domingo, 4 de agosto de 2019

EL HOMBRE DEL ROSTRO TRISTE


El hombre pidió pasada con un gesto de tristeza en su rostro, deslizó suavemente su cuerpo corpulento y ocupó el asiento pegado a la ventana. Eran las ocho de la mañana con diez minutos. Me encontraba sentado en el asiento del pasillo por orientación del conductor, a la espera de los pasajeros que aprovechaban la parada de quince minutos para ir al baño y desayunar en el comedor La Choza de Nueva Guinea. El ayudante, un hombre joven, moreno y con el pelo chirizo cubierto de gel, tomó mi maleta y la colocó en el portaequipaje ubicado encima de los asientos. El estrecho pasillo dividía el bus en dos secciones de veinte asientos a cada lado, y al fondo, en la última fila de asientos, permanecía una pareja de enamorados.

Cinco minutos después, unos quince pasajeros abordaron el bus expreso entre Bluefields y Managua, el ayudante cerró la puerta corrediza, el conductor aceleró el motor para continuar el viaje, y con la sacudida, sentí el roce del cuerpo del hombre que se había sentado al lado.

“¿Usted es de Bluefields?”, pregunté.

“Sí”, respondió y volteó el rostro.

Fue un sí desganado, uno de esos sí que se dicen para salir del paso y evadir la conversación con un desconocido que se ha sentado al lado interrumpiendo la holgura de espacio, la privacidad del viaje y los pensamientos.

“¿A qué hora salieron de Bluefields?”

 Me observó con detenimiento y noté el color moreno de su piel, las facciones finas de su rostro envejecido, sus ojos color café claros, las paperas de su cuello y sus manos grandes y arrugadas que se aferraban con firmeza a la cabecera del asiento de enfrente. “Antes de las seis de la mañana”, dijo.

“Siempre que viajo a Managua trato de tomar el bus de esa hora”, comenté.

No hizo comentarios. Reclinó su cabeza en el asiento y miró hacia la ventanilla empañada por la lluvia desde la que pasaban árboles, cercas de alambre, casas y vehículos intermitentes.

Traté de estirar las piernas pero mi rodilla izquierda asimiló la estrechez del espacio existente con el asiento delantero. Miré hacia atrás y noté a los pasajeros ocupándose de sus cosas, unos con el teléfono móvil en las manos mensajeando, otros escuchando música con los auriculares puestos y la mayoría tratando se dormir. Tomé mi tableta de la mochila para leer, entonces me di cuenta del sonido estridente de la música, ranchera y de banda, que el ayudante del bus seleccionaba de una memoria externa conectada a un pequeño equipo de sonido colgado del techo detrás del asiento del conductor.

Rechinaron los frenos, crujió la carrocería sobre un reductor de velocidad y por unos segundos el bus se detuvo. La puerta se abrió dándole paso a un vendedor que ofrecía bolsitas de maní tostado cubiertos de azúcar. El vendedor me ofreció un semilla para probarlo pero le dije que no, muchas gracias, mientras la gran mano del hombre de al lado se extendía para tomarlo, llevárselo a la boca de prisa y pedir una bolsa. Bueno, a los bluefileños les encanta el maní, pensé al verlo masticar y degustarlo como un niño a punto de tener un empacho. Al regresar del fondo de bus, el vendedor depositó una bolsa en el tablero del bus, frente al conductor y el ayudante. Un tributo por la entrada a vender, pensé y unos minutos después se bajó del bus.

Traté de concentrarme en la lectura pero fue imposible, recliné la cabeza, cerré los ojos para tratar de dormir pero tampoco pude hacerlo. El teléfono móvil fue mi distracción hasta la parada de Juigalpa donde se detuvo el bus por quince minutos. Allí fui al servicio, pedí una gaseosa y un pico de piña. El hombre del asiento de al lado pidió cigarrillos pero le dijeron que no vendían. Fuera del local, los caracoles negros, lo vi tomarse una gaseosa acompañada de pan dulce y me pareció mucho más alto, casi llegando a los seis pies pero un poco encorvado. La edad no perdona, pensé y entró de primero al bus.

Luego del arrancón levantó su mano derecha para llamar la atención del ayudante y al tenerla le dijo: “Recuerde que me voy a bajar en el aeropuerto”.

“¿Va a tomar un avión?”.

“Si”.

¿Hacia los Estados Unidos?

“A Miami, pero primero a Fort Lauderdale, allí me esperan”.

“¿Allá tiene familia?”

“Sí, mis hijos”.

“¿Y en Bluefields?”

“Solamente un hijo”.

“¿Va de vacaciones?”

“No, no. Vivo en Miami desde hace 42 años”.

“Wow, desde hace mucho tiempo”, dije. No respondió pero noté que en su rostro una sonrisa esquiva. ¿Qué le parece Bluefields, el Bluefields de estos tiempos?

Se quedó pensativo, parpadeando uno segundos como tratando de ubicarse en un sitio oscuro. Respiró profundamente, estrechó sus manos y regresó la mirada. “Bluefields es otra ciudad con mucha gente de afuera que busca sobrevivir de cualquier manera y eso provoca delincuencia, violencia y crimen. La gente tiene miedo y vive encerrada en sus casas como en una jaula, con las ventanas cubiertas de hierro esperando un milagro para salvarse”.

“Yo soy de El Bluff, pero desde hace 23 años vivo en Nueva Guinea”, dije.

“¡De El Bluff!”, dijo.

“Sí de El Bluff”, respondí y dije mi nombre.

Me quedó viendo con detenimiento, escudriñándome con desconfianza.

