Desde hace
varios años comencé a tomar fotografías de diferentes personas de Nueva Guinea
en sus labores de trabajo. Luego, con el paso de los meses, les hacía una entrevista
para agregar pequeñas citas e historia sobre sus vidas al pie de las fotos que comparto
en las redes sociales con la etiqueta o hashtag #humanosdenuevaguinea.
Son personas sencillas,
de a pie y trabajadoras que se ganan la vida en diferentes actividades, desde
la mujer que recoge la basura que otros —los inhumanos— tiran en la calle, en
el parque, alrededor de los depósitos para ello; el campesino que traslada las
pichingas de leche desde la finca para que los niños y niñas la
disfruten directamente en un vaso o en sus bebidas y comidas preferidas; la mujer
que desde las cuatro de la mañana, con o sin lluvia, cubierta por la neblina que cubre la ciudad, enciende el fuego del
fogón a la orilla de la calle para comenzar a palmear la masa de maíz y
preparar las tortillas que vende para suplir a sus vecinos y el barrio; el
carnicero que se acuesta a las siete de la noche para despertar en la madrugada
y dirigirse al rastro donde inspecciona la labor del matarife, el estado de las
reses y posteriormente vende la carne que nutre al pueblo en su puesto de venta
ubicado en el mercado; el hombre que empuja su carretón y riega las calles con
su sudor al trasladar la carga que muchos necesitan en su domicilio y no tienen
los recursos necesarios para pagar la camioneta de acarreo; la mujer que desde antes
de amanecer acompaña a su marido en las labores de destace de cerdos, enciende el
fuego para hervir agua, hace el frito y vende la carne y los chicharrones; el
hombre que en su carreta jalada por una yunta de bueyes traslada la leña que
aún sigue siendo la principal fuente de combustible para preparar los alimentos
en la ciudad; la mujer que dedica largas horas de trabajo haciendo la masa y
garantizando los ingredientes necesarios para los nacatamales que vende los
fines de semana; el campesino que cabalga largas horas desde su finca hasta el
puerto de montaña con sus mulas cargadas de productos para que la ciudad no
perezca de alimentos; el anciano que frente al monumento de Nueva Guinea limpia
y deja relucientes las botas de vaqueros que calzan los campesinos cuando bajan
desde las colonias y comarcas a la ciudad vestidos como para una fiesta; la
mujer que despierta a las tres de la mañana, revuelve el maíz con trozos de
queso, carga su carretón, se dirige al molino del mercado y a las cuatro y
media está de regreso en la cocina de su casa preparando la masa con crema y
margarina para enrollar las rosquillas, hacer las viejitas y empanadas que han
dado fama a Nueva Guinea.
Todos, ellas y
ellos, son personas que se ganan el sustento de su familia con el trabajo
honrado y extenuante que muchas veces no se valora, volviéndolos invisibles en
las calles de una Nueva Guinea pujante
de negocios que cada vez más la caracterizan como una ciudad dependiente de la
actividad comercial.
Personas
humildes, sin títulos ostentados en paredes, pero son los que con su esfuerzo
mantienen viva la ciudad. Son los humanos de Nueva Guinea, con su propia
historia, sueños, problemas y esperanzas por lograr una vida mejor.
Desde este
espacio, Sueños del Caribe, comenzaré a escribir sobre los humanos de
Nueva Guinea para que sean reconocidos y visibles en una sociedad que se
comporta cada vez más inhumanamente.
Ronald
Hill A.
Lunes,
22 de enero de 2018
Nueva
Guinea
RACCS
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