martes, 29 de julio de 2025

YO NO SÉ DECIR BONITO

 



Yo no sé decir bonito, pero te miro

sentada en esa silla, 

y me tiemblan los pliegues del alma.


Sos como tarde buena para sembrar,

morena como tierra mojada,

con ese calor que se sube y no se baja.


Tu pelo lacio, negrito,

me recuerda la cascada cuando llueve,

brillante, rebelde, hechicero. 


Tus gafas, como espejo de laguna,

quietas y llenas de secretos,

son las puertas abiertas al cielo.


Y esas piernas tuyas,

cruzadas como quien no quiere,

me hacen pensar cosas

que ni el cura me saca de la cabeza.


No hablás,

pero yo te escucho entera,

como cuando el río suena calladito

y uno sabe que abajo hay corriente brava.


Si sonreís, me jodí.

Porque me dan ganas de dejar la parcela, 

el ganado, el rancho...

y sentarme ahí, cerquita,

aunque sea en el suelo.


Tu blusa,

ligerita como para engañar al calor,

me deja ver lo justo,

pero lo justo ya me quema.


Sé que sos de ciudad,

estudiada y culta, de palabras finas...

pero igual te lo digo a mi modo:


Sos linda, 

como la primera lluvia después del verano.

Y si algún día te da por mirarme,

aunque sea un ratito,

te prometo que te siembro hasta el alma.



5 de junio 2025

Foto: Internet

lunes, 21 de julio de 2025

BRINDIS POR LOS BORRACHOS DE NUEVA GUINEA


Guarón, cususa, joyita, perlita, reposado, 

blancos sus elixires preferidos

que se empinan sin hora, sin fecha marcada,

en cantinas, corredores o en los patios vacíos.

De dos en dos, o por racimo completo,

amanecen bajo aguaceros bravos,

ojos vidriosos, garganta espumosa,

las manos temblando como cables pelados.

 

—La guía, dame para la guía del día—

dicen con fe, sin pena ni medida,

y brindan por la vida con trago zepolero,

que raspe la garganta como machete afilado,

desempolve la mollera, suba los ánimos,

quite la tembladera, el rasquín malcriado,

el dolor del hígado inflamado,

y el ardor de estómago, viejo compañero.

 

Brindo por los fijos y los de paso,

los de cuello y corbata, y los mojigatos,

los pirucas valientes que no arrugan la cara.

Por los borrachos del mercado,

la esquina del movimiento,

de los parques y las gasolineras,

los doblados en tablones de las barreras,

y en las esquinas de los chinamos,

los que amanecen en el ojo de agua,

en las riberas de ríos y quebradas,

y los que salen volando de la oficina

porque el cuerpo les tiembla de tanta sobriedad.

 

Todo arranca después de mediodía,

con  o sin hielo y boquita de pájaro,

vestidos de traje o al estilo Santa Martha,

nadie se escapa, si no ponés, sos el coyotepe:

el hace mandados, el busca hielo, 

sal y limón, cigarros y lo que falte,

el que reparte y agarra la mejor parte.

 

Y brindemos por los meros meros,

los que ya no caminan borrachos,

porque van ebrios desde la mochila

con la botella envuelta como santo patrono,

para saborear el trago en los recreos de la vida:

en la oficina, en la reunión aburrida,

en el emprendimiento desolado,

en el taller de mecánica, en la barbería,

en los billares, en esquinas oscuras de los barrios

al son de la risa y la buena compañía.

 

Brindo por los borrachos,

por sus ocurrencias, sus piropos de esquina,

por los bardos etílicos del grupo de wasap,

por los que amaron a sus mujeres

y un día los abandonaron por el hedor,

por ellas, pirucas alegres, que encienden la noche,

por sus camaradas de parrandas y averías,

y los que no fallan en fiestas ni velorios.

 

Levanto la copa sin hielo para que raspe,

con la botella en alto y el alma contenta,

acompañadas de una chorrera de palabras,

riego el piso con el guaro 

nombrando a los compañeros de antes,

los de ahora y los que vendrán.