“Yo trabajé en el muelle de El Bluff como estibador cuando era joven”, dijo con satisfacción en el rostro.

“Yo recuerdo, cuando estaba chavalo, quizás de unos diez años, que casi enfrente de la agencia aduanera de don Octavio Bustamante, los estibadores que trabajaban en el muelle instalaban su cocina en una casa vieja de madera. Al pasar por allí el ambiente se llenaba del aroma de las comidas que preparaban los cuques, aroma de la comida creole”, dije.

“¡Oh, sí!, dijo. Eran verdaderos cocineros, nos trataban bien, hasta nos preparaban el pan porque un hombre que trabaja hasta tarde en la noche, cargando un barco mientras dos o tres estaban anclados en la bahía esperando su turno para ser descargados, debe de comer su comida caliente”, dijo y noté su entusiasmo en la conversación.

Fue inevitable mencionarle a Felipe Álvarez, quien trabajó muchísimos años, casi toda su vida, como jefe de la bodega de la aduana. “Es mi abuelo materno, ¿lo recuerda?”

“Claro que sí, lo conocí muy bien. Estaba pendiente de nuestro trabajo dentro de la bodega y junto a los agentes aduaneros nos indicaban donde acomodar la mercadería que descargábamos. Tocaba una campana que indicaba la hora de entrada y de salida a los trabajadores”, dijo.

Uno de los pasajeros de enfrente abrió la ventanilla y el aire fresco se esparció entre nosotros. El bus volvió a frenar, se detuvo y se abrió la puerta. Una mujer subió mostrando una gran sonrisa y hablaba con el ayudante y el conductor como viejos amigos. Cargaba una pana de plástico y una cubeta. Comenzó a caminar por el pasillo ofreciendo rosquillas, bollo dulce y otras cosas de horno. Ni él ni yo le compramos.

Busqué en el teléfono una foto del muelle de El Bluff. Es una foto tomada en los años 40, en blanco y negro, y se la mostré. Miré, le dije acercándole el teléfono, un barco a vapor, se ven los estibadores en su labor, el edificio de la aduana cuando aún no tenía un segundo piso, una lancha o “pos pos” que viaja a Bluefields, la isla del Venado, Half Way Cay y al fondo el cerro Aberdeen.

“Es el mismo muelle”, respondió.

“Entonces usted conoció a mi tío Felipe, el cajero de la aduana”, dije.

“Sí, claro que sí y también a Jorge y a Pablo”, dijo.

“Ellos eran mis tíos”, dije.

“A tu mamá la conocí cuando era jovencita y luego se casó con tu papá, Mr. Hill”.

“¿También conoció a mi papá?”

“Sí, fui marino en uno de sus barcos camaroneros, en el Nilska Lorena, lo conocí muy bien, siempre estaba hablando y dando bromas a la tripulación”.

“Ellos fallecieron, están sepultados en Utila, una isla de Honduras, están juntos como siempre lo estuvieron”, dije y sentí una pesadez en la garganta.

“El Bluff de esa época no volverá”, dijo. “Pobre gente, tanta pobreza”.

“¿Usted conoció a Mr. Allen?

“Por supuesto, el watchman, siempre estaba alrededor de nosotros cuando estábamos cargando o descargando. También recuerdo a Bortey, a Pilito, a Chaguito Bermúdez, Juan Ramón Acosta y a otros que por ahora olvido”.

“Si menciono a los que yo recuerdo, estoy seguro que usted los conoció”, dije.

Se carcajeó, al fin, fue una risa que estremeció todo su cuerpo y luego hubo un momento de silencio entre ambos. El ayudante se acercó para pedirme el pago del transporte. Noté que pasábamos San Benito. El hombre volvió a recordarle al ayudante que se bajaba en el aeropuerto.

“¿A qué hora sale su avión?”

“Por la noche, a las nueve de la noche”, dijo.

“Va a pasar bastante tiempo en espera del vuelo”.

“Si, pero tiempo tengo suficiente, no tengo ninguna prisa”, respondió.

“Discúlpeme, ¿cuál es su nombre?”, pregunté.

“Mr. McElroy”, dijo sin mencionar su nombre.

El bus se detuvo frente a la primera entrada del aeropuerto, salí al pasillo para darle pasada. Le di mis deseos de un buen viaje y, al bajar las gradas del bus, se giró para decirme adiós con las manos mostrando una sonrisa en su rostro.

Lo vi alejarse desde la ventana. Cruzó la calle y se adentró en el predio del aeropuerto con sus pasos cortos y pesados, cargando una pequeña maleta. Luego lo perdí de vista. A mi lado quedaba el espacio vacío de este hombre que vivió una de las mejores épocas de Bluefields y El Bluff, un testigo de la grandeza de esos años. Que buen viaje he tenido, pensé al bajarme en la parada de buses de Atlántico. Ni cuenta me di del tiempo transcurrido, pensé al ver la hora.

Domingo, 4 de agosto de 2019.

viernes, 15 de marzo de 2019

CAMINATA DE FELICIDAD



“El domingo vamos a irnos de caminata”, le dije a mis nietas, Daniela y María Fernanda, al regresar a casa después de hacer mi caminata vespertina de todos los días (entre 4 y 5:30 p.m.). Mostraron entusiasmo y White Bush se unió al plan. Al día siguiente, sábado, no dejaban de recordarme que íbamos a hacer la caminata el domingo, y al llegar el día, antes de la hora, Emiljamary y ellos estaban listos.

Caminamos desde las 3:45 hasta las 5:30 p.m.

