viernes, 11 de octubre de 2024

EL VIENTO

 


He recorrido diversos lugares preguntando a varias personas sobre el viento: qué significa para ellas, cómo lo perciben, qué asociaciones les evoca. Les he preguntado sobre las respuestas de sus sentidos, los recuerdos que despierta, los temores y sentimientos que les provoca. Las respuestas que obtuve son tan variadas como los propios vientos. Las he sintetizado, preservando el anonimato de quienes compartieron sus vivencias. Comprenderá por qué, después de leer El Viento.

 LUPITA: El viento me despertó.

 Tiene treinta años y vive en una ciudad al norte de Florida desde que su marido le quitó el pequeño negocio que tenían juntos. Se dio cuenta de que todos los bienes obtenidos por el trabajo en conjunto quedaron únicamente para él, ahora su ex, pero ella prefiere llamarlo “el desgraciado”. La casa se la quedó ella, pero no puede alquilarla ni hacer negocios con ella, según consta en el documento de divorcio. La pensión alimenticia para sus dos hijos no le alcanzaba para salir adelante, así que se fue de manera clandestina, porque en esos años no existía el parole humanitario.

“Mi familia me ayudó, y crucé mojada. El viaje duró más de un mes y fue horrible, una pesadilla que no le deseo a nadie. Prácticamente viajé con coyotes, que en parte del trayecto, ya en México, estaban escoltados por narcos. Fue un mes de terror, la mayoría del tiempo estuve encerrada en casas que usan para traficar con personas. Pero ahora, aquí trabajando y gestionando mis papeles, veo hacia atrás y me doy cuenta de que la mayor pesadilla fue la que viví al lado del desgraciado de mi exmarido. Es increíble cómo no me di cuenta antes, después de más de 10 años de matrimonio.

Recién casada, enamoradísima, no lo voy a negar, me volví loca por ese hombre. Quería que me quedara encerrada en casa. Mi vida era un martirio. Pero una noche lluviosa, el viento me despertó. Soplaba fuerte, las ramas de los árboles golpeaban el techo de zinc sin parar. Ni siquiera eso podía hacer el desgraciado, cortar esas ramas. Esa noche, en medio del ruido, me di cuenta. Vi una película de mi vida con él, y supe que ya no podíamos seguir juntos. Nos divorciamos, y me dejó en la calle. Mis hijos, mis queridos hijos, están con mi hermana. Yo aquí, luchando por salir adelante, por ellos, por una vida mejor."

 JACK: El viento es mi aliado.

Tú sabes lo que significa el viento para un pescador, ¿verdad? Cuando salgo de madrugada, antes de las cinco de la mañana, casi siempre la bahía está tranquila, con poco oleaje. Remo desde el pequeño muelle cerca de mi casa en Old Bank. Mientras voy hacia el noreste, siento el viento fresco y suave en el rostro, ¡y ese viento me llena de vida, de energía! Es como si me diera la bienvenida cada día.

Al pasar las isletas de mangle que bordean el canal, casi siempre hay ráfagas suaves que vienen del norte. La vela no engaña, la izo y, maniobrando el cayuco, atrapo el viento. Una vez embolsada, la vela se pone orgullosa, altiva, con la fuerza justa para navegar. Y allí voy, directo a los bancos de chacalines, que a veces están frente a la isla del Venado, otras veces entre Half Way Cay o cerca de las playas de El Bluff y Rama Cay.

Me paso el día chacalineando, como tantos otros pescadores. Para mí, la tarraya es como el machete para un campesino: es mi herramienta de vida. Los pescadores de la bahía formamos una fraternidad. Estar juntos allí, cada uno en su cayuco, es pura alegría. ¿Alguna vez has pasado en una panga cerca de nosotros? Seguro nos has visto felices, saludando a los que pasan rumbo a Bluefields o El Bluff. ¡Hasta nos sacan fotos! Siempre hay pangueros que se acercan a vernos, a mostrarnos a los pasajeros mientras trabajamos. Nos sentimos como estrellas por un momento, con nuestra captura del día.

Y todo ese tiempo, el viento es nuestro compañero, a veces juguetón, a veces severo, pero siempre presente. Nos mantiene alerta, como el verdadero amo y señor de la bahía, y prácticamente lo es. Nos afecta a todos, en el ánimo y en el trabajo. Mueve las corrientes, nos guía. Lo mejor es cuando sopla un viento intermedio, ni muy fuerte ni muy suave. Cuando está fuerte, espanta a los peces y chacalines; si está demasiado calmado, el agua transparente y la luz intensa los alejan.

Al terminar la faena, volvemos a desplegar las velas y maniobramos de vuelta a casa, hacia Bluefields y los muelles de su bahía. Allí, al final del día, el cayuco descansa tranquilo en la orilla, listo para el próximo amanecer."

