Terminamos de servir la cena. Mis
compañeros insistieron muchas veces que querían comer carne con hueso en
caldillo. Por ello, Mister Brown me dijo que a los comensales se les debía dar
los gustos que apetecen y que viajara a Bluefields muy temprano, luego del
desayuno, en un barco pospos a buscar los mejores cortes. Visité a Joshua, un
matarife que vivía al lado del puente, y gracias a él preparamos la cena como
sabemos hacerla en Old Bank, mi barrio de Bluefields: tres calderos llenos de
carne con hueso en caldillo espeso, condimentado con hierbas y pimienta, bananos
cocidos y yuca, rice and beans con coco y Johnny Cake para después de la cena.
Regresaron al muelle a trabajar
contentos, platicando y bromeando entre ellos por el andén. No hay mayor satisfacción en un cocinero que ver a sus
comensales disfrutar de la comida que ha preparado, decía Mr. Brown. Yo también
estaba satisfecho y deseaba llegar a ser un día un cocinero importante como él,
sin desearle ningún mal a Míster Brown porque me ha dado buen trato, me corrige
con mucha paciencia cuando nota que estoy ansioso al cocinar. “Oye Frank, tómalo
con calma, es mejor una comida un poco tarde que una mal preparada”, me
decía y siempre tuvo razón.
También explicaba que cuando la
comida no está en su punto, los comensales buscan tu cara para reprimirte con
sus gestos y eso es un fracaso: pierden la confianza en la calidad de lo que cocinas.
Hombres fuertes y trabajadores que llegan extenuados después de descargar o
cargar un barco se merecen la mejor comida. No es comida presuntuosa, no señor,
solamente comida criolla bien preparada, pero caliente, con una ración
establecida, ni abundante ni escasa, con un buen trato, en un ambiente de
compañerismo, es todo lo que pide un hombre para hacer su trabajo. “Frank, el
buen cocinero le da la cara a sus comensales, se pasea entre las mesas, habla
con ellos, pregunta sobre la comida, ¿cómo quedó el caldillo?, ¿el rice and beans está
blando?, y entre sus preguntas, al verles la cara, va creando en su mente el
menú que debe preparar para el día siguiente”, decía sabiamente Mr. Brown.
Después que la cocina quedó
limpia, los platos, vasos, cucharas y calderos lavados, limpiamos las mesas,
barrimos el piso de tierra de la vieja casa de madera que nos servía de cocina
y comedor. Luego mojamos el piso con agua para evitar el polvillo que levantan
las rachas de viento al filtrarse por las rendijas de las tablas y alistamos la
masa para hornear el pan en la madrugada.
“Bueno, dijo Mister Brown, voy a
colgar mi hamaca, es hora que mis viejos huesos se pongan a descansar”. Me
quité el gorro hecho de sacos de harina y mi delantal, y salí al patio del
frente, rumbo al andén para fumar un cigarrillo.
Pinceladas de plata iluminaban la
bahía y, a lo lejos, sobre Half Way Cay, el reflejo de las luces de Bluefields levemente
se notaba. El viento me daba en un costado, un viento del Este en el mes de diciembre,
con rachas suaves como caricias que me hicieron tomar conciencia de que reina en
la noche con la luna.
Todo en mí alrededor estaba en calma. Del lado del muelle, oía el sonido de winches y mástiles de los barcos que subían
o bajaban la carga que mis compañeros en su faena acomodaban. Escuchaba sus voces, atrapadas bajo las luces de los
barcos, el muelle y la gran bodega de la aduana que llenaban o vaciaban. Por el
andén nadie circulaba, ni a mi derecha, hacia la aduana pasando por la oficina
de Mister Buzurcón, ni hacia la casa de Don Felipe, el jefe de la bodega que
siempre regresaba con mis compañeros al terminar sus labores.
Allí, de cara a la bahía y bajo
la sombra de un inmenso árbol de Laurel de la India, encendí mi cigarrillo
cubriendo la llama del fósforo con mis manos. Cerré mis ojos, inhalé el humo,
llené mis pulmones reteniéndolo con placer pero Susan estaba allí, su voz
diciéndome que no era digno de ella, que era demasiado mujer para un simple
aprendiz de cocinero, que yo no tenía ambiciones, que dejara de insistir porque
tenía mejores pretendientes, que yo era un simple negro que nunca llegaría a ser
algo bueno lavando platos y cacerolas, y repentinamente desde la casa de madera
vecina, ubicada frente al árbol de Laurel, el llanto de un niño evaporó a Susan
con sus desprecios de mi pensamiento.
