martes, 25 de mayo de 2021

EL HOMBRE QUE ESPANTA A LOS PÁJAROS

 




El hombre ha pasado todo el día, desde las cinco y media de la mañana hasta las seis de la tarde, espantando pájaros. Va y viene, camina hacia el norte y les grita, regresa al sur y ajocha a sus tres perros para que corran tras ellos, mientras que los zanates con su fuerte graznido se comportan como burlándose de él. Va hacia el oeste y amarra en varios postes de la parcela pedazos de sacos coloridos. Camina hacia el este gritando, grita fuerte, son casi alaridos que acompañan los ladridos de los perros.

En el centro de la parcela, sobre el tronco de un árbol recién talado, se detiene y poco a poco va dándole forma a un espantapájaros, un asistente de trapo y plástico, sin forma humana, solamente son pedazos, parches alrededor y encima del tronco que se mueven al ritmo del viento, pero él lo mira con detenimiento, es su obra, su creación, ante la cual se maravilla.

Y se ríe solo a carcajadas, mientras los perros pequeños y ariscos, perros monteros, uno de color café y dos negros, giran a su alrededor y ladrando en un tono distinto, un tono de alegría y de aprobación, le transmiten al hombre algo como si le dijeran estamos orgullosos de vos y ahora sí vamos a librarnos de los pájaros, mientras él les responde sobándoles la cabeza, dándoles una pequeña muestra de cariño en esa inmensidad en la que revienta la semilla del maíz en el terreno labrado hace pocos días, donde los granos germinados le van dando una tonalidad verde incipiente y, al elevar la mirada, la ladera se muestra gloriosa entre el verde claro, verde selva y el amarillo de los palos de agua florecidos a su tiempo en lo alto de la colina.

El hombre se sienta al lado de su creación y los perros se echan a sus pies. Ha caminado todo el día. Se nota cansado. Su rostro muestra las arrugas de los años, su barba blanca y su cabello cano dan fe del tiempo que ha pasado por su cuerpo ahora cansado. Son él y sus perros, la tierra, los pájaros y la montaña. Estira las piernas, sus botas de hule están terrosas. Bebe agua de una botella de plástico; saciado les ofrece a los perros y en orden, de uno en uno, beben de un chorrito que les deja caer sin desperdiciarla.

Unos minutos después el hombre se levanta y los perros se arisquean. Una bandada de palomas San Nicolás se ha asentado en el extremo este de la parcela. “Jucho, jucho”, grita el hombre y los perros salen disparados hacia ellas. Al Norte se escuchan los graznidos de los zanates en bandada que oscurecen el entorno y el hombre grita, grita fuerte, “hijos de puta”, “hijos de puta” y corre en dirección a ellos.

La tarde cae. El hombre camina de arriba para abajo entre los surcos. Cubre con tierra tirada por sus botas las plántulas de maíz que los pájaros han sacado de la tierra. Sus pasos son cortos y lentos, casi arrastra los pies por el peso de la tierra y usa un pedazo de palo como bastón. Los perros ladran. Los pájaros alzan vuelo en busca de refugio. El hombre da un último recorrido revisando los sacos y el plástico. Se detiene frente a su espantapájaros como si de él se despidiera. Los perros se reúnen a su alrededor y en silencio, poco a poco, caminan hacia la montaña y se desvanecen con la oscuridad de la noche.

24 de Mayo 2021.

Foto de Ronald Hill.



lunes, 17 de mayo de 2021

EL PRIMERO EN ARAR TIERRAS EN NUEVA GUINEA.

Tengo 80 años de arar con animales, dice José Efraín Martínez Fonseca cuando le pregunto y de edad más de 90 y pico, el pico es de dos años. Desde chavalo comenzó a arar en Ticuantepe, en la Borgoña.

Rodolfo Mejía Ubilla lo fue a buscar a su casa en un jeep, después que le pidió tierras en la Borgoña, y se lo trajo para Nueva Guinea.

Fui el primero que comencé a arar aquí, dice señalando hacia lo que fue la parcela de don Rodolfo Palacios y que ahora ha sido solareada en la que se ha formado un nuevo barrio de Nueva Guinea, el barrio Misaela Palacios.

