viernes, 19 de septiembre de 2025

ALLÁ EN EL PUEBLO



El pueblo era lindo, alegre, lleno de luces de colores. Así lo pensaba yo antes. Tenía parques iluminados por donde se podía caminar y un malecón bonito donde siempre se paseaban las muchachas. Había restaurantes, cantinas y muchas fritangas en los alrededores y en las callecitas más estrechas, por donde no pasaba el camión. Iba los martes y los jueves por mi trabajo. Viajábamos en el camión que cargábamos los lunes y miércoles, todo el día hasta el anochecer. Luego cenábamos y caíamos rendidos, porque la chamba no era nada fácil.

El viaje siempre era pesado. Llevábamos sacos llenos de yuca, quequisque, maíz y frijoles recién cosechados; nunca faltaba el queso, y los jueves incluso llevábamos chanchos, que montábamos en un enrejado improvisado en la cola del camastro. Así íbamos, cargados hasta el tope, camino al pueblo. ¿Qué cuánto tardábamos? Dependía, porque así era la vida: impredecible. A veces el camino estaba bueno, mejor dicho, menos malo, porque ya era costumbre que estuviera lleno de hoyoncones, piedras sueltas en verano y charcos hondos en invierno, casi intransitable. Si no nos deteníamos ni a saludar a los conocidos de los caseríos, hacíamos unas tres horas desde el mero centro de la montaña hasta el empalme que lleva a los pueblos.

A pesar de todo, el viaje siempre me parecía entretenido; el camastro resonaba duro y había que ir moviendo la carga para que no se cayera o se maltratara. Pero los chanchos sí eran caso aparte: esos animales chillaban y se cagaban del miedo cuando bajábamos guindos empinados en la montaña. Lo peor era cuando se ponchaba una llanta, porque me tocaba a mí hacerle huevo y cambiarla. No era por el peso ni por la fuerza —para eso ya tenía mis mañas del oficio—, sino por el lodazal del camino, que me dejaba embarrado hasta la cabeza. Por eso siempre llevaba mi mudadita extra para cambiarme al llegar al pueblo, después de descargar el camión.

Como salíamos tempranito, al atardecer ya había terminado mi tarea. Llegaban otros camiones y camionetas a llevarse la carga: distribuidoras, matarifes, fritangueros, comedores. De toda clase de negocios venían a comprarnos y nos hacían encargos para el siguiente viaje. Moncho, el chofer, era quien manejaba el dinero y le rendía cuentas al patrón. Yo prefería no meterme en eso, porque si algo salía mal, el que salía embarrado era yo. Mejor así, tranquilo, aunque sabía que algún día iba a ser el jefe, cuando estuviera más grande.

Mientras tanto, Moncho llevaba el camión al lavadero y yo me iba a la pensión donde nos pagaban la dormida. Me bañaba, me ponía chajín y salía listo para dar una vuelta. Me gustaba mucho caminar por el malecón, sentir la alegría de la gente que se acomodaba en las bancas y los bordes, cerquita del río. Desde allí veía llegar lanchas y pangas repletas de personas que bajaban con sus maletas, sus sacos, y rápido se escurrían por las callecitas del pueblo. Había parejas que se tomaban fotos. Desde la orilla del río veía la plaza, y los restaurantes llenos de gente que venía de todas partes, hasta cheles de otros países o viajeros que pasaban la noche antes de cruzar la frontera. Los veía alegres y entretenidos, y después seguía caminando hasta unas cuadritas más pequeñas para buscar una fritanga y comer algo.

Ahí, justo ahí, ocurría la magia verdadera de esos viajes al pueblo. Ahí veía a la Ria, la muchacha que atendía. Apenas miraba sus ojos negros, grandes y bonitos, sentía como si se me abriera el cielo y el corazón me latiera a cien por hora. Ella era joven, tenía dieciséis años, y me fascinaba la gracia con que hacía sus cosas. Era alegre, y cuando sonreía, sus dientes brillaban en la noche. En su cinturita colgaba un delantal pintado de fiesta, lo amarraba socadito como quien sabe el hechizo que carga. Y cuando caminaba —si la vieras— me daba una risa dulce, como de nervios, porque se movía con la soltura de una garza azul: esa que cruza el estero sin apurarse ni alborotarse, sabiendo que todos la miran.

