, peras de agua— que no buscan comercio, solo alimentar el paisaje y el estómago. Allí también la carne de monte fue deleite, hasta que guatusas, conejos y venados cedieron ante el apetito humano, como si el bosque hubiera sido conquistado poco a poco. Es un buen lugar. Siempre que cruzo ese camino siento su hondura: cercano al pueblo y, sin embargo, apartado, protegido del estruendo de motores y de las fiestas que roban el descanso. A los lados aún están las colinas con bosques que respiran conmigo, como guardianes antiguos.

Recuerdo el día en que llegué con alegría, midiendo palmo a palmo el terreno donde soñé levantar mi casa, la de ella y de mis hijos, un refugio propio bajo árboles generosos, con la frescura de las colinas abrazando cada pared.

Y vuelvo a rezar. Por los de antes y por los de ahora. Por mis hijos, mis nietos y nietas. Por mi mujer, la que duerme a mi lado, para que siga sana, vagabunda y cercana. Las estrellitas del cielo raso laten cada vez con menos fuerza. Su luz se dispersa, como si buscara un camino que yo todavía no alcanzo a ver. Cierro los ojos. No sé si ya duermo o sigo pensando. Solo sé que la oscuridad me envuelve y me lleva, como corriente de río que arrastra sin preguntar a dónde.

 

25 de septiembre de 2025.

Foto: Internet.


viernes, 19 de septiembre de 2025

ALLÁ EN EL PUEBLO



El pueblo era lindo, alegre, lleno de luces de colores. Así lo pensaba yo antes. Tenía parques iluminados por donde se podía caminar y un malecón bonito donde siempre se paseaban las muchachas. Había restaurantes, cantinas y muchas fritangas en los alrededores y en las callecitas más estrechas, por donde no pasaba el camión. Iba los martes y los jueves por mi trabajo. Viajábamos en el camión que cargábamos los lunes y miércoles, todo el día hasta el anochecer. Luego cenábamos y caíamos rendidos, porque la chamba no era nada fácil.

El viaje siempre era pesado. Llevábamos sacos llenos de yuca, quequisque, maíz y frijoles recién cosechados; nunca faltaba el queso, y los jueves incluso llevábamos chanchos, que montábamos en un enrejado improvisado en la cola del camastro. Así íbamos, cargados hasta el tope, camino al pueblo. ¿Qué cuánto tardábamos? Dependía, porque así era la vida: impredecible. A veces el camino estaba bueno, mejor dicho, menos malo, porque ya era costumbre que estuviera lleno de hoyoncones, piedras sueltas en verano y charcos hondos en invierno, casi intransitable. Si no nos deteníamos ni a saludar a los conocidos de los caseríos, hacíamos unas tres horas desde el mero centro de la montaña hasta el empalme que lleva a los pueblos.

A pesar de todo, el viaje siempre me parecía entretenido; el camastro resonaba duro y había que ir moviendo la carga para que no se cayera o se maltratara. Pero los chanchos sí eran caso aparte: esos animales chillaban y se cagaban del miedo cuando bajábamos guindos empinados en la montaña. Lo peor era cuando se ponchaba una llanta, porque me tocaba a mí hacerle huevo y cambiarla. No era por el peso ni por la fuerza —para eso ya tenía mis mañas del oficio—, sino por el lodazal del camino, que me dejaba embarrado hasta la cabeza. Por eso siempre llevaba mi mudadita extra para cambiarme al llegar al pueblo, después de descargar el camión.

Como salíamos tempranito, al atardecer ya había terminado mi tarea. Llegaban otros camiones y camionetas a llevarse la carga: distribuidoras, matarifes, fritangueros, comedores. De toda clase de negocios venían a comprarnos y nos hacían encargos para el siguiente viaje. Moncho, el chofer, era quien manejaba el dinero y le rendía cuentas al patrón. Yo prefería no meterme en eso, porque si algo salía mal, el que salía embarrado era yo. Mejor así, tranquilo, aunque sabía que algún día iba a ser el jefe, cuando estuviera más grande.

