El hombre está solo, y consigo mismo va por
allí.
Camina en dirección al bosque que es suyo,
nadie más que él ha sembrado los robles, el
bambú,
acacias, cedros y caobas.
Allí podría pasar libremente todo el día,
viendo cómo han crecido, calculando la
altura,
el grosor, sin medirlo más que con su vista
y su tacto.
Piensa en aquellos años cuando no había
árboles, ni animales, solamente
zopilotes.
Y sus pensamientos, que surgen en la zona
neutra
de su cerebro, lo llevan en dirección a la
quebrada,
que antes era una rayita, casi por secarse,
sin motivos para vivir entre las laderas
despobladas.
Se agacha y bebe de su agua fresca y
limpia,
que corre hacia abajo entre troncos,
hojarasca y piedras.
Con ambas manos se refresca la cara y
suspira pureza.
Se levanta y observa, a su izquierda, en la
bajura,
el Potrero de los Muertos, nombre heredado
desde los tiempos de la guerra,
que conserva por respeto a los que fueron
enterrados a la ligera
y que ahora yacen en paz entre grandes
peñones,
cubiertos de líquenes, musgos y helechos
que se aferran a grietas o fisuras en la
roca.
Acompañantes de ellos —desconoce nombres y
origen—
son aves que se refugian para anidar,
lagartijas y serpientes,
murciélagos, caracoles y cangrejos
terrestres.
Mira hacia el cielo y nota que avanzan
nubes grises.
El hombre es libre y discreto. Observa la
tierra y sus criaturas.
Va contento y despreocupado, y piensa en la
mujer que ama.
Mejor no lo canta, porque no es asunto de
nadie más que suyo.
Sus manos tiemblan un poco,
pero aún saben acariciar un tronco,
levantar el pañuelo como estandarte de
vida.
Y así va, cantándole a sus labores, a la
naturaleza,
al escenario por el que se le ha pasado la
vida,
con la punta del pañuelo que sale del
bolsillo de su pantalón
y baila al viento,
seguro de que no es esclavo de nadie,
solo de la libertad.
Domingo, lluvioso.
24 de agosto de 2025.
Foto: Internet.
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