¡Salud! 

 

 

18 de julio de 2025.

Foto: Internet

sábado, 12 de julio de 2025

DÍAS DE TOMATES

 


Ella me sirvió el almuerzo y luego apareció por el pasillo con una taza grande de sopa de tomate.

—¿Querés probarla? —preguntó, antes de saborearla.

—Está deliciosa —dije, y me dio de su taza grande en una tacita de café.

Dicen que los sabores tienen el poder de hacerte recordar cosas que sucedieron muchos años atrás, y de pronto me vi en Juigalpa, cuando ella preparaba una suculenta sopa de tomates. Eran años difíciles: la década de los ochenta, cuando la guerra era cosa de todos los días y en todo el país. Y, como fruto de eso, la escasez de alimentos y productos básicos era parte de la rutina.

Desde Puerto Díaz, a veintiocho kilómetros de Juigalpa, en las orillas del lago de Nicaragua, Sergio y Maruca, mi suegra, nos llevaban baldes llenos de tomates durante la época de cosecha. En el periodo seco, cuando las aguas retroceden y descubren esa franja fértil junto al lago, queda una tierra rica en nutrientes, buena para todo tipo de cultivos. Allí, cerca de la casa, Sergio sembraba tomates, como lo hacían varias familias de Puerto Díaz.

A mis chavalos les encantaba ir allá. Pasaban los fines de semana con mi suegra y Sergio: nadaban en el lago, paseaban en botes de canaletes, jugaban béisbol, compartían con sus amigos y ayudaban en las labores del campo, sobre todo en regar los plantíos de tomate y sandía. Eran felices en Puerto Díaz.

En Buñol, un pueblo de España, celebran una fiesta famosa llamada La Tomatina. Miles de personas se lanzan tomates en una batalla campal que tiñe de rojo las calles. Es una explosión de júbilo, música y carcajadas, un derroche de tomates que caen como lluvia sobre los cuerpos felices.

En Juigalpa, en cambio, la fiesta era otra: era tener tomates. Compartirlos con los vecinos, hacer ensalada, jugo y sopa de tomates para alimentarnos. Nuestra alegría no venía del derroche, sino del sabor compartido, del milagro de un balde lleno que llegaba desde Puerto Díaz en una época difícil.

Hoy, al volver con la memoria a aquellos días, me digo y confirmo que esos tiempos de tomates en Juigalpa nos llenaron de dicha: a los chavalos, a Emilce y a mí. Y me siento en deuda —hoy y siempre— con mi suegra, que en paz descanse, y con Sergio, Chenga, como le decimos todos.

Hoy celebro esos días de tomates en mi recuerdo. Y los comparto con ustedes, porque siempre hay algo que celebrar, y mucho que agradecer.


11 de Julio de 2025.

Foto: Internet


martes, 8 de julio de 2025

EL AMOR CAMINA DORMIDO ALGUNAS NOCHES


La familia lo ve otra vez en la sala.

Camina despacio, como si el sueño lo llevara de la mano.

Frente a la mesa de billar invisible,

se convierte en campeón de pool.

Toma el taco imaginario, lo cubre de talco,

lo gira en el aire como hélice de avión,

sopla la punta con delicadeza.

—Cedita, cedita… allí te va —susurra,

como si los rivales estuvieran atentos a su jugada.

Con precisión de experto golpea cada bola, una tras otra,

hasta que la bola ocho rueda y desaparece en el agujero final.

Entonces suelta el taco y abre la puerta del porche.

 

Ahora navega. Pilotea una panga en alta mar.

Con la boca imita el ronquido del motor.

Sus manos, firmes en el respaldo de una silla,

mueven el rumbo mientras su cuerpo brinca,

siguiendo el vaivén de las olas que sólo él siente.

Nadie se atreve a despertarlo.

Temen que un susto le robe el corazón en plena madrugada.

