Ella observa desde el mirador, al pie del acantilado, ubicado detrás de su casa. Está de pie, calza tenis blancos, el ruedo del pantalón jeans que lleva puesto está deshilachado y una camiseta corta muestra su dorso de niña. Su cabello, negro y largo, festeja el viento, sus manos descansan en los pasamanos y el barandal de madera resguarda su cuerpo.
Mira a la nutria que juega entre las olas. Sale del agua, sube a las piedras, espera que exploten y la salpiquen para volver a zambullirse.
Así juguetea, sale y entra al mar con el vaivén del oleaje. Ella lo festeja y
le tira una pelota de hule.
Brinca, aplaude, ríe y grita su nombre ¡Ronso!,
¡Ronso!, y el perro de agua la cautiva con chirridos y chillidos, ¡yuuyiii!, ¡yiiii,
yiiyuu!, cuando golpea la pelota con su trompa haciéndola volar encima del oleaje.
Los pelicanos, las tijeretas y gaviotas vuelan sobre Ronso, dejando su vuelo
inicial detrás de los barcos camaroneros que entran al puerto después de faenar
una noche del año 1970, descienden al nivel del agua, hacen reconocimiento del
perro de agua con curiosidad y vuelven a incorporarse a la estela de aves
marinas que siguen los barcos rumbo al muelle de la Booth.
Ronso se sumerge y luego emerge ejecutando un
grácil movimiento de patas y cola. De arriba hacia abajo, desplazándose en el
agua a gran velocidad. Ella lo mira con sus ojos brillantes, con una sonrisa
real, de felicidad, pero dentro de sí, ansía nadar en las profundidades del mar,
correr hasta el infinito y volar más alto que las tijeretas y mucho más allá de
la isla del Venado.
Desea, a su temprana edad, salir al encuentro
de lo que sus padres y hermanos llamaban futuro, el destino que debe forjarse
de cara al porvenir, el que mira a su alrededor, en cada uno de los rostros
de los visitantes a la casa de su padre, en los trabajadores y empleados en la
empresa camaronera, en la construcción progresiva del bienestar de la gente con
empleo digno, en el auge de la pesca,
en la mejora de la infraestructura y el crecimiento comercial. La gente y el puerto, unidos, concatenados, en completa sinergia, ambos floreciendo.
Ronso sigue desplazándose y se pierde de su
vista, va en dirección al muelle de la Colonia. Ella corre hacia la puerta de
la cocina de su casa, su pelo flamea en sus hombros, corre con fuerza y velocidad porque está acostumbrada a caminar en la pista de aterrizaje, en la playa de El
Tortuguero y en la ensenada al pie de su casa, a cabalgar, a pasear en
bicicleta, en motocicleta, en jeep, en tractor y a nadar en las aguas dulces de
las lagunas, en las aguas cristalinas de Corn Island. Entra a la casa de madera
con arquitectura y diseño hecho en los Estados Unidos. Ronso cruza por el desfiladero y continúa
nadando hacia el muelle.
Sale de prisa por la puerta del porche forrado
de malla metálica y pintado de blanco. Va vestida con su traje de baño
de dos piezas, color rosado con ribetes blancos. Baja apresurada las primeras
quince gradas de la escalera de acceso a la casa, se detiene en el área de descanso. Busca a Ronso
con la mirada, pero la galera del muelle no le permite verlo. Escudriña entre el
oleaje, mira más allá, a lo lejos, en dirección a la isla de Miss Lilian, y
nota que cuatro barcos camaroneros están amarrados en fila al casco hundido del
Jamaica. Vuele la mirada hacia la galera y lo observa nadar debajo del muelle. Corre
por el tramo de descanso y baja de prisa los últimos seis escalones gritando, ¡Ronso!,
¡Ronso!, hasta llegar al muelle.
Ronso emerge y se sumerge dando chillidos como invitándola
a que entre en el agua. Ella corre por el muelle en dirección a la galera,
llega al extremo y, de un salto de nadadora, se sumerge en las aguas de la bahía.
Nadan juntos. Ronso festeja con sus chillidos y coletazos en círculos alrededor
de ella.
Desde la primer grada de la casa se oye una
voz que llama. ¡Morgan!, ¡Morgan!, ¿dónde estás, Morgan? Morgan nada hacia la
orilla y le hace señas a la mujer que grita. Parece que es su madre, tiene el
cabello negro, lleva puesto un traje de dos piezas floreado y calza zapatillas
de lona. La mujer contesta con las manos, satisfecha al verla salir a la costa con
Ronso detrás de ella, haciendo sus piruetas como muestras de cariño.
Desde la Colonia hasta el muelle de los barcos
camaroneros hay un trecho de costa que es el hábitat más frecuentado por Ronso,
donde se alimenta de conchas, caracoles, almejas, cangrejos y sardinas. Allí
se encuentran, la niña y su nutria, y, al asegurarse que está bien, la mujer
entra a la casa.
Morgan está de pie, ha enrollado su cabello en una moña y las manos descansan en su cintura, con el sol a su espalda. La nutria, que ha salido del agua, está frente a ella. Las olas revientan en
sus pies y mira fijamente a su perro de agua, a su Ronso, como si sostuvieran una conversación profunda. Al fondo,
en la línea de playa, se observan troncos que van y vienen al ritmo de la
marea. Morgan a sus trece años está feliz con su nutria.
Han transcurrido más de cuarenta años y Morgan
regresa a El Bluff. Va a entregarle al puerto las cenizas de su padre, Roberto Bartlett, llamado con cariño “El Diablo”, frente a la que fue su casa, en el
antiguo muelle de la playa donde jugaba y en el Tortuguero. Se encuentra con
cimientos, con chatarra y pobreza, abandono y miseria.
Sube las gradas de concreto que daban acceso a
la casa que ahora ya no existe, vuelve la mirada y, sobre las aguas, ve los pilares de
concreto ennegrecidos que sostenían la galera del muelle. Recuerda a su nutria
y el día que desapareció en las aguas de la bahía. Más allá de la playa, en
dirección al muelle de la Booth, observa barcos hundidos, edificios derruidos.
Al bajar los primeros quince peldaños hace una pausa en el área de descanso, ya no tiene la energía de sus años felices. Dejará las cenizas de su padre por ser su deseo y una promesa que le hizo antes de fallecer. Lagrimas corren por sus mejillas y el viento las expande en su rostro.
Desciende pensativa los últimos seis escalones, camina en la arena, toma de su bolso una urna metálica y, mojándose
los pies, tira sobre las aguas las cenizas de su padre.
8 de marzo de 2021.
Foto: Morgan Bartlett y su nutria. 1970.
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