viernes, 3 de diciembre de 2021

LA VENCEDORA DEL FIERO DRAGÓN

Iniciando diciembre, he estado escuchando las canciones de la Purísima. Es inevitable. Se oyen al pasar por el parque, en los barrios y hogares donde realizan la novena dedicada a la Virgen de la Inmaculada Concepción. Escucharlas me trae gratos recuerdos, aquellos que siempre regresan en la época navideña.

Recuerdo a mi querida hermana, Indiana de la Concepción, y mis ojos se llenan de lágrimas, mi corazón de dolor por haberla perdido hace casi cuatro años. El 2 de diciembre hubiese cumplido 60 años. Siempre estará en mi corazón.

En la casa de mi abuela Manuela, en El Bluff, se celebraba la Purísima. Disfruté ese festejo cada año, junto a mis hermanos, primos y primas, y los amigos de El Bluff que crecimos juntos en esa época del floreciente puerto.

Un mes antes del evento, mi abuela Manuela iniciaba los preparativos para la celebración de la novena y la gritería. Familias de Punta Gorda, principalmente los McRea, la proveían de caña de piña, limones dulces y naranjas. Desde Masaya le llegaban dulces, gofios, chicha, canastas, bolsas con imágenes de la Virgen y otros productos que ella distribuía.

Mi abuelo Felipe se encargaba de asegurar la pólvora, toda ella importada: triquitracas, buscapiés, cohetes comunes y de colores, carga cerrada y morteros. Llegaban en barcos mercantes para abastecer a los establecimientos chinos en Bluefields; los descargaban en la bodega de la aduana y luego los transportaban en barcos pos pos a Bluefields. Mi abuelo realizaba su pedido con anticipación, y a sus nietos les hacía estallar la pólvora antes de que llegara a Bluefields. En una de esas ocasiones, sin tener experiencia, un paquete de triquitracas explotó en mi mano. Imagina el dolor y el ardor, hasta que mi mamá me aplicó un ungüento y sentí alivio. Sin embargo, nunca más me volví a quemar.

Mi abuela contaba con la colaboración de un grupo de mujeres devotas, incluyendo a mi mamá, mis tías Magdalena y Merchú, las primas, y otras que la visitaban para preparar el altar de la Purísima. Realizaban esta tarea con esmero, prestando especial atención a los detalles.

La sacaban de una vitrina donde la guardaban todo el año, la limpiaban y le ponían un vestuario nuevo en colores celeste y blanco, preparándola para su asunción al cielo. De igual manera, se encargaban del altar, situado en una esquina de la sala. Creaban un cielo con papel blanco y algodón, colocando la luna, una serpiente y los ángeles a los pies de la Virgen. Estos angelitos los confeccionaban con mucha paciencia, formando un grupo de caritas bonitas.

Tan grande era mi entusiasmo que estaba listo, a la espera de las siete de la noche, para participar en la novena de la Virgen. Solo tenía que cruzar el patio e ingresar a la casa de mi abuela. Un ambiente festivo me recibía. La alegría se reflejaba en cada rostro: mis primas Zenaida, Melba, Martha, Claudia,  el primo Edwin y tía Magdalena; mi madre, Indiana y Tony; mi abuelo con los encargados de tirar la pólvora y los cohetes, más felices que todos porque les repartía tragos de guaro lija; mis primos José Manuel y Javier con mi tía Merchú, encargada de los cantos, y tío Felipe; Ivette, Patty y Cesar con tío Pablo y tía Marina. La gente llegaba con alegría, la sala se llenaba, algunos de pie y otros sentados, con los cantos dedicados a la Virgen.

Mi mayor alegría y emoción explotaban en gritos cuando se cantaba "Dulces Himnos". "Dulces himnos cantando a María, vencedora del fiero dragón". En ese ambiente de fe y esperanza, María era mi heroína, mi protectora contra el fiero dragón. Lo vencía, exterminaba a esa fiera maligna.

Hoy, al recordar esos momentos, pienso en mis seres queridos que están junto a la Virgen, a la que le dejo todas las noches una lucecita encendida. Le pido por la familia, que nunca nos falle y que nos de fuerzas para que vencer al fiero dragón que tanto daño hace.



3 de diciembre de 2021
Actualizado: 6/12/23
Foto Propia.

 

martes, 9 de noviembre de 2021

LA HORA DE LOS NOVIOS



Es casi la hora. Comienza a alistarse, pero algo en el aire no le permite lograr la calma que brinda la seguridad. Ordena y guarda el legajo de carpetas llenas de papeles; son encuestas que ha realizado en los barrios criollos de Bluefields para conocer más a fondo la problemática por la que atraviesan.

Recibe varias llamadas telefónicas que le pasan desde la centralita, y siempre anota el número telefónico y el estado de ánimo de la voz que escucha en el auricular. A veces son voces de mujeres que imagina; otras son hombres apresurados, con problemas que piden soluciones.

Entre el ajetreo de la oficina, sus compañeros ya están listos desde las cuatro y media, y la mayoría ha jugado el quinto partido de solitario en media hora. Sus documentos los ha guardado en su respectivo mes, y estos en un Ampo ordenado por año que acomoda en los estantes adheridos en las paredes.

Son muchos años en lo mismo, una rutina que no declina, pero la soporta. Ha visto de todo, comienzos y finales; no espera nada de nadie, solo le interesa su trabajo y ella. Ella le ha durado; su cariño ha crecido, y el secreto que guardan se manifiesta al verla. Con eso no puede, no podrá, aunque lo mantenga enllavado en el cementerio donde no alcanza un alma más, y está consciente de ello. Esa es su manía: ordenar y guardar todo. Guarda bien el secreto, se aleja de tertulias y habladurías. Evita los problemas, espera su momento; es su vida y no le interesa la de otros.

La hora se aproxima. Ya arregló el escritorio. Todo está en su justo lugar: la engrampadora, un caracol de mar que usa como pisapapeles, el vaso con los lapiceros, la taza para el café, la lupa, la computadora, la libreta y su sello de recibido. A esta hora espera una señal, solo para que su vida cambie. Por ello está tranquilo; sin inquietudes, aunque no esté, hasta ahora, muy seguro. Su corazón palpita con normalidad, pero a medida que pasan los minutos, siente cómo se le aceleran los latidos y el fluir de la sangre por sus venas. Está atento a la puerta; de reojo ve el reloj colgado en la pared cuando de pronto se abre la puerta, y el asistente de la oficina le entrega un sobre. Lo abre, mira el contenido, su cara muestra una sonrisa; lo cierra y lo guarda bajo llave en la gaveta principal.

Su semblante ha cambiado. Agarra la chaqueta que está colgada del respaldar de la silla giratoria y se la acomoda sin prisa, al igual que la gorra azul. Con la mano izquierda sujeta el maletín de cuero y se levanta dichoso. Se dirige hacia la salida para abandonar la oficina, ubicada en el edificio que sustituyó al Instituto Cristóbal Colón donde estudió bachillerato con sus amigos. Dice adiós y les desea buenas tardes a todos los que encuentra en las escaleras. Las mujeres le sonríen en el pasillo. Aunque imagina sus sospechas, siempre va a tener esa duda en su mente que hace el cálculo matemático y algebraico en el aire. A las sonrientes les da besos y abrazos. Va feliz, y ellas quedan felices.

