En noches de
verano, cuando las aguas de la bahía estaban limpias, con un color azul
verdoso, bajábamos corriendo desde la casa de los abuelos, Manuela y Felipe,
hacia el muelle de la Texaco. Eran semanas previas a la Semana Santa, y el
muelle se encontraba en un recodo de la carretera de grava que bordeaba la
ensenada rumbo a la planta procesadora de mariscos.
Era al caer la
noche, después de las siete, cuando las luminarias sostenidas de tubos
metálicos comenzaban a encenderse. Iluminaban por debajo y los alrededores del
alto muelle de madera, y entre las uniones de los tablones mirábamos nuestras
sombras cortarse en trozos al caminar de un extremo a otro. Súbitamente,
aparecía el cardumen de róbalos y, tapándonos la boca con las manos, gritábamos
de alegría sin movernos del sitio, parados sobre el muelle pintado de negro.
Allí, justo bajo nuestros
pies, miles de róbalos nadaban placenteramente. Tras el paso de un grupo,
seguía otro y luego otro más, en contra de la suave corriente veraniega que llevaba
el agua hacia la barra y al mar. El color plateado y la raya negra que les cruzaba
el lomo desde la cabeza hasta la cola brillaban majestuosos bajo la luz de las
luminarias, mientras mis tíos Pablo y Gustavo se preparaban con sus arpones de
madera y garfios filosos para dar el golpe certero a los ejemplares más esplendorosos:
róbalos de un metro.
Desde el muelle se veían
las luces de las casas cercanas, incluida la de los abuelos. También brillaban
la de barcos atracados en el muelle de la aduana, los fondeados en la bahía, el
resplandor de la ciudad de Bluefields sobre Half Way Cay, una lucecita
parpadeante en la isla del Venado y las luces del muelle de los barcos
pesqueros.
En ese silencio
expectante, el arpón salía con tanta fuerza que partía el aire fresco de la
noche. Se escuchaba un “splash” al entrar en el agua, y luego del forcejeo del
pez que luchaba por liberarse del hierro que le atravesaba en el lomo, cerca de
la cabeza. Jalando el mecate de nylon con pericia y fuerza, mis tíos lo sacaban
del agua y lo colocaban entre los tablones, donde se sacudía hasta que un golpe
certero en la cabeza lo dejaba quieto.
Y así, uno tras otro, entre el cardumen los mejores ejemplares se iban acomodando en el muelle. Después eran limpiados y cortados en dos, y al llegar a casa, salados y colgados en alambres para secarse al sol bajo la mirada atenta de la abuela Manuela. Días más tarde, en su cocina, se preparaba un arroz con pescado seco que era puro deleite para la familia.
Con el tiempo, las
visitas de tío Gustavo se volvieron menos frecuentes. La Semana Santa sin él
era distinta, y tío Pablo lo notaba; por eso salía por las tardes a la barra en
una panga metálica con motor de cinco caballos, cuchareando entre el oleaje que
venía del mar en dirección a la isla del Venado. Allí, jureles —o “jacks”— de
gran tamaño mordían la cuchara, eran jalados a mano, y tras jugar un rato con
ellos, terminaban sobre la panga.
Ahora no se ven
esos cardúmenes. Pocos tienen la destreza de arponear. Los muelle están casi
vacíos por las noches y la bahía, la mayoría de las veces, está sucia.
Pero si vas por
allí, si haces el esfuerzo y abrís bien los sentidos, estoy seguro de que
en la oscuridad de las noches de verano aún podés escuchar —entre las rendijas
viejas de los muelles— el eco lejano de un arpón partiendo el aire y el leve
aleteo de un cardumen invisible, como un recuerdo que no se rinde, sigue
nadando bajo nuestros pies.
Foto: Internet.
No hay comentarios:
Publicar un comentario