 

Su madre, desde la mecedora, no duerme.

Lo mira así sonámbulo con los ojos húmedos,

las manos apretadas como si rezara sin voz.

"Mi cipote... mi pobre hijo —piensa—,

tan lejos, tan adentro, y yo aquí sin poder alcanzarlo".

A veces se culpa en secreto,

como si alguna tristeza vieja se hubiera metido en sus sueños

y no lo dejara volver.

Ya no le basta con dejar la puerta abierta.

Ahora deja también la luz del corredor encendida,

por si una claridad lo guía de regreso.

 

El hermano menor, en cambio, ya no soporta más.

Se revuelca entre sábanas.

—¡Otra vez, mamá! ¡Otra vez! —murmura—

¿Y si se cae? ¿Y si no vuelve?

¿Y si esta vez sí se va del todo?

 Pero nadie lo dice en voz alta.

En esa casa, las noches se llenan de pasos mudos

y preguntas sin respuesta.

 

Atraca en el muelle invisible.

Camina por un callejón, silbando, la cabeza erguida.

Tararea su canción favorita: Bahía de Bluefields, puertecita del mar.

Nunca pasa de esa línea. No necesita más.

 

Ha pasado mucho tiempo.

La familia, cansada, le da vueltas.

—Ya es hora… regresá, buscá el camino.

 

Su mujer siempre está allí.

No duerme del todo. Lo espera. Lo escucha.

Cuando él pasa, sonámbulo, con la mirada ida,

ella se incorpora sin hacer ruido,

y le toma las manos tibias,

como si al tocarlas pudiera espantar la oscuridad.

Siente el corazón acelerado de su marido,

y quisiera decirle que regrese, que no se pierda,

pero ya aprendió que en ese mundo no se habla.

Lo guía en silencio, paso a paso,

como quien acompaña a un niño extraviado

por un bosque que solo él conoce.

Y cuando tropieza, no lo suelta.

Cae con él, por él,

porque el amor también camina dormido algunas veces.

 

Al amanecer, despierta feliz.

Por la tarde, como cada día,

sale a caminar por las ocho cuadras

del downtown de Bluefields

como si la noche anterior no hubiera existido.

 

2 de junio de 2025


martes, 1 de julio de 2025

FUISTE MÍA

 


Fuiste mía,

solo un instante,

pero ay, qué instante…

fuiste mía.

 

Tus labios —mi condena—

sabían a piña rosada prohibida, 

a deseo que no se disimula.

Los rocé,

y el mundo se volvió un suspiro.

 

Fuiste mía,

un fuego que no avisa,

un adiós sin sonrisa,

fuiste mía.

 

Tus besos bajaban despacio,

como si cada uno dijera:

“no hay regreso, solo eternidad.”

Y yo, loco de vos,

me perdía sin culpa.

 

Tu cintura era un río lento,

una curva que pedía ser leída

como oración sin iglesia.

La recorrí con las manos temblando,

como quien toca lo prohibido… y se queda.

 

Y aunque el mundo te llevó,

y aunque el miedo te escondía,

yo me quedo con la herida…

porque fuiste mía.

 

Tus palpitaciones eran golpes de tambor,

cada uno más cerca, más dentro.

Bajo mis dedos,

tu piel hablaba,

decía lo que tu boca callaba.

 

El calor de tu cuerpo —ay, amor—

era un incendio dulce.

Tu espalda sudaba ternura,

y tu vientre era la puerta

que abriste sin pedir permiso.

 

Solo un instante,

pero ay, qué vida…

fuiste mía,

fuiste mía.


Mi ser creyó en tus promesas suaves.

Fue altar de palabras gastadas,

hogar de silencios fingidos,

una farsa que pedía caer…

y yo caí.

 

29 de Junio de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo


jueves, 26 de junio de 2025

SOLILOQUIO ATORMENTADOR

Se acomoda en la cama, la lluvia cae suave a las nueve de la noche.