Atrás deja el portón después de fichar la tarjeta que ha odiado toda la vida porque siempre ha dicho que no es un reo, que es libre. ¿Cómo no serlo si siempre ha luchado por la autonomía, la de su región y la propia? Porque cuando un hombre no tiene autonomía, no tiene nada más, aunque intente disimular la necesidad de laborar por una mala paga. Pero aun así, va contento, ilusionado, va seguro; su hora se acerca y mientras se dirige a su casa, piensa en ella.

Cruza un costado del parque, mira hacia lo alto, por encima de los centenarios árboles de caoba, y el cielo gris lo pone en alerta. La gente se dispersa, da dos vueltas por acá, tres por allá, y sigue rectecito. Le pide al Señor que no llueva, que no broten charcos, que no se inunden las calles para que a ella no se le mojen los piecitos. Y si llueve, Señor, no pongas el cielo más oscuro, porque, de lo contrario, el vendaval hará que se arrepienta y me deje esperándola. Señor, acompáñala en el trayecto. Y así, entre diciendo adioses a su paso, viendo hacia lo alto y las plegarias, ha llegado a su casita de alquiler en el barrio Nueva York.

Después de abrir el portoncito de hierro del corredor, se quita los zapatos. Abre la puerta de la sala, entra y la deja sin seguro. Pone el maletín en una repisa ajustada a la pared, cuelga la gorra en un clavo y a su lado la chaqueta. Enciende la radio Sony portátil que siempre lleva a todos lados porque la televisión es su enemiga, y con delicadeza va regulando el dial hasta ajustarlo en la frecuencia 97.5 FM, su estación preferida.

Mira alrededor, abre la ventana, pero cierra la cortina. Arregla la cama, acomoda las almohadas, sacude la hamaca y sonríe. Limpia la mesa. Revisa los vasos, el hielo en el termo, el galón de agua, la botella de ron, la candela, los fósforos, la galleta de soda y una lata de choricitos de Viena. Cambia de ropa; se pone un pantalón corto, una camiseta y se calza las chinelas. Se siente cómodo y se sirve un trago de ron en las rocas. Enciende la candela.

En sus recuerdos, la ve chavala, en el vecindario, en la matiné del cine Variedades por las tardes de domingo y con su traje de baño en el Pool, aún casi una niña, con sus piernas largas de flaca esbelta, su pelo negro en trenzas, sus labios acorazonados y sus gritos y risa de felicidad en compañía de sus primas y hermanos. Ahora todos ellos, sus amigos de siempre, han emigrado de la ciudad puerto que nunca olvidan y la cual permanece en un estado de nostalgia entre sus pobladores por el esplendor y la gloria de su pasado. De pronto, abandona el vaso y sale al patio de la casa. Regresa con un balde de agua, una pana y una jabonera. Del cuarto toma una toalla y los acomoda en el pequeño baño.

Se asoma a la calle por la ventana, ve la tapia del estadio. No hay mucho movimiento; está oscureciendo y comienzan a caer gotas de lluvia sobre el techo de zinc. La hora de los novios se anuncia en la radio y, al sonar la primera canción, abren la puerta suavemente. Escucha que la cierran con suavidad; la lluvia arrecia, y en el umbral de la puerta aparece ella.

Apaga las luces. El mundo exterior desaparece. Ya no es él, y en los brazos de ella, su vida vuelve a renovarse a la luz de una vela.

 

8/11/2011

Foto propia.


sábado, 9 de octubre de 2021

EL PEÑÓN DE NUEVA GUINEA




Siempre que paso por la calle central le dirijo la mirada. El lugar me evoca momentos de una época difícil que forma parte de la Nueva Guinea de hoy.

Me veo sentado en una mesa del pequeño corredor que da a la acera y a la calle de macadán, una calle lodosa y con baches provocados por la lluvia y el tránsito de camiones y buses. Allí estoy con ellos, mis amigos de otros tiempos, saboreando una taza de café con un pastelito de piña elaborado por manos caseras, en una de las tantas tardes que frecuenté el lugar.

Era un lugar absorbente, con varias mesas distribuidas en un gran salón que siempre estaba impregnado de aromas dulces que fluían de varios escaparates de repostería donde mostraban las delicias de la casa —tortas, pasteles decorados, panes—, complementados por un menú de comidas, plantas ornamentales distribuidas entre las mesas, una pecera con peces multicolores y la atención exquisita de su propietario, don Ramiro Luna (QEPD) y su esposa, auxiliados por varias muchachas agraciadas.

Acudía después de las cuatro de la tarde, pero en ocasiones lo hacía en el descanso de la diez de la mañana. Las charlas con los amigos siempre fueron amenas, propias del entorno de esos tiempos cuando la gente se recuperaba de la guerra, se trabajaba por la paz y la reconciliación entre las familias y entre contras y sandinistas. Charlas excitantes, pasionales, donde siempre afloraba el trabajo por el desarrollo de una Nueva Guinea totalmente deprimida. Tiempos esos en los que las colonias y las comarcas comenzaban a repoblarse con familias que regresaban para comenzar de nuevo, una vez más.

Era la época en que mis calzados obligatorios eran las botas de guardia o las botas de hule porque las calles eran prácticamente un verdadero lodazal y debía usar una chaqueta por el frío provocado por torrenciales lluvias. Las farmacias existentes eran tres, nada más. La calle central no se había adoquinado. La casa comunal era la mejor discoteca y desde los jueves se llenaba a reventar bailando al ritmo de la canción “que traigan los bomberos porque me estoy quemando”. Los bares más frecuentados eran el de la Hilda y el de la Mencha. La única gasolinera existente era la de don Jesús Valle.

Para poder comunicarme fuera de Nueva Guinea, en caso de una urgente necesidad, tenía que acudir a una casita vieja de madera ubicada al lado del edificio de dos pisos de la alcaldía donde funcionaba Telcor y allí te enlazaban con otros lugares del país hasta contactar el número solicitado. Para enviar mensajes a los pobladores de las colonias y comarcas hacía uso de una pequeña radio que funcionaba en el segundo piso de una casa donde hoy funciona el GMG. Las zonas 5 y 6 eran barrios de plástico donde la gente se asentó por la guerra al abandonar sus parcelas y, en ellos, comenzaban a construirse las primeras casas de madera, así como en la llamada “ciudadela” con el apoyo de la cooperación española. No existían sistemas de agua potable confiables, el cólera azotaba en comarcas y colonias, las escuelas estaban literalmente destruidas y los caminos eran intransitables, solamente los camiones IFA de doble tracción los recorrían. La producción agropecuaria prácticamente no existía.

Esa era la Nueva Guinea de esta época en que me encontraba con mis amigos en la soda El Peñón. A veces pasaban por mi oficina exigiendo una pausa y en otras habíamos acordado encontrarnos allí.

Ahora, con el paso del tiempo, estoy nuevamente frente a El Peñón. Me bajo del jeep y con mi teléfono le tomo una foto. Es la misma peña de piedra, pero cuando veo la foto pienso en cada una de las historias de esa época, de los momentos agradables que tuve en ese local que ya no existe, donde han desaparecido mesas y escaparates, los aromas exquisitos han sido sustituidos por otros, olor a mercaderías, a telas, a cajones de basura en la acera y por el gas que escapa de los vehículos que no dejan de circular por la calle ahora adoquinada.

