miércoles, 30 de abril de 2025

EL ECO LEJANO DEL ARPÓN

 

En noches de verano, cuando las aguas de la bahía estaban limpias, con un color azul verdoso, bajábamos corriendo desde la casa de los abuelos, Manuela y Felipe, hacia el muelle de la Texaco. Eran semanas previas a la Semana Santa, y el muelle se encontraba en un recodo de la carretera de grava que bordeaba la ensenada rumbo a la planta procesadora de mariscos.

Era al caer la noche, después de las siete, cuando las luminarias sostenidas de tubos metálicos comenzaban a encenderse. Iluminaban por debajo y los alrededores del alto muelle de madera, y entre las uniones de los tablones mirábamos nuestras sombras cortarse en trozos al caminar de un extremo a otro. Súbitamente, aparecía el cardumen de róbalos y, tapándonos la boca con las manos, gritábamos de alegría sin movernos del sitio, parados sobre el muelle pintado de negro.

Allí, justo bajo nuestros pies, miles de róbalos nadaban placenteramente. Tras el paso de un grupo, seguía otro y luego otro más, en contra de la suave corriente veraniega que llevaba el agua hacia la barra y al mar. El color plateado y la raya negra que les cruzaba el lomo desde la cabeza hasta la cola brillaban majestuosos bajo la luz de las luminarias, mientras mis tíos Pablo y Gustavo se preparaban con sus arpones de madera y garfios filosos para dar el golpe certero a los ejemplares más esplendorosos: róbalos de un metro.

Desde el muelle se veían las luces de las casas cercanas, incluida la de los abuelos. También brillaban la de barcos atracados en el muelle de la aduana, los fondeados en la bahía, el resplandor de la ciudad de Bluefields sobre Half Way Cay, una lucecita parpadeante en la isla del Venado y las luces del muelle de los barcos pesqueros.

En ese silencio expectante, el arpón salía con tanta fuerza que partía el aire fresco de la noche. Se escuchaba un “splash” al entrar en el agua, y luego del forcejeo del pez que luchaba por liberarse del hierro que le atravesaba en el lomo, cerca de la cabeza. Jalando el mecate de nylon con pericia y fuerza, mis tíos lo sacaban del agua y lo colocaban entre los tablones, donde se sacudía hasta que un golpe certero en la cabeza lo dejaba quieto.

Y así, uno tras otro, entre el cardumen los mejores ejemplares se iban acomodando en el muelle. Después eran limpiados y cortados en dos, y al llegar a casa, salados y colgados en alambres para secarse al sol bajo la mirada atenta de la abuela Manuela. Días más tarde, en su cocina, se preparaba un arroz con pescado seco que era puro deleite para la familia.

Con el tiempo, las visitas de tío Gustavo se volvieron menos frecuentes. La Semana Santa sin él era distinta, y tío Pablo lo notaba; por eso salía por las tardes a la barra en una panga metálica con motor de cinco caballos, cuchareando entre el oleaje que venía del mar en dirección a la isla del Venado. Allí, jureles —o “jacks”— de gran tamaño mordían la cuchara, eran jalados a mano, y tras jugar un rato con ellos, terminaban sobre la panga.

Ahora no se ven esos cardúmenes. Pocos tienen la destreza de arponear. Los muelle están casi vacíos por las noches y la bahía, la mayoría de las veces, está sucia.

Pero si vas por allí, si haces el esfuerzo y abrís bien los sentidos, estoy seguro de que en la oscuridad de las noches de verano aún podés escuchar —entre las rendijas viejas de los muelles— el eco lejano de un arpón partiendo el aire y el leve aleteo de un cardumen invisible, como un recuerdo que no se rinde, sigue nadando bajo nuestros pies.

 

 29 de abril de 2025.

Foto: Internet.

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