Ella me atendía con su encanto. Una vez pude tocarle las manos y sentí que eran suaves como flor de cedro que adorna el camino. Moncho también llegaba a esa fritanga, aunque a él le gustaba la patrona, la jefa de Ria. Siempre me animaba para que le dijera que me gustaba, pero me entraba un miedo, una cosa rara, como si al decírselo se fuera a acabar esa alegría tan bonita que sentía cada vez que iba al pueblo.

Así que pasaba el rato mirándola desde mi mesa. Veía cómo atendía a los clientes con delicadeza, lo fina que era con ellos. Escuchaba su vocecita suave, que sonaba como una quebradita de agua fresca bajando de la montaña hasta fundirse con el río; un río tan grande como los sentimientos que me despertaba.

Moncho decía que cuando estuviera mayorcito me parara firme frente a ella y le confesara todo lo que sentía. Mientras llegaba ese día, yo terminaba de comer y me despedía tímidamente. Sonriente me decía: “¡Adiós, Kike, que Dios te acompañe!”, y yo regresaba por esas callecitas silenciosas hasta la pensión. Me acostaba pensando en mi Ria, y así me pasaba las noches lluviosas en el pueblo, dándole vueltas y más vueltas en mi cabeza.

Y así pasaron los años: yo en mis viajes, y ella en su fritanga. No me cansaba de mirarla. Aunque me deslumbraba por bonita, también en ese ir y venir había visto de todo, sí señor… Desde gente que salía del monte con cueros de animales enormes, troncos gigantes cortados en trozas, y excavaciones tan hondas que parecían tragarse la tierra, de donde los hombres sacaban pepas de oro y salían como locos, untados hasta el pelo de lodo, rogándonos que los lleváramos, aunque fuera hasta el empalme.

Una noche le dije a Ria que cada día la veía más linda. Fue Moncho quien me empujó: “Decile ya, hombre, si no te vas a quedar sin Beatriz y sin retrato”, me soltó serio, como quien ya se hartó de verme callado. Y yo se lo dije. Ella se puso nerviosa, los ojazos le brillaron como la luna subiendo por la montaña y me dio las gracias, como quien llevaba tiempo esperando que lo dijeran.

Y mire usted… resultó la magia. Una noche de lluvia esperé que cerrara su fritanga, y caminamos por una de esas callecitas angostas. En el corredor oscuro de una casa nos dimos nuestro primer beso.

Volé de contento a mi comunidad. Anduve cantando por los caminos, contándole a los árboles y al monte que por fin tenía novia. “Ria es mía”, me repetía en silencio, como quien acaricia una flor entre las manos sin querer que se deshoje.

El martes siguiente, apenas terminé de descargar, me fui a bañar y me puse la mejor camisa. Me perfumé con fe. Bajé silbando, feliz, y fui directo a su fritanga. Pero ella no estaba. La patrona me dijo que desde el viernes no había vuelto. Que la habían ido a buscar a su casa, pero nadie sabía nada. Su familia estaba preocupada. Muy preocupada.

El jueves, cuando regresé, volví con el corazón encogido. Y fue allí donde me dieron la noticia. A Ria la habían encontrado en un recodo del río. Muerta. Con golpes en el rostro y moretones en las piernas. Dicen que la violaron. Que fue un grupo de hombres. Que nadie vio nada. Que quizás cruzaron el río y se fueron lejos. Su familia la llevó a su comunidad para enterrarla. Y yo... yo grité. Grité como nunca. De rabia, de impotencia, de dolor.

Desde entonces, todo cambió. La fritanga se quedó vacía. Moncho me dice que no pierda la fe, que siga, que la vida es así. Pero ya no es igual. Sigo en la ruta, en los caminos, subiendo y bajando la montaña, pero voy con el alma hecha pedazos. Me cuesta reír. Me cuesta dormir. Me cuesta creer que un amor tan limpio, tan bonito, haya terminado así.

Y cuando paso por el pueblo, ya no me bajo en la esquina alegre. No pregunto por ella. Porque ya sé. Porque allá en el pueblo, donde una vez pensé hacer mi nido, solo quedó el eco de su risa y una fritanga cerrada.