Mientras tanto, Moncho llevaba el camión al lavadero y yo me iba a la pensión donde nos pagaban la dormida. Me bañaba, me ponía chajín y salía listo para dar una vuelta. Me gustaba mucho caminar por el malecón, sentir la alegría de la gente que se acomodaba en las bancas y los bordes, cerquita del río. Desde allí veía llegar lanchas y pangas repletas de personas que bajaban con sus maletas, sus sacos, y rápido se escurrían por las callecitas del pueblo. Había parejas que se tomaban fotos. Desde la orilla del río veía la plaza, y los restaurantes llenos de gente que venía de todas partes, hasta cheles de otros países o viajeros que pasaban la noche antes de cruzar la frontera. Los veía alegres y entretenidos, y después seguía caminando hasta unas cuadritas más pequeñas para buscar una fritanga y comer algo.

Ahí, justo ahí, ocurría la magia verdadera de esos viajes al pueblo. Ahí veía a la Ria, la muchacha que atendía. Apenas miraba sus ojos negros, grandes y bonitos, sentía como si se me abriera el cielo y el corazón me latiera a cien por hora. Ella era joven, tenía dieciséis años, y me fascinaba la gracia con que hacía sus cosas. Era alegre, y cuando sonreía, sus dientes brillaban en la noche. En su cinturita colgaba un delantal pintado de fiesta, lo amarraba socadito como quien sabe el hechizo que carga. Y cuando caminaba —si la vieras— me daba una risa dulce, como de nervios, porque se movía con la soltura de una garza azul: esa que cruza el estero sin apurarse ni alborotarse, sabiendo que todos la miran.

Ella me atendía con su encanto. Una vez pude tocarle las manos y sentí que eran suaves como flor de cedro que adorna el camino. Moncho también llegaba a esa fritanga, aunque a él le gustaba la patrona, la jefa de Ria. Siempre me animaba para que le dijera que me gustaba, pero me entraba un miedo, una cosa rara, como si al decírselo se fuera a acabar esa alegría tan bonita que sentía cada vez que iba al pueblo.

Así que pasaba el rato mirándola desde mi mesa. Veía cómo atendía a los clientes con delicadeza, lo fina que era con ellos. Escuchaba su vocecita suave, que sonaba como una quebradita de agua fresca bajando de la montaña hasta fundirse con el río; un río tan grande como los sentimientos que me despertaba.

Moncho decía que cuando estuviera mayorcito me parara firme frente a ella y le confesara todo lo que sentía. Mientras llegaba ese día, yo terminaba de comer y me despedía tímidamente. Sonriente me decía: “¡Adiós, Kike, que Dios te acompañe!”, y yo regresaba por esas callecitas silenciosas hasta la pensión. Me acostaba pensando en mi Ria, y así me pasaba las noches lluviosas en el pueblo, dándole vueltas y más vueltas en mi cabeza.

Y así pasaron los años: yo en mis viajes, y ella en su fritanga. No me cansaba de mirarla. Aunque me deslumbraba por bonita, también en ese ir y venir había visto de todo, sí señor… Desde gente que salía del monte con cueros de animales enormes, troncos gigantes cortados en trozas, y excavaciones tan hondas que parecían tragarse la tierra, de donde los hombres sacaban pepas de oro y salían como locos, untados hasta el pelo de lodo, rogándonos que los lleváramos, aunque fuera hasta el empalme.

Una noche le dije a Ria que cada día la veía más linda. Fue Moncho quien me empujó: “Decile ya, hombre, si no te vas a quedar sin Beatriz y sin retrato”, me soltó serio, como quien ya se hartó de verme callado. Y yo se lo dije. Ella se puso nerviosa, los ojazos le brillaron como la luna subiendo por la montaña y me dio las gracias, como quien llevaba tiempo esperando que lo dijeran.

Y mire usted… resultó la magia. Una noche de lluvia esperé que cerrara su fritanga, y caminamos por una de esas callecitas angostas. En el corredor oscuro de una casa nos dimos nuestro primer beso.

Volé de contento a mi comunidad. Anduve cantando por los caminos, contándole a los árboles y al monte que por fin tenía novia. “Ria es mía”, me repetía en silencio, como quien acaricia una flor entre las manos sin querer que se deshoje.