 Otra noche más… con esta almohada gruesa que ya no es solo almohada. Está hinchada de vos. De tus gestos, de tus silencios, de esa forma tuya de quedarte en mi cabeza como si hubieras alquilado un cuarto sin pagar renta. Cada noche le sumo una idea más, una escena, una conversación que nunca tuvimos. Por eso amanezco como si hubiera peleado con alguien. Y claro, sí… he peleado conmigo.

Suspira profundamente. Busca en la mesa de noche el vaso de VapoRub, le quita la tapa y se frota el pecho.

 Me eché esta cosa como siempre, como quien se consuela con un ritual. Pero ni el mentol me despeja. El pecho duele, sí, pero por la otra congestión: la emocional.

 Mira las estrellitas que ha pegado en el techo.  Cerca, ve un libro con la tapa doblada.

 Y ahí está… el libro. "Filosofía femenina moderna". Me dio por comprarlo, con el supuesto de entender mejor cómo piensan ustedes. Como si fuera una guía, un atajo al corazón. Lo leo por las noches, con la lámpara medio encendida y los ojos entrecerrados, como buscando entre teorías y conceptos algo que me diga: “esto es lo que ella quiere”.

 Se ríe, con ganas.

 Pero no soy tan tonto. Una parte de mí sabe que esto es puro intento desesperado. Como esos que van al gimnasio dos semanas antes de la cita. Me digo que quiero conocerla bien, que quiero enamorarla con cabeza, no solo con emoción… pero también me doy cuenta de que hay cosas que ningún libro enseña.

Se queda en silencio, se acomoda la colcha verde hasta el pecho. Recuerda…

 La última vez que la vi… me tocó la mano. No fue gran cosa, un gesto simple, pero a mí me vibró medio cuerpo. Sus ojos son negros, grandes y almendrados, de esos que miran sin apuro, pero te dejan marcado. Y ese cabello negro, suelto, que le volaba con el viento cuando se despidió. Caminó con esos pasos largos que da, seguros, y las caderas… qué caderas. Apetitosas. Como para pecar sin remordimiento. Comestibles. Y yo ahí, parado como tonto, viendo cómo se alejaba sin saber si correr detrás ella o volverme a esconder en mis dudas.

La lluvia se intensifica, se queda callado unos segundos. Le gusta escuchar cuando la tormenta azota el techo de zinc.

—¿Será que uno se pone cobarde con los años? ¿O más sabio? ¿O será que el miedo se disfraza de prudencia y uno le cree? Lo cierto es que ella no me ha prometido nada. Ni me debe nada. Todo esto que estoy sintiendo es mío, fabricado por mi cabeza, mi deseo y mis inseguridades.

Se acomoda al lado de la mesa de noche. Vuelve a mirar el libro.

La filosofía femenina, dice el autor, no busca ser entendida: se vive, se acompaña, se respeta. Y ahí me entró la duda más grande: ¿Y si lo que tengo que hacer no es entenderla, sino dejar de buscar motivos para no sentir lo que siento?

Se recuesta de nuevo, con los ojos pesados.

 Mañana será otro día. Y si me vuelve a dar fiebre, que sea por algo más que el clima. Que sea por ella, aunque no tenga lógica. Aunque no encaje en los moldes que yo mismo me inventé. Porque esta almohada ya no aguanta más versiones de mí que dudan. Que sea ella. Y que sea lo que tenga que ser.

 Se cubre la cara con las manos, exhalando largo.

Porque lo peor de todo no es no tenerla… es no saber si quiero tenerla o si solo me estoy aferrando a una fantasía para no sentirme tan solo. Lo peor es este limbo, este no saber qué hacer con lo que siento. Y mientras tanto, la almohada revienta de pensamientos, el libro no dice nada que no sepa y la lluvia allá afuera parece burlarse, cayendo igual que anoche, igual que siempre. Yo aquí, tragando saliva espesa, con el pecho ardiendo —no por la gripe, no por el mentol—, sino porque ya no sé cómo se apaga este fuego que no tiene ni rostro claro ni destino fijo. Y me está cansando… me está desgastando. Como si la vida me tuviera en pausa, riéndose bajito, mientras yo me hundo solo en esta cama que cada vez me queda más grande.

