martes, 21 de diciembre de 2010

¡ADIOS RAMON, ADIOS PILON!

Como casi todos los viajes, fue sin programarse. Celebraba con mi hijo Aster y un amigo el retorno de los pájaros a cantar. Como a las seis de la tarde sonó el teléfono, una llamada desde Miami dando la noticia de la muerte de Ramón Benavides. Sin dudarlo llamé a Javier Benavides, “el Bena” y lo confirmó: “aun está calientito, mañana lo enterramos”, dijo. “Salgo en la madrugada”, le contesté.

Asistí a su sepelio, compartí esos momentos de dolor por la perdida de un ser querido. Don Chon estaba destrozado por la muerte de su hijo; natural es lo contrario, nosotros debemos enterrar a nuestros padres.

Cuatro meses mayor. Nació el 8 de abril de 1957. Estudió en el colegio San José y en el Instituto Nacional Cristóbal Colón hasta tercer año para luego ingresar al INTECNA a especializarse como tornero y mecánico automotriz. Fue baterista del grupo musical “Don Memo y su Combo” donde se inició incitado por Sergio Watson. En 1985 partió hacia México junto a su hermano Norberto por avión. Estuvo un tiempo en ciudad El Carmen junto a otros conocidos, entre ellos Glen Hunter. De allí salió mojado en un remolcador hacia Austin, Texas. Su hermano Norberto se separó de él y se trasladó a Los Ángeles. Cinco años después se fue a Miami donde trabajó en mecánica automotriz y la “migra” lo detuvo. Procreo dos hijos con Julia Pacheco, Dan y José Ramón. Hace más o menos diez años se separaron por causa de su insaciable consumo de alcohol.

En junio del presente año, mientras se celebraba la Copa Mundial de Futbol, regresó a El Bluff. Lo volví a ver después de muchos años: parecía un anciano por su mirada, su voz quebrada y caminar lento. Fue hospitalizado en Bluefields producto de una de esas crisis que no intento describir. Nunca siguió las indicaciones del medico. “Un trago más y te mueres”, le dijo. Le brindaron tratamiento y las instrucciones para seguir una dieta estricta. Nada de lo recomendado cumplió.

Su sepelio fue temprano. Uno de los hombres de “ojos amarillos” lloraba al paso de féretro cargado por su gran peso por varios hombres fuertes. Al escuchar los lamentos observe que era “Pelé”. “Ramón, Pilón, mi hermano, mi amigo, porque te fuiste”, decía con lagrimas que corrían por sus mejillas, con voz de dolor. Trate de consolarlo pero su pena era mayor que el sentido de mis palabras. Su amigo y compañero se había marchado para siempre. Le toqué la espalda y seguí caminando detrás del féretro hasta la iglesia.

La ceremonia no duró mucho. Al momento de su sepultura, otros amigos, entre ellos “el Sapo”, también lo lloraban. La familia, sus hermanas, hermanos y sobrinas también lloraban por él. Don Chon, frente a la bóveda, lloraba con el corazón en la mano mientras Javier, “el Bena”, lo abrazaba con lágrimas y fuerza de dolor. Se fue para siempre el 13 de diciembre.

¡Adiós Ramón, Adiós Pilón!

jueves, 16 de diciembre de 2010

NUEVA GUINEA Y BLUEFIELDS: UNIDOS POR SUS ENCANTOS

Dos pueblos de una misma Región, cercanos pero separados por menos de cien kilómetros y una Ley de Autonomía que no reconoce, que excluye al otro. Dos historias diferentes, pero con riquezas que esperan a sus pobladores para ser descubiertas. Nueva Guinea y Bluefields: cercanos pero distantes, como vecinos que no cruzan palabras, donde uno de ellos se muestra receloso por la llegada del otro al asentarse a su lado. Motivos sin valor, infundados, creados por intereses mezquinos.

Bluefields, con su riqueza multiétnica, donde interactúan creoles, misquitos, garifunas, ramas, ulwas y mestizos, soñando con alcanzar la “unidad en la diversidad” bajo la bandera ondeante de la autonomía; puerta de salida a la inmensidad del Caribe a través su bahía que refleja ilusiones y añoranzas de un pasado esplendoroso. Un pueblo alegre que celebra la llegada de las lluvias con su tradicional Palo de Mayo, con una gastronomía exquisita, abundante, vigorosa con sabor a coco y aromas de vida marina. Una ciudad que crece a ritmo acelerado con vida comercial activa, con taxis en forma de zapatos que inundan sus calles al ritmo de narcocorridos, música que desplaza el reggae, el calipso y el soul. Una ciudad transformada en “remesadependiente” donde sus hijos transfieren a las familias el dinero desde diferentes puntos del planeta. El empleo productivo desapareció debido al cierre de varias empresas dedicadas a la exportación de mariscos y ante la ausencia de la llegada de barcos mercantes al puerto de El Bluff.

Nueva Guinea, un pueblo de mestizos, originarios de casi todos los departamentos del país, asentados en 30 colonias y más de 180 comarcas. Un pueblo joven, con menos de cinco décadas, que recrea sus tradiciones y costumbres llevadas por todos. Un pueblo que busca una identidad propia, que la construye cada día. Un pueblo sencillo, trabajador, solidario, que no celebra fiestas patronales dedicadas a virgen o santo alguno, pero que vibra de alegría cada cinco de marzo al conmemorar la fundación de su “luz en la selva”. Un pueblo campesino que labra la tierra y genera mil veces más de lo que necesita para alimentar a sus hijos. Una ciudad activa, creciente, prestadora de servicios que aglutina a la población que vive en colonias y comarcas. Productora de granos básicos, raíces y tubérculos, cacao, café, especies, piña y otros rubros; de leche, quesos y carne, productos de una ganadería que cada vez más se torna amigable con el medio ambiente al aumentar la conciencia ambiental de los productores, tecnificando sus sistemas de producción. Atrás va quedando, por conciencia propia y generada por organismos de cooperación y autoridades, el modelo chontaleño, la “chontalenización” de la ganadería.

Dos pueblos hermanos que deben reconocerse, darse la mano, abrazarse y emprender juntos el andar. Dos hermanos que se necesitan mutuamente. Bluefields demanda históricamente una salida por tierra hacia el resto del país, Nueva Guinea es su puente natural. Una vía terrestre cada vez más cerca de lo posible. Unidos por ella, Bluefields y Nueva Guinea tienen mucho que ofrecerse y ofrecerle al resto del país. Las bellezas de ambos son el verdadero potencial para el desarrollo sostenible a mediano y largo plazo.

Atardecer llegando a Bluefields
Bluefields, centenario, acogedor y embrujador; abre rutas hacia las comunidades de la cuenca de Laguna de Perlas y sus paradisíacos Cayos Perlas; hacia Corn Island, hacia El Bluff, hacia Rama Key, donde los habitantes de Nueva Guinea y el resto del país pueden disfrutar del turismo de arena, sol y playa, de la pesca deportiva, de la cultura étnica, sus ritos y ritmos sensuales; de sus majestuosos paisajes, de amaneceres donde el sol es más inmenso en el horizonte y los atardeceres celestiales.

