Henry Bush Hill
Bush, hermano de mi padre White Bush, falleció tras sufrir un derrame cerebral,
y doce días después nos dejó. Su partida tuvo lugar en la tranquilidad de su
hogar, descansando plácidamente en su cama, rodeado de su esposa Sula, sus
hijos e hijas, nietos y demás familiares. A la edad de 88 años, dejó este
mundo. Aquel día, después de disfrutar de su almuerzo, decidió descansar para
la siesta y, lamentablemente, no pudo volver a levantarse, ya que la mitad de
su cuerpo dejó de responder.
Todos sus seres
queridos tuvieron la oportunidad de despedirse de tío Henry. Desde la distancia
seguí su estado de salud a través de los primos y sus esposas. Vi la ceremonia
en su honor realizada en la casa del primo Crawford, y posteriormente, su
sepelio en el cementerio de Utila, “el jardín de los recuerdos”. Tío Henry fue
un gran hombre, uno de mis tíos preferidos, y muy querido por mi padre. Lo recordare y extrañare el resto de mi vida.
Estuve enfermo
en mi cama por más de diez días y, de manera redundante, pensé en la muerte. Es
inevitable reflexionar sobre ella cuando estás enfermo. Mientras somos jóvenes
y estamos sanos, no lo hacemos.
Ese extraño sentimiento
de que todo terminará me llevó a pensar en mi madre. Escuché, no se si en
sueños o medio despierto, nuevamente la lengua materna, esa que nos dice
repetidamente en los primeros meses de vida, “mamá te ama y te cuida”, “mamá te
quiere y te protege”, y mediante lo cual comenzamos a identificar personas y sonidos.
Llorando la llamé varias veces, “Mamá, mamá, ayúdame. Mamá, yo también te amo”.
Cuando hablamos
de la muerte, muchos dicen que no les preocupa. Pero eso no es
cierto. Somos animales que morimos y nos descomponemos. Cuando llega, se
evidencia muy deprisa. Casi de inmediato, la sangre de los capilares situados
cerca de la superficie empieza a vaciarse, lo que provoca esa palidez fantasmal
que resulta tan característica. La sangre se acumula en las partes inferiores
del cuerpo a consecuencia de la gravedad, lo que da un color púrpura a la piel,
en un proceso conocido como livor mortis. Las células internas se rompen; las
enzimas se derraman, e inician un proceso de auto digestión denominado
autólisis.
También, las
células mueren a velocidades distintas: las cerebrales lo hacen muy deprisa, en
un máximo de tres o cuatro minutos, mientras que las musculares y cutáneas
pueden tardar horas, tal vez incluso un día entero. El famoso agarrotamiento
muscular, conocido como rigor mortis, se produce en un plazo de entre treinta
minutos y cuatro horas tras el fallecimiento, empezando por los músculos
faciales y desplazándose hacia abajo a través del cuerpo y hacia fuera por las
extremidades. El rigor mortis dura aproximadamente un día.
Un cadáver es
algo muy vivo. Solo que esa vida ya no es la nuestra, sino la de las bacterias
que hemos dejado atrás, además de cualesquiera otras que se suban al carro. A
medida que devoran el cuerpo, las bacterias intestinales producen diversos
gases, entre ellos metano, amoníaco, sulfuro de hidrógeno y dióxido de azufre,
aparte de otros compuestos que llevan los explícitos nombres de cadaverina y
putrescina. El olor de un cadáver en descomposición generalmente se vuelve
insoportable en cuestión de dos o tres días, algo menos si hace calor. Luego,
los olores comienzan a disminuir poco a poco hasta que ya no queda carne y, por
lo tanto, nada que pueda oler.
Hablar de la
muerte es tan fascinante, pero durante siglos hemos excluido a nuestros hijos
del tema. Cuando nos preguntan por ello nos quedamos callados, no los
preparamos para vivir en este mundo, un mundo cada vez más catastrófico e
inhumano. Solo pensemos en la Pandemia, en el cambio climático, en la guerra de
Ucrania y entre la que se libra entre Israel y Hamas. La muerte nos acompaña
siempre, estamos expuestos a nuestra propia mortalidad.
Hablando de la muerte, pues sencillamente deseo que cuando llegue e
inicie mi proceso hacia a la extinción, se me permitan los rituales, las honras
fúnebres. Deseo que se hagan con calma, sin prisa, que expongan mi cuerpo en la sala
de la que fue mi casa para que todos aquellos que tengan la voluntad de asistir
al ritual lo puedan hacer. No deseo que se hagan comelonas, no hay razón para
ello. Pero sí compartir algo ligero, café, pan, sándwich, o aquello que surja
de la voluntad de mis familiares y amigos. Tendrán tiempo suficiente para ello,
si quieren estar allí, conversando frente a ese cuerpo que se descompone, un día y una
noche, o más, no tengo nada en contra de ello.
Cuando llegue el
momento de mi sepultura, una lápida sencilla de piedra con mi nombre
será suficiente para aquellos que, en algún momento, me busquen y deseen
encontrarme. Estoy seguro de que viviré en el recuerdo y las memorias de mis
seres queridos durante muchos años. Al final, pido que se grabe en mi lápida:
"Su esfuerzo lo llevó a vivir lo mejor posible y fue un buen hombre".
jueves, 23 de noviembre de 2023
La Colina, Nueva Guinea.
Foto Propia.
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