Allá en el pueblo... se me rompió el corazón.

El camino, antes lleno de cantos, ahora es un murmullo triste. Las mismas curvas, los mismos charcos, los mismos baches... pero ya no tengo prisa por llegar. Ni siquiera por salir. Me siento en la parte de atrás del camastro a veces, mirando el polvo, dejando que el sol me queme la cara, y no digo nada. Moncho me habla, pero yo apenas lo oigo. La risa se me fue. Y la voz también.

Antes, cuando pasábamos frente a los guayabales, me gustaba bajarme a cortar unas cuantas frutas para llevárselas. Ría decía que la guayaba tenía su propio perfume. Ahora los miro, y no siento nada. Ni la fruta, ni el monte, ni el viento me traen consuelo.

Me duele la espalda, pero más me duele el pecho. Es como si alguien me hubiera arrancado algo de adentro. Me despierto por las madrugadas, en el hospedaje donde duermo, y la busco con la mano, creyendo que está ahí, aunque nunca se haya acostado conmigo. Es que yo la soñaba para siempre. Para reírnos juntos en una mecedora, para envejecer con niños, para ver llover tomados de la mano. Para eso la quería.

Y ahora voy por los caminos con el corazón deshecho. Las noches son las peores. Porque en el monte, cuando el motor se apaga y el canto de los grillos es lo único que suena, me llega su voz. Me llega su risa. Me llega la pregunta que nunca me hice: ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué así? 

Dicen que los que lo hicieron huyeron lejos. Que quién sabe. Pero yo lo que sé es que se llevaron a mi Ría. Me arrancaron el alma. Y no hay justicia que me la devuelva.

A veces quiero bajarme del camión y quedarme allí, en medio del camino. No avanzar más. Pero algo en mí —tal vez su recuerdo— me empuja a seguir. Con el pecho lleno de piedras, con los ojos secos de tanto llorar por dentro, sigo. Por ella.

Porque, aunque me quitaron su cuerpo, su dulzura se quedó conmigo. Porque, aunque la fritanga ya no humea, el amor que cocinamos allí, entre tortillas y miradas, no se borra. Porque, aunque su risa ya no se escucha allá en el pueblo... dentro de mí, todavía canta.

Y así voy, subiendo montañas, cruzando ríos, bajando al llano. Como antes. Pero no igual. Nunca más igual.

 

20 de junio de 2025.

Foto: Internet



lunes, 8 de septiembre de 2025

ORGULLO DE CORNAILEÑA

 



En un rancho a la orilla de la playa,

pasando por Sally Peache,

piso de arena tibia, techo de palma de coco,

muebles de madera que crujen con el peso,

música caribeña en inglés,

las parejas bailan libres bajo la luz opaca

de bombillos azules y rojos

colgados del entramado del techo.

 

Aromas espesos: café fuerte,

colombiano, llegado por San Andrés,

cerveza amarga, ron dulce que quema,

cigarrillos de contrabando, humo denso

que nubla el aire y enciende los sentidos

al ritmo del soca y el reggae.

 

En la orilla del camino de grava

hay sombras expectantes,

ojos brillando en la penumbra del anochecer.

Entran y salen a la pista

cuando el ritmo alegre

toca sus entrañas.

 

En las esquinas del rancho

los cuerpos se buscan,

piel contra piel, sudor alegre,

movimientos eróticos y sensuales

que se entrelazan como olas nocturnas.

 

Afuera, a escasos metros,

revienta un oleaje silencioso.

Lo sientes crecer al caminar por la arena,

mientras esquivas cocoteros vencidos

que se acuestan sobre el mar

como gigantes cansados.

 

La música del rancho se va apagando.

El leve oleaje, espuma breve,

marca el compás de mis pasos

bajo un cielo encendido de estrellas

que laten como corazones abiertos.

 

Al regresar, allí te encuentro,

cornaileña de mi encanto,

alegre y sonriente, bailando descalza,

tu falda levantada por la brisa,

la música estremeciendo tu cintura.

 

En ningún lugar vas a ver el cielo

como aquí, desde la arena,

acompañados del oleaje breve,

de los cocoteros cómplices

y las estrellas que tiemblan de vida.

