miércoles, 18 de septiembre de 2024

DESTROZOS


Fue tan fuerte el estruendo que se expandió por toda la casa y  me levanté asustado del sofá desde el que miraba un concierto de Eric Clapton en el televisor. Estaba totalmente concentrado en ello, y mi padre hacía la siesta en su habitación, en la casa de mi hermana en Utila después de almorzar juntos uno de los suculentos platos que él disfrutaba preparar. Se encontraba con mucho dolor por la muerte de mi madre; la extrañaba tanto que lloraba casi todos los días de la semana. Su corazón estaba totalmente desgarrado y tomé dos semanas de vacaciones en Utila para estar a su lado.

Casi salí corriendo por el ritmo de trabajo que tenía. Trabajaba en la formulación, ejecución, seguimiento, monitoreo y evaluación de proyectos; coordinaba acciones con organismos y el gobierno local; me reunía con muchas personas y visitaba más de treinta comunidades de Nueva Guinea y otras del resto del país. Estaba agotado; tenía muchos años de no tomar un buen descanso. Necesitaba respirar aire fresco y relajarme. Utila era el lugar ideal para disfrutarlo con mi padre, mi hermana, mis sobrinas y amigos de siempre.

Llevaba varios días haciendo buceo de superficie en los bancos de arrecife de coral que hay en los alrededores. Siempre lo hacía; además, es uno de los atractivos turísticos de la isla. Su belleza es inigualable: están protegidos, hay varias escuelas de buceo cuyos precios son accesibles, lo que atrae a muchos turistas y genera ingresos en toda la cadena de servicios que ofrecen los Utileños.

El día anterior mi hermana había viajado en avioneta a La Ceiba con su familia para hacer compras y pasar el fin de semana. Solamente él y yo estábamos en casa. Era un día de verano, soleado, caluroso, de cielo azul despejado y mar calmo, ideal para bucear, pero me había quedado acompañándolo.

Salí al corredor del frente de la casa, y a lo lejos, en el horizonte azul, sobre la copa del manglar que crece abundante en la laguna de arriba, vi una nube gris pequeña entre las altas nubes blancas que pincelaban el cielo. Era una nube perdida en el camino del Caribe hondureño, en la inmensidad del cielo de las Islas de la Bahía. Estaba a la deriva, sin ninguna racha de viento que la empujara para hacerla avanzar. Era una nubecita gris insignificante que no provocaba ninguna preocupación porque no cambiaría las condiciones climáticas, ni traería lluvias, mucho menos una tormenta, y calculé que pasaría sobre el arrecife y el faro ubicado en la punta sureste de la isla, mucho más allá del muelle de la casa donde estaba atracado el barco pesquero de Mike, mi cuñado.

Así que entré a la sala para seguir disfrutando del concierto que estaba viendo en la televisión. Mi padre hacía su siesta y solo se escuchaba la música, sus ronquidos y el ruido de las motocicletas y carritos de golf que pasaban por la calle en dirección al puente para acceder a la antigua pista de aterrizaje o dirigirse al centro del pueblo.

El concierto de Clapton estaba de moda, principalmente por la canción Tears in Heaven, una balada acústica escrita en 1991. En ella habla de su dolor por el duelo y su lucha interna por superar la muerte de su hijo de cuatro años, donde se pregunta si en el cielo las cosas seguirían siendo iguales. Es la historia de un padre que está destrozado, roto en mil pedazos por la muerte de su hijo. Es realmente una gran canción, ganadora de varios premios Grammy y un éxito mundial.

Después de diez minutos, fui al refrigerador de la cocina para tomar un poco de agua. Salí al corredor de madera ubicado detrás de la casa. Vi el faro y, más allá, los Cayitos de Utila. El oleaje descansaba; la bahía se mostraba majestuosa, con cayucos surcándola, y miraba con claridad la estela de espuma blanca que dejaban en su trayecto, con el verdor de Sandy Bay, Blue Bayou y toda la costa oeste de la isla al fondo, hasta alcanzar los Cayitos entre el brillo parpadeante del calor en el agua.

Es un día espléndido, pensé. Regresé a la sala con el vaso de agua. Al pasar por la habitación donde papá hacía su siesta, escuché sus ronquidos altisonantes.