 OXY: El viento me vuelve loca de amor.

La vida mía transcurría tranquila, hasta que me di cuenta de que estaba enamorada de dos hombres. Primero fue el primero, el que me hizo sentir mujer, al que le di mi primer hijo. Todo ocurrió tan de repente. Una tarde lo vi caminando hacia mi casita, ubicada junto al callejón, en la subida de la carretera que lleva al pueblo. Mi amor no había llegado aún, andaba trabajando, ganándose el día como chambero, cargando y descargando camiones. Como siempre, lo esperaba a un lado del camino, al frente de mi casa de madera y zinc viejo, con su piso de tierra bien apisonado, que mantengo limpiecito. Ahí nací, crecí con mis hermanos, y vi morir a mis padres. Mis hermanos se marcharon, y yo me quedé sola con él.

Estaba esperando ver su figura doblar por la esquina, cuando, de pronto, vi que subía por el camino otro hombre. Al pasar, me dijo: “¡Adiós preciosa! Cada día estás más hermosa”, y me dio una risa que no pude contener. Reí a carcajadas, y él también. ¡Qué locura la mía! Él siguió su camino, pero yo me quedé con una sonrisa que no se me quitaba. Cuando llegó mi amor, lo notó y me preguntó qué me pasaba. No dije nada, solo lo agarré, lo empujé al aposento, y con unas ansias locas, lo desvestí. El viento afuera parecía agitarlo todo, y dentro de mí, algo se desató, una necesidad profunda, una urgencia que no podía detener.

Pasó otra vez. El hombre subió por el camino, me dijo palabras dulces, y me reí con la misma locura. Y cuando mi amor llegó, lo hice mío con esas mismas ganas desenfrenadas. Era como si el viento, con sus ráfagas, hubiera traído consigo algo que despertaba en mí deseos que no podía ignorar.

Semanas y meses pasaron así, hasta que un día, sin saber de dónde saqué valor, me crucé en el camino del hombre. Sus ojos brillaron y sus labios temblaron, pero logró decirme que se llamaba Juan. Sentí que el corazón me explotaba en el pecho, y sin pensarlo le dije que al día siguiente lo esperaba para darle un fresquito. Y así fue. Llegó como a las tres de la tarde. Le ofrecí una naranjada bajo la sombra de las matas de chagüite. Él la bebía despacio, como si no tuviera sed, mientras yo no podía apartar la vista de sus ojos, sus labios, su cuerpo fuerte.

De pronto, comenzó a llover con viento, una tormenta de esas que parece venir de otro mundo. El viento y la lluvia nos azotaban sin piedad, y lo tomé de la mano para llevarlo adentro, a refugiarnos. Apenas cruzamos el umbral, él me rodeó la cintura y me atrajo hacia su cuerpo. No sé cómo, pero en un abrir y cerrar de ojos, la ropa fue desapareciendo entre nosotros. Lo sentía tan cerca, tan fuerte, que todo lo demás se desvaneció. Afuera, el viento seguía su furia, pero dentro, todo era un torbellino distinto. Me levantó, y enredada en él, encontré lo que tanto deseaba, al ritmo de la tormenta.

Después de ese día, todo parecía volver a la normalidad. Él pasaba, me decía cosas bonitas, y yo le daba su vasito de fresco. Pero detrás de la casa, entre las matas de chagüite, se escondían todos nuestros arrebatos, que nos dejaban rendidos entre las hojas.

Ahora vivimos los tres juntos. Soy la mujer más afortunada del mundo. El viento, ese que siempre me trae locura y amor, nos envuelve. Dormimos en la misma cama, y nos queremos como si fuéramos uno solo. Por las mañanas, salgo a despedir a mi amor cuando va al trabajo, y él baja por el camino hacia sus labores del campo. Y así vivimos, en paz, enredados en el viento, enredados en amor.

PASCUAL: Quiero ser una tormenta.

Es... raro. No sé, tal vez soy yo. Pero cada vez que me siento aquí, en este mismo lugar, algo pasa. No sé si es la gente o es el viento o es... algo más. Es como si todos, todos los que pasan, fueran una especie de... tormenta. Sí, eso. Una tormenta de viento, o algo así. ¡Eso tiene sentido! Porque... porque el viento es fuerte, y es rápido, y no lo puedes controlar, igual que las personas. No sé por qué no lo había pensado antes.

Ahí está. Mira a esa mujer. Esa, la de chaqueta roja. Es como... un torbellino, pero no de los que arrastran casas. Es más como... no sé, como uno que solo quiere moverse. Tal vez ni sabe a dónde va, pero sigue avanzando. Sí, como esos tornados pequeños que no rompen nada, pero igual giran y giran. Todo su cabello se mueve, y yo... no puedo dejar de mirar. Es como si todo lo que arrastra su viento me envolviera a mí también. ¿Qué estará pensando? Seguro no está pensando en mí. Nadie lo hace. Pero su viento... siento que me arrastra un poco. Me marea.