Lo dices con orgullo de cornaileña,

y tomados de la mano caminamos hacia Long Bay,

hasta perdernos en las ansias de nuestros cuerpos.


Allí, sobre la arena tibia,

nos unimos con la noche.

Las olas suaves revientan en la orilla

y rozan nuestra piel extasiada,

mientras el cielo nos cubre

con su manto palpitante de estrellas.


Todo quedó en mi memoria con tu partida.

La magia se deshizo en mi pecho,

y aunque la isla sigue latiendo con tambores y estrellas

para encantar a los enamorados,

yo camino con la nostalgia de saber

que su verdadero encanto se fue con vos.

 

4 de Septiembre de 2025.

Foto: Internet.


domingo, 31 de agosto de 2025

EL BAR DE INÉS


Al entrar al bar de Inés, el aire huele a barniz fresco y a aguardiente viejo. Las paredes de madera oscura tienen afiches clavados con tachuelas: cervezas, rones nacionales, gaseosas. Conservan el calor de la tarde. Al fondo, una barra pulida brilla bajo la luz opaca de un bombillo colgado. En la pared de la barra, un gran espejo ovalado cuelga junto a los exhibidores de cerveza. El piso de concreto, limpio pero gastado, refleja sombras de sillas mal alineadas. Hay ocho mesas dispersas. Algunas vacías. Otras ocupadas por hombres de sombrero y mirada larga.

Esa tarde visité a mi viejo amigo Juan Pérez. La carretera, llena de baches, parecía una trampa, pero el jeep logró pasar. En su casa compartimos recuerdos, hablamos de amigos ausentes y de los que aún luchan. Juan me mostró su patio: chilotes, naranjos, yuca, caña piña, quequisques, plátanos y chagüites. Clara, su esposa, se alegró mucho de verme. Sirvió café con cosas de horno, y en el corredor, entre sorbos y brisa, Juan me contó que esa tarde vería a su compadre José en el Bar de Inés.

Juan va adelante, como quien ya conoce el terreno. Yo lo sigo, apenas entendiendo en qué mundo me estoy metiendo. Camina hacia la barra. Yo observo todo con una mezcla de curiosidad y cautela. Al otro lado, una mujer se incorpora con suavidad.

—Hola, Inés —dice Juan, con una sonrisa que no sé si es de confianza o picardía.

Inés tiene unos cuarenta años. Cabello negro liso que le cae como velo sobre la espalda. Cejas pobladas que le dan carácter. Lleva un vestido ajustado, sin miedo al cuerpo que habita. El escote deja ver unos pechos firmes, desafiantes al tiempo. El espejo detrás de ella refleja sus curvas. Redondez sin baches. Como una carretera bien cuidada, de esas que por aquí ya no hay.

Ella responde con picardía. Como quien ya ha jugado este juego muchas veces.

—Siempre bienvenidos sean. Estoy para atenderlos —dice, señalando con la cabeza una mesa junto a la ventana.

—¿Qué van a tomar? —pregunta, girando el cuerpo de medio lado. Como anticipando la respuesta.

—Dos heladas —dice Juan, sin pensarlo mucho.

Inés se estira con naturalidad. Abre el exhibidor con gesto mecánico y saca dos cervezas sudadas. Las destapa con un giro ágil de muñeca. Sonríe como en otros tiempos, cuando las miradas decían más que las palabras. No hay una arruga que le robe la frescura al rostro.

—Aquí tienen, muchachos —dice, y nos entrega las heladas con un guiño.

—En esa mesa nos acomodamos —dice Juan. Caminamos hacia ella, botellas en mano, con el presentimiento de que la tarde aún no ha contado lo mejor.

Desde la ventana contemplo el paisaje. Un cuadro vivo. Allá en lo alto, el bosque corona un cerro de dos cúspides. Son las más altas del oeste de estas llanuras. El sol de la tarde les cae directo. Brillan como cobre bruñido. En la parte media del cerro, una cascada se desliza. Entre la bruma nace un arcoíris, como si el cerro respirara luz. Es un paraíso aún intacto. Hacia el este se extiende el pueblo. El paso de vehículos, caballos y caminantes es constante. Todos cruzan frente al bar de Inés.