Salto La Esperanza Nueva Guinea
Nueva Guinea, joven y solidaria, espera con su cultura campesina para mostrar sus sistemas agrícolas y pecuarios, sus prácticas y resultados; sus cerros y montañas, sus ríos y cascadas de aguas claras; sus comunidades al alcance de la mano, sus días rimbombantes de mercado, donde todos concurren como a una feria en las que los habitantes de Bluefields podrían adquirir sus productos a precios solidarios mejorando su economía.

Dos pueblos que se necesitan con urgencia para emprender el crecimiento y desarrollo de la mano. Muchos son los retos y desafíos de los gobiernos municipales, del gobierno Regional y Central a los que se deben sumar las cámaras de turismo. Primordial es convertir en realidad la carretera que los una, mejorar el transporte acuático y terrestre, los caminos de acceso a los sitios más atractivos, la mejora de los servicios básicos y las condiciones de alojamiento, así como la inversión en recursos humanos. Bluefields y Nueva Guinea creciendo juntos a través del turismo, una de las principales vías para generar ingresos económicos, crecimiento social y propiciar el encuentro de ambos pueblos que hasta hoy se dan la espalda.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
hillron@hotmail.com
Domingo, 12 de diciembre de 2010

lunes, 13 de diciembre de 2010

HÉROES, DOS SIN NOMBRE

Rostros de alegría, satisfacción por el deber cumplido. La utopía revolucionaria, lucha incesante por construir un mundo justo, sin pobres ni ricos, en el que todos, sin excepción, accedieran a educación, salud, empleo, vivienda; igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, sin exclusión. Sueños eternos para convertirlos en realidad.

Habían estado en la comunidad de Tasbapounie apoyando la construcción de escuelas y puestos de salud, después de la guerra de liberación del año 1979. Una misión encomendada a ellos por el Frente Sandinista de Bluefields, escogidos por su convicción, por su entrega, por militantes aguerridos e históricos.

Carlos Eddie Monterrey, de pie a la izquierda, carga sonriente una alforja llena de ilusiones, las mismas que aún lleva insistente en sus hombros; incansable promotor de la cultura y esperanzado por ver un Bluefields diferente. Ricardo Flores, llamado “Chop Chow”, cruzada en su testuz sostiene la hamaca que lo acogió en los momentos de descanso después de largas jornadas de marchas y trabajo.

En el centro, abrazados como hermanos, Cesar Álvarez Arce y Roger Gutiérrez. Cesar pasa su brazo sobre los hombros de Roger y con su mano izquierda sostiene el fusil BZ que Roger, a la vez, mantiene aferrado a nivel del cargador, mientras que con su brazo derecho lo abraza. Un abrazo para siempre, de hermanos en lucha, que con el paso del tiempo se convirtieron en hermanos de sangre al procrear Ivette, hermana de Cesar, un hijo de Roger.

Abajo, en cuclillas, el primero a la izquierda es David Lumbi; levanta su mano empuñada en señal de satisfacción por el deber cumplido, simbolizando la victoria. A su lado, la única mujer, Bárbara Campbell, con una sonrisa que sobresale a la de todos; cubre su cabello rizado con un pañuelo y en su hombro derecho sostiene un bolso repleto, abundante de esperanzas, mientras su muñeca izquierda descansa en el hombro derecho de Mateo Brack quien carga el peso de su mochila, compañera inseparable de múltiples misiones y receptora de lo esencial, lo básico para movilizarse en cualquier momento ante el llamado del deber militante.

De pie, al lado de Roger Gutiérrez, aparecen dos desconocidos, arcanos en la memoria viva de Carlos Eddie y Roger. Nadie sabe sus nombres. Dos soldadores que trabajaban en el puerto de El Bluff y que los movilizaron junto a ellos, héroes sin nombres.

Al regresar a Bluefields, después de varios meses de ausencia, la cámara fotográfica de Mariko Lockart, una norteamericana que trabajaba para el periódico SUNRISE en Bluefields, captó el momento para la eternidad, frente al Colegio San José un día del año 1982.

La foto, guardada con recelo por Ivette Álvarez, hermana de Cesar, mi primo. Se la mostré a Carlos Eddie Monterrey en Bluefields y en su rostro descubrí la alegría de volver a ver a sus compañeros de lucha, muchos de ellos descansando para siempre. Ahora la foto es de ustedes, es de todos. Ojala un día alguien reconozca a los sin nombre y espero que los Sandinistas de Bluefields la copien, la multipliquen, la amplíen y la cuelguen en la oficina del Comité Regional como un tributo a ellos, para que el tiempo no borre su lucha, los motivos y aspiraciones de estos héroes.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Jueves, 09 de diciembre de 2010

jueves, 9 de diciembre de 2010

NO HIT NO RUN, SIN PENA NI GLORIAS

Foto: Julio Cesar Bermudez.
Desde días antes la afición, peloteros y dirigentes esperaban ansiosos el desarrollo de los juegos. Familias enteras, amigos de los barrios, las viejas glorias, chavalas y mujeres, niños y niñas disfrutaban sanamente de ellos. Fue el primero de cuatro que se jugaban los domingos en la liga mayor A de Bluefields, el año de 1974. El equipo de Beholden contra “Los Diablos” de El Bluff que actuaba como home club. El estadio estaba repleto y “la Puná” con sus bailes y gritos, colgada de la malla, amenizaba y daba las pautas a la barra de Beholden para intimidarme. La recta llegaba con fuerza y veloz; la curva hacia afuera, adentro y el drop, obedecían las indicaciones de Frank Roe, receptor del equipo.

En la tercera entrada, Rodolfo Watts, jardinero central y primer bate, tocó la pelota dejándosela en la mano a la tercera base por su velocidad. Morsby Taylor, segunda base, dio un batazo elevado al jardín izquierdo, cayendo el primer out. Charles Wilson, llamado “Jack Palance”, ocupaba la posición de jardinero central, le dio con su característica fuerza que salimos del dog out a festejar, pensando que caería en el techo del gimnasio del Instituto Cristóbal Colón, pero el jardinero central la atrapó pegado a la pared del mismo, completándose el segundo out. “Tenemos que anotar, tenemos que anotar”, decía Fausto Bermúdez, alias “Pinolillo”, manager del equipo. Montó la jugada de hit and run con Alvin Omier, “Bubu”, cuarto bate de la alineación y tercera base, quien conectó una línea tendida y profunda como un hilo al left center, mientras Rodolfo Watts se desplazaba como un bólido doblando por segunda y tercera, para barrerse al final en el home plate anotando la primer carrera, mientras “Bubu” anclaba en segunda. La barra de Beholden, con “la Puná” al frente, le recordó sus seres más queridos a Rodolfo Watts, conocido como “Dolfi Pupu”, mientras la de El Bluff gritaba de emoción. El tercer out cayó luego que Frank Roe conectara un fly alto y profundo atrapado por el jardinero izquierdo.