Yo fui él que botó todo el estiércol del mercadito cuando lo hicieron, dice, y añade que fue con carreta. No sé realmente qué relación existe entre el estiércol y el mercadito, pero me imagino que se refiere al estiércol que las bestias caballares y mulares dejaban regadas en los alrededores del sitio donde era el “mercadito”.

Aquí les dejo a PAYIN arando tierras en esta pequeña entrevista:


Si quieren leer más acerca de este emblemático hombre del campo de Nueva Guinea, aquí les dejo estos enlaces.

EL ARADOR es un cuento que escribí sobre Payin: https://hillron.blogspot.com/2015/08/el-arador.html

PAYIN: EL ARADOR es una entrevista que le hice sobre sus orígenes y situación actual: https://hillron.blogspot.com/2018/02/humanos-de-nueva-guinea-payin-el-arador.html


martes, 4 de mayo de 2021

EL HIPO DE CAT FISH

 

Cuatro hombres bajaron al capitán Cat Fish del barco camaronero. Alrededor de las once de la mañana atracaron de urgencia en el muelle de la Booth. Lo sacaron del camarote cargándolo en un cubre colchón, como en una hamaca, y entre el tramo del muelle de madera hasta el área de macadán, lo trasladaron en una carretilla de manos. Su rostro, además de las arrugas que le caían sobre su mandíbula inferior saliente, similar a la de Popeye, se mostraba pálido, con un color cuasi amarillo.

“Está bien mal”, dijo el güinchero. “Lleva tres semanas sin comer ni poder dormir por el hipo”, agregó.

¡Hip! … ¡hip! … ¡hip! …. ¡hip! ...  era el sonido que salía de su boca como una erupción volcánica desde sus entrañas. Sus ojos café claros se mostraban adormecidos y miraba a las personas a su alrededor como si hubiera perdido el control de ellos, que juguetones se volteaban en su cuenca, desapareciendo momentáneamente la pupila y el iris, dejándose ver únicamente la esclerótica manchada de color rojizo.

El cuerpo de Cat Fish, un hombre de unos cincuenta años de edad, parecía un saco de carne tirado en la carretilla sin que su estructura ósea y músculos respondieran a su voluntad, al igual que el hipo incesante.

De emergencia llegó al muelle un tractor con un tráiler, lo acostaron sobre un colchón y a toda velocidad fue trasladado al puesto de salud de El Bluff después que Pinolillo, el conductor, lograra disuadir al gentío que se aglomeraba alrededor de la carretilla para que permitieran el paso del gravísimo capitán Cat Fish.

Así, en esas condiciones, llegó al puesto de Salud de El Bluff. Allí lo esperaba Cristina, la enfermera responsable del puesto. Al ver la prisa del tractor y parte de la tripulación del barco que lo acompañaban, las personas que estaban en los alrededores corrieron hacia el puesto por curiosidad, a tal grado que se propagó la noticia de que a Cat Fish lo habían ingresado en estado de gravedad en los alrededores del campo de béisbol y hasta el barrio El Suampo.

Poco a poco fueron llegando conocidos y amigos del capitán, trabajadores de la Booth Fisheries Company, amigos de parrandas interminables y algunas mujeres del Vietnam y El Dragón de Oro que gritaban con lamentación por su querido Cat Fish que no cesaba de hipear.

Cristina le ordeno a los hombres que lo acostaran en una camilla del puesto de salud. Procedió a tomarle los signos vitales y, ante la expectativa de la multitud que se asomaba por la ventana, declaró que estos eran normales, pero presentaba síntomas de decaimiento general por lo que inmediatamente le canalizó la vena cefálica del brazo izquierdo para suministrarle un suero revitalizador.

“Hay que dejarlo descansar”, dijo Cristina y salió a tratar de calmar a la multitud aglomerada.

 “No es nada grave, es un simple hipo”, anunció e inmediatamente el gentío comenzó a gritar sus recetas para el hipo.

“¡Hay que asustarlo!, ¡acérquesele calladita y grite huy!, dijo uno.

“Hay que frotarle la nuca”, se escuchó desde el fondo.

“Dele un trocito de limón”, gritó un hombre.

“Que trague pedazos de hielo”, dijo otro.

“Con un sorbo grande de agua helada se le quita”, grito otro.

“Hay que jalarle la lengua con fuerza”, se escuchó del lado de la ventana.

“Se le quita colgándolo de las manos de un árbol”, dijeron desde el fondo.