—Este lugar es un punto de encuentro. Escala obligada entre la faena del campo y las cervezas —dice Juan, tras un largo trago—. Aquí aparecerá mi compadre José.

—¿Cuál es el negocio con tu compadre? —pregunto, y le hago señas a Inés de que necesitamos más cerveza.

Juan se acomoda en la silla. Se pasa la mano por la gorra. Me responde con ese tono que usa cuando algo le entusiasma.

—Mirá Nicolás. El compadre José es comerciante con colmillo. Aprendió en el camino, no en universidad. Tiene más de treinta años de andar en los negocios. Le gusta esta zona porque aquí la gente tiene palabra. Palabra de honor. Eso vale más que los reales adelantados. Si no hay confianza, aunque el trato sea bueno, todo se cae.

En ese momento Inés se acerca. Paso lento. Sonrisa viva. Deja las cervezas sobre la mesa.

—Aquí tienen, muchachotes —dice. Al alejarse, deja flotando un aroma dulce. A flor de sacuanjoche con ron de miel.

Juan me mira con esa chispa que le conozco.

—Se gana el día, todavía —dice, y soltamos la carcajada—. José ahora compra especias y frutos raros: cardamomo, canela, achiote, pejibaye, cacao, clavo de olor, cúrcuma, mangostán... Antes vendía animales, pieles, loras, gallegos, tortugas, cueros de tigre, boas, mapachines. Todo lo mandaba a las curtiembres. Pero esa línea se jodió. Cambió de rumbo. Ahora quiere explorar el negocio del oro. Dicen que allá arriba, entre los cerros, y en las bajuras donde serpentea el río, hay altas probabilidades. Eso sí, es exigente. Pero si le cumplís, te da un premio extra, algo más allá de lo pactado. Dicen que ahora trabaja con unos asiáticos. Y parece que hay buena plata. Buena.

—Espero que te salgan bien esos negocios —digo, viendo cómo sigue con la mirada a Inés—. Hoy en día tener un negocio estable es como sacarse la lotería.

Le hago señas a Inés. Pedimos dos más.

Afuera, el bullicio crece. Se han parqueado camiones cargados de novillos. Van directo al matadero. El calor sube con el olor a bestia sudada y diésel. Tres hombres montados se bajan frente al bar. Ajustan sus sombreros y conversan, como tanteando el ambiente.

Inés está atenta. Observa todo. Mueve el bar como directora de orquesta sin batuta.

—Aquí tienen, muchachotes —dice, dejando las cervezas casi en nuestras manos—. Parece que será una buena tarde.

Levanta las botellas vacías. Camina hacia la puerta. Mueve su cuerpo con cautela de leona. Olfatea el día.

—Contáme de Inés —le digo a Juan—. Me da la impresión de que la conocés desde hace años. Y algo me dice que es una mujer que se ha jugado la vida entre altibajos. Más en esta zona, donde todo cuesta el doble.

—Ya vi que te gusta la Inés —dice Juan, medio sonriendo—. No te lo niego, aún se conserva. Pero si la hubieras conocido años atrás, cuando era la administradora del Bar del Doctor… seguro te hubieras enamorado.

Hace una pausa. Bebe un trago.

—Era el alma del bar. Se llenaba cada mañana. Los campesinos hacían sus compras y luego esperaban los camiones. Música alegre, rancheras, chinamera. Bar lleno. Enamorados no le faltaban. Pero no se dejaba embaucar. Tenía su hombre. Un mecánico del pueblo. Serio, de poco hablar. Ella trabajó años ahí. Bien puesta. Al frente. Le ayudaban dos meseras. Tenían carácter. Manejaban aquel bar como una hacienda. Y ella era la manda más.

Mira al fondo del bar. Inés sigue entre mesas y botellas. Como si el tiempo no le hubiera pasado.