Al iniciar la séptima entrada escuché los gritos de mi padre: “si seguís tirando así hasta el final del juego te voy a regalar quinientos pesos”. No entendí por qué gritaba eso y al volver la mirada a la pizarra me di cuenta: ganábamos con una carrera, el equipo de Beholden no había dado ningún hit y no habían errores. De inmediato, “Pinolillo” paró el juego y se dirigió a la colina acudiendo todo el infield y dijo: “no le hagas caso, no le pongas mente, seguí tirando así, tranquilo; este juego es tuyo”. Al salir hacia el dog out hizo señas a los jardineros que estaban reunidos en el jardín central: “arriba muchachos, este juego es nuestro”.

Foto: Julio Cesar Bermudez.
En el octavo salió un roletazo fuerte por la segunda base; Morsby Taylor le llegó a la pelota, se le “enmantequilló”, luego se le cayó, logró recuperarla y, por la prisa, tiró mal a la primera, llegando safe el corredor. Después se completó el tercer out y nunca más volvieron a tomar base los del equipo de Beholden. En el último inning, con dos out, Frank Roe llegó a la colina para decir “este es peligroso, vamos a esconderle la pelota” dando las indicaciones de cómo picharle. Con conteo de tres y dos, lance una recta pegada en la esquina de adentro y el bateador sacó una línea baja y tendida al left field. Observé a Charles Wilson salir corriendo desesperadamente hacia delante, una carrera interminable, buscando la pelota hasta capturarla al nivel del cordón de los zapatos. Levanté los brazos eufórico, los compañeros de equipo corrieron a la colina y festejamos el juego como niños, mientras la barra de El Bluff estremecía el estadio. Ganamos con un juego no hit no run. Esa misma tarde, en el último juego, Kevin Brautigam culminó la jornada del día lanzando otro juego no hit no run.


Llamadas telefónicas a Davis Hodgson, pitcher estelar del equipo, a Arturo Valdez, incansable promotor del deporte infantil en esos años y a la memoria invaluable de Filmore McDonalds, “San Martín”, campeón pitcher ese año que con claridad lo recordó y volvimos a vivirlo, lo que ha permitido escribir parte de él.

Los registros que los anotadores oficiales hacen de los juegos de béisbol en los estadios se han perdido, no hay constancia verificable de ellos. En esta era digital, esos registros deberían ser la base principal para otorgar las medallas y trofeos al campeón bate, al mejor guante, al mayor roba bases, al campeón pitcher, con base en su efectividad y juegos ganados. Las voces que se escuchan por todos lados indican que no es así.

¿Cómo hacen las Federaciones de Béisbol para organizar su selección municipal o departamental? Por conveniencia y amiguismo dicen muchos. Se cuestiona por todos lados el papel de las Federaciones de Béisbol, se escuchan quejas y clamores ante la falta de transparencia, porque no rinden cuentas de los ingresos que generan las entradas, las ventas de cervezas y la propaganda reflejada por todos los rincones de los estadios decadentes y abandonados. Frecuentemente somos testigos de pleitos y descalificaciones entre ellos. Si es como ellos dicen, que el béisbol no genera recursos, ¿por qué se pelean?, ¿por qué sus “dirigentes” no permiten la renovación natural de sus miembros dando lugar a otros? Se han acomodado, han hecho del béisbol un modo fácil de ganarse la vida, lo han convertido en un negocio y ellos son dependientes de las migajas que el Instituto de Deportes les asigna.

La promoción del béisbol en las escuelas, en los institutos de secundaria, el apoyo a las pequeñas ligas, es inexistente. Los culpables son los “dirigentes” y sus resultados, sin penas ni glorias, son un béisbol mediocre, decadente, con algunos jugadores parranderos, violentos y, en casos extremos, violadores que ponen por el suelo el nombre de Nicaragua.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 06 de diciembre de 2010

martes, 7 de diciembre de 2010

ROSTRO EN GLORIA, CUERPO EN PENA

La vio caminar hacia él
y se acomodó en una banca del parque a esperar su paso.
La observó en silencio: ojos negros almendrados;
una Biblia en su mano izquierda, sostenida a la altura de los pechos;
pelo negro, corto, pelo de lluvia;
una blusa manga larga mostraba sus manos, finas con dedos limpios;
falda larga hasta los tobillos cubiertos con calcetines
y pies calzados con zapatos sin tacón.

Al pasar y seguirla con la mirada
descubrió su cintura de abeja
y el movimiento florido de sus nalgas,
al vaivén de su andar seguro.
“Es un ángel”, pensó.

Al día siguiente
se acomodó en la misma banca,
a la misma hora, a esperarla.
Transcurrieron las horas y no apareció.
“Subió al cielo para no regresar”, pensó
con el corazón dolido.
Los días pasaron y siempre acudía a la misma banca.
Su ángel no aparecía.

Un día jueves,
con la ilusión de verla,
apareció por el mismo camino.
Se levantó de la banca
y caminó a su encuentro.

La admiró de frente
y se dio cuenta del significado de la gloria
al contemplar su rostro.
Se quedó sin palabras.
“Es un ángel”, pensó.

Dio la vuelta
y la siguió
como un fantasma por las calles lodosas de Nueva Guinea,
hasta que entró
a la iglesia del Séptimo Día.

Desde entonces acudió
al culto todos los jueves, sólo por verla.
Pasaron días, semanas y meses, hasta que la conquistó.
Regado dejó su juramento de creer
en la santa iglesia católica, apostólica y romana.

Descubrió escondidas,
bajo su vestimenta y rostro en gloria,
las penas sedientas,
ardientes de su cuerpo.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
2010

domingo, 5 de diciembre de 2010

VACACIONES PARA LA ETERNIDAD

Salimos de vacaciones para celebrar la Semana Santa del año 1977. Unos días de descanso y ausencia de la Universidad Centroamericana, del constante cambio de pabellones, aulas y profesores; de manifestaciones y protestas contra la dictadura; de ojos enrojecidos por gases lacrimógenos y añoranzas por nuestro terruño. Días antes habíamos hecho los preparativos del viaje; Mariano, Fernando, Noel, David, Jimmy y Tilo, asignándose cada quien lo que aportaría para hacerlo placentero hasta El Rama, un trayecto de más de siete horas en el bus expreso que salía de la COTRAN y llegaba justo a tiempo para abordar el barco Bluefields Express y llevarnos a Bluefields, por el majestuoso Río Escondido.

Desde que nos encontramos en la parada de buses el ambiente se volvió festivo. Al hacer inventario de lo acordado, el viaje se mostraba espectacular: un termo con hielo, botellas de ron, cervezas, gaseosas, embutidos, galletas de soda, sándwich, pan, vasos descartables y rostros felices. Uno de ellos, no recuerdo cuál, llevaba bien cuidada una bolsita de plástico con yerba aromática, esa que dicen que relaja y da risas.