Luego, está ese hombre. El del pelo despeinado, ese... es como un huracán. Lo puedo ver, lo puedo sentir. Va rápido, pero no hacia mí. Es más como si fuera a arrancar todo lo que está a su alrededor. Un viento violento. Y está tan... enojado. ¿Está enojado? No lo sé, pero parece. Tal vez solo está cansado, o tal vez tiene algo atrapado dentro que lo está matando. ¡No puedo saberlo! Pero lo siento. ¡Puedo sentirlo! Como si su viento me golpeara en la cara. Odio eso. Me da miedo. No quiero ese tipo de viento cerca de mí. Pero tampoco quiero que se aleje... no quiero estar solo.

La mujer vieja... ella es... diferente. No se parece a los demás. Su viento es como... no sé... suave, casi inexistente. Como si fuera una brisa que no importa. Pero no, no es así. Sé que es importante. Sé que ese tipo de viento se mete en los rincones más oscuros, en los lugares donde nunca llega nadie. Está ahí, pero nadie lo nota. Me pregunto si ella sabe lo importante que es su viento. Yo lo sé. No sé por qué lo sé, pero lo sé. Quizás ella también lo sabe. Tal vez por eso camina tan lento, como si su viento estuviera cansado de empujar.

Un niño... ese niño que pasa corriendo... él es como un ventarrón, uno de esos que no puedes predecir. ¿Por qué corren los niños? ¡Siempre corren! Y su viento es como... como... ¡No lo puedo explicar! Es un desastre, como si no supiera lo que hace, pero al mismo tiempo... sí lo sabe. Es libre. Su viento no tiene reglas. Desearía ser como él. Desearía que mi viento fuera así, que no me atara a esta maldita silla, a este maldito lugar. Pero no puedo. Mi viento está... atrapado. Siempre atrapado.

Un grupo de gente pasa, pero no puedo... no puedo concentrarme en todos. Son como una gran tormenta, todos mezclados. Voces y pasos y... ruido. No me gusta cuando el viento es así. Es confuso. No sé de dónde viene ni adónde va. Me hacen sentir pequeño. Muy pequeño. Como si todo este viento fuera a aplastarme. Odio eso. Odio sentirme así. Quiero salir corriendo, pero no puedo. ¡No puedo! Porque mi viento no se mueve. Nunca se mueve.

¿Qué clase de viento soy yo? ¿Soy una tormenta? No lo sé. Creo que no. Creo que soy más como... nada. Una hoja, tal vez. Una hoja que el viento arrastra de aquí para allá. Pero ni siquiera. Porque ni siquiera me arrastran. Estoy quieto, siempre quieto. Los demás tienen vientos, tienen tormentas. Yo solo... miro. Miro y siento como me pasan por encima. Ni siquiera me ven. Soy invisible. ¿O soy un viento que aún no ha empezado? Tal vez cuando lo haga... no sé. ¿Qué pasa cuando una tormenta se despierta de golpe? ¿Destruye todo? ¿Me destruirá a mí también?

Pasan más personas, más tormentas. Todas diferentes, todas iguales. La chavala de la bicicleta... su viento es juguetón. Me gusta ese tipo de viento, pero no lo entiendo. No puedo. No sé cómo jugar con el viento. El hombre del sombrero... su viento es seco. Me reseca la garganta, me hace toser. No me gusta.

Y yo... ¿qué hago aquí? ¿Por qué sigo mirando? ¿Por qué siento que soy menos que todos esos vientos? No quiero ser menos. Quiero ser una tormenta también. Pero no puedo. No puedo...

 

Relatos del Viento

10 de octubre de 2024

Foto cortesía de Noticias de Bluefields.

domingo, 29 de septiembre de 2024

ACUARELA GRIS Y MARRÓN

 



Los que sufren escuchan el aguacero que cae,

ven gotas de lluvia que empañan la ventana de su lecho,

imaginan que cubren las calles, la acera, el vado, el puente,

la casa, el árbol y los destrozos que causa.

 

Miran lo que a su vista se oculta,

la lluvia mancha de marrón sus pensamientos,

nubes grises sobrevolando el cuerpo empapado de dolor,

desesperación familiar, llanto de madre,

desinterés de quienes por obligación deben tenerlo, 

exponiéndose ante el dolor ajeno.

 

Dolor y llanto, agua y lluvia.

El que sufre pinta con lágrimas su dolor

para eliminarlo, el dolor eterno, la angustia, corazón dolido,

dolor de la herida, dolor que sangra, el dolor de perder el alma,

El dolor de la impotencia, dolor en lluvia de lágrimas.