El martes siguiente, apenas terminé de descargar, me fui a bañar y me puse la mejor camisa. Me perfumé con fe. Bajé silbando, feliz, y fui directo a su fritanga. Pero ella no estaba. La patrona me dijo que desde el viernes no había vuelto. Que la habían ido a buscar a su casa, pero nadie sabía nada. Su familia estaba preocupada. Muy preocupada.

El jueves, cuando regresé, volví con el corazón encogido. Y fue allí donde me dieron la noticia. A Ria la habían encontrado en un recodo del río. Muerta. Con golpes en el rostro y moretones en las piernas. Dicen que la violaron. Que fue un grupo de hombres. Que nadie vio nada. Que quizás cruzaron el río y se fueron lejos. Su familia la llevó a su comunidad para enterrarla. Y yo... yo grité. Grité como nunca. De rabia, de impotencia, de dolor.

Desde entonces, todo cambió. La fritanga se quedó vacía. Moncho me dice que no pierda la fe, que siga, que la vida es así. Pero ya no es igual. Sigo en la ruta, en los caminos, subiendo y bajando la montaña, pero voy con el alma hecha pedazos. Me cuesta reír. Me cuesta dormir. Me cuesta creer que un amor tan limpio, tan bonito, haya terminado así.

Y cuando paso por el pueblo, ya no me bajo en la esquina alegre. No pregunto por ella. Porque ya sé. Porque allá en el pueblo, donde una vez pensé hacer mi nido, solo quedó el eco de su risa y una fritanga cerrada.

Allá en el pueblo... se me rompió el corazón.

El camino, antes lleno de cantos, ahora es un murmullo triste. Las mismas curvas, los mismos charcos, los mismos baches... pero ya no tengo prisa por llegar. Ni siquiera por salir. Me siento en la parte de atrás del camastro a veces, mirando el polvo, dejando que el sol me queme la cara, y no digo nada. Moncho me habla, pero yo apenas lo oigo. La risa se me fue. Y la voz también.

Antes, cuando pasábamos frente a los guayabales, me gustaba bajarme a cortar unas cuantas frutas para llevárselas. Ría decía que la guayaba tenía su propio perfume. Ahora los miro, y no siento nada. Ni la fruta, ni el monte, ni el viento me traen consuelo.

Me duele la espalda, pero más me duele el pecho. Es como si alguien me hubiera arrancado algo de adentro. Me despierto por las madrugadas, en el hospedaje donde duermo, y la busco con la mano, creyendo que está ahí, aunque nunca se haya acostado conmigo. Es que yo la soñaba para siempre. Para reírnos juntos en una mecedora, para envejecer con niños, para ver llover tomados de la mano. Para eso la quería.

Y ahora voy por los caminos con el corazón deshecho. Las noches son las peores. Porque en el monte, cuando el motor se apaga y el canto de los grillos es lo único que suena, me llega su voz. Me llega su risa. Me llega la pregunta que nunca me hice: ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué así? 

Dicen que los que lo hicieron huyeron lejos. Que quién sabe. Pero yo lo que sé es que se llevaron a mi Ría. Me arrancaron el alma. Y no hay justicia que me la devuelva.

A veces quiero bajarme del camión y quedarme allí, en medio del camino. No avanzar más. Pero algo en mí —tal vez su recuerdo— me empuja a seguir. Con el pecho lleno de piedras, con los ojos secos de tanto llorar por dentro, sigo. Por ella.

Porque, aunque me quitaron su cuerpo, su dulzura se quedó conmigo. Porque, aunque la fritanga ya no humea, el amor que cocinamos allí, entre tortillas y miradas, no se borra. Porque, aunque su risa ya no se escucha allá en el pueblo... dentro de mí, todavía canta.

Y así voy, subiendo montañas, cruzando ríos, bajando al llano. Como antes. Pero no igual. Nunca más igual.

 

20 de junio de 2025.

Foto: Internet



lunes, 8 de septiembre de 2025

ORGULLO DE CORNAILEÑA

 



En un rancho a la orilla de la playa,

pasando por Sally Peache,

piso de arena tibia, techo de palma de coco,

muebles de madera que crujen con el peso,

música caribeña en inglés,

las parejas bailan libres bajo la luz opaca

de bombillos azules y rojos

colgados del entramado del techo.