Navegando por el río, la fiesta no esperó la llegada a Bluefields. El Bluefields Express se convirtió en un crucero donde se entonaron canciones acompañadas por guitarras, en un bar a la intemperie de primera clase, donde afloraban los gestos de solidaridad evitando vasos vacíos de hielo y ron, abrazos con otros amigos que nos encontrábamos y la búsqueda de opciones para el interminable disfrute de las vacaciones. En esa búsqueda, les dije que el martes el barco de mi padre saldría para Corn Island y que regresaría el sábado. Sin dudarlo, casi todos se apuntaron a pasar en la isla los días santos y la voz se fue regando por todos los rincones del barco, fluyendo con el viento, hasta perderse por las entrañas de los naranjales vestidos de amarillo en las riberas del río. Al llegar a Bluefields la fiesta se extendió hasta el GG, amenizada por el grupo Gama.

Al día siguiente viajé a El Bluff, a la casa de mis padres, quienes con anticipación tenían hechos los preparativos para el viaje a la isla, donde nos esperaban mi tío Simeón y su familia. Pasaron los días y con ellos llegó la noticia de que mi prima pasaría las vacaciones en El Bluff. Una relación de primos había transitado clandestina hasta el entusiasmo de un amor de adolescentes, amor a escondidas, motivado por la soledad vivida en una ciudad de locura, llena en días de semana, vacía los sábados y domingos, al desplazarse la gente hacia todos los rincones del país, en búsqueda de la paz y tranquilidad que sólo los pueblos brindan.

Los ánimos del viaje a la isla fueron decayendo y el día lunes ya había tomado la decisión de quedarme para pasar con ella la semana. Mis padres no entendían cómo era posible que me quedara solo. Ella llegaría el martes y ese día me encontraba en una total indecisión. La visita de Jimmy y Mariano fue suficiente para convencerme que perdería lo mejor de las vacaciones y salí corriendo a la habitación, compartida con mi hermano, en el segundo piso de la casa, a llenar mi mochila de manera apresurada mientras el barco esperaba atracado en el muelle de la aduana. Al salir al muelle me encontré con ella y mi irrefutable excusa fue que mis padres no permitían que me quedara solo. Nos vemos al regreso, le dije.

II

Al llegar, el barco estaba repleto de gente que viajaba al raid. Mis amigos y amigas me saludaron con entusiasmo y mi padre dijo: “al fin te convencieron, levantá la lista de la gente para ir a pedir el zarpe, se nos hace tarde”. Eran como las diez de la mañana. Comencé a levantar la lista de las personas enumerándolos en orden creciente en un recorrido por la proa, la popa, babor y estribor. Todos, casi todos, conocidos. Junto a Marta Bolaños iba una mujer que mis ojos buscaban con insistencia y me di cuenta que era amiga de mis amigos y amigas, conocida por todos; los desconocidos éramos ella y yo. Quien será, por qué no la conozco, de dónde es, me preguntaba.

Al acercarme para anotarla en la lista, la observé como se admira una obra de arte. Alta, calculé que le llevaba dos centímetros de altura; cabello corto cubierto con un pañuelo como gitana; ojos color café, limpios y brillantes, en los que me vi; labios bien definidos, color natural con una ligera elevación en las comisuras superiores bajo una nariz perfecta; dos camanances bien definidos acompañaban su sonrisa; aretes redondos, grandes, colgados de los lóbulos de sus orejas; blusa corta delatando unos pechos medianos, turgentes, firmes y mostrando un abdomen sutil con un ombligo redondo que hizo sentirme en el centro del firmamento. Un short cortito mostraba sus largas piernas de atleta, caderas perfectas, unas nalgas luminosas, casi redondas como una boya que indica el camino en el mar; pequeños pies calzados con tenis. Su piel, cubierta de una fina capa de aceite de coco, mostraba la inclemencia del sol veraniego, dándole una tonalidad rosácea y brillante, desprendiendo del cuerpo un aroma que invitaba a saborearla.

Al dar su nombre lo escribí con una “s” y con cierta coquetería me corrigió diciéndome: “se escribe con c”. “Disculpe, ya lo corrijo”, le dije, mientras lo borraba manchándolo con fuerza y volví a escribirlo en mayúsculas, sin prisa, calmado, olvidándome en ese instante de los que faltaban en la lista, ante su mirada expectante. Al ver su nombre bien escrito y sobresaliendo entre los otros, nuestras miradas se encontraron en un instante que duró una eternidad y me dijo sonriente: “gracias, así se escribe”, para luego preguntar: “por qué levantas lista de las personas”. “Es un requisito para todos los barcos que salen a altamar por cualquier accidente”, le dije. Continúe en mi tarea mirándola de manera esquiva hasta completar el listado, una hora después. Mis amigos, dos de ellos, la cortejaban y colmaban de atenciones, convertidos en fieras sedientas de aventura en la semana santa. Contra ellos pierdo, pensé.

Una hora después de haber pasado la barra de El Bluff, navegábamos en dirección este, rumbo a Corn Island. Los ánimos de casi todos comenzaron a decaer ante el embate insistente de las olas, provocando movimientos frontales al abrirse paso con la proa, cayendo como en un abismo, para luego levantarse y ser embestido nuevamente a babor; ladeándose y, sin estabilizarse totalmente, volvía al movimiento inicial. Ese constante movimiento provocó el mareo de muchos que comenzaron a vomitar. Desde la ventana de la cocina la observaba y me dí cuenta que Marta iba mareada. Salí en su búsqueda para ofrecerle mi camarote, abriéndome paso entre personas sentadas, acostadas y regadas por la cubierta. Al llegar, le dije: “Martita, dame la mano, te voy a llevar a mi camarote para que duermas un rato”. En su rostro descubrí la angustia, el temor al mar y se quedó expectante de mi gesto, solitaria, mareada, sin atenciones ni conversaciones, porque mis amigos, los que al inicio la llenaban de agasajos, también iban mareados. Se les acabó el encanto, pensé. 


Cuatro horas después, el Miss Indiana atracaba en el muelle municipal ubicado en Brig Bay. Fueron desembarcando uno por uno, huyendo aturdidos de los efectos causados por la travesía. Al salir ella, le brindé mi mano para sujetarse, sentí que se aferró con ternura y fuerza a la vez y, al estar segura en el muelle, tuve la impresión que trató de jalarme para acompañarla. En el muelle se aglomeraron, cada quien buscando sus maletas, aún mareados; me despedí de los amigos porque íbamos hacia Sally Peaches donde vivía mi tío Simeón. “Por la noche nos vemos en la fiesta”, les grité al tomar el barco su nuevo rumbo y noté que me observaba.


III

Toda la familia acudió a la fiesta. Al llegar al Muy Muy nos acomodamos en una mesa amplia, en una esquina del salón principal, frente a la entrada del mismo. Mis amigos y amigas todavía no llegaban. Estaba inquieto, esperándolos, pero más impaciente por verla de nuevo. El ambiente comenzó a llenarse, la fiesta había iniciado con el ritmo animoso de la música caribeña. Poco a poco aparecieron y, sin preguntar por ella, mis ojos la buscaban sin encontrarla. Al vernos en la mesa, se acercaban para saludar a mi padre, y al resto de la familia. Unos minutos después me uní a ellos.