Aquí les dejo las fotos.


El camino

Sol, mucho sol
Alegría
Llegamos

Los protagonistas: Daniela, María Fernanda, White Bush y Emiljamary.

Compartiendo galletas
Mamá, ya no aguanto

jueves, 21 de febrero de 2019

BACKTOWRITE CON GIFITI Y ACEITE DE HÍGADO DE BACALAO


Si sos uno de los lectores que insisten y preguntan por qué he dejado de escribir, tomo conciencia de ello y descubro que han transcurrido varios meses desde la última vez que lo hice. Meses horribles, meses de tristeza. Agradezco por estar pendientes, por alimentar el reto maravilloso de vencer la página en blanco, por motivar la chispa de la pasión que se siente al escribir.

Como recalentamiento te voy a contar algo que, si somos contemporáneos, estoy seguro que te lo dieron a probar, y desde esa primera vez no quisiste probarlo nunca más. Me refiero al aceite de hígado de bacalao y algo nuevo que he probado en estos últimos meses, Gifiti.

Platicaba con un viejo amigo de origen alemán sobre la situación de su finca. Hablamos del estado de la carretera: pésima señor, increíble, increíble señor. Dijo que el verano estaba entrando, el invierno se aleja, la neblina de la mañana es una cortina gris que humedece los pastos y vuelve invisible al ganado que pastorea en los alrededores de la casa, los aleros gotean las plantas del jardín, el amanecer se torna agradable hasta que a las nueve de la mañana calienta el sol. Observo el atardecer sentado en una mecedora desde el corredor, no hay otro lugar mejor, no he visto otro igual señor, increíble, increíble. Con un trago de ron se aprecia mejor, dije. Oh señor, no me diga, no me diga, siempre tengo un poquito, contestó y me ofreció un vaso y hielo para que me sirviera un trago de gran reserva. No puedo acompañarlo, estoy tomando pastillas para desparasitarme, le dije y frunció el ceño. Beba un poquito de coca cola por favor, puede ponerle soda también, eso no le va a hacer daño, señor. Lo hice, le agregué bastante hielo y la soda neutralizó el sabor dulce.

Tomó de la bolsa de su camisa un puro marca Casa de Alegría elaborado en Estelí. Lo cortó en dos porciones con un cortapuros y con un encendedor de alta presión lo encendió. Inhaló profundamente el humo. La mesa y los alrededores se llenaron  del aroma suave y dulce del tabaco. Tome señor, tome está mitad, dijo ofreciéndome la otra mitad del puro. Gracias, pero dejé de fumar hace cinco meses. No me diga, no me diga, increíble señor. ¿Ha probado el Gifiti?, pregunté. ¿Qué cosa señor? ¿Qué cosa? Gifiti, un licor hecho por las Garífunas, respondí y le pedí al mesero que nos mostrara una botella. Nunca, dijo al tomar la botella en sus manos. Lo bueno está en sus ingredientes, dije. ¿Qué cosa? ¿Qué cosa? Tomé la botella y leí en voz alta la etiqueta: licor reposado en plantas medicinales, incluyendo Cuculmeca, Hombre Grande, Quina, Uña de Gato. ¡No me diga, no me diga, señor! Yo he comprado de algunas de esas plantas en la clínica del Japón de Managua, he oído esos nombres, me gusta, mucho me gusta, sí señor, dijo el viejo amigo alemán y apuró el vaso con un trago profundo, chupó el puro, exhaló el humo y degusté el aroma mezclado de tabaco y ron.

Para motivarlo a probar el Gifiti llamé a Manuel, un amigo que fue convencido por el garífuna promotor del ron para que se tomara un trago tres veces al día, por la mañana antes de desayunar, antes del almuerzo y antes de dormir, y se lo presenté al alemán. Sí, dijo Manuel, me tomé tres botellitas y desde la primera noté el cambio, me daba mucha hambre, me calentó el cuerpo y ahora ya no tengo dolor en la espalda ni en los huesos, me siento mejor porque antes de dolía todo. ¡No me diga, no me diga! Yo voy a llevar tres botellitas y las probaré cuando esté en mi casa, dijo el alemán y pidió las tres botellas.
  
Señor, escúcheme, escúcheme señor, voy a decirle algo increíble, increíble. El viejo amigo alemán se mostró entusiasmado. Aquí en mi finca, un hombre y una mujer joven, tienen una hija pequeña, muy niña, de tres o cuatro años. Ellos viven en una de las viviendas de la finca y un día ellos contaron que la niña estaba muy enferma, con muchos dolores que de tan fuertes no podía ni siquiera dormir. El hombre con su mujer han gastado mucho dinero, miles de billetes buscando como curar a la niña con doctores y medicamentos, mucho dinero para ellos que son pobres, hasta el hospital Metropolitano de Managua la han llevado sin poder hacer nada por ella. Increíble señor, imagina usted a la mamá de esa niña, sufre mucho también ella. En Managua el doctor dijo que no podía hacer nada, que podían aliviar el dolor pero no curarla de artritis reumatoide. El papá me llevó a verla, ¡horrible! señor, la niña en un rincón de la cama quejándose, sus manos inflamadas, rodillas y brazos, ¡horrible, horrible señor!  En Managua yo le conté a mi hermano y pasó el tiempo. Un día de viaje de regreso a la finca mi hermano me entregó una botella de medicina con un papel donde escribía como deben usarla para dársela a la niña. Meses después el papá de la niña me dijo que le diera muchas gracias a mi hermano por la medicina porque la niña estaba mucho, mucho mejor, que ya no se quejaba del dolor y que podía dormir por las noches. Volvió al puro y al ron el viejo amigo alemán y me dejó intrigado.