Todo es diferente, pero el Peñón, la piedra, sigue allí, ahora remozada con pintura de color gris. Guardo el teléfono y entro al local donde ahora funciona una distribuidora de diversos productos que lleva su nombre. Voy en busca de unas camisetas de talla S para mis nietas y de paso compro ciruelas, jalea y un vasito de chimichurri. Una muchacha guapa y amable me atiende. Al llegar a la caja, le pregunto a Wilber Luna, sobrino de don Ramiro Luna, sobre la historia del nombre El Peñón.

Don Ramiro vivía en Costa Rica, para allá se había ido por la guerra y logró montar un negocio de bisuterías, vendía agujas, hilos, botones y otras cosas, de todo un poco. Aquí nos pusimos de acuerdo y se acabó la guerra, y él se vino de regreso a Nueva Guinea, estableció el negocio y fue progresando poco a poco en ese ambiente de postguerra.

En Costa Rica tuvo un amigo de origen israelí que tenía un negocio de telas llamado “El Peñón” y por ello, por la buena amistad que tenía con el israelí le puso el nombre al negocio. Pero don Ramiro siempre estaba inquieto con el nombre, algo le hacía falta para completar el negocio, una marca, un emblema, un símbolo, algo que completara el círculo del negocio y, de pronto, con resolución se fue para la Colonia San Antonio y les dijo a unos buenos hombres que le sacaran una hermosa laja del río. Desde San Antonio se trajo la piedra, el peñón, que cerraba el círculo del negocio y su nombre. Y allí enfrente, a un lado de la acera, instaló el gran pedazo de piedra.

Esa es la historia del nombre de la soda El Peñón, ahora lo sé, pero las historias vividas en esos años en que acudía con mis amigos a saborear una taza de café con un pastelito son imborrables. Allí me acompañaban en las mesas del corredor, Pío Martínez, Toño Vargas, Francisco García, Ramiro González, Oscar Sánchez y otros muchos más que ya se han ido y viven en los recuerdos.

Cada tarde lluviosa en El Peñón de ese entonces es una historia distinta, un rato ameno para hablar sobre los planes institucionales, los retos cambiantes, tareas a realizar en búsqueda del actuar conjunto para maximizar los esfuerzos. Pero también, allí sentados, programábamos actividades recreativas que se materializaban en fiestas de traje que más de una casa se prestaba a ello con las que hacíamos un poco más llevadera nuestras vidas nocturnas en la Nueva Guinea de esa época.

Ahora, el edificio de la soda El Peñón de ese entonces, se ha dividido en dos. Uno que es la distribuidora y el otro un negocio de piñatas, flores, cuadros y de todo un poco. Pero frente a ellos, a un lado de la acera, vas a encontrar el Peñón sembrado por don Ramiro Luna, el que ha sido testigo de una parte importante de la historia de Nueva Guinea, resistiendo en la intemperie la inclemencia de los elementos de la naturaleza, como el mismo pueblo que siempre resiste y enfrenta nuevos retos para sobrevivir en una época distinta.

8 de octubre de 2021

Ronald Hill A.


jueves, 30 de septiembre de 2021

NAVÍO BLUEFIELDS HUNDIDO EN LA II GUERRA MUNDIAL

 




El SS Bluefields K-530 (antiguamente llamado Lake Mohonk 1917-1920, Astmacho III 1920-1923, Ormidale 1923-1938 y Júpiter 1938-1941) fue un carguero nicaragüense que estuvo en servicio de 1917 a 1942.

Fue hundido en la Tercera Batalla del Atlántico frente a la costa de los Estados Unidos ante las flotillas de submarinos nazis. Su tripulación sacrificó el navío para salvar a otro barco.

Lanzado como Norwegian Motor I para K. Salvesen de Oslo y siendo solicitado por la US Shipping Board (USSB) y completado en octubre de 1917 como SS Lake Mohonk en 1919 rebautizado como Astmahco III por AstmahcoNueva York. En 1921 es rebautizado como Ormidale para Ormidale SS Corp de Wilmington. En 1927 es vendido a Gravel Motorship Corp de Búfalo y en 1937 a Old Ben Coal Corp de Nueva York. En 1938 es vendido a Honduras y rebautizado como Júpiter y luego rebautizado como Bluefields por Lisardo García en Puerto Cortés.

Entre las 20:20 y las 20:25 horas a. m. del 15 de julio de 1942 el U-boot alemán U-576 disparó cuatro torpedos contra el convoy KS-520. El primero daño lo recibió el USS Chilore y el segundo daño el USS J.A. Mowinckel, el tercero hundió al Bluefields y el cuarto falló al segundo barco. El submarino se perdió después de este ataque. Ambos barcos dañados más tarde se toparon con un campo de minas defensivo de EE. UU., donde Chilore se perdió y J.A. Mowinckel aún más dañado, pero luego fue reparado aunque el Bluefields se hundió sin víctimas, solo el barco, quedando como pérdida total.

El navío en la actualidad está en buenas condiciones exteriormente incluyendo unas cuantas ametralladoras y dos cañones Kenworth aunque se perdió gran parte. El casco de acero de Bluefields parece intacto desde la quilla hasta el nivel de la cubierta principal y hay evidencia de las dos escotillas de bodega de carga, una en la proa y otra en la popa de la caseta central. Los mástiles y las plumas de carga se han caído y están en la cubierta principal. Su lugar de naufragio está a 12 millas náuticas de la costa de Carolina del Sur.




Ubicación: 34 ° 45'43.60 "N, 75 ° 30'17.86" W (34.76211, -75.50496)

Profundidad: 750 pies

Tipo de buque: Carguero

Largo: 250.5 pies Ancho: 43.0 pies

Arqueo bruto: 2,063 Carga: dos carros, radio, bolsas de arpillera vacías y tambores de carburo y aceite

Construcción: 1917, Manitowoc Shipbuilding Co., Wisconsin, EE. UU.

Número de casco: 81 Puerto de matrícula: Nicaragua

Propietario: García A. y Cia. Ltda (Nicaragua)

Detalles de Lloyd's Register: una plataforma, dos motores diesel, doble eje, dos tornillos

Nombres anteriores: Júpiter (García Lizardo, 1938-1941); Ormidale (Gravel Products Co., 1923-1938); Astmacho III (Astmacho Navigation Co., 1920-1923); Lake Mohonk / Motor I (Junta de envío de EE. UU., 1917-1920)

Fecha perdida: 15 de julio de 1942

Hundido por: U-576.

Supervivientes: 24 de 24 sobrevivieron (0 muertos)

Datos recopilados en el sitio: sonda de barrido lateral y multihaz de alta resolución

Importancia: Bluefields y U- 576 son individual y colectivamente importantes para la historia militar estadounidense, la historia marítima y la arqueología histórica. Representan los restos físicos del único campo de batalla naval de la Segunda Guerra Mundial frente a la costa este de los Estados Unidos donde están presentes tanto el agresor como su víctima. Sus restos, ubicados a 1.030 pies de distancia, en 690 a 750 pies de agua, a 30 millas de Cape Hatteras, representan los resultados de la Batalla del Convoy KS- 520, parte de la Batalla del Atlántico frente a la costa estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial.

El SS Bluefields y el U-576 fueron nominados al Registro Nacional de Lugares Históricos en octubre de 2015.