En su búsqueda me asomé al corredor del local. Estaba sentada en el muro y el cortejo de los insistentes, principalmente Jimmy y Tilo, continuaba. Al observarla, reconocí una camiseta blanca con el eslogan “I love Puerto Rico”, con el love representado por un corazón rojo al lado izquierdo, precisamente donde está ubicado. Jimmy se la había prestado y ella la llevaba puesta sin darse cuenta que era mía. La observé sin que lo notara y descubrí a una bella mujer que reía ante las ocurrencias de ellos. Ahora no cubría su cabello, pero siempre vestía con un short cortito, de tenis y la camiseta. Ese aditivo hizo que la percibiera como una diosa del mar, atrayéndome como una ola. Me acerqué a saludarlos y ella dejó de reír. Jimmy apresurado me apartó del grupo y dijo: “Cuidado le vas a decir que esa camiseta es tuya”. “No te preocupes, no tengo por qué”, le respondí y regrese al salón del baile.

La fiesta estaba amena, las parejas bailaban en un ambiente repleto. El ritmo de la música soca, calipso, reggae y soul no podía desperdiciarlo y salí en busca de mis amigas, olvidándome de ella, para invitarlas a bailar. Contra ellos no puedo, pensaba, son más galanes. Baile con Martita, con Sandra y otras que se escapan del rincón de los recuerdos, mientras ellos competían por bailar con ella. Bailaba y regresaba a la mesa familiar observándola en la distancia.

En una de esas piezas de baile, estando todos cerca, se dio un cambio de ritmo junto a un cambio provocado de parejas y me encontré frente a ella. Tilo se convirtió en pareja de otra y yo de ella. Mi corazón comenzó a palpitar como el de un atleta en una carrera de cuatrocientos metros, mis piernas comenzaron a temblar como las de un boxeador a punto de caer noqueado, pero en un segundo me recupere. Comenzó a sonar una canción soul y le pregunté: “quieres bailar esta pieza lenta” y sin responder nuestros cuerpos se buscaron, mis manos rodearon su cintura, las suyas se colgaron de mis hombros, nuestras mejillas se juntaron y sentí el palpitar de nuestros corazones; sus movimientos lentos, acoplados a los míos, no dejaron desplazarnos más allá de dos ladrillos. Con atrevimiento, antes que terminara la canción, tome su mano derecha con mi mano izquierda y la bajé a la altura de sus caderas, apretándosela para que comprendiera que no deseaba que se alejara de mí.

Al terminar la canción tardamos en separarnos y nuestras miradas se volvieron a encontrar hipnotizadas, pérdidas entre ellas como náufragos observando el horizonte; nuestras manos continuaban juntas, aferradas, deseando que no terminara ese instante, cuando los galanes apresuradamente volvieron a buscarla para seguir bailando con ella. “No, les dijo, estoy bailando con él” y se alejaron. “Me encanta tu camiseta, te ves preciosa” le dije. “No es mía, respondió, me la prestó uno de tus amigos porque no soportaba el ardor en la piel”. “Te la regalo, desde este momento es tuya, yo se la presté”, le dije, incrédula me quedó viendo y sonreímos juntos por primera vez.

Desde ese instante continuamos bailando por el resto de la noche, ante las miradas celosas de los pretendientes, de complicidad de mis amigas, sus amigas y curiosidad de la mesa familiar.

Al concluir la fiesta, caminamos juntos hasta el sitio donde mis amigos y amigas, ahora nuestros amigos, habían instalado varias casas de campaña. Ella también allí se alojaba. En el camino me dijo que era de Juigalpa, que vivía una cuadra antes de llegar a Palo Solo, en la calle del mismo nombre. Le comenté que había estado por seis meses en Juigalpa estudiando en el liceo agrícola, que frecuentaba su calle, su barrio y el parque del mismo nombre, mencionando a varios amigos que también eran sus amigos. Me dijo que vivía en Managua, en el reparto Las Mercedes, en la misma casa donde vivía Marta, con Erika y Sandra. “No es posible, no puede ser, siempre las visito y nunca te había visto”, le dije. Los fines de semana, junto a los amigos, acudíamos a fiestas que las hermanas Dipp organizaban en el mismo reparto y nunca la vi. En una ocasión, Sandra y Anahuac Ibarra me invitaron a acompañarlos a su casa porque debían inyectar a una amiga que estaba enferma. Entraron a la habitación mientras los esperaba en la sala y al salir me dijeron que ya estaba mejor. Era ella.


Nos despedimos al llegar a las casas de campaña, ubicadas en North End, como viejos amigos y quedamos en vernos al día siguiente en el mismo local donde la descubrí esplendida, bella, contenta y segura, vistiendo la camiseta que ahora le pertenecía,  igual que mis deseos por estar a su lado.


IV

El día amaneció con un sol radiante, cielo despejado con poco viento, azul intenso como el mar que aparentaba ser un espejo resplandeciente. El tío Simeón organizó un día en la playa, cerca de su casa en Sally Peaches, un día en familia.  Para la ocasión, junto a mi padre, preparaban un rondón de caracoles. Siempre sostuvieron que el rondón debe hacerse por hombres en la playa para quedar exquisito, para darle el toque mágico, como debe ser, así que las mujeres no intervinieron.

Lo primero que hicieron fue macerar sobre una piedra el molusco para luego cortarlo en trozos grandes. Entre golpes y moluscos macerados, los tragos y cervezas florecían. Mientras ellos estaban en eso, ayudamos a mi madre y tía Twila a encender una fogata, a pelar plátanos, bananos, yuca, quequisque y fruta de pan. La leche de coco ya estaba preparada en una porra; seis cocos fueron pelados, licuados en trozos para luego ser colados y extraer su mágica y espesa leche. De igual manera, una ensalada fría de camarones, langostas y papas en trozos con mayonesa había sido preparada con antelación y reposaba en una pana plástica a la espera de que el apetito la descubriera.

Insistentes, me solicitaban rellenar sus vasos con hielo y ron. Comenzaron a bromear preguntando por ella, como si supieran que a cada instante su visión regresaba cautivándome cada vez más. Los evité y tomé la máscara, las patas de rana y el tubo para dirigirme a snorkeling en los arrecifes de coral por más de una hora, estimando el tiempo para que el rondón estuviera listo. Al bajar a los arrecifes observé peces multicolores, azules, amarillos, verdes, rojos; las estrellas de mar, los corales de cerebro, de cuerno de ciervo, en forma de abanico; langostas, camarones, tortugas, caracoles y varias mantarrayas. En cada una de esas maravillosas especies que observaba, mis pensamientos regresaban a ella, la imaginaba como una seductora sirena de mar esperándome en algún punto del inmenso arrecife; buscándola transcurrió el tiempo hasta que, en una de las salidas a tomar aire, observé que desde la playa me llamaban.