 

Cuantas lágrimas serán necesarias para que surja la empatía

con los que sufren.

Un aguacero de lágrimas, un tormenta,

un río desbordado, un lago ahogado.

La lluvia no termina y acompaña al dolor,

pinta el gris y marrón en acuarela. 


29/09/2024

Foto: Internet.


martes, 24 de septiembre de 2024

ECOS EN LA HOJARASCA

 



El viento sopla al revés,
intensificándose con las horas,
sus ráfagas baten ramas, desprenden hojas.

La hojarasca es un colchón de recuerdos
que guardaré cuando te vayas,
en cada hoja surgirán los momentos.

Los días que pasé contigo,
no dejaré que se los lleve el viento,
porque siempre te voy a amar.

En tu ausencia seguiré viviendo,
como si estuvieras a mi lado.
Oiré cantar a las oropéndolas junto a tu mecedora vacía.

Beberé mi té en el corredor,
caminaré los andenes que caminaste,
y tu recuerdo iluminará mi camino.

 

24/09/24

Foto propia.


miércoles, 18 de septiembre de 2024

DESTROZOS


Fue tan fuerte el estruendo que se expandió por toda la casa y  me levanté asustado del sofá desde el que miraba un concierto de Eric Clapton en el televisor. Estaba totalmente concentrado en ello, y mi padre hacía la siesta en su habitación, en la casa de mi hermana en Utila después de almorzar juntos uno de los suculentos platos que él disfrutaba preparar. Se encontraba con mucho dolor por la muerte de mi madre; la extrañaba tanto que lloraba casi todos los días de la semana. Su corazón estaba totalmente desgarrado y tomé dos semanas de vacaciones en Utila para estar a su lado.

Casi salí corriendo por el ritmo de trabajo que tenía. Trabajaba en la formulación, ejecución, seguimiento, monitoreo y evaluación de proyectos; coordinaba acciones con organismos y el gobierno local; me reunía con muchas personas y visitaba más de treinta comunidades de Nueva Guinea y otras del resto del país. Estaba agotado; tenía muchos años de no tomar un buen descanso. Necesitaba respirar aire fresco y relajarme. Utila era el lugar ideal para disfrutarlo con mi padre, mi hermana, mis sobrinas y amigos de siempre.

Llevaba varios días haciendo buceo de superficie en los bancos de arrecife de coral que hay en los alrededores. Siempre lo hacía; además, es uno de los atractivos turísticos de la isla. Su belleza es inigualable: están protegidos, hay varias escuelas de buceo cuyos precios son accesibles, lo que atrae a muchos turistas y genera ingresos en toda la cadena de servicios que ofrecen los Utileños.

El día anterior mi hermana había viajado en avioneta a La Ceiba con su familia para hacer compras y pasar el fin de semana. Solamente él y yo estábamos en casa. Era un día de verano, soleado, caluroso, de cielo azul despejado y mar calmo, ideal para bucear, pero me había quedado acompañándolo.

Salí al corredor del frente de la casa, y a lo lejos, en el horizonte azul, sobre la copa del manglar que crece abundante en la laguna de arriba, vi una nube gris pequeña entre las altas nubes blancas que pincelaban el cielo. Era una nube perdida en el camino del Caribe hondureño, en la inmensidad del cielo de las Islas de la Bahía. Estaba a la deriva, sin ninguna racha de viento que la empujara para hacerla avanzar. Era una nubecita gris insignificante que no provocaba ninguna preocupación porque no cambiaría las condiciones climáticas, ni traería lluvias, mucho menos una tormenta, y calculé que pasaría sobre el arrecife y el faro ubicado en la punta sureste de la isla, mucho más allá del muelle de la casa donde estaba atracado el barco pesquero de Mike, mi cuñado.

Así que entré a la sala para seguir disfrutando del concierto que estaba viendo en la televisión. Mi padre hacía su siesta y solo se escuchaba la música, sus ronquidos y el ruido de las motocicletas y carritos de golf que pasaban por la calle en dirección al puente para acceder a la antigua pista de aterrizaje o dirigirse al centro del pueblo.

El concierto de Clapton estaba de moda, principalmente por la canción Tears in Heaven, una balada acústica escrita en 1991. En ella habla de su dolor por el duelo y su lucha interna por superar la muerte de su hijo de cuatro años, donde se pregunta si en el cielo las cosas seguirían siendo iguales. Es la historia de un padre que está destrozado, roto en mil pedazos por la muerte de su hijo. Es realmente una gran canción, ganadora de varios premios Grammy y un éxito mundial.

