Antes, El Bluff
era un puerto de pescadores y estibadores. Todos sus habitantes se sorprendían al ver
las inmensas palas de las hélices de los barcos mercantes salpicando las aguas
azules de su bahía. Al atardecer, en esas mismas aguas, admiraban el paisaje
entre las islas de Miss Lilian, la isla del Venado y la barra con barcos
camaroneros que partían hacia altamar en una faena más. Pero un año los barcos
mercantes dejaron de hacer espuma en la bahía y la flota pesquera se oxidó
aferrada a su muelle. La inmensa bodega de la aduana quedó vacía, los
estibadores sin trabajo permanente y su muelle se convirtió en un desierto
vigilado por guardias nerviosos que limitan el paso. La flota pesquera y la
planta procesadora de mariscos quedó abandonada, sus pescadores deambulaban
alucinados por el andén y los barcos que un día les garantizaban su sustento fueron
desmantelados para ser vendidos como chatarra: trozaban con grandes sierras
eléctricas las máquinas, mástiles y el casco de los barcos para cargar con
ayuda de los estibadores grandes planas que se perdían con ellos al entrar al
río Escondido, llevándose todo lo que había hecho de El Bluff un puerto
próspero de pescadores.
Las bodegas, las
oficinas, los cuartos fríos, la fábrica de hielo, los tanques de almacenamiento
de agua y la línea de procesamiento de mariscos quedaron abandonados en medio
de la planicie que conduce a lo que fue su pista de aterrizaje.
Veinte años
después no quedaba nada de la empresa procesadora de mariscos, excepto los
cimientos de concreto ennegrecidos que Jack y Katty vieron al caminar hacia la
antigua pista, en dirección a las pequeñas lagunas que flanquean sus lados para
pescar.
—
Aún quedan las ruinas, Jack —dijo Katty.
Mientras
caminaba, Jack miró a su izquierda, hacia el portón que daba acceso a la línea
de procesamiento de mariscos.
—
Allí está —expresó.
—
¿Te acordás cuando entrabas a los cuartos fríos?
—preguntó Katty.
—
Sí, recuerdo.
—
Parece un cementerio desordenado de pilas, rodos
y bandas —opinó ella.
Él no expresó
nada. Caminaron hasta perder de vista los restos de la planta, siguiendo el
camino sinuoso que lleva a la antigua colonia, un tiempo habitada por empleados
de alto nivel de la empresa de mariscos. Por el trayecto, a la derecha fueron
apareciendo pequeñas casas donde antes solamente palmeras y matorrales poblaban
la planicie pantanosa, cubiertas por la frescura de la vegetación del
promontorio que se erige frente a ellas.
—
Más ruinas, Katty —dijo Jack señalando las bases
de cemento sobre las que erigían las casas de madera prefabricadas, importadas en
piezas.
—
Para el recuerdo —dijo Katty y les tomó una foto
con la cámara de su teléfono.
Cuando
culminaron la cuesta salieron al claro de la pista. A izquierda y derecha, el
azul intenso del cielo sobresalía sobre el color gris de la pista y los
matorrales que crecen a sus lados. Se detuvieron a tomar agua de una botella
que cargaba Jack en su mochila. El calor del mediodía se notaba en la cara de
la muchacha.
—
¿Qué es ese ruido? —preguntó Katty.
Era un sonido
constante y fino que provenía del otro lado de la pista. Al cruzarla observaron
varias champas de plástico negro alrededor de una laguna de aguas verde, lamosa
y estancada.
— Son mujeres —dijo Jack al verlas con mazos en
sus manos picando piedras debajo de las champas.
—
Mirá, mirá, son cerros de piedrín —agregó Katty,
señalando los alrededores de las champas y a lo largo de la pista en dirección
al mar.
Jack se detuvo
en la laguna del lado izquierdo y entraron a una champa abandonada ubicada en
la orilla. De su mochila sacó las pequeñas cañas de pescar, las desplegó y
colocó los engañadores de colores vistosos.
—
No tardan en picar, vamos a sacar unos hermosos
guapotes —dijo Jack.
—
Eso espero —respondió Katty, absorta en la caña.
El ruido de las
piedras al ser reventadas no la distraía, ni siquiera quería hablar. Le gustaba
muchísimo pescar con él. Jack tiró el engañador en dirección al centro de la
laguna. Antes acudían a pescar en esas lagunas y en poco tiempo los peces comenzaban
a picar; el tiempo transcurrió sin que lo hicieran. Al principio Katty estaba
tranquila, pero luego comenzó a probar en distintas direcciones, imitando a Jack.
—
¿Qué te pasa, Jack?
—
No sé —contestó mientras enrollaba la cuerda.
La tarde caía y
la intensidad del sol había disminuido del mismo modo que la frecuencia del
sonido provocado por las mujeres. Katty buscó su bolso, sacó varios sándwiches
y le ofreció uno a Jack.
—
No tengo hambre —dijo Jack.
—
Dale, Jack, come uno.
Comieron sin cruzar
palabras, observando las cuerdas y el reflejo de los matorrales en el agua.
—
Vos tenés la culpa, si no te hubieras marchado…
—
Ya lo sé, siempre te lo he dicho, no pude
evitarlo. Es tiempo que lo superes —dijo Katty.
—
Para vos es fácil olvidar, siempre olvidas —dijo
Jack.
—
¡Ah!, ¡ya basta, Jack!, ¡te lo ruego! ¡No sigas
con lo mismo de siempre, por favor!
—
No puedo.
—
Vamos, decimé la verdad.
Jack miró hacia
la loma y observó el brillo del faro provocado por los rayos del sol al caer la
tarde.
—
Ya no me divierte nada.
Ella lo miró
fijamente, sin decir una sola palabra. Jack continuó:
—
Me siento vacío, todo lo bueno ha desaparecido
de mí. No sé, Katty. No sé qué decirte.
—
¿Ni siquiera el amor te divierte? —pregunto
Katty.
—
No.
Ella se puso de
pie, tomó su bolso y se alejó caminando por el camino que los había llevado
hasta esa laguna de aguas sin vida. Una motoneta salió a la pista, Katty la
detuvo y desapareció montada en ella.
Jack se quedó
allí por un buen rato. Acostado en el suelo observaba los colores del cielo al
atardecer; Javier apareció por el lado de las casas que se apiñan alrededor del
camino que conduce al mar. Él escuchó sus pasos pero continuó sin moverse.
—
¿Y Katty?, ¿qué sucedió? —preguntó.
—
Nada, no pasó nada.
—
¿Pelearon?
Jack se
incorporó sin contestar y ambos se dirigieron hacia el mar. Al llegar se sentó
en un tronco, observaba sus pies pisando las algas que expulsaban las olas
mientras a su espalda el sol caía más allá de la isla del Venado.
Ronald Hill A.
Domingo, 22 de
marzo de 2015
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