“Agárrenlo con fuerzas y apriétenle los huevos”, se escuchó una voz de mujer desde el corredor.

Eran las voces de los pobladores que exponían los remedios caseros para aliviar el hipo y que para ellos funcionaría con el capitán Cat Fish, así que Cristina se decidió a realizarlos, pero para la última recomendación popular solicitó el apoyo de una de las mujeres del Vietnam.

En eso estaban cuando se presentó al puesto de salud "El Diablo", don Roberto Bartlett. Luego de ver el estado de deterioro y escuchar el intenso y prolongado hipeo de su compatriota, salió al corredor, encendió un habano y se quedó pensativo.

“No es nada grave”, dijo El Diablo. “Es un pequeño problema del diafragma. Se le cerró la laringe y por eso tiene hipo. De seguro es por el exceso de ron, pues antes de zarpar tuvo una racha etílica que casi rompe el record que mantiene Victoriano de días bebiendo en El Bluff”, agregó y la multitud se carcajeó casi a gritos.

“Es en serio, no se rían”, dijo Cristina, que estaba a su lado, dándole autoridad médica a las palabras del Diablo que volvió a su habano.

“Ese hipo es frecuente”, dijo Cristina. “Casi todos, un día, vamos a padecer de hipo. La verdad es que nadie sabe cuál es la causa”, agrego mientras desde el interior se escuchaba a Cat Fish hipear.

“Yo leí por algún lado, que hay un record mundial del hipo”, agregó El Diablo, exhalando humo de tabaco. “Sí señores, un granjero del noreste de Iowa, llamado Charles Osborne lo padeció constantemente durante sesenta y siete años. Se inició en 1911, cuando Osborne intentó levantar un cerdo de 160 kilos para matarlo, lo que de alguna manera provocó una respuesta en forma de hipo”.

La gente lo escuchaba con incredulidad, pero atenta y respetuosamente, a tal grado que los gritos se acallaron y solamente se escuchan sus palabras y el hipo de Cat Fish.

“Al principio Osborne hipaba 40 veces por minuto, aunque con el tiempo la cifra se redujo a unas 20. En total, se calcula que hipó 430 millones de veces durante siete décadas, durante las cuales nunca tuvo hipo mientras dormía. Un año antes de morir, el hipo de Osborne cesó de forma repentina y misteriosa”, agregó Bartlett.

“Ya, de una vez, apriétenle los huevos”, volvió a gritar la mujer y el gentío se carcajeo con una algarabía de gritos.

“Voy a contar las veces que hipea por minuto”, dijo Cristina y entró al cuarto donde Cat Fish yacía acostado con el suero revitalizador drenando hacia sus venas y notó que el semblante le había cambiado, pasando del amarillo pálido a un color rojizo en sus pómulos, y que sus ojos volvían a la normalidad. Notó una leve sonrisa entre una pausa del incesante hipo.

“Se va a mejorar”, le dijo Cristina y Cat Fish hizo el intento de levantarse, pero sus fuerzas no le respondían. Mirando su reloj de pulsera comenzó a contar la frecuencia del hipo: uno, cinco, ocho, diez, quince, treinta, treinta y dos. Hipó treinta y dos veces por minuto, dijo Cristina y salió al corredor a anunciar la cifra.

“No es nada bueno”, dijo El Diablo.

 “Está un poco mejor”, dijo Cristina.

 “Déjeme verlo”, agregó el Diablo y siguió a Cristina.

 “Viejo amigo, no estás nada bien”, dijo el Diablo al verlo.

 “Hip … hip … hip …  … muy jodido … hip … hip …”, contestó Cat Fish.

 “Hay que trasladarlo a un hospital”, recomendó Cristina.

 “Al militar de Managua”, dijo el Diablo.

Dos horas después subieron a Cat Fish en una avioneta que la compañía Booth Fisheries de Nicaragua solicitó a Aeronáutica Civil de Managua, acompañado por el güinchero.

Al tercer día de su partida regresó en otro vuelo fletado. La gente se aglomeró a su espera en la pista de aterrizaje. Cuando Cat Fish pisó la escalinata su semblante era otro. Se escucharon gritos de bienvenida y al pisar tierra la gente lo tocaba incrédulos por su mejora.