La música estaba en pausa y, al sentarme, seguí con el concierto. Repentinamente, un estruendo seco, breve y violento, sacudió la casa desde sus cimientos. Fue un sonido similar a una explosión intensa de corta duración, tan fuerte que mis oídos quedaron con un zumbido y no escuchaba nada. Me levanté desconcertado y vi que mi padre salió asustado a la sala. Con el movimiento de sus labios me di cuenta de que preguntaba: ¿qué pasó?

No sabía qué había pasado, así que respondí con la expresión de mis brazos. De prisa, desesperado, caminó hacia la cocina y luego al corredor, mientras yo lo seguía. Volvía a escucharlo y, de inmediato, dijo, mirando hacia la torre de madera, el mirador de la casa, construida sobre el corredor donde estaba la antena de radiocomunicación: ¡Fue un rayo! ¡Ha caído un rayo! Vi que la antena ya no estaba; la parte alta de la torre y sus bancas estaban chamuscadas por el impacto del rayo. Un poco a la izquierda, en el cielo azul, la nubecita insignificante iba en dirección al faro.

Poco a poco, nos dimos cuenta de los daños ocasionados, además de la destrucción de la antena, cuyos trozos estaban esparcidos en el patio trasero. Las luces no funcionaban debido a que todo el sistema eléctrico quedó destrozado, y se quemaron los electrodomésticos que estaban enchufados. La televisión no volvió a funcionar y la radio de comunicación que Mike tenía instalada para hablar con mi hermana cuando andaba pescando se quemó totalmente.

Tuvimos la suerte de no sufrir ningún daño personal, solo el susto del impacto y el estruendo del rayo. El sistema de protección nos salvó la vida, desviando la descarga eléctrica a tierra.

Cuando mi padre le dio la noticia a Indiana y a Mike, no podían creerlo, mucho menos imaginárselo, al igual que los vecinos, que hicieron correr la voz sobre el incidente a la velocidad de un rayo por todos los rincones de Utila.

Terminaron las vacaciones y regresé al trabajo con un poco más de energía. Mi papá viajó meses después a Nueva Guinea de visita, siempre con el corazón roto. Me di cuenta, después de ese incidente provocado por la nubecita gris despistada, de que la vida, a pesar de las múltiples fracturas que nos provoca, vale la pena vivirla y hay que seguir adelante.

Meses después, el seguro que Mike había contratado pagó los daños que el rayo ocasionó en la casa, una de las que estuvo expuesta a la probabilidad de riesgo, que es de menos de uno en un millón por año para las casas que pueden ser alcanzadas por un rayo.

 

5 de septiembre de 2024.

Foto: Tormenta en el paraíso (Sergio Orozco Carazo). 

domingo, 8 de septiembre de 2024

EL HOMBRE QUE VENDE COCOS

 


Erlin Flores tiene más de ocho años de dedicarse a la compra y venta de cocos en Nueva Guinea, de donde es originario. Vive en la zona 5, cerca de la Iglesia de Dios, y lo he encontrado en la esquina opuesta a la delegación de la Policía Nacional.

Lo he llamado haciendo señas con las manos, y sonriente, me busca con una sonrisa plena en su rostro.

—¿Cuántos cocos va a querer? —pregunta al acercar el carretón a la acera, frente a la farmacia La Candelaria.

En el carretón lleva el cascarón de lo que un día fue una refrigeradora, acomodada de manera horizontal. Dentro de ella, los cocos pelados aún están helados por el hielo que acomoda encima y entre ellos.

—Tenía varios días de estar pensando en que podía encontrármelo para tomarle una foto y hacerle una pequeña entrevista —le digo.

¡Dígame!

—¿Cómo se le ocurrió la idea de vender cocos por las calles de Nueva Guinea? Cuéntenos.

—Ah, yo trabajaba de albañil. Usted sabe que trabajando de albañil es más distinto, gana menos y se penquea más, mientras que el negocio le da más, ¿ve?

—¿Con cuántos comenzó?

—Primero fue al suave, de poquito. Un amigo mío llamado Alvin, que trabajaba de albañil, me prestó una carretilla de mano y comencé a venderlos con todo y pulpa. Primero unos 20, después 30 y luego 50, 70, y así hasta llegar, en ocho años, a los 200 cocos, pero ya pelados y sin pulpa.

—¿Cuál es su recorrido?