¿Qué medicina le dieron a la niña?, pregunté. ¡Increíble, señor, increíble! Era aceite de un pez, ¿cómo se llama? Mi mamá nos reunía a mí con mis hermanos en la mesa y nos daba una cucharadita de ese aceite con unas gotitas de limón como vitamina. Era horrible pero teníamos que tomarlo. Bacalao, a mí también me lo daban, dije. ¡Eso, eso mismo señor, bacalao! Eso fue lo que curó a la niña, increíble señor, increíble. Luego seguimos conversando y me despedí diciéndole que esperaba su impresión del Gifiti la próxima vez que nos viéramos y que buscaría el aceite de hígado de bacalao.

Dos semanas después nos encontramos. ¿Le gustó el Gifiti?, pregunté. Oh sí señor, increíble, increíble, muy bueno, me calienta todo el cuerpo. Y a usted señor, ¿cómo le fue con el aceite de bacalao?, preguntó. Fui a Managua y le conté a un viejo amigo lo maravilloso que resulta ser el aceite de bacalao, la historia sobre la niña y se interesó tanto que él también iba a comprar. Su asistente, una chavala muy atenta y cordial, investigó que en una farmacia de productos naturales llamada La Naturaleza podía encontrar el aceite de hígado de bacalao. Señor, señor, allí es donde compro hierbas para mi té, increíble, desde hace muchos años visito ese lugar, dijo entusiasmado el viejo amigo alemán. Resulta que fui con mi amigo y encontramos el aceite de hígado de bacalao, seguí platicándole. Al ver mi amigo la botellita de aceite y leer la etiqueta que señala que su uso es oral y la dosis, dependiendo si es para niños de 1 a 5 años, de 5 a 12 y adultos y niños mayores de 12 años, me quedó viendo como decepcionado y dijo: ¡Ideay, yo creía que iba a frotarle todo el cuerpo a mi mujer con este aceite pero resulta que es bebido! No paré de reírme por la inventiva imaginación de mi amigo, al final compramos el aceite y otras yerbas para los males que en esta edad nos aquejan. El viejo amigo alemán entendió la intención del viejo amigo de Managua y se carcajeó. ¡Increíble señor, increíble, se imagina usted si su amigo de Managua también tomara Gifiti!

Qué diría el viejo amigo alemán si se diera cuenta que conozco a varias mujeres que se toman todos los días un trago de Gifiti por la mañana y otro por la noche, pensé luego de despedirnos y verlo partir en La Pasajera. 

#Backtowrite
Miércoles, 20 de febrero de 2019

jueves, 5 de abril de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: EL HOMBRE CON MÁS SUERTE DE NUEVA GUINEA


Tenía más de doce años de trabajar en San Rafael del Sur como ayudante en una vulcanizadora. Su jefe le dijo que su hermano, Vicente, necesitaba con urgencia un ayudante para reparar llantas en Nueva Guinea. Sin pensarla dos veces se decidió. “Me voy para allá, le ayudo a tu hermano y me regreso después de quince días”, le dijo Pablo Emilio Guerrero. Pasó por Diriamba dándoles la noticia a sus familiares y el 10 de agosto de 1978 se bajó del bus en Nueva Guinea.
          
Regresó a  buscar a su mujer, Salvadora Ortega Reyes, y volvió para quedarse definitivamente. “Me gustó. Había más trabajo que descanso, poca diversión y era bastante sano. En esa época llovía trece meses al año, no habían adoquines, ni luz eléctrica, ni agua potable. Pocas casas tenían energía eléctrica: el hospital le vendía luz a don Jesús Valle, el dueño de la única gasolinera existente, y el banco le suministraba a las casas de la ciudadela”, recuerda Pablo Guerrero.
          
Comenzó a trabajar con entusiasmo día y noche, ahorrando en el banco lo más que podía y cambió de trabajo. Lo que le favoreció fue el paro nacional. “El paro es peligroso, ya no vamos a seguir trabajando, si acaso hay algo que hacer me van a ayudar mis muchachitos”, le dijo don Jesús Valle, su jefe. Después del triunfo de la revolución se presentó en el Banco Nacional de Desarrollo a retirar los quince mil córdobas que tenía ahorrados pero le hicieron un préstamo por la misma cantidad. Compró una planta eléctrica, unas planchas, una camionada de tucas que las dio a aserrar e hizo un chinamito donde puso el taller. Darío Chamorro le prestó el lugar y comenzó a trabajar. Vendía gaseosas que el camión se las ponía en el taller, la gente de las colonias las llegaba a retirar y así armó su negocio.
           
Siempre ha jugado la lotería. “En una ocasión, estando en Managua, la vende-lotería me pasaba dejando el billete, lo ponía detrás de un espejo, yo lo retiraba y allí dejaba los reales. Ese día, cuando llegue de mañana a retirarlo, una hija de la vendedora me dijo que habían llevado grave a su mamá al hospital y que lo vendieron en una parada de buses. Se lo sacó un busero que le decían Tinajón, se me llevó el billete 5185 con el premio mayor”, recuerda a carcajadas. Siguió jugando y siempre sacaba premios de mil, dos mil y cincuenta mil córdobas.
          