Después de diez minutos, fui al refrigerador de la cocina para tomar un poco de agua. Salí al corredor de madera ubicado detrás de la casa. Vi el faro y, más allá, los Cayitos de Utila. El oleaje descansaba; la bahía se mostraba majestuosa, con cayucos surcándola, y miraba con claridad la estela de espuma blanca que dejaban en su trayecto, con el verdor de Sandy Bay, Blue Bayou y toda la costa oeste de la isla al fondo, hasta alcanzar los Cayitos entre el brillo parpadeante del calor en el agua.

Es un día espléndido, pensé. Regresé a la sala con el vaso de agua. Al pasar por la habitación donde papá hacía su siesta, escuché sus ronquidos altisonantes.

La música estaba en pausa y, al sentarme, seguí con el concierto. Repentinamente, un estruendo seco, breve y violento, sacudió la casa desde sus cimientos. Fue un sonido similar a una explosión intensa de corta duración, tan fuerte que mis oídos quedaron con un zumbido y no escuchaba nada. Me levanté desconcertado y vi que mi padre salió asustado a la sala. Con el movimiento de sus labios me di cuenta de que preguntaba: ¿qué pasó?

No sabía qué había pasado, así que respondí con la expresión de mis brazos. De prisa, desesperado, caminó hacia la cocina y luego al corredor, mientras yo lo seguía. Volvía a escucharlo y, de inmediato, dijo, mirando hacia la torre de madera, el mirador de la casa, construida sobre el corredor donde estaba la antena de radiocomunicación: ¡Fue un rayo! ¡Ha caído un rayo! Vi que la antena ya no estaba; la parte alta de la torre y sus bancas estaban chamuscadas por el impacto del rayo. Un poco a la izquierda, en el cielo azul, la nubecita insignificante iba en dirección al faro.

Poco a poco, nos dimos cuenta de los daños ocasionados, además de la destrucción de la antena, cuyos trozos estaban esparcidos en el patio trasero. Las luces no funcionaban debido a que todo el sistema eléctrico quedó destrozado, y se quemaron los electrodomésticos que estaban enchufados. La televisión no volvió a funcionar y la radio de comunicación que Mike tenía instalada para hablar con mi hermana cuando andaba pescando se quemó totalmente.

Tuvimos la suerte de no sufrir ningún daño personal, solo el susto del impacto y el estruendo del rayo. El sistema de protección nos salvó la vida, desviando la descarga eléctrica a tierra.

Cuando mi padre le dio la noticia a Indiana y a Mike, no podían creerlo, mucho menos imaginárselo, al igual que los vecinos, que hicieron correr la voz sobre el incidente a la velocidad de un rayo por todos los rincones de Utila.

Terminaron las vacaciones y regresé al trabajo con un poco más de energía. Mi papá viajó meses después a Nueva Guinea de visita, siempre con el corazón roto. Me di cuenta, después de ese incidente provocado por la nubecita gris despistada, de que la vida, a pesar de las múltiples fracturas que nos provoca, vale la pena vivirla y hay que seguir adelante.

Meses después, el seguro que Mike había contratado pagó los daños que el rayo ocasionó en la casa, una de las que estuvo expuesta a la probabilidad de riesgo, que es de menos de uno en un millón por año para las casas que pueden ser alcanzadas por un rayo.

 

5 de septiembre de 2024.

Foto: Tormenta en el paraíso (Sergio Orozco Carazo). 

domingo, 8 de septiembre de 2024

EL HOMBRE QUE VENDE COCOS

 


Erlin Flores tiene más de ocho años de dedicarse a la compra y venta de cocos en Nueva Guinea, de donde es originario. Vive en la zona 5, cerca de la Iglesia de Dios, y lo he encontrado en la esquina opuesta a la delegación de la Policía Nacional.

Lo he llamado haciendo señas con las manos, y sonriente, me busca con una sonrisa plena en su rostro.

—¿Cuántos cocos va a querer? —pregunta al acercar el carretón a la acera, frente a la farmacia La Candelaria.

En el carretón lleva el cascarón de lo que un día fue una refrigeradora, acomodada de manera horizontal. Dentro de ella, los cocos pelados aún están helados por el hielo que acomoda encima y entre ellos.

—Tenía varios días de estar pensando en que podía encontrármelo para tomarle una foto y hacerle una pequeña entrevista —le digo.

¡Dígame!

—¿Cómo se le ocurrió la idea de vender cocos por las calles de Nueva Guinea? Cuéntenos.

—Ah, yo trabajaba de albañil. Usted sabe que trabajando de albañil es más distinto, gana menos y se penquea más, mientras que el negocio le da más, ¿ve?

—¿Con cuántos comenzó?

