No es una
confesión, no podría llamarlo de esa manera, pero yo, Azucena Flores, lo expreso en esta casa que abre su puerta esta noche para tenerte a mi
lado.
Mi primera
revelación llegó a edad temprana, a los doce años cumplidos. Nadie me lo dijo, esa mañana no asistí a la escuela, me postré
horrorizada en la cama de madera fina y colchón de resortes, imagínate como
estaba cuando vi la línea de sangre escurriéndose en mis muslos, a lo largo de
las piernas, pero el susto me pasó y, poco tiempo después, disfruté el cambio de
mi cuerpo con caricias y juegos de niña.
No florecí como
diosa, no, nada de eso, porque siempre he sido así como me conociste, ni alta
ni baja, mi cuerpo, ¿cómo podría describírtelo?, es así completo para tú gusto,
a tu medida; delgado, con estas curvitas en las que frenético te desplazas, con
estos pechos, míralos, ya sé que te encantan aunque sean pequeños porque de mis
pezones he saciado tu sed angustiosa de macho y sin reprimirme te he amamantado
como si tu mamá no te hubiera dado de mamar tiernito, desesperándome al verte
deseoso, con la sed de acariciarme las nalgas, sí, éstas nalgas carnosas de
flaca que siempre has nalgueado cuando estoy desnuda, esperándote así como
siempre lo he hecho en la sala, iluminada por una candela, como en este momento, con un short cortito, en camisola, sin brasier, con la punta
de las nalgas descubiertas para que me las acaricies, para que me des esas
palmadas con tus manos callosas, enloqueciéndome con el brillo de tus ojos.
Todos tus gustos
los fui aprendiendo en cada encuentro, por las tardes y de noche, se fueron haciendo poco
a poco parte necesaria del ritual por el que me rindo en tus brazos, elevándome
entre las nubes cuando tu lengua loca me ensaliva el cuello y con tus manos apretujas
mis pechos, pegándote a mi cuerpo con ese calor de macho en celo, desprendiendo
ese olor encabritado que me derrite de deseos sin darme cuenta del momento en
que me desnudas. Sos, y siempre has sido, la causa de mis excesos.
No me afrento de ello,
al contrario, me siento la mujer más feliz del mundo, la más plena, soy la
luna llena que surge radiante entre la penumbra de la noche para derretirme en
el fuego de tus delicias. Y desnuda soy fiera salvaje, dueña de mi guarida,
soy la que controla tus acciones, no me rindo, al contrario, me apropio
de este juego milenario, soy la guardiana de todos tus pensamientos, secretos, tus deseos y miedos. No hago pausas, me dejo llevar por tu cuerpo
libidinoso y allí, en ese instante, caes rendido en mis garras.
He aprendido de
tus fantasías. No puedes reclamarme nada, ¿qué no he hecho por vos?, he sido
todo lo que has querido: tu mujer, tu amante, tu puta como me decís cuando
estás desesperado por tenerme. Y ese es el momento en que sos mi presa. Todos
mis secretos de mujer los he compartido con vos. Te he dado lo que nunca te
habías imaginado. Por vos me convertí en contorsionista, en serpiente laboriosa,
has saboreado todos los fluidos de mi cuerpo y eso es lo que más me encanta.
No te rías, esa
risa la conozco, ¡sí, es cierto!, al inicio no me gustaba, pero por vos aprendí
a disfrutar mi cuerpo. Me mostraba recelosa cuando tus manos se apropiaban de
mi cintura, abriéndome las piernas con la cabeza y tu lengua endemoniada
acariciaba los labios carnosos de mi sexo que has chupado por más de treinta
años, esa lengua tuya, indecente, serpenteando entre mis pliegues, embistiendo
con fuerza mi silencio, lengua indecorosa que desgarra mi piel y, en ese
jueguito, descubrí la gloria cuando tu boca apartó mis labios menores y se
apropió de mi clítoris, manifestando el placer de mi sexualidad y la
sensualidad plena de mujer.
Lo confieso, me
hiciste sentir lo que nunca antes había experimentado, llegaste a mi vida
iluminando la penumbra de mis deseos y, dueña de ellos, te convertí en esclavo
de mis pasiones. Mi mayor anhelo siempre ha sido tenerte desnudo en mi cama,
con esa mirada pérdida en el tiempo, ansioso que me adueñe de tu sexo, pidiéndome
en silencio que deguste el néctar divino de tus entrañas. Y yo, obediente, me
ahogo en tus deseos, atragantándome en el infinito de tu memoria, disfrutando
el palpitar ardiente de tu sexo con ternura de niña huérfana para empaparme de
tu savia al ritmo de nuestros cuerpos acoplados, en una danza sin fin por todos los
espacios de la casa: el sofá, el comedor, la cocina, el piso, en la alfombra, en el baño y
la cama, en la que aún duermo y ha sido testigo de todo lo que descubierto a tu lado.
Llevo el orgullo
grabado en la frente, no me arrepiento de nada. No me importa lo que murmuren a
mis espaldas, ni lo que él piense, mi vida es mía así como mi cuerpo lo he
consagrado a vos en silencio, he superado todas la barreras para alcanzar la
dicha y he pagado el costo de ello. Ha sido un camino largo y doloroso, es el
precio que pocas estamos dispuestas a pagar para salir de la penumbra de
nuestros deseos.
Ronald Hill A.
18/11/2016
Foto: Sergio Orozco.
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