Un día encontró en la gasolinera vieja de Nueva Guinea al vendedor de lotería, le hizo un abanico con los billetes y escogió uno al azar. Le pagó la mitad del valor y lo guardó en una repisa sin saber qué número era. Al día siguiente le pagó la diferencia y siguió en su trabajo. Días después otro vende lotería de Santo Tomás pasó por su taller y le dijo que en Nueva Guinea había caído el premio mayor. “Saqué el billete, se lo enseñé y casi se muere el hombre, no podía ni hablar, ni respirar, ni nada. ¿Qué fue?, le pregunté. ¡Ay hermanito!, ¡te sacaste el billete completo!, me dijo todo desesperado. Agarré el billete y lo volví a poner en la repisa y me gritó: ¡No lo ponga allí!, ¡se le puede perder!, recuerda Pablo.

Fue el 12 de agosto de 1991 cuando la suerte le cambió.  Con el billete premiado número 11402 se sacó noventa y cinco mil dólares. Se dirigió al banco, mostró el billete al gerente y le solicitó que se lo cambiaran. “Me hicieron un recibo y dos días después me mandaron a llamar para entregármelos. ¿Qué va a hacer con los reales?, me preguntaron. Por ahora no necesito comprar nada, les respondí y dejé los reales allí en mi cuentecita. Con calma me puse a pensar en qué podía hacer y comencé a comprar propiedades. Compré el terreno donde estaba antes la Coca Cola en seis mil dólares y ahora me han ofrecido 220 mil dólares; compre aquí donde tengo el taller, mi casa, donde vive mi mamá y una finca de 250 manzanas”, explica con orgullo.
          
La suerte no lo volvió a abandonar. Seis veces se ha sacado premios grandes. Cuando le pregunté cómo es que hace, si se sabe algún “sontín” para sacársela, se puso a reír y respondió: “es cuestión de estar en la jugada, estoy pendiente de los números que caen y no caen. Todo número es bueno antes de jugarlo. A veces me retiro una o dos semanas y después sigo jugando, pero la suerte no es para cualquiera. Enrique, el que vive allí, indica con sus manos en dirección al frente de su casa, se sacó los 20 millones que rifaba la Cruz Roja. No compró nada, solamente una gran mesa donde pasó jugando desmoche y bebiendo guaro hasta que se le acabaron los reales. Una mañana vi a la vendedora de lotería que bajaba las gradas del parque y seguí trabajando. Cuando la busqué ya no estaba, había doblado para el lado de la gasolinera que puso Lolo Rocha y le vendió mi billete a Severiano Lumbí: el enano se sacó el premio mayor y ya ves, por esos realitos lo mataron en su casa, por eso te digo que la suerte no es para cualquiera”.

Pablo Emilio Guerrero siempre sigue jugando la lotería, está pendiente de los números y se entretiene en su taller de vulcanización donde, además de reparar llantas, construye bombas de mecate, fogones y cocinas industriales. Sus hijos, ya mayores, le ayudan y no lo dejan hacer casi nada. ¿En cuánto estima su patrimonio?, le pregunté;  después de hacer cálculos en el aire respondió “creo que tengo más de un millón y medio de dólares”.



martes, 27 de marzo de 2018

BILWASKARMA



Ninguno de los dos conocíamos Bilwaskarma pero sabíamos que ellas, Karen y Melania, lo dijeron esa tarde en el estadio, estudiaban enfermería en esa localidad cercana a Waspán. Los invitamos a Bilwaskarma, dijo Melania con una sonrisa seductora que intercambiaba con Karen. Volví la mirada hacia Glass, ambos llevábamos puesto el uniforme de la selección de béisbol de Bluefields diseñado para los juegos de la serie del Atlántico que se jugaba en Waspan en 1975 ó 1976, no lo recuerdo muy bien pero fue por esos años. Glass no titubeó y, sin consultarme, dijo que llegaríamos a visitarlas antes del juego porque nos tocaba jugar contra Puerto Cabezas al día siguiente por la tarde.

Glass era mayor que yo, unos tres o cuatro años mayor, y más corpulento. Se había conocido con Melania en Bluefields y ella lo miraba con esos ojos color de miel deslumbrados que tiene como tratando de atrapar una estrella fugaz que se desvanece en su recorrido. Por él fue la invitación, y me sentí como un aderezo en el plato principal que habían preparado porque Karen se mostraba un poco distante, nerviosa e indiferente conmigo.

Perfecto, dijo Melania, los estaremos esperando y le dio un beso a Glass. Por la mañana sale un bus de Waspán hacia Bilwaskarma, pueden abordarlo en el parque, el recorrido es corto porque apenas hay diez kilómetros hasta allá. Karen por su parte me extendió la mano, una mano un poco grande para su altura, suave y fría, pero la expresión de sus ojos al tomarla me dejaron pensando que algo misterioso en ella quedaba expuesto al contacto con mi piel.

Y se marcharon, caminaron juntas y nos volvían la mirada con una sonrisa de complicidad. Ahora si, dijo Glass, la partimos. Se van a dar cuenta, Smith se va a dar cuenta y nos van a sancionar, respondí. No te preocupes, el juego es hasta las dos de la tarde, después que desayunemos nos vamos para Bilwaskarma.

El vehículo se detuvo frente a la entrada del hospital – escuela de Bilwaskarma. Al bajar ellas nos estaban esperando. El hospital se encontraba cubierto de un bosque denso de pinares y estaba pintado de color blanco con verde. Caminemos, dijo Melania, y la seguimos. Pensé que nos iban a mostrar el hospital pero en lugar de caminar hacia las instalaciones tomaron un camino arenoso hacia la izquierda del edificio. Sigan caminando sin detenerse, ya los alcanzamos, dijo Melania y, siempre con sus sonrisas cómplices, regresaron al hospital.