—Lo más largo es hasta el parque central: todo el mercado, por el Pali y la calle central. Desde la zona 5 hasta estos lados es largo; hay que empujar el carretón —dice.

Dos motocicletas pasan sin prisa, y hemos pausado la conversación. Claro, pienso, enfrente está la delegación de policía; pero por otro lado, pasan veloces, haciendo piruetas y rugir los motores.

—Mire —agrega—, también vendo el agua embotellada, en litros, pero ahora solo ando en galón.

¿Dónde consigue los cocos?

Salgo a Naciones Unidas, La Esperanza, Nuevo León, Los Pintos, Río Plata, Los Ángeles y aquí en el pueblo. Yo subo al palo y escojo los que ya están buenos, porque hay otros que se los llevan parejos, y eso me atrasa porque, cuando vuelvo a pasar, digamos a los tres meses, ya no hay cocos de agua como los que yo vendo —responde.

—¿Tiene identificados los palos de coco por comunidad, geolocalizados, ¿verdad? ¿Usted los compra por gajos?

—No, no, los compro por unidad. Este sí, este no.

—¿Cuántos cocos vende por día?

—Cuando la venta está buena, mire, yo vendo entre 200 y 300 cocos. Cuando voy a comprarlos, me traigo unos 400 para poder trabajar dos días y después vuelvo a ir. Mañana me toca ir; cada dos días voy —aclara.

—Dígame, ¿a qué precio vende el coco? Este me lo dio a 15 el coco, rebajado, pero normalmente a como lo da.

Los doy a 20 cada uno. Si vendo los 200, hago 4,000 córdobas al día.

—¡Cuatro mil al día! ¡Usted gana más que yo!

—No, no, espere. De esos 4,000 me quedan unos 2,000 al día. No ve que yo compro el coco a tres córdobas y pago dos de transporte por coco para traerlos hasta aquí. Y lo que en definitiva me ayuda es la clientela que tengo, hecha en tantos años de estar vendiendo cocos. Mire, la gente siempre me dice, cuando quiere varios cocos, que le baje un poquito; entonces le rebajo cinco pesos por coco.

—¿Los trae con todo y la pulpa?

—No, no, los traigo sin la cáscara. Los pelo en el lugar y la deposito en los basureros para ello. Mire, esa pulpa es buena como abono; lo tengo comprobado porque yo le eché a un guineal y viera qué guineos más hermosos los que cosechaba.

—Entonces, amigo, le va bien con este negocio.

—Sí, no me quejo. Mantengo a la familia, a mi mujer y tres hijos.

—¿Qué edad tiene?

—Tengo 38 años cumplidos.

—Usted está joven y con fuerzas para seguir vendiendo cocos por toda Nueva Guinea y ganar buena plata.

—He pensado en poner un puesto de ventas de cocos.

—No es mala idea, pero piense en seguir vendiendo por las calles. Usted busca al cliente, sabe dónde ir a buscarlo, y el cliente se alegra cuando lo ve y dice: “Allá viene el hombre que vende cocos”. Y no pierda eso, que es lo que ha hecho crecer su clientela. Usted debería buscar una motoneta con un tráiler acoplado para vender por toda Nueva Guinea.

—Amigo, eso es caro y no me quiero enjaranar.

—No, hombre, con ese montón de plata que gana ahora, hasta sus amigos albañiles de seguro se quedan sorprendidos, así como yo. Y le aseguro que cualquiera de esas cooperativas o microfinancieras le dará el crédito para que venda con su nuevo medio de transporte y ya no se joda tanto, porque ocho años es bastante tiempo y el tiempo vuela.

—¿Le puedo tomar una foto? —pregunto.

—Dele —responde Erlin—, y zas, la foto.

—¿Es que llevas cocos? —pregunta Emilce.

—Sí, llevo dos.

—¿No tiene agua embotellada?

—No —responde Erlin—, solo en galón.

—Es mucho —responde ella.

Una llovizna comienza a caer proveniente del sur, acompañada de un vientecito helado. Es una tarde de sábado con calles casi desoladas en Nueva Guinea. Me despido de Erlin y, en el trayecto, le cuento a Emilce la plática que tuve con el hombre que vende cocos en las calles de Nueva Guinea.

 

Domingo, 8 de septiembre de 2024.

Foto propia.