Varios de mis amigos, entre ellos Mariano, Fernando y Jimmy, habían llegado a acompañarnos en ese ambiente festivo a orillas de la playa de arenas blancas, bajo la sombra de cocoteros donde se observaba en el horizonte Little Corn Island. Luego de unas cuantas cervezas y de degustar el exquisito rondón era inevitable que preguntara por ella. “Está con las muchachas, pensamos que ibas a llegar a buscarla”, dijeron. Pasamos juntos a Simeón y mi padre conversando, riendo a carcajadas de sus anécdotas y bromas, hasta que la tarde nos sorprendió. Se despidieron y regresamos a la casa. Extenuado dormí y al despertar eran las siete de la noche.

De prisa tome una ducha y camine junto a mi hermano Tony hasta llegar al Muy Muy. Llegamos una hora después y la fiesta recién iniciaba. Al entrar, la observé y me dirigí seguro hacia ella. Luego de los saludos comenzamos a bailar. Los amigos galanes dejaron de cortejarla, sabían que me estaba esperando, que ambos deseábamos estar juntos, iniciando un romance frutal.

Después de bailar varias piezas, el ambiente nos agobiaba, mucha gente para los dos. La invite a caminar por las calles de arena y tomados de la mano conversamos. Al cruzar por un sendero oscuro, antes de llegar al claro de la pista de aterrizaje, nos dimos el primer beso. Un beso que cautivó mis sueños y, al concluir, desprendió la ilusión del amor, un amor en vacaciones, en una isla paradisíaca, un amor en la flor de la adolescencia. Continuamos caminando sin rumbo, entre pláticas nos besábamos una y otra vez sin importarnos las miradas inquisidoras de los que pasaban a nuestro lado.

Una luna casi llena resplandecía en la playa. En una ensenada nos sentamos sobre un tronco a admirarla. Ella y yo, juntos, solitarios, con la compañía de la luna y el sonido de las mansas olas que reventaban frente a nosotros, como invitándonos a sumergirnos en ellas, provocaron que me desnudara sin pedirle permiso, sin inhibiciones ante su admiración y me adentré en el mar. La invité a acompañarme, ella no acudió al instante, pero minutos después se desprendió de todo y llegó a mi lado. Nos besamos intensamente con abrazos enloquecidos, de frente, de lado, de espaldas y me sumergí en las aguas cristalinas a tocar su sombra, a recuperarla del fondo del mar, demostrándole que ahora era mía, como un pirata lleno de orgullo después de obtener un botín deseado.

No soportó el agua salada y volvimos a la playa, al mismo tronco. Al rodar por la arena, su espalda, piernas y brazos le ardían tanto que no resistía mis besos y caricias. No estaba acostumbrada al mar, era una sirena de ríos y lagunas de agua dulce.  “Vámonos, quiero darme una ducha para quitarme esta arena, no la aguanto”, dijo y caminamos hasta llegar a las casas de campaña. Me llevó a su rincón, salió a ducharse y regresó ante la mirada suspicaz de otras parejas y amigos que compartían esa casa improvisada. Me acurruqué a su lado, nos besamos hasta dejar de hacerlo por el dolor dulce de los labios y dormí hasta el amanecer abrazado a ella. Al despertar, nos despedimos y le dije que regresaría más tarde.

V

Mi madre pasó preocupada toda la noche por la ausencia. Al llegar a la casa y sermonearme, mi padre salio al auxilio. “Desayuno y me voy donde mis amigos, vamos a caminar alrededor de la isla, vamos a darle la vuelta” les dije. “Pasen al regreso por aquí para que almuercen, van a tardar más de cinco horas”, dijo mi padre. Regresé a ella dos horas después y, junto a varios de los amigos y amigas, comenzamos a caminar, saliendo por Brig Bay, para darle la vuelta a la isla.

Tomados de la mano, hicimos la travesía. Pasamos Waula Point y apreciamos la belleza de la arena blanca y aguas de diversas tonalidades de la playa que en un tiempo fue de Somoza, donde su esposa en esos días pasaba las vacaciones. Descubrimos Quinn Hill, al no poder caminar a orillas del mar en Bluff Point por los inmensos farallones de piedra. Bordeamos desde arriba esa punta de la isla viendo en el horizonte la inmensidad del mar. Por varias horas Quinn Hill nos acompaño a la izquierda del camino, hasta que salimos a una inmensa y larga playa, tal como su nombre lo indica: Long Bay. Luego aparecieron casas, señal que llegábamos a South End. Al estar en ese punto, recordaba lo que mi padre decía: “no bebas agua en South End, el agua de esos pozos convierte a los hombres en maricones” y lo decía en broma, se lo gritaba a sus amigos de esa parte de la isla que reían a carcajadas ante su ocurrencia. Nos detuvimos en un pequeño rancho, unos tomaron gaseosas, otros cerveza y a la izquierda sobresalía Mount Pleassant. Continuamos caminando y apreciamos la colina Little Hill y en el horizonte Little Corn Island, señal que estábamos cerca de Sally Peaches.

En ese recorrido, sin separar nuestras manos, por muy tosco que fuera el camino, descubrimos la belleza de Corn Island y, a la vez, nos conocimos más. Le conté mi vida y preguntó por mi prima. “No es nada serio, es una locura” le dije. Me habló de su hijo, del accidente automovilístico que tuvo junto a su marido donde había fallecido. Con mis besos trate de calmar su pena, demostrarle que había encontrado un nuevo amor, un amor cristalino como las aguas de la isla y que crecía a cada instante, en cada paso a su lado, como las profundidades del mar que aumentan al adentrarse en él.


Al llegar a la casa del tío Simeón nos estaban esperando. Desde que mi padre la vio a mi lado, descubrió que estaba enamorado y la familia entera la acogió como que la hubiesen conocido toda la vida. Almorzamos juntos y las atenciones hacia ella se volvieron exquisitas, festivas, ante las miradas atónitas de mis amigas y amigos. Al caer la tarde regresaron a las casas de campaña, previo acuerdo que nos miraríamos todos, ella, los amigos y amigas, junto a mi familia, en la fiesta del Muy Muy.


VI

En la fiesta la esperábamos. Al llegar, le ofrecí un lugar y nos acompañó. Compartió con toda la familia. Bailó con mi padre y con el tío Simeón. Los amigos y amigas también acudían a la mesa y se retiraban a bailar. Necesitábamos estar solos y volvimos a caminar. Entre abrazos y besos apasionados me dijo: “esta es la penúltima noche juntos”. “Esta relación puede durar toda la vida si quieres” le dije. “No, es una relación de vacaciones y con ellas se termina”, respondió. Ante mi insistencia, dijo que una relación la esperaba. “A vos te espera tu prima”, dijo. Amanecí los días siguientes a su lado en la casa de campaña, disfrutamos cada uno de los minutos restantes, sabiendo que ese amor terminaría con las vacaciones. Estaba conciente de que, por mi corta edad, no estaba preparado para ella, ni para provocar una ruptura en su relación.