Caminamos quizás unos quince minutos y nos detuvimos en un promontorio de grandes rocas, piedras azules regadas, esparcidas en un radio de unos quinientos metros en los alrededores. Glass estaba ansioso y me decía que ahora sí, la partimos, estas chavalas no andan con cuentos. Talvez Melania con vos pero a Karen la veo muy misteriosa, le dije y subí al promontorio de rocas. Desde el borde de una gran roca vi una laguna azul cubierta de árboles de pino, a una altura de unos diez metros desde las rocas que la protegían. Volví la mirada hacia Glass y vi llegar a Melania con Karen. Llevaban puestas sus batas de enfermeras, calzaban chinelas y ambas cargaban bolsos. Desde allí me saludaron y vi a Melania tomar de la mano a Glass, lo jaló hacia otro punto de la laguna mientras Karen se quedaba inerte, sin moverse del lugar. La llamé y subió el promontorio.

Mientras Melania y Glass se acomodaban en una de las piedras, al otro lado de donde me encontraba, Karen llegó a mi lado. Ahora siempre pienso en Karen, dos o tres veces al día, quizás más, talvez diez, siempre vuelve su recuerdo para estos días de semana santa. Al llegar a mi lado dijo, no tardé ni cinco minutos en subir, sí, eso dijo. Nos sentamos en una de las piedras y a su lado la laguna me pareció mucho más bella. Vi a Melania en el otro lado quitándose la bata de enfermera, a Glass quitándose la ropa, y tomados de la mano, se tiraron a la laguna. Karen sonreía, siempre sonreía, sus labios carnosos mostraban al hacerlo su blanquecina dentadura. ¿Cómo es tu vida en el hospital?, le pregunté. Ella no dejaba de mirar a Glass y a Melania que nadaban con sus cuerpos sincronizados en las aguas de la laguna azul.

Es triste, dijo.  Y no sé de donde diablos se me ocurrió decirle, que conmigo la tristeza había llegado a su final, que estaba allí para alegrarla, para hacerle el amor, que quería que fuera mía en ese paraíso norteño caribeño, en esas aguas azules rodeadas de pinos en abundancia. Karen se quedó pensativa, dos, tres, cinco segundos. Se levantó, se quitó la bata blanca, quedó desnuda ante mis ojos. ¡Madre santa, que mujer más hermosa!, me dije. Toda ella, su cuerpo caneloso, su cintura generosa, su vientre tenso, su sexo depilado, sus piernas acentuando su disposición, y su sonrisa, esa sonrisa blanca en esos labios carnosos que me invitaban a descubrir lo desconocido me dejaron ensimismado, mirándola, saboreándola, ella allí con el sol de la mañana a sus espaldas, el verdor de los pinos de fondo, exhorto, soñándola. Primero debes bañarte conmigo, dijo y me libró del ensueño.

Me tendió su mano y la sensación del misterio volvió a atraparme, me jaló y caminamos al borde de una roca. Sin dudarlo, estoy seguro que la laguna era su espacio de diversión preferido, dio un salto que duró toda la eternidad, uno, tres, cinco, siete segundos, hasta que su cuerpo color canela se sumergió en el manto azul de la laguna dejándome expectante de la explosión del agua en espera de verla resurgir con su sonrisa. Uno, tres, cinco, siete segundos, no lo sé, pero tardó más que un orgasmo en volver para invitarme, llamándome con esa misma sonrisa para que me precipitara en ese abismo a descubrir el secreto.

Y viéndola, sensual, con su cuerpo bañado de azul, sus piernas en movimiento esparciendo el agua, di un salto sin dejar de verla. Al contacto con el agua mi cuerpo se cubrió de las gélidas aguas. Al salir del azul profundo ella se me acercó como adivinando que necesitaba el calor de su cuerpo. Madre Santa, que agua más helada, alcancé a decir y mi cuerpo dejó de responder a los intentos de nadar. Ella se dio cuenta que estaba tiritando de frío y me abrazó, su cuerpo se acercó al mío, tocó mis brazos y mi espalda y descubrió que temblaba. Sentí que unas manos pegajosas que me jalaban desde el fondo de la laguna y entré en pánico, traté de gritar y no pude hacerlo. No recuerdo nada más, creo que me quedé en blanco.

La volví a ver en la orilla, junto a una piedra, rodeado por sus brazos, con una toalla cubriendo mi espalda y sus piernas enmarañadas con las mías. “Pensé que te ahogabas”, dijo. Me tomó nuevamente con sus manos de misterio, me ayudó a levantarme, subimos el promontorio, busqué con la mirada a Melania y a Glass pero no logré verlos. “Aquí, siéntate aquí, respira, respira profundo”, dijo.

Unos minutos después había salido del shock, pero el frío que sentía no había desaparecido. ¿Qué te pasó?, pregunto Karen. Primero sentí un frío terrible, me quedé como congelado y sentí que unas manos me jalaban desde lo profundo de la laguna, respondí. Pensé que se iba a reír, pero no, no lo hizo, más bien se quedó pensativa, sin hablar por uno, tres, cinco, siete segundos.