Fuentes varias.

Ronald Hill A.

30 de septiembre de 2021

jueves, 12 de agosto de 2021

CASSAVA POINT

Los antepasados de mi mujer son de origen Rama y Ulwas. De ellos, conoció a sus abuelos, pero no tuvo la dicha de ver a sus bisabuelos. Su abuelo paterno, llamado Isaac, contaba sus aventuras en las selvas alrededor de Punta Gorda y más abajo, allá por el río Indio y Maíz, cuando levantaba su campamento y hacía una fogata que lo calentaba y ahuyentaba a las fieras del monte, después que regresaba de cacería. Ella nació allí, en Punta Gorda, en una choza de palma construida por encima del cauce del río para evitar las frecuentes inundaciones que anegaban los cultivos y arrasaban con las gallinas, cerdos, patos, chompipes y las pocas cabezas de ganado que tenían.

“Además de cazar y pescar eran yuqueros”, continuó hablando Abraham Rodríguez, llamado Tapalwas.

Se encontraba en la esquina ubicada frente a la capilla de la iglesia católica de El Bluff. Su espalda descansaba en el muro de la escuela, al lado del árbol de Zapote, y melenquiaba tabaco, un hábito que era de su mayor disfrute, además de tomar aguardiente y contar sucesos que le habían marcado la vida.

Era un hombre de contextura más pequeña que la de un hombre mediano, su pelo era negro, sus ojos vivaces irradiaban desde sus profundidades una luz poderosa que se notaba cuando la gente le pedía que contara sus anécdotas, escupía casi siempre sus salivazos chirres hacia su lado izquierdo pidiendo permiso, vestía de pantalón largo al igual que la camisa y calzaba unos burrones de cuero, los que, al dar sus pasos medio cornetos, daban la impresión de pesar una tonelada.

Se dirigía a un grupo de chavalos adolescentes del puerto, entre ellos, Chabelo, El Guerri, Kalilita, El Sapo, El Zorro, el Negro Glen, Mario Tachita y Mau Mau. Ante las ganas que tenían por saber sobre sus anécdotas, comenzó a contarles con entusiasmo.

“Entonces, sembraban la yuca”, dijo Mario Tachita, uno de los chavalos que sobresalía por ser de los más mal intencionados del puerto.

Cultivaban yuca, dijo Tapalwas, que es otra cosa. Mientras la yuca crecía desde mayo a enero, se dedicaban a cazar, pescar y a cuidar sus animalitos. Preparaban unas veinte manzanas, las sembraban al espeque, de forma escalonada durante tres meses con el fin de cosecharla de igual manera y no verse atiborrados de yuca. Ellos mismos fueron seleccionando las mejores matas para que tuvieron un crecimiento rápido, produjeran raíces de gran tamaño y fueran resistente al agua, al empozamiento y la escorrentía. Era una variedad seleccionada por más de sesenta años en la familia y todavía es cultivada en toda la zona de los Ramas, y más allá de Punta Gorda y Atlanta.

“¿Cómo trasladaban esa yuca desde allá?, preguntó Mau Mau.

“Ve que pregunta”, dijo Kalilita. “Pues en botes, en que más va a ser”, agregó.

En botes pos pos hechos con troncos de árboles de roble gigantes, siguió con el relato Tapalwas, cavados a punto de cincel y machete, pero de gran calado. Eran botes de diferentes medidas, pero los que empleaban para transportar la yuca medían más de seis metros de largo por dos de ancho y, como no tenían motores de gasolina, los navegaban a punto de velas y remos. Así se trasladaba la yuca a los muelles de Bluefields. La venta era venta loca porque los pobladores, desde que se asentaron frente a la bahía, siempre han sido come yuca. Por eso es que prefieren, hasta hoy, la yuca cosechada desde hace cienes de años en Punta Gorda por la familia de mi mujer.

En uno de esos barcos yuqueros, el tío abuelo de ella, llamado Elías, llegó a Bluefields.

“¿En qué año fue eso?”, preguntó el Negro Glenn.

Mira hijo, no podría darte razón sobre el año, pero eso fue hace muchos, pero muchos años, imagínate que en ese entonces El Bluff todavía no se había poblado.

Después de dos días de estar vendiendo la yuca que trasladaban en el plan del bote, bien acomodada porque no tenían sacos, Elías salió una tarde a visitar a una tía abuela de mi mujer llamada Esther, que se había trasladado a vivir a la ciudad.

En esa época, Bluefields tenía sólo dos calles de tierra, una que bordeaba la bahía y otra que cruzaba las casitas ubicadas de este a oeste, con varios caminitos hacia el norte y el sur donde se asentaban los creoles que comenzaban a poblar los primeros barrios que luego llamaron Old Bank, Beholdeen y Cotton Tree.

Esther vivía en un ranchito de troncos y techo de palma, propiamente al lado de donde se encuentran hoy en día las tres inmensas palmeras de Palma Real, que para muchos son símbolos insignes de la ciudad. Se dedicaba a lavar y planchar ropa ajena, y su marido, llamado Gabriel, era un activo chambero en los muelles de la ciudad puerto.

Eran muy amables con él, pues los días de su estancia le daban de comer los tres tiempos y, en agradecimiento, siempre les llevaba regalitos del monte: una gallinita, chancho guari salado, mazorcas de maíz y todo lo que puedan imaginarse como buen fruto de la tierra. Elías vio el terreno de la ranchita donde vivían muy desolado, sin ningún tipo de plantas ni árboles, y como él estaba acostumbrado a vivir en la inmensidad de la montaña, le prometió a Esther varias plantas para sembrar y que le dieran alimentos.

¿Qué les llevó?, pregunto El Zorro.

“Jodido, jodido, deja al hombre que corte bien su pedazo de puro, que no ves que se puede cortar”, respondió El Sapo.  

Tapalwas recién había comprado un peso de puros en la venta de Marín, ubicada al lado de la casa de los Corea, cerca del callejón que daba a su casa, ubicada al fondo, en el lado norte del cementerio. Con una navaja de marinero que le había regalado un amigo jamaiquino en Honduras, su tierra natal, cortaba el puro en tres trozos, guardaba dos, envainaba la navaja y se llevaba a la boca el trozo nuevo, lo masticaba con esmero hasta convertirlo en una pelota multiforme y pastosa que paseaba con la lengua por su boca. Al llenarse de saliva, pedía permiso, volteaba la cara hacia la izquierda y tiraba un escupitajo al suelo. Para muchos Blofeños de esa época, poseía propiedades curativas. Lo visitaban con el fin de obtener parte de su melenca salivosa acumulada en un balde de aluminio que mantenía al lado de una mecedora donde pasaba sus tardes viendo las olas del mar, y luego utilizarla en compresas para curar ronchas, granos de la piel y otras enfermedades cutáneas. Volvió a melenquear y continuó con su relato.

Tres semanas después regresó Elías con más yuca, pero también con carne de guari salada obtenida de seis chanchos de monte que habían cazado. Toda la carne fue vendida el día que atracaron en uno de los muelles principales de ese entonces. La yuca le duró dos días y, al atardecer del primer día, se presentó en la casa de Esther y Gabriel. Les llevaba varias estacas de yuca y unos arbolitos de aguacate germinados en conchas de coco.