 

Aromas espesos: café fuerte,

colombiano, llegado por San Andrés,

cerveza amarga, ron dulce que quema,

cigarrillos de contrabando, humo denso

que nubla el aire y enciende los sentidos

al ritmo del soca y el reggae.

 

En la orilla del camino de grava

hay sombras expectantes,

ojos brillando en la penumbra del anochecer.

Entran y salen a la pista

cuando el ritmo alegre

toca sus entrañas.

 

En las esquinas del rancho

los cuerpos se buscan,

piel contra piel, sudor alegre,

movimientos eróticos y sensuales

que se entrelazan como olas nocturnas.

 

Afuera, a escasos metros,

revienta un oleaje silencioso.

Lo sientes crecer al caminar por la arena,

mientras esquivas cocoteros vencidos

que se acuestan sobre el mar

como gigantes cansados.

 

La música del rancho se va apagando.

El leve oleaje, espuma breve,

marca el compás de mis pasos

bajo un cielo encendido de estrellas

que laten como corazones abiertos.

 

Al regresar, allí te encuentro,

cornaileña de mi encanto,

alegre y sonriente, bailando descalza,

tu falda levantada por la brisa,

la música estremeciendo tu cintura.

 

En ningún lugar vas a ver el cielo

como aquí, desde la arena,

acompañados del oleaje breve,

de los cocoteros cómplices

y las estrellas que tiemblan de vida.

Lo dices con orgullo de cornaileña,

y tomados de la mano caminamos hacia Long Bay,

hasta perdernos en las ansias de nuestros cuerpos.


Allí, sobre la arena tibia,

nos unimos con la noche.

Las olas suaves revientan en la orilla

y rozan nuestra piel extasiada,

mientras el cielo nos cubre

con su manto palpitante de estrellas.


Todo quedó en mi memoria con tu partida.

La magia se deshizo en mi pecho,

y aunque la isla sigue latiendo con tambores y estrellas

para encantar a los enamorados,

yo camino con la nostalgia de saber

que su verdadero encanto se fue con vos.

 

4 de Septiembre de 2025.

Foto: Internet.


domingo, 31 de agosto de 2025

EL BAR DE INÉS


Al entrar al bar de Inés, el aire huele a barniz fresco y a aguardiente viejo. Las paredes de madera oscura tienen afiches clavados con tachuelas: cervezas, rones nacionales, gaseosas. Conservan el calor de la tarde. Al fondo, una barra pulida brilla bajo la luz opaca de un bombillo colgado. En la pared de la barra, un gran espejo ovalado cuelga junto a los exhibidores de cerveza. El piso de concreto, limpio pero gastado, refleja sombras de sillas mal alineadas. Hay ocho mesas dispersas. Algunas vacías. Otras ocupadas por hombres de sombrero y mirada larga.

Esa tarde visité a mi viejo amigo Juan Pérez. La carretera, llena de baches, parecía una trampa, pero el jeep logró pasar. En su casa compartimos recuerdos, hablamos de amigos ausentes y de los que aún luchan. Juan me mostró su patio: chilotes, naranjos, yuca, caña piña, quequisques, plátanos y chagüites. Clara, su esposa, se alegró mucho de verme. Sirvió café con cosas de horno, y en el corredor, entre sorbos y brisa, Juan me contó que esa tarde vería a su compadre José en el Bar de Inés.

Juan va adelante, como quien ya conoce el terreno. Yo lo sigo, apenas entendiendo en qué mundo me estoy metiendo. Camina hacia la barra. Yo observo todo con una mezcla de curiosidad y cautela. Al otro lado, una mujer se incorpora con suavidad.

—Hola, Inés —dice Juan, con una sonrisa que no sé si es de confianza o picardía.

Inés tiene unos cuarenta años. Cabello negro liso que le cae como velo sobre la espalda. Cejas pobladas que le dan carácter. Lleva un vestido ajustado, sin miedo al cuerpo que habita. El escote deja ver unos pechos firmes, desafiantes al tiempo. El espejo detrás de ella refleja sus curvas. Redondez sin baches. Como una carretera bien cuidada, de esas que por aquí ya no hay.

Ella responde con picardía. Como quien ya ha jugado este juego muchas veces.