 

 

23 de junio de 2025. Noche tormentosa.

Foto: Internet.

lunes, 23 de junio de 2025

RAÍCES DE ESPERANZAS

 


El aroma del mercado

En una comarca remota de las verdes tierras bajas de Nueva Guinea, vivía un hombre llamado Esteban. Era un hombre sencillo, marcado por los surcos de la vida tanto como lo estaba la tierra que poseía Sus manos fuertes y agrietadas contaban historias de trabajo duro, pero sus ojos, siempre ensombrecidos, hablaban de una vida sin felicidad plena.

Tenía dos matrimonios fallidos. La primera esposa lo dejó después de años de disputas silenciosas, ahogadas por la rutina del campo. "Somos como raíces enlazadas, pero secas", le dijo antes de marcharse. La segunda fue aún más breve; su juventud y energía chocaron con la pasividad de Esteban, y ella se fue con otro hombre, llevándose las pocas esperanzas que él había reunido. No hubo hijos en ninguno de esos matrimonios, y eso lo hacía sentir incompleto. En una cultura donde la descendencia era el verdadero legado, vivía como un árbol sin frutos, sin una sombra que ofrecerle al futuro.

A pesar de todo, continuaba su vida. Cada mañana, con los primeros rayos de sol, pastaba cuatro vacas y cuidaba de sus cultivos de yuca y maíz con la esperanza de un mañana mejor, aunque no supiera para quién. Sin embargo, algo en él había muerto hacía tiempo, y su risa se había convertido en un eco perdido.

 

La llegada de Telma

Una tarde calurosa, mientras llevaba sus productos al pequeño mercado de la colonia más cercana, una figura desconocida captó su atención. Era una mujer joven, de porte elegante pero práctica, con una sonrisa amplia y un cabello que brillaba bajo el sol. Telma, como luego supo que se llamaba, era negociante. Había llegado desde la ciudad con telas coloridas, utensilios modernos y zapatos de trabajo. Su voz era melodiosa y llenaba el espacio con una energía contagiosa. La gente de la colonia, incluido Esteban, no podía apartar la vista de ella.

Telma no solo vendía mercancías; vendía sueños. Hablaba de ciudades bulliciosas, de oportunidades y de una vida más allá de los valles verdes. Se sintió atraído por ella como una polilla a la luz. Había algo en su independencia, en su manera de enfrentar el mundo que despertaba un sentimiento que creía olvidado: la esperanza.

 

Un amor inesperado

Con cada visita al mercado, encontraba una excusa para hablar con Telma. Compraba cosas que no necesitaba, solo para escuchar su risa. Ella lo trataba con amabilidad, aunque al principio parecía ver en él solo a un cliente más. Pero con el tiempo, la persistencia de Esteban empezó a derretir sus reservas. Descubrió que detrás de su rostro severo había un hombre gentil y dedicado.

¿Por qué no vienes conmigo a la ciudad? le propuso un día, medio en broma, medio en serio. Esteban rio al principio, pero la idea comenzó a germinar en su mente como semilla en suelo fértil. ¿Qué lo ataba a la comarca? No tenía esposa ni hijos. Su tierra era todo, pero, ¿de qué servía una vida sin compartirla con alguien?

Cuando Telma regresó quince días después, Esteban había tomado su decisión. Vendió su pequeña parcela, empaquetó lo poco que tenía y se unió a ella. Voy contigo, dijo con determinación. Telma lo miró sorprendida, pero aceptó. Tal vez pensó que sería útil tener a alguien como él, un hombre trabajador y fiel, a su lado.