El niño lloraba, primero como un
leve lloriqueo que se escuchaba por los espacios de la casa, desde la
habitación y luego en la pequeña sala. Estando allí escuche sus golpecitos en
la puerta principal que daba acceso al pequeño corredor que salía al andén. Al
fracasar en el intento por abrirla, su llanto se acrecentó, ahora lloraba con
dolor, con un llanto nervioso y escuchaba sus movimientos desesperados.
Caminé hacia la casa,
deteniéndome frente a las gradas del corredor, siempre bajo la sombra del árbol de Laurel. Entre las tablas miré la tenue luz de una
lámpara de kerosene. Escuché su voz llamando con llanto a su hermano que seguía
dormido. “Levántate, levántate, tengo miedo”,
decía hasta que lo despertó. Ahora los dos lloraban, era un llanto en
concierto, mientras uno dejaba de llorar hasta cansarse, el otro continuaba llorando.
Así permanecieron por un rato, luego se calmaron.
“¡Niños, niños!, ¿qué sucede?”,
pregunté al verlos bajo la luz de la luna en el andén, vestidos con sus
pijamas.
No sabía qué hacer. Verlos allí,
tomados de la mano, llorando me emocionó tanto que me olvidé de mis problemas y
de Mr. Brown, el que de seguro ya estaba durmiendo placenteramente. Los niños
comenzaron a caminar en dirección a la oficina de Mr. Buzurcón y mi reacción
fue cortarles el paso, atajar su camino y, aun cuando lloraban, los tomé de la
mano y me dirigí con ellos hacia la casa de Don Felipe.
Entré al corredor que tenía un
bordillo de madera cruzada en equis y toqué la puerta dos veces. De inmediato
salió una señora y al verme con los niños dio un grito. ¿Qué pasó?, ¿Por qué
anda con los niños?, preguntó y los acurrucó en sus piernas. Luego de darle las
explicaciones me pidió que la acompañará a la casa de los niños porque sus
padres ya estaban por llegar.
Lo niños dejaron de llorar, la señora
los acomodó en una cama, les cantó con voz amorosa y al poco tiempo se
durmieron. Salió al corredor con una mecedora, preguntó mi nombre, me ofreció
un cigarrillo y fumamos. Dijo que era la abuela de los niños, que me agradecía
mucho lo que había hecho, que estaba pendiente de los niños pero sin darse
cuenta se quedó dormida. Le dije que no tenía nada que agradecer, que yo solo
estaba al lado de la casa porque era el ayudante de Mr. Brown, que me fumaba un
cigarrillo cuando los vi y que cualquiera hubiera hecho lo mismo sin pensarlo
dos veces. “No lo crea Frank, cualquiera no hace lo que usted ha hecho y
se lo agradeceré siempre”, me dijo y luego le di las buenas noches porque debía
levantarme de madrugada a preparar el desayuno de mis compañeros.
Estábamos metiendo el pan en el
horno cuando se lo conté a Mr. Brown. “Bien hecho, hijo, los llevaste a un
lugar seguro”, dijo. Guardé mis comentarios y seguí en mis labores pensando en
Susan, en sus arrebatos, en su desprecio. Después que servimos el desayuno, el
papá de los niños se presentó a la cocina en compañía de Don Felipe a
agradecerme lo que había hecho y, en un inglés isleño, cantadito, me dijo que
tomara de sus manos mi recompensa. Le dije que no, que hice lo que había hecho sin
intención de obtener algo por ello. Que me bastaba su agradecimiento. “Hiciste
bien, hijo”, comentó Mr. Brown, “ese hombre nunca te olvidará”.
En una tarde soleada, de esas que derriten el asfalto de las calles, mientras caminaba por la esquina de Wing
Sang en Bluefields, el hombre me reconoció. “Ando en busca de un cocinero para el
barco del que soy capitán”, me dijo y desde entonces, por más de cincuenta
años, comencé a aplicar los consejos de Mr. Brown en alta mar, cocinando al
ritmo de las olas para la tripulación de barcos camaroneros, langosteros y
mercantes, tiempo en el que Susan desapareció de mis pensamientos y logré
conocer y conquistar a Gretta, la mujer de mi vida.
Ahora que camino apoyado por un
bastón entre los patios de Old Bank, sin cercos que nos dividan, ha regresado a
mí el recuerdo de esa noche de hace muchísimos años. Recuerdo a Mr. Brown, el buen trato que me daba y sus consejos
que me facilitaron aprender el difícil arte del cocinero. Veo hacia el corredor de mi casa donde mis bisnietos juegan bajo una
estrella navideña que les ilumina el rostro y, en dirección a El Bluff, diviso la
salida de la luna que con sus pinceles pinta de plata la bahía.
Ronald Hill A.
Ronald Hill A.
Foto: Ronald Hill A.
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