—Siempre bienvenidos sean. Estoy para atenderlos —dice, señalando con la cabeza una mesa junto a la ventana.

—¿Qué van a tomar? —pregunta, girando el cuerpo de medio lado. Como anticipando la respuesta.

—Dos heladas —dice Juan, sin pensarlo mucho.

Inés se estira con naturalidad. Abre el exhibidor con gesto mecánico y saca dos cervezas sudadas. Las destapa con un giro ágil de muñeca. Sonríe como en otros tiempos, cuando las miradas decían más que las palabras. No hay una arruga que le robe la frescura al rostro.

—Aquí tienen, muchachos —dice, y nos entrega las heladas con un guiño.

—En esa mesa nos acomodamos —dice Juan. Caminamos hacia ella, botellas en mano, con el presentimiento de que la tarde aún no ha contado lo mejor.

Desde la ventana contemplo el paisaje. Un cuadro vivo. Allá en lo alto, el bosque corona un cerro de dos cúspides. Son las más altas del oeste de estas llanuras. El sol de la tarde les cae directo. Brillan como cobre bruñido. En la parte media del cerro, una cascada se desliza. Entre la bruma nace un arcoíris, como si el cerro respirara luz. Es un paraíso aún intacto. Hacia el este se extiende el pueblo. El paso de vehículos, caballos y caminantes es constante. Todos cruzan frente al bar de Inés.

—Este lugar es un punto de encuentro. Escala obligada entre la faena del campo y las cervezas —dice Juan, tras un largo trago—. Aquí aparecerá mi compadre José.

—¿Cuál es el negocio con tu compadre? —pregunto, y le hago señas a Inés de que necesitamos más cerveza.

Juan se acomoda en la silla. Se pasa la mano por la gorra. Me responde con ese tono que usa cuando algo le entusiasma.

—Mirá Nicolás. El compadre José es comerciante con colmillo. Aprendió en el camino, no en universidad. Tiene más de treinta años de andar en los negocios. Le gusta esta zona porque aquí la gente tiene palabra. Palabra de honor. Eso vale más que los reales adelantados. Si no hay confianza, aunque el trato sea bueno, todo se cae.

En ese momento Inés se acerca. Paso lento. Sonrisa viva. Deja las cervezas sobre la mesa.

—Aquí tienen, muchachotes —dice. Al alejarse, deja flotando un aroma dulce. A flor de sacuanjoche con ron de miel.

Juan me mira con esa chispa que le conozco.

—Se gana el día, todavía —dice, y soltamos la carcajada—. José ahora compra especias y frutos raros: cardamomo, canela, achiote, pejibaye, cacao, clavo de olor, cúrcuma, mangostán... Antes vendía animales, pieles, loras, gallegos, tortugas, cueros de tigre, boas, mapachines. Todo lo mandaba a las curtiembres. Pero esa línea se jodió. Cambió de rumbo. Ahora quiere explorar el negocio del oro. Dicen que allá arriba, entre los cerros, y en las bajuras donde serpentea el río, hay altas probabilidades. Eso sí, es exigente. Pero si le cumplís, te da un premio extra, algo más allá de lo pactado. Dicen que ahora trabaja con unos asiáticos. Y parece que hay buena plata. Buena.

—Espero que te salgan bien esos negocios —digo, viendo cómo sigue con la mirada a Inés—. Hoy en día tener un negocio estable es como sacarse la lotería.

Le hago señas a Inés. Pedimos dos más.

Afuera, el bullicio crece. Se han parqueado camiones cargados de novillos. Van directo al matadero. El calor sube con el olor a bestia sudada y diésel. Tres hombres montados se bajan frente al bar. Ajustan sus sombreros y conversan, como tanteando el ambiente.

Inés está atenta. Observa todo. Mueve el bar como directora de orquesta sin batuta.

—Aquí tienen, muchachotes —dice, dejando las cervezas casi en nuestras manos—. Parece que será una buena tarde.

Levanta las botellas vacías. Camina hacia la puerta. Mueve su cuerpo con cautela de leona. Olfatea el día.

—Contáme de Inés —le digo a Juan—. Me da la impresión de que la conocés desde hace años. Y algo me dice que es una mujer que se ha jugado la vida entre altibajos. Más en esta zona, donde todo cuesta el doble.