—Primero fue al suave, de poquito. Un amigo mío llamado Alvin, que trabajaba de albañil, me prestó una carretilla de mano y comencé a venderlos con todo y pulpa. Primero unos 20, después 30 y luego 50, 70, y así hasta llegar, en ocho años, a los 200 cocos, pero ya pelados y sin pulpa.

—¿Cuál es su recorrido?

—Lo más largo es hasta el parque central: todo el mercado, por el Pali y la calle central. Desde la zona 5 hasta estos lados es largo; hay que empujar el carretón —dice.

Dos motocicletas pasan sin prisa, y hemos pausado la conversación. Claro, pienso, enfrente está la delegación de policía; pero por otro lado, pasan veloces, haciendo piruetas y rugir los motores.

—Mire —agrega—, también vendo el agua embotellada, en litros, pero ahora solo ando en galón.

¿Dónde consigue los cocos?

Salgo a Naciones Unidas, La Esperanza, Nuevo León, Los Pintos, Río Plata, Los Ángeles y aquí en el pueblo. Yo subo al palo y escojo los que ya están buenos, porque hay otros que se los llevan parejos, y eso me atrasa porque, cuando vuelvo a pasar, digamos a los tres meses, ya no hay cocos de agua como los que yo vendo —responde.

—¿Tiene identificados los palos de coco por comunidad, geolocalizados, ¿verdad? ¿Usted los compra por gajos?

—No, no, los compro por unidad. Este sí, este no.

—¿Cuántos cocos vende por día?

—Cuando la venta está buena, mire, yo vendo entre 200 y 300 cocos. Cuando voy a comprarlos, me traigo unos 400 para poder trabajar dos días y después vuelvo a ir. Mañana me toca ir; cada dos días voy —aclara.

—Dígame, ¿a qué precio vende el coco? Este me lo dio a 15 el coco, rebajado, pero normalmente a como lo da.

Los doy a 20 cada uno. Si vendo los 200, hago 4,000 córdobas al día.

—¡Cuatro mil al día! ¡Usted gana más que yo!

—No, no, espere. De esos 4,000 me quedan unos 2,000 al día. No ve que yo compro el coco a tres córdobas y pago dos de transporte por coco para traerlos hasta aquí. Y lo que en definitiva me ayuda es la clientela que tengo, hecha en tantos años de estar vendiendo cocos. Mire, la gente siempre me dice, cuando quiere varios cocos, que le baje un poquito; entonces le rebajo cinco pesos por coco.

—¿Los trae con todo y la pulpa?

—No, no, los traigo sin la cáscara. Los pelo en el lugar y la deposito en los basureros para ello. Mire, esa pulpa es buena como abono; lo tengo comprobado porque yo le eché a un guineal y viera qué guineos más hermosos los que cosechaba.

—Entonces, amigo, le va bien con este negocio.

—Sí, no me quejo. Mantengo a la familia, a mi mujer y tres hijos.

—¿Qué edad tiene?

—Tengo 38 años cumplidos.

—Usted está joven y con fuerzas para seguir vendiendo cocos por toda Nueva Guinea y ganar buena plata.

—He pensado en poner un puesto de ventas de cocos.

—No es mala idea, pero piense en seguir vendiendo por las calles. Usted busca al cliente, sabe dónde ir a buscarlo, y el cliente se alegra cuando lo ve y dice: “Allá viene el hombre que vende cocos”. Y no pierda eso, que es lo que ha hecho crecer su clientela. Usted debería buscar una motoneta con un tráiler acoplado para vender por toda Nueva Guinea.

—Amigo, eso es caro y no me quiero enjaranar.

—No, hombre, con ese montón de plata que gana ahora, hasta sus amigos albañiles de seguro se quedan sorprendidos, así como yo. Y le aseguro que cualquiera de esas cooperativas o microfinancieras le dará el crédito para que venda con su nuevo medio de transporte y ya no se joda tanto, porque ocho años es bastante tiempo y el tiempo vuela.

—¿Le puedo tomar una foto? —pregunto.

—Dele —responde Erlin—, y zas, la foto.

—¿Es que llevas cocos? —pregunta Emilce.

—Sí, llevo dos.

—¿No tiene agua embotellada?

—No —responde Erlin—, solo en galón.

—Es mucho —responde ella.

Una llovizna comienza a caer proveniente del sur, acompañada de un vientecito helado. Es una tarde de sábado con calles casi desoladas en Nueva Guinea. Me despido de Erlin y, en el trayecto, le cuento a Emilce la plática que tuve con el hombre que vende cocos en las calles de Nueva Guinea.

 

Domingo, 8 de septiembre de 2024.