 

La vida en la ciudad

La ciudad era una tormenta de ruido, movimiento y promesas. Acostumbrado al silencio de las montañas, se sentía perdido, pero Telma era su ancla. Trabajó para ella, cargando mercancías, ayudando en el negocio y aprendiendo poco a poco el ritmo frenético de su nuevo entorno.

Al principio, todo era un sueño. Telma parecía feliz con él, y Esteban, aunque fuera de lugar, se esforzaba por adaptarse. Pero con el tiempo, las diferencias comenzaron a emerger. Esteban seguía siendo el campesino sencillo que era, mientras que ella, siempre ambiciosa, buscaba más. Las ciudades tienen una forma de hacer que la gente quiera escalar más alto, y no podía seguirle el paso.

Un día, después de una discusión amarga, Telma le dijo que debía irse. "No es tu culpa, pero nuestras vidas no son compatibles. Yo quiero algo más, y tú mereces a alguien que valore lo que ofreces". Sus palabras fueron un golpe seco, y aunque trató de convencerla, ella ya había tomado su decisión. Esteban la vio marcharse con la misma ligereza con la que había llegado a su vida.

 

El regreso a casa

Solo y sin propósito, decidió regresar a su comarca. Viajó durante días, cruzó ríos y valles, cargando no solo su equipaje, sino el peso de un corazón roto. Cuando finalmente llegó, la comarca parecía más pequeña, más silenciosa. Nada había cambiado, pero él ya no era el mismo.

La gente lo miraba con curiosidad. Algunos lo recibieron con amabilidad, otros con indiferencia. No tenía tierras, ni casa, pero se instaló como pudo en una vieja choza abandonada al borde del caserío. Allí pasó sus días en soledad, preguntándose qué sentido tenía seguir adelante.

Una tarde, mientras observaba el horizonte, un grupo de niños pasó corriendo cerca de su choza. Sus risas llenaron el aire, y algo en ellos llamó su atención. Una de las niñas, con un rostro que le resultó extrañamente familiar, se detuvo y lo miró.

¿Eres Esteban?, preguntó con curiosidad.

Sí, ¿por qué preguntas?, respondió.

Mi madre dice que eres mi padre, dijo con una sonrisa inocente antes de correr siguiendo a los otros niños.

Se quedó paralizado, el corazón latiendo con fuerza. Al día siguiente, buscó a su segunda esposa, quien le confirmó lo que la niña había dicho.

Era demasiado joven cuando me fui, confesó ella. Nunca supe cómo decírtelo. Pero ahora lo sabes.

 

Una nueva esperanza

Esteban encontró en esa niña un propósito renovado. No importaba cuántas veces el amor lo hubiera traicionado, ni cuántos sueños se hubieran desmoronado. En su hija, vio una segunda oportunidad. Aprendió a ser padre, aunque tarde, y su corazón, tan acostumbrado a la pérdida, empezó a sanar.

Aunque su vida siguió siendo humilde, encontró una felicidad que nunca había conocido antes. No era la felicidad que imaginó al lado de Telma, ni la que buscaba en los campos o en la ciudad. Era un tipo de amor más puro, uno que no pedía nada a cambio, y que finalmente le dio la paz que tanto había anhelado.

 

22 de junio de 2025.

Foto: Internet.

lunes, 16 de junio de 2025

EL CHINAMO


Nunca pensé que algún día cruzaría la entrada de un chinamo. El nombre, por cierto, viene del náhuatl chinamitl, y se refería a esas cercas hechas de caña o ramas, como las que levantaban en los pueblos cuando la fiesta apenas comenzaba, y todo era transitorio. 

Durante años —desde mis días en Bluefields y El Bluff— los presentaban como sitios de puro escándalo y desorden. Allá, en la costa, eso no existía; no formaba parte de nuestra forma de celebrar, no era parte de nuestra identidad cultural. En Juigalpa y en todo Chontales, a como señala el poeta Arturo Barberena, no hay fiestas patronales sin chinamos, putas y cochones. Pero siempre hay una primera vez y fue durante una de las fiestas de fundación de Nueva Guinea.