¿Me dices la verdad?, preguntó. Sí, sí, no te miento, respondí. Volvió a sonreír, sus manos buscaron las mías. Mírate los pies, dijo. Vi en pies, arriba de los tobillos, una marca azul. ¿Y esto?, ¿Qué es esto?, pregunté. Es la marca de la reina de la laguna, se enamoró de vos, le llaman Liwa Mairen, y te ha hecho un hechizo de amor, dijo. ¿Cómo?, ¿Y ahora que va a sucederme? Nada, no te preocupes, dijo y me dio un beso con sus labios carnosos y su cálida lengua. No logré contar los segundos que duró el beso, no sé cuántos fueron, me sentí dentro de la laguna, nadando, enmarañado con la Liwa Mairen, haciéndole el amor en círculos, escuchando sus quejidos como cantos de sirena, con mi sexo atrapado en éxtasis y teniendo uno, tres, cinco, siete orgasmos. Cuando Karen dejó de besarme, Melania y Glass estaban a nuestro lado y mi cuerpo volvió a responderme.

Nunca más volví a ver a Karen. Siempre recuerdo su sonrisa y el misterio que la cubría. No sé si está viva ni donde vive, pero siempre pienso en ella para los días de semana santa. Siempre vuelve a mí, vuelvo a vivir, a sentir, a disfrutar el beso que me dio y los siete orgasmos que tuve dentro de las aguas de la laguna de Bilwaskarma.

27/03/2018
Semana Santa
Nueva Guinea
RACCS.


viernes, 16 de marzo de 2018

EL CINE RENITH DE EL BLUFF



En los primeros años de la década de los años 70 se construyó el cine RENITH de El Bluff. Ubicado en la bajada de la capilla de la iglesia católica, en dirección al campo de béisbol, el edificio era un galerón de madera a dos aguas, forrado por láminas de zinc y orientado de Norte a Sur. Su parte frontal estaba dividida en dos áreas, una para la boletería y otra para venta de chiverías y, el área de acceso era un pasillo que conducía a luneta y palco.

En el palco los espectadores eran acogidos por bancas de madera con respaldar, mientras que las de luneta eran sencillas, bancas peladas. Detrás del palco quedaba la cabina de proyección y, entre el palco y luneta, un desnivel bien marcado separaba ambos espacios de tal forma que los chavalos más irredentos no pudieran escalarlo para pasarse al palco. De igual manera el precio de los boletos eran diferenciados. En el fondo, varias láminas de plywood pintadas en blanco hacían de pantalla, la casa de doña Marianita, la mamá del Cabe y el Flaco García, quedaba pegada a la pared sur del cine.

La construcción del cine se hizo mediante una empresa que conformó mi papá con Elías Jureidini. En esos años se me encomendaban varias tareas en función de ello. Una de las primeras fue la de escribir los carteles de las películas. En un pizarrón escribía con tiza la fecha y hora, el nombre de la película, los actores principales, si era a technicolor y cinemascope y/o en blanco y negro. Hacía tres carteles, uno se ubicaba en el corredor de la casa de doña Juana Angulo, propiamente frente a la subida de las gradas del cuartel de los guardias, otro en la casa de don José Sanles, al pie de la ventecita de la Machú y el otro en el frontis del cine. Era algo más o menos así:

CINE RENITH
Hoy, sábado 14 de Agosto
Gran Estreno a las 7:00 p.m.
CLEOPATRA
Con Elizabeth Taylor y Richard Burton
En technicolor y cinemascope
Entrada: Palco 5 córdobas y luneta 3.
¡No te la pierdas!

Todos los días había función menos los martes. Los lunes se pasaba la mejor película de la semana anterior. Los rollos de películas llegaban los martes desde Managua en el avión de La Nica.

Recuerdo que cuando preparaba el cartel en la casa de doña Juana Angulo, los trabajadores de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, entre ellos Zoilo Carrasco, Jimmy Wilson y Pablo Alvarez, siempre estaban pendientes de las películas que se anunciaban, y al cometer un error ortográfico estaban listos para corregirme. “No jodas Catracho, se te olvidó ponerle el acento al sábado”, decía Zoilo y todos se carcajeaban. Hacían parte de la mañana conmigo, mientras sus inmensas máquinas de escribir con las que preparaban las pólizas de importación y exportación tenían unos minutos de silencio. Otro que estaba pendiente era Kalilita. “Ya sabes, por poner ese rótulo aquí, mi entrada es gratis”, decía.

Antes de comenzar la función, la gente se aglomeraba frente al cine, frente a la capilla de la iglesia católica y en la cancha donde jugábamos basquetbol y volibol. Para ambientar la espera del público se ponía música en un tocadiscos que inundaba los alrededores mediante un megáfono adaptado. La gente llegaba a pedir la música de su preferencia, para dedicársela a alguna chavala de la que estaban enamorados o porque simplemente estaba de moda. Cinco minutos antes de las siete de la noche sonaba la canción El Borriquito de Peret, “el borriquito es como tú, turururuu, que no sabe ni la u, yo sé más que tú”, que daba el aviso del inicio de la película y la gente comenzaba a inundar el cine.

Con mi hermano Tony nos turnábamos para recibir los boletos de entrada. Se preparaban con cartulinas de distintos colores firmadas para diferenciar las de palco y las de luneta, pero nuestros amigos, los broderes, los de la gallada, siempre entraban gratis: estiraban la mano sin nada en ella y recibíamos el boleto invisible. Otros en cambio comenzaron a falsificar las entradas. Enviaban a uno de su grupo a comprar boletos, cortaban con tijeras los pedazos del mismo tamaño y falsificaban la firma. Al contar los boletos y el valor de los ingresos se llegó a notar la diferencia, por ello desde entonces los boletos fueron firmados y sellados.