—Ya vi que te gusta la Inés —dice Juan, medio sonriendo—. No te lo niego, aún se conserva. Pero si la hubieras conocido años atrás, cuando era la administradora del Bar del Doctor… seguro te hubieras enamorado.

Hace una pausa. Bebe un trago.

—Era el alma del bar. Se llenaba cada mañana. Los campesinos hacían sus compras y luego esperaban los camiones. Música alegre, rancheras, chinamera. Bar lleno. Enamorados no le faltaban. Pero no se dejaba embaucar. Tenía su hombre. Un mecánico del pueblo. Serio, de poco hablar. Ella trabajó años ahí. Bien puesta. Al frente. Le ayudaban dos meseras. Tenían carácter. Manejaban aquel bar como una hacienda. Y ella era la manda más.

Mira al fondo del bar. Inés sigue entre mesas y botellas. Como si el tiempo no le hubiera pasado.

—Un día de esos que llueve —continúa Juan— el bar estaba lleno. A reventar. Las meseras no daban abasto. La roconola sonaba. Gritos, bromas pesadas, risas, tragos. Un murmullo infernal. Dos se levantaron. Se fueron encima a puño limpio. Otros se metieron. Mesas volaron. Sillas crujieron. Botellas por el aire. Inés y las meseras se tiraron detrás de la barra. Era una batalla campal, gente cayendo. Sangre. Gritos. Un disparo. Nadie sabe quién lo hizo. Luego otro, desde la entrada. Otro más, cerca de la pared vecina. Y el último, desde la barra. Ese sí detuvo todo. Tres heridos trataron de salir. Uno quedó tendido. Inmóvil.

Se empina la cerveza y suspira profundo.

—Cuando todo se calmó —dice Juan bajando la voz—, los que quedaron aseguran que Inés tenía una pistola calibre .45. Humeante en la mano.

Vuelvo a verla. Como si me leyera el pensamiento, me lanza una sonrisa coqueta. Se agacha en la barra. Mi mirada, sin querer, queda atrapada en el escote de su vestido. El murmullo del bar se desvanece.

—No te creo —le digo a Juan, entre risa e intriga.

—La quisieron culpar. Estuvo detenida. Hicieron averiguaciones. Pero no había pruebas. El arma no tenía rastros. La soltaron. Nunca se supo quién hirió a los borrachos.

Entonces entra un hombre. Bajo, mandíbula ancha, manos gruesas. Va directo a nuestra mesa. Juan se levanta, contento.

—Aquí está mi compadre José —dice, y me lo presenta—. Compa, este es Nicolás.

—Siéntense, siéntense —dice José, con voz ronca.

Como si lo supiera, Inés carga tres cervezas. Las deja en la mesa. No dice nada. Solo sonríe. Mitad amabilidad, mitad misterio.

Minutos después me despido de Juan y su compadre. La noche ha caído. Me esperan tres horas de camino. Jeep y baches. Macadán duro.

Afuera, los camiones mugen. Adentro, las cervezas sudan. En el trayecto, con el traqueteo de fondo, no dejo de pensar en Inés. La imagino más joven. Melena suelta. Figura firme al borde de la barra. Caderas anchas. Pistola humeante en la mano. A su lado, Juan Pérez y su compadre José escudriñan un saquito de tela. De él sacan pepitas de oro.


31 de agosto de 2025.
Foto: Internet.

domingo, 24 de agosto de 2025

EL POTRERO DE LOS MUERTOS

 



El hombre está solo, y consigo mismo va por allí.

Camina en dirección al bosque que es suyo,

nadie más que él ha sembrado los robles, el bambú,

acacias, cedros y caobas.

Allí podría pasar libremente todo el día,

viendo cómo han crecido, calculando la altura,

el grosor, sin medirlo más que con su vista y su tacto.

 

Piensa en aquellos años cuando no había

árboles, ni animales, solamente zopilotes.

Y sus pensamientos, que surgen en la zona neutra

de su cerebro, lo llevan en dirección a la quebrada,

que antes era una rayita, casi por secarse,

sin motivos para vivir entre las laderas despobladas.

 

Se agacha y bebe de su agua fresca y limpia,

que corre hacia abajo entre troncos, hojarasca y piedras.