El día sábado, al finalizar las vacaciones, el barco no zarpaba del muelle porque ella no llegaba. Los amigos y amigas, bromeaban porque sabían que la espera era por ella. Al llegar, mi padre le ofreció un sitio en la cabina. Los amigos le decían que ahora regresaba siendo dueña de un barco pesquero. El viaje de regreso fue placentero, sin oleaje intenso porque navegábamos a favor de las olas. Mi padre le mostró el arte de la navegación, le cedió el timón del barco y con temor ella lo tomó por unos minutos y me dio la impresión que sintió la libertad en sus manos. La invité a la proa para que admirara los delfines que nadaban junto al barco y los peces voladores que salían elevándose en cada ola que reventaba en su avance, un trayecto, un camino que no deseaba que llegara a su final.

Al llegar al muelle de El Bluff y salir todos del barco, nos despedimos. “Se acabó, hasta aquí llegaron las vacaciones” me dijo. “Allá te están esperando” agregó. Volví la mirada y allí estaba ella, mi prima, esperándome. Quién le dijo que era ella, no lo sé, pero la señaló. Abordó una panga y partió hacia Bluefields.

La tarde transcurrió con mi prima en la loma del faro bajo la sombra de unos cocoteros. Desde ese punto, el más elevado de El Bluff, en el horizonte limpio y claro, observaba a lo lejos Mount Pleasant, el punto más alto de Corn Island y mis recuerdos se trasladaron hacia la isla; reviví cada minuto, cada segundo a su lado desde el mismo instante que la miré en el viaje hacia la isla. “Qué tienes, qué te pasa, preguntó mi prima”. “Te noto ausente” agregó. “Nada, no tengo nada, pienso en que debo regresar a Managua, a la universidad”, le dije y la acompañe de regreso al muelle para que tomara una panga hacia Bluefields.

Al día siguiente, un domingo, viajé hacia El Rama en una panga junto a mi hermano. Al pasar cerca de McPit, el barco Bluefields Express iba lleno de gente. Allí debe venir ella, pensé. Al llegar a El Rama esperamos la llegada del barco en el Hotel Amy. Nos encontramos en ese hotel, nos saludamos y le dije que tenía un raid con unos amigos con espacio para ella. “Ya se acabaron las vacaciones, llévate a tu prima” me dijo con tono de enojo y se alejó de mi lado.


No comprendí su enfado hasta que mis amigos me contaron los motivos. En Bluefields, la noche anterior, las hermanas de mi prima, mis primas, al darse cuenta de nuestro amor en Corn Island, la acosaron, la insultaron y tuvieron que intervenir a su favor. Ahora sí la perdí, se acabó, pensé. Abordé el automóvil del amigo que me daba raid, partí solo y desilusionado hacia Managua.


VII

La Universidad volvió a llenar mi tiempo. Los amigos me daban bromas, preguntaban por ella, decían que la buscara, que así son las mujeres, se hacen las difíciles y es todo lo contrario. Tiene una relación y nada tengo que ofrecerle, pensaba. Con el paso de los días y las semanas no podía olvidarla. “Vamos pues, acompáñame, vamos a buscarla” le dije a Jimmy. Llegamos anocheciendo y no estaba. Marta dijo que no había llegado de su trabajo. “Te fijas, no hubiéramos venido a buscarla”, le dije. Ella fue clara, siempre dijo la verdad, nunca mintió, las vacaciones habían terminado y con ellas la relación, tiene otro amor, pensaba.

Busqué a Annie Cooper y nos mirábamos diario en la universidad. A veces salíamos juntos a los pueblos en fines de semana, íbamos al cine y sus besos ya no eran los mismos. En ocasiones, Rafael llegaba a buscarme para pasar los fines de semana en diferentes playas del Pacifico y siempre salía con mis amigos de la Costa. Nunca pude borrarla de mi mente ni sacarla de mi corazón.

Un día, después de varias semanas; vacío y desesperado, acudí en su búsqueda. Al llegar sin anunciarme, atendía la visita de otro. Me decepcioné tanto que, después de saludar y verla junto a él, me despedí a lo inmediato. Salí de la casa huyendo y, al caminar hacia la parada de buses, escuché mi nombre. Regresé la mirada y era ella quien me llamaba. “Se acabó, he terminado con él”, me dijo. Desde entonces nunca dejé de visitarla. Una noche, la casa estaba vacía para los dos. Hicimos el amor por primera vez y nunca dejamos de amarnos. Las vacaciones se volvieron para siempre, para la eternidad.

Siempre que da su nombre y lo escriben con “s” en vez de “c”, nuestras miradas se buscan con complicidad; ahora que está ausente, la cama y la casa vacía, ahora que los pájaros dejaron de cantar por su ausencia, he recuperado de los recuerdos una parte de la historia de nuestro amor para que no se pierda con el tiempo, para que cuando sea yo el ausente, ella, mi mujer, Emilce, se las lea, se las cuente a nuestros nietos.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 03 de diciembre de 2010




lunes, 29 de noviembre de 2010

VOLVAMOS A SOÑAR


Foto: Flick/nicacatra/©
Los sueños son solo eso, dicen muchos. De qué sirve soñar, si al despertar nos enfrentamos a una realidad que perturba lo más profundo de nuestro ser, dislocando nuestros sentidos hasta convertirnos en seres humanos indiferentes a casi todo lo que ocurre a nuestro alrededor, argumentan otros. Se refieren a ellos considerándolos únicamente como la actividad anímica del durmiente durante el estado de reposo.

Algunos dicen que soñar es cosa de niñas y niños. Construyen castillos de fantasía y el tiempo se encarga de destruirlos, al tener conciencia de las normas y reglas que los adultos hemos tejido para que se sujeten a ellas. Los soñadores son sólo eso, soñadores que puedes ver por todos lados, con vidas contrarias a las imaginadas, truncadas por ser impertinentes, desperdiciadas por un sueño inalcanzable, señalan otros.

¿Soñar despierto? Imposible. Nuestro tiempo no podemos desperdiciarlo en irrealidades. La vida agitada, abrumadora, donde actuamos como depredadores de nuestra propia especie, compitiendo contra todo y todos por espacio, empleo, dinero y reconocimientos, sin importar los daños que podamos ocasionar en nuestra frenética marcha de ambición y sobrevivencia; no podemos darnos el lujo de desperdiciar nuestro tiempo en quimeras.

La utopía dejó de ser colectiva y, sin darnos cuenta, se apropiaron de ella, es propiedad privada y los que la atesoran marcan las pautas con la intención de que actuemos sin ilusión propia. La convirtieron en partidos políticos, en poderes perversos del Estado, en campañas de propaganda electorera, en pintas grabadas en las paredes, en mensajes enlatados, vomitados miles de veces por los medios de comunicación para adormecernos; en cuentas bancarias a nombre de testaferros, en empresas que surgieron de la nada con efectos nefastos, manifestados en un pueblo hambriento; en niños que deambulan por las calles mendigando, en ingenieros sin ingenio, doctores vende brebajes contra todos los males, maestros sin vocación, profesionales sin empleo, en sexo que se oferta en las calles bajo la luz de los rótulos que reflejan brillantes sus eslogan y marcas.