Los Blofeños se divertían en el cine. Sus películas preferidas eran las de cowboys, de terror, de guerra, de marcianos y amorosas. Y, por supuesto, las mexicanas eran las que más les gustaban. Muchos llegaban al cine a platicar, a verse, a pasar el rato, otros en el plan serio de ver la película, pero los más nefastos ponían chicles en las bancas, le tiraban cosas a la cabeza de los que estaban delante de ellos, razón por la cual se armaron varios pleitos a tal grado que se encendían las luces y se detenía la película para calmar los ánimos. Los mayorcitos iban al cine a cortejar a las chavalas; se sentaban a su lado, se acercaban escurridizos apenas se apagaban las luces, le tomaban la mano, le tocaban las piernas, la abrazaban y trataban de besarla. A una muchacha, no recuerdo su nombre, la apodaron “La Cómoda” porque Federico Chapop insistía en que se sentara a su lado y ella le respondió: “no, no, gracias, aquí estoy cómoda”.

Henry Pineda fue el operador de los dos proyectores de películas por muchos años. En ocasiones se cortaban las películas y cuando ocurría la gente pegaba gritos, silbaba y le daba golpes a las láminas de zinc formando un escándalo, mientras Pineda se esforzaba en arreglarla. Muchas veces se presentó con sus tragos entre pecho y espalda, todo hiposo, y mal pegaba la cinta, escamoteándose varias escenas. En otras, confundía los rollos y se perdía la secuencia de la película porque proyectaba el final por la mitad. Los alaridos de la gente no se hacían esperar y cuando se dormía lo despertaban por el escándalo que armaban. En los momentos culminantes de las películas, esos de mayor tensión, desde afuera del cine, desde la calle, varios desalmados tiraban enormes piedras contra las láminas de zinc o les daban garrotazos provocando, primero un susto colectivo y posteriormente grandes risotadas en los espectadores.

En varias ocasiones se organizaron veladas de boxeo en el cine. Chingorro vs. Zamba Larga, El Guerri vs. Mau Mau, y así entre varios que se habían enemistado y frente al público que pagaba la entrada, se agarraban a guantazos.

El cine fue un espacio de entretenimiento para los habitantes de El Bluff. Varios años después hice un viaje de vacaciones desde Managua donde me encontraba estudiando y encontré que el área de luneta del cine se había convertido en una fábrica de nasas, nasas de madera para la captura de langosta, y en el área de boletería y venta de chiverías funcionaba una carnicería.

No recuerdo por qué dejó de funcionar el cine RENITH. Quizás fue debido al costo del traslado de las películas o simplemente dejó de ser rentable, talvez fue porque las empresas distribuidoras de películas fueron desapareciendo por la influencia de la televisión, las películas en Betamax y en VHS.

Después del huracán Juana regresé al puerto. No encontré ni los cimientos del cine, solamente el recuerdo de la algarabía de la gente dentro del cine, sus gritos y alaridos cuando se cortaba la película. Eso fue lo que quedó del RENITH. ¿Qué por qué ese nombre de RENITH? Varias semanas antes de la inauguración se organizó un concurso que consistía en acertar el nombre del cine y el que lo hiciera tendría entrada gratis por un año. La gente participó con entusiasmo y se recibían sobres cerrados de la persona que participaba con el nombre del cine. Entre estos nombres figuraban Hollywood, El Bluff, Ofelia, Espectacular, Mágico, Estrella, pero solamente Lesbia Brenes, hija del coronel Brenes, atinó. Y resulta que RENITH es el acrónimo de los nombres Ronald, Elías, Norma, Indiana, Tony, Hill,

Ahora me detengo frente a la capilla de la iglesia católica, en la pequeña explanada de la escuela de El Bluff, y miro hacia el sitio donde estaba ubicado el cine RENITH, el cine de El Bluff. Escucho la canción de El Borriquito llamándome, un haz luminoso inunda la pantalla en technicolor y cinemascope, escucho los gritos de la gente y, como si la película se cortara, vuelvo a la realidad. El silencio se expande, la calle actual está vacía, la gente y los amigos de entonces se han ido para no volver. La misma realidad, la misma película de siempre, repetida en diferentes lugares donde la pobreza y la desesperanza se viven a diario.

Viernes, 8 de Marzo de 2018.


lunes, 5 de marzo de 2018

NUEVA GUINEA: FLUJO DE ESPERANZA




Nueva Guinea,

abundancia de árboles, ríos y praderas,

suficiente para sustentar una familia,

como lo probaron los fundadores

y miles que anhelaban un pedazo de tierra.

 

Un lugar donde los Ulwas y los huleros

confiaron en la madera y el agua,

en un juego salvaje y floreciente,

marcado por huellas, cascos, pezuñas y alas.

 

Pradera donde la hierba crece

más alta que un hombre,

nutrida por el calor, el frío, la lluvia y la sequía,

sostenida por raíces de hondura inimaginable.

 

Hoy, vidas y raíces se han alterado;

asentamientos, concentración de tierras,

monocultivo y ganadería nos empujan

hacia el sureste, camino al litoral.

 

El prado del Caribe central fue arado,

sus suelos han dado abundancia,

han nacido colonias, parcelas y fincas

que sostienen miles de familias.

 

Aquí, en los senderos de las fincas,

se tocan historias de vida,

semillas que respiran azul y verde,

que escuchan la música del insecto, la hoja, el pájaro,

el eco del puente sobre el arroyo que fluye y nos une.

 

Nos conecta con el pasado,

donde meditamos inmersos en el flujo de la esperanza,

en la adversidad, la alegría y la tristeza de esta tierra,

donde tantos deambularon y quedaron hechizados al pasar.


5 de marzo
58 aniversario  
Foto propia.