domingo, 19 de febrero de 2023

DESDE EL MOSTRADOR DE UNA FERRETERÍA

 


Estoy en el mostrador de una ferretería. He llegado hasta allí de urgencia, como si de una farmacia se tratara buscando algo apremiante. Limpiaba el cielo raso de la casa: un poco de cloro en agua dentro de la bomba de mochila para asperjarlo, después pasarle un cepillo de plástico con detergente, luego mojarlo con agua suficiente y, al final, secarlo con un trapo, un pedazo de toalla vieja. Cada sección iba quedando reluciente, pero el cepillo se quebró y tuve que buscar uno nuevo.

Atienden a un cliente que se ha anticipado por unos segundos. Al lado izquierdo del hombre, un hombre de pelo corto y densa barba oscura, se encuentra un anciano canoso.

Buenos días, busco una manguera, dice el hombre de barba.

“Tenemos de varios tipos y precios”, contesta un chavalo que sale del fondo, entre anaqueles que sostienen potes de pintura, martillos, destornilladores, llaves, sierras, palas y picos en el suelo, alambre de púas estibados en torres de cinco rollos, cemento, perlines y muchos artículos que dan la impresión de un descontrol total.

Percibo un aroma mixto, una mezcla de olor terroso, metálico y químico, que se desprende desde las entrañas de la ferretería.

Muéstrelas por favor, contesta el hombre de barba.

Una mujer está sentada frente a un escritorio, con varias facturas en sus manos. Vuelve la mirada hacia el chavalo y, con la vista y un simple gesto de cabeza, le indica que proceda. Con la mano señala el anaquel donde se encuentran.

Es la jefa de la ferretería, pienso.

El chavalo sigue la orden de prisa. Sube en una escalera y se apoya en el penúltimo peldaño de los cinco que la constituyen. No es alto, tiene una altura mediana, quizás unos cinco pies y cinco pulgadas de alto y se sostiene del anaquel para bajar cada una de las mangueras enrolladas, cubiertas en la parte externa de plástico transparente. La mujer se levanta y recibe un rollo. El chavalo baja de la escalera con otro, camina y los coloca sobre el mostrador de vidrio.

“La de 6 metros vale 150 córdobas, y esta que mide 12 vale 300”, dice dirigiéndose al hombre de barba.

Y esa, la más grande, responde, señalando hacia el anaquel.

El chavalo calla. Vuelve la mirada hacia la mujer. La mujer deja la silla y se acerca al mostrador. Es una mujer mayor, su edad oscila entre los 55 y 60 años. No sonríe, está en su trabajo, en su negocio.

“Esa, la más grande, vale 900. Mide 30 metros”, dice.

No le dirige la mirada, ningún tipo de empatía manifiesta, nada, absolutamente nada, actúa como si fuera un robot controlado por inteligencia artificial, pero le habla al hombre mayor, de unos 75 años con ojos azules y canoso, que está pendiente de lo que sucede y le ofrece una silla. El hombre dice que no, que va a regresar más tarde, pero no se aleja, sigue allí clavado de pie frente al mostrador, a lado izquierdo del hombre de pelo corto y barba densa.

Muéstrela, dice el hombre.

El chavalo vuelve a buscar los ojos de la mujer y ella se los obsequia con un plus que no logro atrapar. El anciano sigue atento. El chavalo, como si recibiera una inyección de entusiasmo, sale disparado hacia el anaquel en busca del rollo de manguera.

La mujer ha tomado un trapo y limpia el mostrador, le pasa el trapo en círculos, círculos hacia la derecha y círculos hacia la izquierda. No conversa, está concentrada en el chavalo, no en el mostrador. Ella, aun cuando no puede verlo, porque se encuentra a su espalda, sigue sus movimientos y los sonidos que genera al subirse a la escalera, tomarse del anaquel, bajarse con el rollo más pesado y caminar hacia el mostrador. Justo en el instante en que el chavalo levanta el rollo para ponerlo en el mostrador, ella regresa la mirada, una mirada controladora y de satisfacción.

El anciano sigue expectante como esperando la réplica de un terremoto. Sus ojos azules se han fijado en la billetera del barbudo cuando la sacó del bolsillo. La mujer respira profundamente y regresa al escritorio. El chavalo se retira del mostrador, va hacia un anaquel y toma cosas que las vuelve a acomodar en el mismo sitio.

El hombre de barba densa hace cálculos en la calculadora de su teléfono móvil.

“¿Va a necesitar factura?” pregunta con un tono de seguridad, desde su silla de alto respaldar como si se tratara de la silla de una reina, la reina de la ferretería.

Explíqueme por qué varía el precio del metro de manguera. En los rollos de 6 y 12 metros, el metro tiene un valor de 25 córdobas y en este rollo lo cobra a 30 el metro. Debería de ser un poco más barato porque compro más metros de manguera, por docena sale más barato, dice el barbudo.

El chavalo y el viejo miran a la mujer, la mujer no regresa la mirada, está poniendo papel carbón sobre la copia de la factura.

“Ya le digo”, contesta y hace cálculos en la calculadora de escritorio.

No hay más clientes, estamos solamente los cinco en la ferretería. El chavalo se ha quedado inerte y el viejo de ojos azules ha apartado la vista y se voltea para mirar hacia la calle.

“Tiene usted razón, me he equivocado”, dice.

El viejo gira y la mira con los ojos mucho más azules, como si el resplandor del sol proveniente de la calle ha borrado pigmentos rojos de su esclerótica. El chavalo ha desaparecido entre los anaqueles.

“Se la dejo en 800 córdobas, ¿qué le parece?

Genial, contesta el barbudo.

El viejo sonríe, el chavalo regresa desde el fondo donde se había perdido y la mujer entrega la factura. El hombre de barba le da el dinero y se retira sin decir gracias. Sube a una camioneta que está estacionada frente a la ferretería y se aleja hacia el este.

“Y usted qué desea?”

Un cepillo de plástico, contesto.

La mujer me mira sin simpatía, robotizada y le indica al chavalo la sección de los cepillos con los mismos gestos.

“Son 120 córdobas” dice el chavalo al regresar al mostrador.

“¿Necesita factura?” pregunta la mujer desde su silla.

No, no necesito, respondo y el chavalo recibe de ella y me entrega el cambio de los 200 córdobas con que he pagado.

Muchas gracias, digo y me dirijo al jeep. Nadie, ni la mujer, ni el chavalo responden. El viejo de ojos azules me mira con esa mirada blanquecina que le ha provoca la luz de la calle.

Entro al jeep y sintonizo la radio. El locutor habla sobre la escasez de huevos en un país frío, y dice que hace dos años el precio de la cajilla valía tres dólares, pero ahora nueve, el triple. Y del queso ni se diga porque los productores no se benefician del alza, sigue diciendo. Desde la ventanilla veo a la mujer dándole instrucciones al chavalo y el viejo, ahora, está sentado en una silla.


18 de febrero de 2023.

Foto propia.

 


2 comentarios:

  1. Así son las cosas.
    Yo en mi pueblo he querido siempre comprar lo que más me urge pero, los costos de las cosas son tan caras; que con el cobro puedo viajar a la siguiente ciudad comprar y regresar aún con dinero.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ahora con la movilidad que tenemos podemos usar esa alternativa. Abrazos y gracias por el comentario.

      Eliminar