Me veo sentado en una mesa del pequeño corredor que da a la acera y a la calle de macadán, una calle lodosa y con baches provocados por la lluvia y el tránsito de camiones y buses. Allí estoy con ellos, mis amigos de otros tiempos, saboreando una taza de café con un pastelito de piña elaborado por manos caseras, en una de las tantas tardes que frecuenté el lugar.
Era
un lugar absorbente, con varias mesas distribuidas en un gran salón que siempre
estaba impregnado de aromas dulces que fluían de varios escaparates de
repostería donde mostraban las delicias de la casa —tortas, pasteles decorados,
panes—, complementados por un menú de comidas, plantas ornamentales distribuidas
entre las mesas, una pecera con peces multicolores y la atención exquisita de
su propietario, don Ramiro Luna (QEPD) y su esposa, auxiliados por varias
muchachas agraciadas.
Acudía después de las cuatro de la tarde, pero en ocasiones lo hacía en el
descanso de la diez de la mañana. Las charlas con los amigos siempre fueron
amenas, propias del entorno de esos tiempos cuando la gente se recuperaba de la
guerra, se trabajaba por la paz y la reconciliación entre las familias y entre
contras y sandinistas. Charlas excitantes, pasionales, donde siempre afloraba
el trabajo por el desarrollo de una Nueva Guinea totalmente deprimida. Tiempos
esos en los que las colonias y las comarcas comenzaban a repoblarse con
familias que regresaban para comenzar de nuevo, una vez más.
Era
la época en que mis calzados obligatorios eran las botas de guardia o las botas
de hule porque las calles eran prácticamente un verdadero lodazal y debía usar
una chaqueta por el frío provocado por torrenciales lluvias. Las farmacias
existentes eran tres, nada más. La calle central no se había adoquinado. La
casa comunal era la mejor discoteca y desde los jueves se llenaba a reventar
bailando al ritmo de la canción “que traigan los bomberos porque me estoy
quemando”. Los bares más frecuentados eran el de la Hilda y el de la
Mencha. La única gasolinera existente era la de don Jesús Valle.
Para
poder comunicarme fuera de Nueva Guinea, en caso de una urgente necesidad,
tenía que acudir a una casita vieja de madera ubicada al lado del edificio de
dos pisos de la alcaldía donde funcionaba Telcor y allí te enlazaban con otros
lugares del país hasta contactar el número solicitado. Para enviar mensajes a
los pobladores de las colonias y comarcas hacía uso de una pequeña radio que
funcionaba en el segundo piso de una casa donde hoy funciona el GMG. Las zonas
5 y 6 eran barrios de plástico donde la gente se asentó por la guerra al
abandonar sus parcelas y, en ellos, comenzaban a construirse las primeras casas de madera,
así como en la llamada “ciudadela” con el apoyo de la cooperación española. No
existían sistemas de agua potable confiables, el cólera azotaba en comarcas y
colonias, las escuelas estaban literalmente destruidas y los caminos eran
intransitables, solamente los camiones IFA de doble tracción los recorrían. La producción agropecuaria prácticamente no existía.
Esa
era la Nueva Guinea de esta época en que me encontraba con mis amigos en la
soda El Peñón. A veces pasaban por mi oficina exigiendo una pausa y en otras
habíamos acordado encontrarnos allí.
Ahora,
con el paso del tiempo, estoy nuevamente frente a El Peñón. Me bajo del jeep y
con mi teléfono le tomo una foto. Es la misma peña de piedra, pero cuando veo
la foto pienso en cada una de las historias de esa época, de los momentos
agradables que tuve en ese local que ya no existe, donde han desaparecido mesas
y escaparates, los aromas exquisitos han sido sustituidos por otros, olor a
mercaderías, a telas, a cajones de basura en la acera y por el gas que escapa
de los vehículos que no dejan de circular por la calle ahora adoquinada.
Todo
es diferente, pero el Peñón, la piedra, sigue allí, ahora remozada con pintura
de color gris. Guardo el teléfono y entro al local donde ahora funciona una
distribuidora de diversos productos que lleva su nombre. Voy en busca de unas
camisetas de talla S para mis nietas y de paso compro ciruelas, jalea y un
vasito de chimichurri. Una muchacha guapa y amable me atiende. Al llegar a la
caja, le pregunto a Wilber Luna, sobrino de don Ramiro Luna, sobre la historia
del nombre El Peñón.
Don
Ramiro vivía en Costa Rica, para allá se había ido por la guerra y logró montar
un negocio de bisuterías, vendía agujas, hilos, botones y otras cosas, de todo
un poco. Aquí nos pusimos de acuerdo y se acabó la guerra, y él se vino de
regreso a Nueva Guinea, estableció el negocio y fue progresando poco a poco en
ese ambiente de postguerra.
En
Costa Rica tuvo un amigo de origen israelí que tenía un negocio de telas
llamado “El Peñón” y por ello, por la buena amistad que tenía con el israelí le
puso el nombre al negocio. Pero don Ramiro siempre estaba inquieto con el
nombre, algo le hacía falta para completar el negocio, una marca, un emblema, un
símbolo, algo que completara el círculo del negocio y, de pronto, con
resolución se fue para la Colonia San Antonio y les dijo a unos buenos hombres
que le sacaran una hermosa laja del río. Desde San Antonio se trajo la piedra,
el peñón, que cerraba el círculo del negocio y su nombre. Y allí enfrente, a un
lado de la acera, instaló el gran pedazo de piedra.
Esa
es la historia del nombre de la soda El Peñón, ahora lo sé, pero las historias
vividas en esos años en que acudía con mis amigos a saborear una taza de café
con un pastelito son imborrables. Allí me acompañaban en las mesas del
corredor, Pío Martínez, Toño Vargas, Francisco García, Ramiro González, Oscar
Sánchez y otros muchos más que ya se han ido y viven en los recuerdos.
Cada
tarde lluviosa en El Peñón de ese entonces es una historia distinta, un rato
ameno para hablar sobre los planes institucionales, los retos cambiantes,
tareas a realizar en búsqueda del actuar conjunto para maximizar los esfuerzos.
Pero también, allí sentados, programábamos actividades recreativas que se
materializaban en fiestas de traje que más de una casa se prestaba a ello con
las que hacíamos un poco más llevadera nuestras vidas nocturnas en la Nueva
Guinea de esa época.
Ahora,
el edificio de la soda El Peñón de ese entonces, se ha dividido en dos. Uno que
es la distribuidora y el otro un negocio de piñatas, flores, cuadros y de todo
un poco. Pero frente a ellos, a un lado de la acera, vas a encontrar el Peñón
sembrado por don Ramiro Luna, el que ha sido testigo de una parte importante de
la historia de Nueva Guinea, resistiendo en la intemperie la inclemencia de los
elementos de la naturaleza, como el mismo pueblo que siempre resiste y enfrenta
nuevos retos para sobrevivir en una época distinta.
8 de octubre de 2021
Ronald Hill A.
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