Durmieron felices. Por la mañana Elías plantó en el patio los obsequios. Al despedirse les dijo que los cuidaran, sobre todo en los meses secos, “dele una regadita con el agua de lluvia que recoja y verá cómo crecen”, le dijo a Gabriel al tercer día de su estancia porque debía regresar con las compras: herramientas, candiles, tiros de escopeta, sal, azúcar, jabón, cal y café.

La gente del puerto circulaba por el andén, unos hacia el lado del campo de béisbol y otros hacia el lado de la cabaña, la cantina de Miss Pet y el sector de la aduana y el muelle, pero ellos estaban inmersos en el relato de Tapalwas. La Cumbia pasó, se volteó hacia ellos, movió sus inmensas nalgas en modo coqueto, pero ninguno se fijó en ella, no dieron silbidos ni lanzaron sus piropos frecuentes a la escultural negra, por lo que ella les hizo deprecio con rostro y cuerpo y siguió caminando en dirección a los putales.

“¿Y se pegaron?”, preguntó El Guerri que estaba recostado a la pared, enrollado en el piso como una boa, con las piernas en cruz, y fumándose un cigarrillo.

Muchos años después, Elías regresó siendo un anciano con su hijo mayor llamado Timoteo. Fue a la casa de Esther y Gabriel, pero ya no vivían allí, en su lugar habían construido una casa de madera propiedad de una familia de origen norteamericano. Elías vio la sombra que cubría la casa. Pidió permiso para entrar en el patio y se llevó la gran sorpresa de que la estaca de yuca había crecido tanto que se convirtió en un inmenso árbol de yuca, tan grande que poseía tres fustes de dos metros de diámetro y diez de altura.

Sorprendido del colosal crecimiento de la planta, con autorización de los gringos, comenzó a escarbar con su machete y con la ayuda de su hijo al píe del árbol de yuca, y en la medida que escarbaban, iban descubriendo las raíces. A Timoteo le dijo que les avisara a los habitantes de los alrededores sobre el descubrimiento y luego fueron apareciendo, incrédulos aún, con machetes para ayudar a seguir escarbando.

La noticia se regó en los barrios de los creoles y estos aparecieron con cobas, palas, picos y barras para extraer las raíces de yuca que descubrían poco a poco hasta llegar a la orilla de la bahía donde se había extendido la punta de una de ellas. Tenía una longitud de cincuenta metros desde la orilla de la bahía y unos veinte de ancho. Los ricos sedimentos que bajan del rio Escondido la cubrieron en su totalidad, formando una punta de tierra en la que muchas familias ya se habían asentado con sus ranchitas de varas y palmas de coco. Así fue como se formó la punta de yuca de Bluefields, la que los creoles comenzaron a llamar Cassava Point con mucho cariño, a tal grado que la protegieron de la erosión con piedras en sus bordes que movían mediante palancas desde distintos puntos de la ciudad.

Por más de seis meses se suspendieron los viajes de los botes cargados de yuca desde Punta Gorda. La yuca sembrada por Elías rindió tanto que los habitantes del Bluefields de ese entonces pasaron comiendo yuca todo ese tiempo: la prepararon cocida, en sopa con todo lo comestible, en rondón, frita, en pastel, en buñuelos, hicieron harina y sacaron almidón, y una gran parte de ella fue trasladada en barcos a las comunidades de Laguna de Perlas, especialmente a Orinoco, donde los garífunas hicieron tortillas de harina de yuca en cantidad suficiente como para alimentar a la comunidad por un año.

“¿Una punta de yuca en Bluefields?”, preguntó El Zorro. “No la conozco”, agregó.

“Ni yo, nunca oí hablar de Cassava Point”, dijo Mario Tachita.

Ustedes no conocen la punta de yuca o Cassava Point porque las autoridades de esa época le cambiaron el nombre por desprecio a la iniciativa de los creoles, y comenzaron a llamarla Pointteen. Allí donde existe un astillero en la mera punta, allí mismo terminaba la punta de la yuca sembrada por Elías. Yo les estoy contando la pura verdad. Tarde o temprano se darán cuenta de que la historia verdadera de un lugar nunca se cuenta como en realidad sucedió, sino que se acomoda al interés de los que mandan. Son ellos los que se encargan de voltear la historia como si se tratara de un calcetín sucio.

“Esa en otra de tus guayolas”, dijo Kalilita.

“Mejor nos vamos”, dijo Chabelo. “Vamos a jugar basquetbol”, agregó. Todos los siguieron calle abajo, bajando por el cine Renith en dirección a la casa de don Chon Benavidez y la cancha.

“No me creen”, dijo Tapalwas. “Incrédulos, eso es lo que son, unos incrédulos mal educados”, gritaba al verlos partir. Tiró un par de escupitajo y caminó por el andén en dirección a la entrada del callejón que lo llevaba a su casa.

 

De la Serie: La Guayolas de Tapalwas.
8 de agosto de 2021

miércoles, 28 de julio de 2021

DE PESCA EN SEMANA SANTA

Una tarde, reunidos en el porche de la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo, ubicada frente a las gradas que dan acceso al cuartel de la guardia y sus guardacostas, los concurrentes, Zoilo Carrasco, Pablo Álvarez, el chino Chow, todos trabajadores de don Pedro Joaquín Bustamante, que tenía su oficina al lado, y Rafael Montero, trabajador de la aduana, comenzaron a pedirle a don Abraham Rodríguez, llamado Tapalwas con mucho cariño por los pobladores del puerto, que les contará una de sus anécdotas.

Para animarlo le convidaban tragos de guaro lija de a peso. Tapalwas se toma el trago de un solo envión, sin arrugar el rostro y, al ver la cara de doña Juana Angulo, sale apresurado al corredor a dar su escupitajo. Zoilo lo espera con un pedazo de papel que contiene sal y una almendra sazona para que la deguste. Así soporta la quemazón y el ardor que le provoca el trago de aguardiente con un 80% de volumen de alcohol, con lo cual don Octavio se muestra orgulloso.

Después de cuatro entradas y salidas de la barra de don Octavio, además de los oficinistas mencionados, se fueron apareciendo otros transeúntes, entre ellos, Victoriano, Masayita y El Africano para tomarse su cuartita de lija.

Animado, Tapalwas se sienta en un banco. Desde esa posición privilegiada en el corredor, mira subir y bajar a la gente por las gradas, unos hacia el muelle para viajar a Bluefields y otros que retornaban a sus casas. A todos da saludos y adioses. Los concurrentes también se muestras animados, han saboreado varios tragos, tragos que son registrados en un cuaderno de cuentas por don Octavio y que serán cancelados religiosamente la próxima quincena de pago.

No me lo van creer, dice Tapalwas, todos dejan de hablar entre ellos, pero me sucedió en una Semana Santa ya lejana, cuando ustedes, menos El Africano porque él no tiene años, andaban en pantalones chingos. Salí temprano de la casa con mi hijo, el que ustedes llaman el Picudo, para evitar el sol. Bajamos el cayuco con los canaletes, las cuerdas, la carnada, machete y arpones. Remando sin ninguna prisa nos dirigimos a probar suerte al lado de los mástiles sarrosos del barco hundido que queda al lado de murito, al lado del muelle de los pescadores.