Foto propia.

martes, 27 de agosto de 2024

CERDOS BLANCOS Y HERMOSOS

 


Los primeros rayos de la luna aparecieron a través de la ventana. Abrí la cortina para que se mostrara y, entre la leve neblina, se veía radiante, con esas nubecitas oscuras que coqueteaban con ella al anteponerse en su movimiento hacia el oeste. Una brisa húmeda inundó la habitación, y me asomé para admirarla. Estaba fabulosa, era una luna de esas que inspiran a los enamorados, a poetas melancólicos, admirada por pescadores, mujeres enamoradas. campesinos y habitantes de las ciudades que salen a espacios abiertos, a la playa, a miradores en las colinas y valles.

Desde siempre, la luna llena había tenido un efecto peculiar en mí, como si despertara recuerdos enterrados de tiempos lejanos. Ese magnetismo me atraía, especialmente en esta casa de madera, aislada en el campo, donde buscaba refugio de una vida que se me escapaba entre las manos.

Desde la ventana, emergiendo entre la niebla, vi que dos cerdos blancos y bien cebados, de la raza Landrace, provenientes de la plazuela, entraban debajo del tambo de la casa. Era una casa construida sobre gruesos pilares, con una escalera de acceso en su parte frontal. Miraba desde la primera ventana del costado norte.

La brisa que acompañaba la neblina repentinamente se tornó un poco fría, así que busqué mi chaqueta para arroparme. Luego volví a asomarme por la ventana y vi que otros tres cerdos, similares a los anteriores, corrían apresurados buscando refugio debajo de la casa. Ahora eran cinco cerdos blancos, y decidí salir al corredor para observarlos.

Escuché el gruñido de los cerdos, ¡oinc, oinc!, provenientes del bosque, más allá de la plazuela, que se mostraba iluminada y húmeda. Seguidamente, entraron más cerdos blancos, apresurados y jadeantes, gruñendo con intensidad, pero ahora no podía contarlos porque era una piara de cerdos blancos que entraban por cada uno de los costados de la casa.

Era extraño. Había algo en esos cerdos que no cuadraba, como si no fueran simplemente animales, sino algo más... algo que mi mente no alcanzaba a comprender, pero que mis instintos reconocían como peligro.

Bajé el primer escalón de la escalera, al pie de la subida, y noté que no salían de la protección que les daba la sombra de la casa. Allí estaban esos cerdos blancos, cebados, hermosos y ahora agitados, gruñendo con intensidad. Era una piara de más de treinta cerdos que circulaba en contra del sentido de las manecillas del reloj, de este a oeste, girando debajo de la casa, destruyendo el suelo compactado con sus pezuñas, tirando y destrozando albardas, calderos, pichingas y cinchos, hasta convertir su incursión en una tormenta descontrolada, escandalosa, que se fortalecía a medida que los rayos de la luna aumentaban su luminosidad.

Algo provocó que se me erizaran las vellosidades de los brazos. Luego escuché un zumbido intenso y mis manos comenzaron a temblar. Sentí un profundo temor y corrí de prisa para subir las escaleras y refugiarme en lo alto del corredor, con los cerdos girando velozmente debajo de la casa.

Me asaltó una sensación extraña, un recuerdo difuso de otra noche, hace años, cuando era adolescente y algo similar había ocurrido. Nunca supe qué fue, aunque a muchos les conté y pregunté, y desde entonces, no volví a dormí tranquilo en noches de luna llena.

Desde la profundidad del bosque, más allá de la plazuela, y desde la ventana donde ahora volvía a observar con temor, escuché un disparo que estremeció mis oídos, luego dos más, y minutos después noté que los cerdos volvían a calmarse. Dejaron de dar círculos y, poco a poco, se echaron en grupos fuera del corredor, en la plazuela, alrededor de la casa.

Esa noche de luna llena tuve un sueño ligero; despertaba dando saltos y me asomaba por la ventana con temor, pero los cerdos se calmaron. Eran cerdos blancos y hermosos, echados en círculos, uno encima del otro, durmiendo profundamente. Pero en mis sueños, las imágenes eran distintas. Veía a esos cerdos transformarse, su piel blanca convirtiéndose en sombras que se alzaban y se retorcían bajo la luz de la luna, como si algo maligno estuviera atrapado en sus cuerpos.

Desperté tarde y bajé al tambo de la casa. Había una gran fosa entre los seis pilares de la casa y todos los instrumentos de trabajo y enseres domésticos estaban destruidos. Los cerdos habían desaparecido. A las siete de la mañana llegó uno de los vecinos que colinda con mi propiedad. “¿Disparó usted?”, pregunté. “Sí,” respondió, “un hermoso tigrillo atrapó a una ternera. Lo vi alejarse con el claro de la luna y desaparecer en el bosque.”

