viernes, 19 de agosto de 2011

IMÁGENES EN EL ESPEJO


Maybel se levantó temprano, las labores del día lo exigen. La alarma del reloj despertador suena diez minutos antes de las cinco de la mañana. Despierta con la primera llamada, sin reproches. Aún cansada por las labores del día anterior, regresa a su casa de Nueva Guinea, a los días en familia cuando despertaba a sus dos hijos, preparaba el desayuno y los alistaba para ir a la escuelita. Extraña sus juegos, gritos, sonrisas y abrazos. Se levanta y, frente al espejo de la pequeña habitación destinada a la empleada domestica, se inmuta ante al reflejo de su imagen.

Atrás quedaron sus años inocentes, los engaños y la vida festiva de su exmarido, sus hermanas, su padre sepultado en ausencia y su madre. Lágrimas de nostalgia recorren sus mejillas. Imagina a sus hijos en el comedor con su madre sirviéndoles el almuerzo después de su llegada de la escuela. Han transcurrido cinco largos años desde el día que decidió partir hacia España. Se quedó sin empleo, abandonó a José por sus infidelidades, maltrato e interminables borracheras, vendió su casa para pagar deudas y comprar el boleto de ida y vuelta.
           
En periplo desesperado, recorrió varios lugares apoyada por otras amigas que emprendieron el viaje antes que ella. De San José, luego de varias semanas, partió hacia Barcelona con visa de turista, reservaciones de hotel, ochocientos euros y deseos de no regresar. Compartió piso con su amiga Elena quien le ayudó a emplearse por las noches en un “chiringuito” como ayudante de cocina. Manolo, el jefe de cocina, la trató con dulzura y elogios, pero con el paso de los meses, al terminar de lavar los platos, trató de meter manos bajo la falda. La mejilla derecha de Manolo, marcada por el honor de Maybel, fue motivo de risas entre los compañeros de trabajo y la echó a la calle.
           
Recorrió calles, avenidas, parques y plazas hasta el día que contactó a su amiga Soledad de Nueva Guinea. Partió en tren hacia Valencia donde Soledad la esperaba y, luego de dos días, tras leer un anuncio en el periódico, viajó a la Ribera Baja, cerca del mar, donde la contrataron por seis meses como cortadora de naranjas. El verdor del campo, la brisa fresca, el olor a tierra y las relaciones de camaradería que estableció con otras mujeres y hombres latinos en los cortes le permitieron, el los momentos de ocio, vaciar las penas de su corazón. Originarios de países similares, con riquezas en abundancia, malogradas por conflictos sin fin entre grupos políticos que acceden al poder mientras la mayoría de la población se esfuerza en el diario vivir para sostener a sus familias en un medio cada vez más hostil que los expulsa fuera de sus fronteras. Un mismo sueño, las mismas esperanzas truncadas, las mismas causas.
           
La alarma del reloj se detiene. Entra a la ducha, de prisa se asea, se viste con el uniforme verde claro y besa las fotos de sus hijos que mantiene en un pequeño armario. El día anterior fue de paga, saca cuentas y separa de su cartera los doscientos cincuenta euros que enviara a su madre para el cuido de sus hijos. Regresa al espejo, peina su cabello corto y se despide con una sonrisa llena de esperanzas. Afuera la esperan una pareja de octogenarios madrileños y se dirige a la cocina a prepararles el desayuno con su preferido jugo de naranjas valencianas.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Jueves, 18 de agosto de 2011

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