—Un día de esos que llueve —continúa Juan— el bar estaba lleno. A reventar. Las meseras no daban abasto. La roconola sonaba. Gritos, bromas pesadas, risas, tragos. Un murmullo infernal. Dos se levantaron. Se fueron encima a puño limpio. Otros se metieron. Mesas volaron. Sillas crujieron. Botellas por el aire. Inés y las meseras se tiraron detrás de la barra. Era una batalla campal, gente cayendo. Sangre. Gritos. Un disparo. Nadie sabe quién lo hizo. Luego otro, desde la entrada. Otro más, cerca de la pared vecina. Y el último, desde la barra. Ese sí detuvo todo. Tres heridos trataron de salir. Uno quedó tendido. Inmóvil.

Se empina la cerveza y suspira profundo.

—Cuando todo se calmó —dice Juan bajando la voz—, los que quedaron aseguran que Inés tenía una pistola calibre .45. Humeante en la mano.

Vuelvo a verla. Como si me leyera el pensamiento, me lanza una sonrisa coqueta. Se agacha en la barra. Mi mirada, sin querer, queda atrapada en el escote de su vestido. El murmullo del bar se desvanece.

—No te creo —le digo a Juan, entre risa e intriga.

—La quisieron culpar. Estuvo detenida. Hicieron averiguaciones. Pero no había pruebas. El arma no tenía rastros. La soltaron. Nunca se supo quién hirió a los borrachos.

Entonces entra un hombre. Bajo, mandíbula ancha, manos gruesas. Va directo a nuestra mesa. Juan se levanta, contento.

—Aquí está mi compadre José —dice, y me lo presenta—. Compa, este es Nicolás.

—Siéntense, siéntense —dice José, con voz ronca.

Como si lo supiera, Inés carga tres cervezas. Las deja en la mesa. No dice nada. Solo sonríe. Mitad amabilidad, mitad misterio.

Minutos después me despido de Juan y su compadre. La noche ha caído. Me esperan tres horas de camino. Jeep y baches. Macadán duro.

Afuera, los camiones mugen. Adentro, las cervezas sudan. En el trayecto, con el traqueteo de fondo, no dejo de pensar en Inés. La imagino más joven. Melena suelta. Figura firme al borde de la barra. Caderas anchas. Pistola humeante en la mano. A su lado, Juan Pérez y su compadre José escudriñan un saquito de tela. De él sacan pepitas de oro.


31 de agosto de 2025.
Foto: Internet.

domingo, 24 de agosto de 2025

EL POTRERO DE LOS MUERTOS

 



El hombre está solo, y consigo mismo va por allí.

Camina en dirección al bosque que es suyo,

nadie más que él ha sembrado los robles, el bambú,

acacias, cedros y caobas.

Allí podría pasar libremente todo el día,

viendo cómo han crecido, calculando la altura,

el grosor, sin medirlo más que con su vista y su tacto.

 

Piensa en aquellos años cuando no había

árboles, ni animales, solamente zopilotes.

Y sus pensamientos, que surgen en la zona neutra

de su cerebro, lo llevan en dirección a la quebrada,

que antes era una rayita, casi por secarse,

sin motivos para vivir entre las laderas despobladas.

 

Se agacha y bebe de su agua fresca y limpia,

que corre hacia abajo entre troncos, hojarasca y piedras.

Con ambas manos se refresca la cara y suspira pureza.

Se levanta y observa, a su izquierda, en la bajura,

el Potrero de los Muertos, nombre heredado

desde los tiempos de la guerra,

que conserva por respeto a los que fueron enterrados a la ligera

y que ahora yacen en paz entre grandes peñones,

cubiertos de líquenes, musgos y helechos

que se aferran a grietas o fisuras en la roca.

 

Acompañantes de ellos —desconoce nombres y origen—

son aves que se refugian para anidar,

lagartijas y serpientes,

murciélagos, caracoles y cangrejos terrestres.

 

Mira hacia el cielo y nota que avanzan nubes grises.

El hombre es libre y discreto. Observa la tierra y sus criaturas.

Va contento y despreocupado, y piensa en la mujer que ama.

Mejor no lo canta, porque no es asunto de nadie más que suyo.

 

Sus manos tiemblan un poco,

pero aún saben acariciar un tronco,

levantar el pañuelo como estandarte de vida.

 

Y así va, cantándole a sus labores, a la naturaleza,

al escenario por el que se le ha pasado la vida,

con la punta del pañuelo que sale del bolsillo de su pantalón

y baila al viento,

seguro de que no es esclavo de nadie,

solo de la libertad.