Con ambas manos se refresca la cara y suspira pureza.

Se levanta y observa, a su izquierda, en la bajura,

el Potrero de los Muertos, nombre heredado

desde los tiempos de la guerra,

que conserva por respeto a los que fueron enterrados a la ligera

y que ahora yacen en paz entre grandes peñones,

cubiertos de líquenes, musgos y helechos

que se aferran a grietas o fisuras en la roca.

 

Acompañantes de ellos —desconoce nombres y origen—

son aves que se refugian para anidar,

lagartijas y serpientes,

murciélagos, caracoles y cangrejos terrestres.

 

Mira hacia el cielo y nota que avanzan nubes grises.

El hombre es libre y discreto. Observa la tierra y sus criaturas.

Va contento y despreocupado, y piensa en la mujer que ama.

Mejor no lo canta, porque no es asunto de nadie más que suyo.

 

Sus manos tiemblan un poco,

pero aún saben acariciar un tronco,

levantar el pañuelo como estandarte de vida.

 

Y así va, cantándole a sus labores, a la naturaleza,

al escenario por el que se le ha pasado la vida,

con la punta del pañuelo que sale del bolsillo de su pantalón

y baila al viento,

seguro de que no es esclavo de nadie,

solo de la libertad.

 

 

Domingo, lluvioso.

24 de agosto de 2025.

Foto: Internet.


lunes, 11 de agosto de 2025

IRONÍA DEL CAMINO

 



Ha sido una mañana

de esas pocas que nos

regala el trópico húmedo.

 

El sol resplandecía en el camino,

mojado por una llovizna breve,

sin charcos nuevos.

 

Me cuesta ver,

el resplandor me encandila,

y avanzo despacio.

 

Chavalos de azul y blanco,

camino a clases,

llenan el trayecto.

 

Algunos con capotes,

otros con chaquetas se cubren,

repiten los charcos de siempre.

 

Las chavalas casi bailan,

saltando de uno a otro,

faldas al vaivén, paraguas zigzagueando.

 

Van de prisa,

siete de la mañana,

no espera.

 

Otros van en motos con sus padres,

veloces,

cara al viento.

 

El bueyero marca el paso,

los bueyes lerdos,

respetando a los estudiantes.

 

Entre todos ellos,

surge su figura.

Joven. Hermosa.

 

Va de jeans,

camisa suelta,

paraguas contra el sol.

 

Camina con estilo,

sin prisa,

rompiendo la monotonía.

 

En el camino pedregoso,

va la alegría del futuro

pintada en los rostros.

 

Y yo,

en medio de tanto brío,

pienso en mis años finales.

 

Ironía del camino:

ellos van estrenando la vida,

yo voy midiendo el filo de mi despedida.



11 de Agosto de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo.


martes, 29 de julio de 2025

YO NO SÉ DECIR BONITO

 



Yo no sé decir bonito, pero te miro

sentada en esa silla, 

y me tiemblan los pliegues del alma.


Sos como tarde buena para sembrar,

morena como tierra mojada,

con ese calor que se sube y no se baja.


Tu pelo lacio, negrito,

me recuerda la cascada cuando llueve,

brillante, rebelde, hechicero. 


Tus gafas, como espejo de laguna,

quietas y llenas de secretos,

son las puertas abiertas al cielo.


Y esas piernas tuyas,

cruzadas como quien no quiere,

me hacen pensar cosas

que ni el cura me saca de la cabeza.


No hablás,

pero yo te escucho entera,

como cuando el río suena calladito

y uno sabe que abajo hay corriente brava.


Si sonreís, me jodí.

Porque me dan ganas de dejar la parcela, 

el ganado, el rancho...

y sentarme ahí, cerquita,

aunque sea en el suelo.


Tu blusa,

ligerita como para engañar al calor,

me deja ver lo justo,

pero lo justo ya me quema.


Sé que sos de ciudad,

estudiada y culta, de palabras finas...

pero igual te lo digo a mi modo:


Sos linda, 

como la primera lluvia después del verano.

Y si algún día te da por mirarme,

aunque sea un ratito,

te prometo que te siembro hasta el alma.



5 de junio 2025

Foto: Internet