Pero algo en su mirada me hizo sospechar que no me estaba contando toda la verdad. Como si él también supiera que aquella noche había sido diferente, que algo más había acechado en la oscuridad, algo que ambos preferíamos no nombrar. Y mientras veía la luz del día disipar los últimos vestigios de la neblina, comprendí que la calma que sentía era solo temporal, una tregua antes de que la luna llena volviera a alzarse y trajera consigo nuevos horrores.

 

22 de agosto de 2024
Foto: Internet.

martes, 20 de agosto de 2024

AMANECER ACTIVO

 



Desperté un poco más tarde hoy, a las 4:20 de la mañana. ¡Creo que me regalé unos minutos extra de descanso, y se sintió increíble! Después de todo, nunca se duerme demasiado cuando se trata de cuidar de uno mismo.

A las 4:40 de la mañana, ya me encontraba caminando en el parque, disfrutando del fresco inicio de un nuevo día.

Según mi registro, inicié la caminata a las 4:46 a.m. Prado y Lilian ya estaban en acción, como siempre, comenzando con energía su rutina diaria. Es un gusto saludar a los compañeros de camino, esos que, si faltas un día, te lo hacen saber con cariño porque te extrañan.

Hoy vi a pocos caminantes, pero cada uno tiene su historia. Hay quienes te sorprenden con su dedicación y transformación. Después de tantos meses corriendo juntos, es inspirador ver cómo el esfuerzo da frutos. Un muchacho, cuyo nombre no sé, hace seis meses era un gordito simpático, ¡pero ahora lo vi más alto, más fuerte y corriendo a gran velocidad! Es evidente que madrugar para respirar aire fresco y sudar vale la pena. Con el tiempo, algunos de esos rostros conocidos se convierten en compañeros de camino, y compartir la jornada con ellos hace todo más ameno.

Ayer fui a comprar un medicamento en la farmacia y, de paso, decidí pesarme. "¡Son 150 libras!", dijo Magdalena, la dueña de la farmacia, con una sonrisa. "¿En serio?", pensé sorprendido. Me preguntaba si la balanza estaba bien calibrada. Magdalena me pidió que lo intentara de nuevo, y ahí estaba, el mismo número: 150. "Pero si hace poco pesaba 158 libras, a finales de junio", le comenté. "Es por todas esas caminatas diarias que haces. Si las dejas, verás cómo subes de peso", me respondió con un guiño. Le di las gracias, pagué los medicamentos y seguí con mis tareas del día.

Pero volviendo a la caminata, hoy completé 6.43 kilómetros en 1:30:03 horas, con un ritmo medio de 14 minutos por kilómetro. ¡En total di 9,210 pasos, con una zancada promedio de 70 cm!

Y aquí estoy, compartiendo con ustedes mi mañana, los caminantes, mi peso y los logros del día. ¡Casi lo olvido! Después de un desayuno energizante con miel, frutas, yogur, ciruelas, café y pan con margarina y mantequilla de maní, continúo con mi rutina de ejercicios: 30 repeticiones de Curl para bíceps con mancuernas de 15 kilos en cada brazo, y luego 30 repeticiones de Press de hombro con 20 kilos.

Y mientras observo por la ventana, me pregunto con entusiasmo qué nuevas sorpresas y logros me esperan en este día que recién comienza.

 

20/08/2024

Foto: Internet.


miércoles, 14 de agosto de 2024

ECOS DE VIDA

 



En el lienzo del tiempo, un esbozo trazado,
cada rayo de sol, cada sombra abrazada,
los caminos recorridos,
los trabajos que construyeron mi ser,
las risas compartidas en cada lugar,
y las despedidas que dejaron huella.

Desde El Bluff, donde las olas susurran,
bajo el cielo vasto del caribe,
y Bluefields, donde la brisa acaricia,
los días de niñez y adolescencia en la arena dorada,
he vivido en los ecos de la historia,
en el murmullo del mar,
y en la quietud del amanecer.

En Managua, época de estudios,
aventuras y trabajos;
vida urbana casi anárquica,
cambios bruscos y sorpresas cotidianas,
donde los sueños se entrelazaban
con la vibrante energía de la ciudad.

Cada rayo de sol, cada sombra,
una época de madurez en la adversidad,
resonando en Juigalpa, caracolitos negros,
Amerrisque y sus llanos ganaderos.

Ahora, al cumplir 67 años,
mi corazón resuena con gratitud,
en Nueva Guinea, el trópico húmedo,
donde vivo y cosecho nietos,
por cada paso, cada lucha,
cada momento que tejió mi destino.
Celebro la vida en su esplendor,
con el peso de las memorias,
y la ligereza de un nuevo comienzo.

Con la sabiduría del tiempo,
brindo por los sueños que aún persigo,
y por la belleza que habita en el ahora,
pues cada año es un regalo,
un poema que sigue escribiéndose 
en la paleta de la existencia.

 

14/08/2024
Nueva Guinea, RACCS