Aquella noche, el lado oeste de la antigua pista de aterrizaje, cerca de la barrera, se había transformado en un pequeño universo desbordado: había varios chinamos improvisados, armados con láminas de zinc y forrados con troncos de bambú, apenas conteniendo la locura adentro. Era como un río desbordado: música chinamera (cumbias, música de chicheros y hasta de Palo de Mayo), gritos, silbidos, carcajadas, el retumbar de las láminas sacudidas por el alboroto. Daba la impresión de que, en cualquier momento, aquello explotaría.

—Entremos —dijo Chico, con esa sonrisa de cómplice de travesuras.

—Dale, hombre, esto está encendido —remató Chepe Lolo.

Dudé apenas un segundo. Toda mi vida me habían advertido sobre esos lugares, pero la curiosidad —ese fuego que a veces arde más fuerte que el miedo— me empujó a cruzar la puerta.

Al entrar, el chinamo me tragó. El aire era denso, saturado de humo de cigarro, ron, perfumes y el sudor de los cuerpos agitados. El piso de tierra temblaba bajo el peso de los bailarines. Todo giraba. Todo hervía. Las mujeres lucían sus mejores vestidos. El cabello suelto les bailaba sobre los hombros. Sus risas competían con la música. Era un carnaval de carne, color y alegría.

Chico me pasó una cerveza helada. Intentó decir algo, pero las palabras se ahogaban en el estruendo. Nos sonreímos, brindando en un pacto mudo.

De repente, como si la noche pidiera más fuego, apareció una mujer alta, flaca, enfundada en un jeans ajustado. Se adueñó de la pista como si la hubiera estado esperando toda la vida. El ritmo se aceleró y la música subió de intensidad. Ella comenzó su danza. Primero movimientos sensuales, luego eróticos, luego algo más salvaje, casi animal. Su espalda se arqueaba en dirección al suelo hasta casi romperse, abría las piernas, movía las caderas en círculos que hipnotizaban. Bajaba al suelo, giraba, se contorsionaba. Llamaba a un hombre, lo sujetaba de la cabeza que la hundía en la gorra que llevaba puesta y luego lo jalaba hacia su entrepierna, sacudiéndolo con una fuerza enloquecida, revolcándolo en el suelo.

El chinamo entero rugía. Era un volcán a punto de estallar.

Cuando soltaba a uno, llamaba a otro. Y el espectáculo volvía a empezar. La gente deliraba, los hombres gritaban y daban alaridos. Aquello era puro desenfreno, como si por unos minutos nadie recordara que afuera había un mundo con reglas y relojes.

Busqué a Chico y a Chepe Lolo. Al inicio no los vi, pero al recorrer el ambiente con la mirada, noté que bailaban, con las cervezas en la mano, al lado del tumulto que le hacía rueda a la flaca.

Fue en medio de ese torbellino que una de las mujeres del grupo se acercó a mí. Me tomó la mano con firmeza y, sin decir palabra, me jaló hacia la pista. No hubo tiempo de pensar. Entre risas, gritos y el eco metálico de la música, comencé a seguirle el ritmo. Los cuerpos pegados, el sudor en la frente, el olor a ron flotando, las luces de colores girando como en un carrusel de locura.

Bailamos hasta que el cuerpo se rindió, y salimos al amanecer, extasiados, mientras allá adentro la fiesta seguía viva, como si el tiempo, por cinco días, hubiera decidido no pasar. Y volvimos, claro que lo hicimos, hasta que terminó la fiesta de aniversario.

Un día de estos pasé por un chinamo. Sentí una sed antigua que uno arrastra como cicatriz, el sabor tibio de lo prohibido que nunca se olvida, el humo del cigarro flotando en la memoria, el retumbar de la música mezclado con los gritos, las risas y el vaivén de los cuerpos de las mujeres en la pista, en especial el de la flaca que encendió esa noche como llama ardiente.


15 de junio de 2025.

Foto propia.