Era un Viernes Santo, un día claro, caliente, sin un soplo de viento y con las aguas de la bahía limpias y de color verde azulado. Un día tan calmo que ni siquiera se escuchaba el retumbo de las olas en la playa de El Tortuguero. Iba en busca de unos roncadores porque allí era seguro que picaban, así que le dije a mi hijo que gobernaba el cayuco, que se alineara al mástil en forma de 7 que sobresalía y a las ruedas sarrosas para amarrarnos a ellas.

Allí estuvimos un gran rato, pero nada picaba. Era tanta la calma que no escuchaba la música de la Rock-Ola de la cantina de Miss Lilian, el movimiento de los guardias en el guardacostas no se notaba, gente circular por el andén no se miraba, era una calma bien serena la de ese día. Al rato me sentí algo inquieto, algo dentro de mí me decía que teníamos que movernos de lugar si queríamos atrapar roncadores, así que solté el mecate y le dije a mi hijo que remáramos un poco más allá saliendo frente al lado del muelle de la aduana, pero sin adentrarnos en la corriente que, aunque no soplara viento y estuviera calmo, siempre había por la bajada de las aguas del río Escondido que buscan el mar hacia el lado de la barra y la isla del Venado.

Así que nos acercamos a la corriente, pero sin entrar en ella, de larguito, pero con el cauce del agua a la vista en su fluir hacia el mar. Tiré la cuerda y allí no más comenzaron a picar los roncadores de buen tamaño, hermosos y gordos. Saqué uno, dos, tres, cuando mi hijo me gritó que mirará hacia arriba.

El cielo estaba limpio, azulito claro, con nubes blancas sobre Bluefields y a la orilla del manglar pegado al mar, y vi una bandada de gaviotas que volaban sobre una mancha plateada que se reflejaba desde el fondo del agua avanzando contra corriente. Sentí un cosquilleo en mi cuerpo, pero nada que se igualara al miedo. Le dije a mi hijo que remáramos rápido hacia ese punto plateado que se veía en el agua y en un dos por tres, con ayuda de la leve corriente, nos acercamos.

Estábamos encima de la mancha plateada que resultó ser un cardumen de Róbalo, inmenso, tan grande que las aguas se pusieron plomizas en todo nuestro alrededor, desde el borde del muelle hasta allá a lo lejos en dirección a Half Way Cay y la isla Chiquita de Miss Lilian.

Miré hacia abajo, nunca antes había visto tantos róbalos juntos, tan grandes, tan hermosos, nadando sin ninguna prisa, sin nada que interrumpiera su nado, sin nada que los inquietara, y, por encima de ellos y de nosotros, la inmensidad del cielo limpio y claro con las gaviotas que volaban en círculos con su canto, un mugido sordo que subía de intensidad, como amenazándonos, hasta caer en una letanía aguda y estirada para seguir subiendo y bajando, como escoltando algo que no quieren que se vea ni se toque, algo que no es de éste mundo.

Me encontraba como ido, admirando esa belleza, eso que quizás sólo una vez en la vida puede ocurrir, cuando de pronto, quizás por el instinto de animal que llevamos dentro, me acordé del arpón. Me agaché para amarrarlo a la punta del bote, revisé la cuerda, la enrollé un poco y lo agarré con fuerza. A mi hijo le hice señas para que no provocara el más mínimo ruido con el canalete.

Dejé que avanzaran debajo del bote de canalete, estaba en guardia, sin prisa, pero el corazón me palpitaba tan fuerte como los cañonazos que tiraban los guardacostas cada vez que venía Somoza al puerto. De pronto vi uno grande, abrí mis piernas para pisar con fuerza los bordes del piso del bote y tomar impulso. Conté, midiendo el arponazo, uno, dos, y de pronto, a un lado del que había escogido, se me atravesó otro mucho más grande, un inmenso róbalo, el doble de tamaño, de unos cuatro metros de largo, al que a su paso los otros se apartaban abriéndole espacio para que se desplazara, mientras arriba las gaviotas revoloteaban como locas emitiendo sus graznidos amenazantes.

Este es, no puede ser otro, me dije y tiré con todas mis fuerzas el arpón. Se deslizó como una bala entre el agua, se insertó entre la cabeza y la primera aleta dorsal y, de un coletazo poderoso elevó sobre la superficie un estallido de agua tan altísimo que las gaviotas dejaron de graznar y desaparecieron con el cardumen.

La corriente se detuvo. Solamente quedamos el róbalo, mi hijo y yo en las aguas mansas. Unos segundos después, sentí el jalón igualito al de un remolcador que jala una ristra de doscientas tucas por el río Escondido. Caí de espaldas en el bote. El róbalo comenzó a jalar con tanta fuerza, a la velocidad de una panga con un motor de 45 caballos de fuerza, y en menos de diez minutos estábamos en la bocana del río Escondido, cerca de Schonner Cay. De pronto dejó de jalar y nos detuvimos.

Se cansó, ahora yo lo voy a jalar, le dije a mi hijo. Comencé a jalarlo, poco a poco, jalaba y jalaba con todas mis fuerzas y, cuando logro sacarlo a la superficie, mi hijo ya listo con el machete para darle en la cabeza y meterlo en el bote, vemos que es una tuca.

¡¿Dios mío, qué es esto?!, se repetía mi hijo una y otra vez al ver el gran pedazo de tuca que teníamos a la orilla del bote de canalete.

Cuando me volvió la serenidad, cuando toda la emoción de mi cuerpo desapareció, me senté en el plan del bote para pensar en lo que había sucedido. Nadie va a creernos, pensaba y le dije a mi hijo que remáramos lo más rápido que pudiéramos en dirección a El Bluff.

No nos dimos cuenta de cuantas horas tuvimos que canaletear para regresar a la casa, allá al lado del cementerio donde vivimos. Llegamos todos quemados por el sol y esa noche nos dio una calentura que nos hacía tiritar. Ustedes no me van a creer, pero de algo si estoy seguro, nunca más voy a salir de pesca en semana santa.

“Se fijan, camaradas, sólo guayolas nos cuenta”, dijo Rafael Montero.

“Ja, ja, ja, otra ronda y nos vamos”, dijo Pablo Álvarez mientras Zoilo entraba a la casa en busca de los tragos de guaro lija que don Octavio ya tenía servidos y anotados en el cuaderno.

 

De la Serie: La Guayolas de Tapalwas.

Foto de Internet.

27 de julio de 2021. 

viernes, 16 de julio de 2021

LA COLA DEL HURACÁN IRENE

Estaban al pie de la ventana todavía en pijamas, de rodillas sobre el colchón de la cama de bronce que su abuelo mandó a traer junto con otros muebles de la casa en un barco desde lugares lejanos que nombraba, pero ellos aún no tenían el mapa dibujado en sus mentes y, aun así, al oír los nombres, intuían que eran sitios maravillosos.

Desde allí asomaban sus cabezas por turnos, evitando la brisa que azotaba el corredor para ver hacia el lado del muelle de los barcos camaroneros, la isla del Venado, la isla de Miss Lilian y Half Way Cay con el fin de divisar si algún barco mercante, pequero, pos pos o panga se atrevía a navegar por la bahía en el temporal.

“Nada a la vista, Almirante”, le dijo el mayor, el flaco de pelo negro liso, al más pequeño de pelo chirizo y amarillento, luego de hacer con sus puños un telescopio que movía de izquierda a derecha en un ángulo de ciento ochenta grados para visibilizar alguna nave en la inmensidad del paisaje.