 

 

Domingo, lluvioso.

24 de agosto de 2025.

Foto: Internet.


lunes, 11 de agosto de 2025

IRONÍA DEL CAMINO

 



Ha sido una mañana

de esas pocas que nos

regala el trópico húmedo.

 

El sol resplandecía en el camino,

mojado por una llovizna breve,

sin charcos nuevos.

 

Me cuesta ver,

el resplandor me encandila,

y avanzo despacio.

 

Chavalos de azul y blanco,

camino a clases,

llenan el trayecto.

 

Algunos con capotes,

otros con chaquetas se cubren,

repiten los charcos de siempre.

 

Las chavalas casi bailan,

saltando de uno a otro,

faldas al vaivén, paraguas zigzagueando.

 

Van de prisa,

siete de la mañana,

no espera.

 

Otros van en motos con sus padres,

veloces,

cara al viento.

 

El bueyero marca el paso,

los bueyes lerdos,

respetando a los estudiantes.

 

Entre todos ellos,

surge su figura.

Joven. Hermosa.

 

Va de jeans,

camisa suelta,

paraguas contra el sol.

 

Camina con estilo,

sin prisa,

rompiendo la monotonía.

 

En el camino pedregoso,

va la alegría del futuro

pintada en los rostros.

 

Y yo,

en medio de tanto brío,

pienso en mis años finales.

 

Ironía del camino:

ellos van estrenando la vida,

yo voy midiendo el filo de mi despedida.



11 de Agosto de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo.


martes, 29 de julio de 2025

YO NO SÉ DECIR BONITO

 



Yo no sé decir bonito, pero te miro

sentada en esa silla, 

y me tiemblan los pliegues del alma.


Sos como tarde buena para sembrar,

morena como tierra mojada,

con ese calor que se sube y no se baja.


Tu pelo lacio, negrito,

me recuerda la cascada cuando llueve,

brillante, rebelde, hechicero. 


Tus gafas, como espejo de laguna,

quietas y llenas de secretos,

son las puertas abiertas al cielo.


Y esas piernas tuyas,

cruzadas como quien no quiere,

me hacen pensar cosas

que ni el cura me saca de la cabeza.


No hablás,

pero yo te escucho entera,

como cuando el río suena calladito

y uno sabe que abajo hay corriente brava.


Si sonreís, me jodí.

Porque me dan ganas de dejar la parcela, 

el ganado, el rancho...

y sentarme ahí, cerquita,

aunque sea en el suelo.


Tu blusa,

ligerita como para engañar al calor,

me deja ver lo justo,

pero lo justo ya me quema.


Sé que sos de ciudad,

estudiada y culta, de palabras finas...

pero igual te lo digo a mi modo:


Sos linda, 

como la primera lluvia después del verano.

Y si algún día te da por mirarme,

aunque sea un ratito,

te prometo que te siembro hasta el alma.



5 de junio 2025

Foto: Internet

lunes, 21 de julio de 2025

BRINDIS POR LOS BORRACHOS DE NUEVA GUINEA


Guarón, cususa, joyita, perlita, reposado, 

blancos sus elixires preferidos

que se empinan sin hora, sin fecha marcada,

en cantinas, corredores o en los patios vacíos.

De dos en dos, o por racimo completo,

amanecen bajo aguaceros bravos,

ojos vidriosos, garganta espumosa,

las manos temblando como cables pelados.

 

—La guía, dame para la guía del día—

dicen con fe, sin pena ni medida,

y brindan por la vida con trago zepolero,

que raspe la garganta como machete afilado,

desempolve la mollera, suba los ánimos,

quite la tembladera, el rasquín malcriado,

el dolor del hígado inflamado,

y el ardor de estómago, viejo compañero.

 

Brindo por los fijos y los de paso,

los de cuello y corbata, y los mojigatos,

los pirucas valientes que no arrugan la cara.

Por los borrachos del mercado,

la esquina del movimiento,

de los parques y las gasolineras,

los doblados en tablones de las barreras,

y en las esquinas de los chinamos,

los que amanecen en el ojo de agua,

en las riberas de ríos y quebradas,

y los que salen volando de la oficina

porque el cuerpo les tiembla de tanta sobriedad.