Tratan de quitarnos hasta lo más íntimo, la posibilidad de soñar un mundo diferente. Debes pensar como ellos, tener sus mismos sueños aunque estés despierto, acompañarlos en sus marchas, en la promoción de sus nuevos productos, en sus batallas de garrotes y piedras, en sus restituciones de todo, arrogantes ante el derecho ajeno, porque de lo contrario no encuentras trabajo en sus instituciones ni empresas, y si lo tienes y no lo haces, caes nuevamente en la bruta y cruel realidad: desesperación, hambre y pérdida de autoestima. ¿Soñar con esa realidad?  Imposible, no más pesadillas.

Pero es posible cambiar la realidad, si todos, juntos a la vez, soñamos más allá de lo que a nuestro alrededor nos agobia; es cuestión de concentración, focalizarnos en lo deseado, en buscar el momento oportuno, el impulso necesario para convertirlos en realidad. Después de casi cinco décadas soñamos lo increíble y terminamos con una de las dictaduras más nefastas de Latinoamérica, ante la admiración del mundo entero; un día, luego de varios años de guerra entre hermanos, soñamos con la paz y la logramos.

¿Podemos encontrar en estos tiempos algo que nos unifique alrededor de un mismo sueño? Algo que esté por encima de defender la soberanía nacional, de lo cotidiano apremiante, de necesidades individuales insatisfechas; de partidos políticos que nos dividen como un cerco de espinas y al cruzarlo hiere y marca para siempre; mayor que la acumulación desesperada de riqueza; mayor al ejercicio del poder, que termina con quienes lo ejercen en un estado esquizofrénico, vacíos y arrinconados en los libros de historias mal contadas; algo que durante miles de años, en su búsqueda, la humanidad ha derramado sangre, derribado murallas y reventado cadenas; algo que no tiene precio, pero sí valor, un valor propio del ser humano, humanizador: el libre albedrío, la libertad. ¡Por supuesto que sí! Por ello vale la pena soñar. ¡Volvamos a soñar y reinventemos la utopía para convertirla en realidad!

 
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
hillron@hotmail.com
Sábado, 27 de noviembre de 2010

jueves, 25 de noviembre de 2010

LA NUEVA GENERACION DE FUNDADORES

El primero de marzo de 1965, diecisiete campesinos pobres, que vivían en chozas de paja ubicadas en callejones de fincas en Carazo y Somoto, se encontraron en el Empalme de San Benito para iniciar la aventura de colonización más importante en la historia moderna de Nicaragua. Estos campesinos, entre ellos dos mujeres, motivados por el reverendo Miguel Torres, quien les había dicho que en la zona de Zelaya existían tierras libres, estaban convencidos de que allí encontrarían lo que buscaban y, además, que serían los pioneros de la fundación del primer pueblo de evangélicos en Nicaragua.

Junto al reverendo y varios funcionarios del entonces Instituto Agrario de Nicaragua (IAN), emprendieron camino hacia el corazón de la jungla, guiados por el pastor Uriel Gómez y Benito Luna, quien había sido un experto raicero y hulero de la zona. Avanzaron hasta donde llegaron los vehículos y después por un extenso trecho de cincuenta y dos kilómetros que sólo era transitable a pie, abriéndose paso al filo del machete.

Luego de cinco días de caminata, el 5 de marzo de 1965, llegaron a una inmensa zona boscosa. Encontraron un verdadero paraíso, el “Edén” del trópico húmedo. Toda la riqueza de la naturaleza fue descubierta y aprovechada por estos pioneros. Una montaña con diversidad de bosques primarios que alojaba múltiples especies de animales, atravesada por ríos y quebradas de aguas claras que les brindaban todo lo necesario para vivir. Fue así que iniciaron a construir sus primeras casas con techo de suita y paredes de tambor rajado; recolectaban frutos, pescaban y cazaban animales para sobrevivir en un mundo diferente a las secas e infértiles tierras de donde salieron.

Ese es el inicio de una historia sobre la que muchos han escrito; algunos apegados a la verdad y otros con exagerada imaginación elevando a niveles de epopeya los hechos, y de héroes y benefactores de las generaciones actuales a esos hombres de carne y hueso que buscaron y lograron mejorar sus vidas al llegar a “su luz en la selva”. Incluso, los que forman parte de la tercera generación de esos primeros diecisiete y otros que cada vez incrementan la lista, quisieran que los habitantes y autoridades de Nueva Guinea les rindan tributo celestial haciéndose merecedores, en muchos casos, de prebendas ya saldadas.

Con el IAN y el posterior Proyecto de Colonización Rigoberto Cabezas (PRICA), a esos “fundadores” se les entregó lo establecido en su momento: una hectárea de tierra para construir su vivienda y desarrollar economía de patio, criar gallinas y cerdos. Además, se les concedió una parcela de cincuenta hectáreas alrededor de la colonia de Nueva Guinea para cultivarla, facilitándoseles el apoyo necesario. Con el correr de los años, muchos de ellos, por diferentes motivos, se fueron deshaciendo de sus parcelas, bien por herencia o por venta ante la demanda creciente de tierras. La hectárea de tierra otorgada en el actual casco urbano también fue fraccionada, vendiéndose en lotes a pobladores necesitados de terreno para construir su vivienda o heredándola a sus familiares. Producto de ello, hoy se erige en esos antiguos lotes la cabecera municipal de Nueva Guinea.

En conmemoración de aquel hecho se celebra la fundación de Nueva Guinea cada 5 de marzo y los pocos fundadores que quedan, junto a los nuevos, hacen un desfile pomposo con carrozas por las principales calles de la ciudad. Su lucha es incesante y muchas de sus demandas han quedado obsoletas con el paso del tiempo.

La nueva generación de fundadores debería enfilar sus banderas de lucha contra la corrupción de organizaciones civiles donde sus “líderes” forman parte, ejercer presión sobre los gobiernos municipales para convertir las calles, lodosas en invierno y polvorientas en verano, en dignas de una ciudad; en la demanda justa contra los deficientes y encarecidos servicios de agua potable y energía eléctrica; por un mejor transporte colectivo hacia las comunidades rurales; en denuncia y clamor de justicia por la violación de niñas y niños; contra los altos índices de violencia doméstica donde el macho campesino se ensaña en la mujer; en la conservación y recuperación del bosque húmedo tropical y en la búsqueda del bien común que los nuevos tiempos exigen. Sus ancestros, osados y emprendedores, regresarían a encabezar sus demandas, obtendrían nuevos triunfos, unirían diversas voces y descansarían en paz.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 19 de noviembre de 2010