martes, 19 de septiembre de 2017

LAS VACAS DEL MANDADOR


Las Vacas del Mandador, así le llamaban a Juan Huerta porque ese era su oficio en la loma del faro, se paseaban por todos los caminos posibles del puerto. Pastaban en los alrededores de la planta de la Booth, cerca de las casas de la Colonia, a los lados de la pista de aterrizaje, en el tramo de carretera que comunicaba la planta de procesamiento con el muelle de los barcos pesqueros y alrededor del pozo del taller de la aduana donde se entretenía Orlando Lacayo con Juan Ramón Acosta brindándole mantenimiento a los motores fuera de borda que usaban en la panga que trasladaba al coronel Peters a Bluefields en sus misiones administrativas y amorosas, y a la planta eléctrica de la aduana que brindaba energía eléctrica a las casas de la aduana. Los dos eran indulgentes con las vacas y siempre sacaban agua del pozo que quedaba al lado del taller donde les dejaban dos cubetas llenas de agua para que calmaran la sed.

Uno de los lugares preferidos de las vacas del Mandador era la loma del parque. ¿Por dónde subían a la loma? No podían subir por las gradas del parque que desembocaban frente a la aduana al recorrer parte del andén después de subir frente a la casa de los Allen porque Pilito, un empleado de la Aduana, corría detrás de ellas para regresarlas. El único lugar posible era por la subida de la parte sur de la loma y que al bajarla salías frente al Vietnam. Una vez coronada esa subida del sur de la loma, se apreciaba el tanque de agua de la casa del coronel Peters y a la izquierda una casa de la guardia que tenía a su lado una pequeña celda. Desde ese punto se admiraba la playa del Tortuguero, la loma del faro, las casas de la Colonia y el muelle de los barcos pesqueros de la Booth. Entre la subida y el muro perimetral de concreto que protegía la casa del coronel predominaban pastos y matorrales que las vacas del Mandador aprovechaban pastando por las tardes. El caminito que bordeaba la derecha del cerco perimetral era frecuentado por chavalos del puerto en búsqueda de mangos, marañones y de la diversión que obtenían en la explanada del parque y su plazoleta cubierta de grama.

—Qué lindo se mira Bluefields desde aquí —dijo el chavalo flaco que calzaba unos burritos Adoc.
—Sí, el azul del cielo en la bahía se refleja en sus cerros —confirmó el chavalo chirizo que lo acompañaba.

Subieron las gradas azules de la explanada y se treparon a una jardinera aérea de concreto para tener una mejor visión del paisaje.

—¡Mirá que lindo!, ¡mirá los barcos, parecen botecitos de papel! —señaló el Flaco hacia la bahía en dirección a Half Way Cay.
—Mirá para este lado, mirá los botes de canalete de los pescadores que pescan con tarrayas frente a la isla de Miss Lilian —dijo el Chirizo.
—Todos son de Bluefields, a ningún Blofeño le gusta tarrayar —contestó el otro.

Y así, observando el paisaje y conversando sus ocurrencias fue pasando el tiempo.

 En raras ocasiones se miraba gente en los alrededores del parque con excepción de Leónidas, Masayita, Tiquitito y Victoriano que compraban sus botellas de guaro lija donde doña Rosa Emilia y seguían el camino después de hacer chambas trasladando carga a las casas de los que llegaban de Bluefields. Otros eran jóvenes parejas clandestinas en busca de privacidad al natural. El día de navidad era el más concurrido del parque por los habitantes del puerto porque el coronel Peters le celebraba a lo grande el cumpleaños a Margarita, la hermana menor de los Allen que padecía síndrome de Down, y todos eran invitados.

Desde lo alto de la jardinera el Flaco y el Chirizo vieron que Masayita, Victoriano y Tiquitito entraron a la explanada y se sentaron en una de las bancas.

—Quédate callado, no hagas bulla. Miremos lo que van a hacer —dijo el flaco bajando la voz.

Los tres se sentaron en la banca adherida al muro que retenía la grama de playa, unos veinte escalones antes de subir a la jardinera donde el Flaco y el Chirizo estaban acomodados disfrutando de la brisa y admirando el paisaje.

Masayita sacó de su abdomen dos botellas, una botella de guaro lija y otra de agua que las sostenía de la faja. Tiquitito puso en la banca dos mangos celeques y Victoriano una bolsita con sal.

—Yo primero —dijo Masayita y se empinó la botella.

Victoriano y Tiquitito se quedaron en silencio con sus ojos llorosos de ganas al ver las burbujas en la botella. Victoriano escupió, le untó un poco de sal al mango y le dio un mordisco.

—¡Clase de trago! —dijo Tiquitito y dio un escupitajo chirre en el piso azul de la explanada.

Masayita sacudió su cabeza y se puso de pie. Era el más pequeño de los tres y Tiquitito los doblaba en altura. Se remangó el pantalón con una mano y escupió.