“Atento Capitán, manténgase alerta por la tempestad”, respondió el más pequeño y volvió a acostarse en la cama con confianza, con el oído puesto en el retumbo de los truenos, en la intensidad de lluvia que caía en el techo de zinc y en las rachas de viento que azotaban el corredor y las paredes de la casa de madera.

Al Capitán se le hacía difícil ver entre la cortina gris de lluvia y la chispa enceguecedora de los relámpagos que reventaban más allá de la isla del Venado, en dirección a Punta Gorda, pero mantenía con firmeza su puesto de observación.

Eran las siete de la mañana y la tempestad había iniciado a las cuatro, por tal motivo, le decía el Capitán al Almirante, las naves de Bluefields han sido retenidas en los muelles para evitar una tragedia en la bahía enfurecida por el viento y la lluvia, y la corriente furiosa que baja desde el río Escondido arrastrando todo los que encuentra a su paso: ramas, troncos y árboles.

A su izquierda, en el fondo de sus manos, su visor telescópico, el Capitán trataba de ver lo que acontecía en la fábrica de barcos de fibra de vidrio, ubicada en el extremo sur del puerto y en las orillas de la barra. La corriente de las aguas de la bahía se encontraba con la furia del oleaje del mar y, en su encuentro, salpicaba con explosiones de más de tres metros de agua que inundaba la explanada donde se exponían los barcos construidos para equiparlos, previo a ser echados al mar, mientras los trabajadores, en un va y viene, los fijaban con amarras.

“Almirante, se inunda el astillero”, dijo.

No tuvo respuesta. Deshizo su telescopio y metió la cabeza. El Almirante se había dormido. Tomó la colcha y lo cubrió. Desde el fondo de la casa escuchó un murmullo de voces. Era su abuela que hablaba con la empleada del hogar y preparaban el desayuno. El aroma del café y jamón frito inundaba la antesala y la cocina. En la habitación, a su derecha, escuchó los movimientos de su abuelo.

Volvió a su puesto de observación. Reguló el visor telescópico. Por un instante vio a sus padres que regresaban de vacaciones. Sopló el visor y la imagen despareció. Los extrañaba, pero estaba seguro que volverían pronto, según su abuela. “Faltan diez días para que regresen”, les había dicho y mostraba el calendario marcado que mantenía colgado en la pared de la cocina, a un lado del comedor.

Nuevamente movió el telescopio regulando la imagen en dirección a la isla de Miss Lilian. Las olas reventaban en su orilla pedregosa y los cocoteros se movían en un vaivén intenso por la fuerza del viento. Más allá no tenía visión, era imposible, no miraba Half Way Cay ni el cerro azulado de Bluefields.

Enfocó el muelle de la Texaco. A pesar de la lluvia torrencial, desde el barco cisterna que estaba atracado, bombeaban combustible hacia los tanques ubicados a un lado de la carretera en dirección al comedor de las chinitas y las oficinas de la empresa Booth de Nicaragua. En la cubierta del barco la tripulación se cubría con capotes de color amarillo y calzaba botas de hule, tomándose con fuerza de las barandas y sogas de seguridad que les permitían moverse. Arriba, en la cabina, el capitán del barco con bandera panameña, supervisaba el bombeo y daba orientaciones mediante gritos y señales. En el muelle de tablones caminaban varios operarios que estaban atentos de las bombas y las llaves de pase del combustible.

Miró hacia la ensenada. El manglar y las tucas de madera que se amontonaban en la orilla están agitados por el oleaje. La islita mostraba únicamente el verdor del mangle y, un poco más allá, vio el muelle de los barcos camaroneros. No había movimiento, la flota estaba amarrada en varios grupos de cuarta andana. En el muelle no se miraba el trajín de marineros ni personal de tierra, solamente el viento azotando el casco de los barcos y el oleaje reventando en ellos.

“Ya está el desayuno”, escuchó el grito de la abuela entre el intenso plic plac de la lluvia sobre el techo de zinc.

Se prestaba a dejar de observar, pero el sonido de un barco lo hizo concentrarse en la bahía. El guardacostas G7 navegaba a toda velocidad hacia la barra con los marineros en posición de alerta sobre la cubierta.

“El desayuno”, volvió a llamar la abuela.

Dejó de observar, deshizo el telescopio de sus manos y metió la cabeza. Se bajó de la cama y despertó a su hermano tocándole los brazos.

“¡¿Ya vienen?!, ¡¿Ya vienen?!”, dijo el Almirante al despertar.

“No, no, es hora de desayunar", le respondió. “Mira, mira, el guardacostas va papeleado hacia la barra”, agregó.

El Almirante se asomó por la ventana en el mismo instante en que el abuelo salía ya vestido de la habitación.

“¿Qué pasa?”, preguntó el abuelo.

“Abuelo, abuelo, el guardacostas va hacia la barra”, respondió el Capitán.

Desde la puerta de la habitación, el abuelo avanza diez pasos hacia ellos, hacia el puesto de observación.

Es de estatura mediana. Su cabello cano lo peina hacia atrás con brillantina. Su piel es de color café claro, piel mestiza. Sus ojos son pequeños, de color café oscuro, el izquierdo es más pequeño que el derecho. Su nariz se desplaza un poco a la derecha. Sus cejas son bien pobladas y las pestañas de sus ojos son tan largas que da la impresión que le dificultan ver. De su cuello cuelga una cadena de oro y en su dedo anular derecho lleva el anillo de matrimonio.

Va bien vestido. Lleva puestos pantalones de color caqui de paletones, planchados con almidón, con una camisa de color blanco que las usa por dentro mostrando su alto talle a la altura del ombligo. De su faja café, cuelga la cadena de su reloj que guarda en la bolsa derecha del pantalón. Calza botines color café.

Al llegar al pie de la cama de bronce se inclina sobre ella para asomarse en la ventana y poder ver el paso del guardacostas que navega entre el muelle de la Texaco y el de los barcos camaroneros.

“Va rápido, muy rápido, debe haber alguna emergencia”, dijo el abuelo. “Pero vamos, la abuela tiene servido el desayuno, vamos a desayunar”, agregó.

Cruzan la antesala que separa la sala y los aposentos con la cocina. El abuelo toma su lugar en la mesa redonda ubicada en un extremo izquierdo de la cocina, a las 6 en punto con orientación norte, tal como gustaba decir el tío Pablo.

El Almirante se sienta a su derecha y el Capitán a la izquierda. La abuela ya ha servido una jarra con leche caliente, pan hecho en casa en una fuente con tapa, mantequilla, el jamón frito, la azucarera y el plato del abuelo con dos huevos fritos enteros, y a ellos, un huevo cada uno con una rodaja de jamón. Son huevos frescos, recolectados la tarde anterior en el gallinero de la abuela. La abuela lleva una jarra de café hirviendo y le sirve al abuelo en su taza, luego a ellos.

La abuela se sienta al lado del abuelo, entre el Capitán y él. El Capitán está atento al abuelo. Le gusta observar el ritual que realiza para comer. Primero endulza el café y luego se sirve leche. Lo prueba y casi nunca le agrega más azúcar. Luego toma una rodaja de pan aún caliente y con el cuchillo de mesa lo cubre de mantequilla. Da un mordisco y un trago de café con leche.