 

Todo arranca después de mediodía,

con  o sin hielo y boquita de pájaro,

vestidos de traje o al estilo Santa Martha,

nadie se escapa, si no ponés, sos el coyotepe:

el hace mandados, el busca hielo, 

sal y limón, cigarros y lo que falte,

el que reparte y agarra la mejor parte.

 

Y brindemos por los meros meros,

los que ya no caminan borrachos,

porque van ebrios desde la mochila

con la botella envuelta como santo patrono,

para saborear el trago en los recreos de la vida:

en la oficina, en la reunión aburrida,

en el emprendimiento desolado,

en el taller de mecánica, en la barbería,

en los billares, en esquinas oscuras de los barrios

al son de la risa y la buena compañía.

 

Brindo por los borrachos,

por sus ocurrencias, sus piropos de esquina,

por los bardos etílicos del grupo de wasap,

por los que amaron a sus mujeres

y un día los abandonaron por el hedor,

por ellas, pirucas alegres, que encienden la noche,

por sus camaradas de parrandas y averías,

y los que no fallan en fiestas ni velorios.

 

Levanto la copa sin hielo para que raspe,

con la botella en alto y el alma contenta,

acompañadas de una chorrera de palabras,

riego el piso con el guaro 

nombrando a los compañeros de antes,

los de ahora y los que vendrán.

¡Salud! 

 

 

18 de julio de 2025.

Foto: Internet

sábado, 12 de julio de 2025

DÍAS DE TOMATES

 


Ella me sirvió el almuerzo y luego apareció por el pasillo con una taza grande de sopa de tomate.

—¿Querés probarla? —preguntó, antes de saborearla.

—Está deliciosa —dije, y me dio de su taza grande en una tacita de café.

Dicen que los sabores tienen el poder de hacerte recordar cosas que sucedieron muchos años atrás, y de pronto me vi en Juigalpa, cuando ella preparaba una suculenta sopa de tomates. Eran años difíciles: la década de los ochenta, cuando la guerra era cosa de todos los días y en todo el país. Y, como fruto de eso, la escasez de alimentos y productos básicos era parte de la rutina.

Desde Puerto Díaz, a veintiocho kilómetros de Juigalpa, en las orillas del lago de Nicaragua, Sergio y Maruca, mi suegra, nos llevaban baldes llenos de tomates durante la época de cosecha. En el periodo seco, cuando las aguas retroceden y descubren esa franja fértil junto al lago, queda una tierra rica en nutrientes, buena para todo tipo de cultivos. Allí, cerca de la casa, Sergio sembraba tomates, como lo hacían varias familias de Puerto Díaz.

A mis chavalos les encantaba ir allá. Pasaban los fines de semana con mi suegra y Sergio: nadaban en el lago, paseaban en botes de canaletes, jugaban béisbol, compartían con sus amigos y ayudaban en las labores del campo, sobre todo en regar los plantíos de tomate y sandía. Eran felices en Puerto Díaz.

En Buñol, un pueblo de España, celebran una fiesta famosa llamada La Tomatina. Miles de personas se lanzan tomates en una batalla campal que tiñe de rojo las calles. Es una explosión de júbilo, música y carcajadas, un derroche de tomates que caen como lluvia sobre los cuerpos felices.

En Juigalpa, en cambio, la fiesta era otra: era tener tomates. Compartirlos con los vecinos, hacer ensalada, jugo y sopa de tomates para alimentarnos. Nuestra alegría no venía del derroche, sino del sabor compartido, del milagro de un balde lleno que llegaba desde Puerto Díaz en una época difícil.

Hoy, al volver con la memoria a aquellos días, me digo y confirmo que esos tiempos de tomates en Juigalpa nos llenaron de dicha: a los chavalos, a Emilce y a mí. Y me siento en deuda —hoy y siempre— con mi suegra, que en paz descanse, y con Sergio, Chenga, como le decimos todos.

Hoy celebro esos días de tomates en mi recuerdo. Y los comparto con ustedes, porque siempre hay algo que celebrar, y mucho que agradecer.


11 de Julio de 2025.

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