—Ahora te toca a vos —dijo dirigiéndose a Victoriano y le cedió la botella.
—Ve que lindo —dijo Tiquitito —, sólo trajo sal, va de segundo y es glotón. Dale suave—agregó.
—Mirá, mirá, allá vienen las vacas del mandador —dijo en voz baja el Chirizo, dirigiéndose al Flaco al ver que las vacas entraban a la explanada por el mismo camino que todos habían recorrido minutos antes.
—Shiii, shiii—expresó el Flaco golpeando sus labios con un dedo.

Masayita estaba de espalda a la entrada mientras Tiquitito observaba a Victoriano echarse el trago, un trago largo, con un volumen equivalente a tres sencillos que provocaba largos movimientos en su manzana de Adán y, al hacerlo, vio a las cinco vacas del mandador que entraron a la explanada dejando sus plastas de mierda regadas en la loseta azul.

—Las vacas del Mandador —dijo Tiquitito señalándolas.
—Ordeñémoslas —dijo Masayita.
—Sí, sí, así pasamos el trago con lechita —propuso Victoriano.

Los tres se dispusieron a cortarles el paso con la intención de ordeñarlas. Masayita corrió a la entrada, Victoriano hacia la bajada norte del parque y Tiquitito se quedó frente a ellas.

—Ayudémosles —dijo el Flaco.
—Sí, yo también quiero leche —dijo el Chirizo y se bajaron de la jardinera.
—¿Y ustedes de dónde salieron? —preguntó Tiquitito.
—Les ayudamos si nos dan leche —dijo el Chirizo.
—¡Va pues! —respondió.

El Flaco y el Chirizo corrieron hacia ellas con el fin de atrapar a una pero se espantaron y corrieron en dirección hacia Victoriano que trataba de detenerlas para que no se escaparan por la bajada del parque pero fue imposible que las vacas se detuvieran, aun cuando Masayita y Tiquitito pegaban gritos como verdaderos cowboys en una estampida para que se dirigieran hacia la explanada nuevamente.

Abajo, en el portón de la Aduana que tenía acceso al andén del puerto, se encontraba Pilito. Desde allí escuchó los gritos que daban y dio aviso a los otros empleados que salieron ante el bullicio. Al verlos abandonar sus escritorios el coronel apresuró su andar taciturno hacia el portón.

—¿Cuál es el es-cán-da-lo? —preguntó el coronel con su voz baja y entrecortada al asomarse.
—Unos vagos querer bajar vacas del mandador desde allá arriba —respondió Pilito en su español machacado.
¿Có-mo? —preguntó el coronel tratando de ver hasta la cumbre de las gradas.
—Arriándolas mi coronela, por eso gritar, gritar mucho.
—Las va-cas no pue-den, no pue-den ba-jar gra-das, es an-ti na-tu-ral pa-ra ellas, las van a des-nucar —explicó el coronel.
—¿Por qué? —preguntó uno de los empleados.

El coronel explicó al grupo, con su forma de hablar, que las vacas evitan caminar abajo en las escaleras porque la pendiente y la estructura de las escaleras no se encuentran en la naturaleza y que solamente se adaptan a las proporciones humanas de la pierna. La pendiente media de una escalera es de 35 grados, por lo que los seres humanos pueden caminar por ella sin pensarlo. Las vacas, por el contrario, tienen una distribución de peso y una estructura ósea mucho más diferentes por lo que es difícil para ellas moverse de la misma manera. También les dijo que cualquier animal con una masa corporal como la de una vaca tendría dificultades para ir cuesta abajo en una pendiente de 35 grados. Agregó que por el peso de una vaca, el miedo del animal de caminar por las escaleras es racional. Dijo que los cuellos de las vacas son mucho menos móviles y que cuando se inclinan tan hacia adelante se les hace difícil ver hacia el frente, algo que instintivamente evitan y, si se les obliga a ello, pueden resbalar y desnucarse.

—Esos vagos las van a desnucar —dijo uno de los empleados al escuchar los argumentos del coronel sobre las vacas y las escaleras.
—Coronela, yo ir a evitar desnuque de vacas —dijo Pilito y salió corriendo hacia las gradas del parque.
—Va-yan, va-yan us-te-des tam-bién —les dijo el coronel a los otros empleados que miraban a Pilito subir pegando gritos para que dejaran de arrear las vacas por las gradas del parque.

Las vacas se resistían en la última estación de descanso, antes de coronar la subida hasta la plazoleta de loza. Al ver a Pilito y a los otros empleados de la aduana que subían gritando que no las siguieran arreando, Masayita, Tiquitito y Victoriano salieron corriendo hacia el camino en dirección a la bajada del Vietnam mientras que el Flaco y el Chirizo corrieron en dirección opuesta, buscando el árbol de Guanacaste cercano al pozo de doña Marianita para evitar ser atrapados por los empleados de la Aduana.

Después de ese incidente, de la travesura del Flaco y el Chirizo en conjunto con Masayita, Tiquitito y Victoriano, todos los habitantes del puerto se dieron cuenta que a las vacas nunca se les debe arrear cuesta abajo en unas gradas, mucho menos en las gradas empinadas, azules como el mar, que te permitían subir al parque de la loma donde vivía el coronel. Por ello, las vacas del Mandador siempre se encontraban pastando en la loma sin ser molestadas por los pobladores del puerto.

15/09/2017

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