El Capitán sigue atento, espera lo que más le gusta de la forma de comer del abuelo mientras el Almirante embarra su pan con mantequilla sin prestarle mucha atención al abuelo. La abuela endulza su café de leche y espera el cuchillo que ha usado el abuelo para servirse mantequilla.

El abuelo golpea el plato con el cuchillo y sostiene con el tenedor los huevos enteros. Corta de manera horizontal, de una orilla del plato a la otra y luego de manera vertical, desde el punto más lejano hasta la cercanía de su pecho. El golpeteo del cuchillo en el plato es intenso y se difunde por la cocina con el de la lluvia que cae sobre el zinc, chorreándose en un canal para luego correr en un zanjón que la encausa fuera del terreno de la casa. Una vez que ha cortado los huevos en trocitos irregulares, procede a regarles salsa inglesa Lea and Perrings y los cubre con una pizca de sal. Los revuelve, una, dos, tres veces y se dispone a cortar el jamón en rodajas pequeñas. Una vez finalizado comienza a saborear su desayuno.

El Capitán lo ha visto con detalle y se presta a repetir el ritual del abuelo. El abuelo sonríe, sabe que lo imita y la abuela lo incentiva a ello. El Almirante deja de tomar su café con leche y corta el jamón.

¿Por qué esta tormenta?", pregunta la abuela.

“Es la envestida de la cola del huracán Irene”, responde el abuelo. La cadena de radio Nacional ha comunicado que impactó al sur de Bluefields, pero ya está aminorando su fuerza y se dirige hacia el Pacifico. No tarda en bajar de intensidad.

“Hoy no se seca la ropa”, comentó la abuela.

“¿Cuándo viene mi mamá y mi papá?”, pregunta el Almirante.

“Veamos el calendario”, dice la abuela y señala la pared. “Hoy es domingo, 19 de septiembre de 1971. Dentro de siete días, es decir, el próximo domingo estarán de regreso”, agrega.

Ambos se quedan viendo y sonríen entre ellos. La abuela también sonríe al ver la felicidad dibujada en sus rostros. El abuelo termina su desayuno, se levanta de la mesa y camina en dirección al baño. La abuela retira los platos y cubiertos de la mesa y se los entrega a la empleada de la casa para ser lavados.

El Almirante y el Capitán han regresado a su puesto de vigía. La abuela le entrega un capote al abuelo que se lo pone sobre la chaqueta de cuero que usa cuando llueve.

“Abuelo, abuelo, ya regresa el guardacostas”, dice el Capitán.

El abuelo sale al corredor, abre la puerta de hierro que da acceso al andén y el Capitán le señala el guardacostas que remolca un barco pesquero hacia el muelle.

“Nos vemos al medio día, tengo que hacer una revisión en la bodega”, dice el abuelo y camina por el andén en dirección al muelle de la aduana.

La abuela cierra la puerta. Se arrodilla en la cama. Con ellos a los lados observa la lluvia sobre la bahía, el avance del guardacostas con el barco que remolca y el cielo gris que cubre desde la isla del Venado hasta el cerro Aberdeen de Bluefields y más allá.

“Cierren la ventana, ya es hora”, dice la abuela. “No vaya a ser que esa tal Irene nos dé un coletazo”, agrega. Los ha tomado de la mano y se dirigen hacia la seguridad que les brinda el calor de su cocina.

15 de julio del 2021.

Foto: Darling Thomas.

lunes, 14 de junio de 2021

OLVIDOS

 

Hoy por la mañana fui a hacer las compras para la casa, ya saben, los productos básicos, alimenticios y de higiene personal, principalmente. Siempre que voy hago una lista que ella me la dicta mientras le voy recordando si tiene o no tal o cual producto, diciendo el nombre de cada uno de ellos, desde las verduras hasta las pastas, los lácteos, granos básicos, aceite, jabón y así hasta que tenemos una lista de más de veinte productos.

Cuando voy de compras me lleno de entusiasmo tratando de frenar los pensamientos negativos sobre los sucesos que se dan repetidamente en el proceso rutinario de lograr el abastecimiento de la casa. Debo frenarlos porque siempre se dan hechos que, al regresar a casa, me hacen pasar el día medio molesto, desmoralizado, pensando en que, de una simple acción como comprar, surge una nube negra que pasa por mi cabeza por varios días.

Y no me refiero únicamente al precio de los productos, cada día gasto más por la misma cantidad de productos, o a la carencia de algunos sin encontrar sustitutos adecuados, sino a la actitud que muchas de las personas con las que obligatoriamente debes interactuar en el proceso de compra. Y debido a esa actitud es que dejamos de frecuentarlos, dejamos de ser sus clientes porque se olvidan que lo más importante que tienen no son los productos que ofrecen, sino los compradores que los requieren.

Por ejemplo, compro verduras en el mercado, siempre en el mismo tramo y cuando no encuentro lo que busco me cruzo a otro donde me atienden de mala gana. Si existieran más tramos ofreciendo lo mismo, mayor competitividad, la actitud de ellos sería diferente. Pero para ello faltan muchos años mientras seguiremos en lo mismo, el futuro es cada vez más incierto para todos y por ello se olvidan de que somos el objeto de su negocio.

Creo que he comentado que a veces he olvidado ciertas cosas que he comprado y que me doy cuenta de ello al regresar a casa. Una vez dejé olvidada la cartera en una librería, en otra ocasión dejé la tarjeta de débito insertada en el cajero automático de un banco, en otra el medicamento en el mostrador de una farmacia y otras cosas más que he olvidado, pero en casi todas esas ocasiones el olvido ha sido por corto tiempo, lo que me ha permitido reaccionar con rapidez y recuperar el objeto olvidado con mucha suerte y porque las personas involucradas han sido honestas.

En el caso de la tarjeta de débito, cuando regresé a la sucursal bancaria, apurado y casi seguro que no la encontraría, y que debía de notificar al banco, me encontré con la gran sonrisa del vigilante que muy amablemente la había guardado luego que un cliente que usó el cajero le dio aviso que había una tarjeta insertada. Te imaginas los tramites que tenés que hacer al perder la cartera con todos tus documentos o la tarjeta del banco si un ladronzuelo la ha encontrado y luego te vacía la cuenta. Ni pensarlo.

Pero de olvidos hay más y entristece. Sabías que después de llegar al final, luego que morimos, permanecemos en los recuerdos de nuestros seres queridos hasta dos años después, luego gradualmente nos vamos difuminando en la memoria de ellos, eventualmente buscan fotos para tratar de anclar nuestro recuerdo, pero luego de transcurridos 15 años ya casi nadie nos recuerda. Por ello el afán de muchos de dejar huellas en esta vida, para bien o para mal, mientras que la mayoría únicamente queremos una buena sepultura donde nuestro recuerdo dure más allá, aunque sea mediante una lápida fuerte y sólida al lado de nuestros familiares.

Así de sencillo es, luchamos toda una vida por nuestras metas, entramos en conflictos por ellas, sufrimos, rehacemos nuestros planes de vida luego de los fracasos, nos invade la incertidumbre constantemente, tomamos nuevas decisiones, actuamos y vivimos permanentemente en ese ciclo y, cuando nos damos cuenta, se nos ha olvidado vivir la vida, esa misma que se nos escapa de las manos sin poder dar vuelta atrás.

14 de junio del 2021.
Imagen de internet.