“Estoy mejor”, dijo Cat Fish. Su cuerpo volvía a ser el de siempre, los cachetes de su quijada de Popeye se mostraban rosados y daba sus grandes pasos con normalidad.

¿Qué le hicieron?, preguntó una voz.

“Ohh”, dijo el güinchero, “le metieron una manguera por la boca para explorarle desde la garganta hasta el intestino grueso y no descubrieron nada, pero cuando vio la imagen de sus tripas en el monitor le dio miedo y, más aún, cuando sintió algo incómodo allá atrás y vio el color blanco de sus calzoncillos. Fue entonces cuando dio un gran suspiro y como por arte de magia se le quitó el hipo”, concluyó el güinchero.

“¿Para eso lo llevaron hasta Managua?, gritó otra voz.

“Un gasto innecesario”, dijo otra.

“Aquí en el Vietnam lo hubieran curado sin gastar un centavo”, dijo otra voz y volvieron a carcajearse en grupo hasta llegar cada uno de ellos a sus casas.

Dos días después Cat Fish volvió a zarpar en una nueva faena de pesca de camarones. Nunca más se volvió a escuchar que padeciera de un ataque de hipo, a pesar de sus noches de bebederas, acompañado con las mujeres del Vietnam y el Dragón de Oro, al menos durante el tiempo que vivió en el puerto de El Bluff.

 

30 de abril de 2021.

lunes, 29 de marzo de 2021

JUIGALPA Y LA HORA DE LOS ZANATES

 


Estoy sentado en una de las bancas del parque central de Juigalpa. Son bancas nuevas, no las conocía por los años que he pasado sin volver a visitar la ciudad de los caracolitos negros. Veo de frente las dos torres de la catedral Nuestra Señora de la Asunción, son espectaculares, de gran altura y, como dos gigantes, vigilan la vida turbulenta y desordenada que hay en sus alrededores.

A esta hora de la tarde, este espacio, un pequeño bulevar con islas ornamentales, fuentes de agua y cómodas bancas, te socorren del bochornoso calor que golpea la ciudad en los meses de verano y, por ello, muchos lo frecuentan. “El parque de las palomas muertas”, escuché llamarlo muchas veces a mujeres juigalpinas entre risitas irónicas y, ahora que veo alrededor, descubro el por qué. Hombres de la tercera edad están en las bancas y observo pocos jóvenes.

Alrededor de una mesa, bajo la sombra de un árbol de Laurel, hay una aglomeración de hombres, me levanto y voy hacia ellos. Están jugando dominó y, otros en la mesa contigua, desmoche. Los que esperan están expectantes porque serán los que le den continuidad al juego cuando surja un equipo ganador, y cuando sucede, sus gritos estremecen los cuatro costados del parque a tal extremo que la gente vuelve la mirada hacia ellos. Pocos usan mascarillas.

Camino y me dirijo a la glorieta. Es increíble, las mesas están llenas y no es un día de fiesta, no hay montadera de toros, es un día cualquiera en la ciudad. Tengo que esperar que atiendan a los clientes, hago fila y allí, mirando aquí y allá, voy reconociendo a varios amigos de antaño, a Fulvio, a Chanina, a Juan José, los saludo y los invito a una gaseosa o una botellita de agua.

Nos sentamos en una de las bancas, sin hablar mucho. Estoy exasperado por el calor, pero admiro las torres que de tanto verlas parece que me van a caer encima, partiendo el parque en dos pedazos, levantando por los aires al gentío que disfruta la sombra de sus árboles o que caminan por los andenes, soterrando las palomas muertas, desbaratando el kiosco, los monumentos en honor a las madres y a los lustradores.

Todas las plantas del parque están florecidas, el calor hace que exploten en flores, desde sus raíces saben que de ello depende su supervivencia, su continuidad y eso mismo pienso que sucede en la vida cotidiana en la ciudad, atestada de pequeños negocios, de emprendimientos, de tramos que ahogan sus andenes como expresión de la pobreza de la gente ante una crisis que está elevando el riesgo de su propia vida, sin medidas, sin un orden que los dirija en su actuar por el bien de todos.

El sol va muriendo a mis espaldas, el bochorno del ambiente va cediendo. Se ve más movimiento en los alrededores por la gente que ingresa y surge del parque por diferentes puntos. Son empleados públicos y privados que salen del trabajo y quizás el relevo del personal de los tramos para el turno de la noche. El cielo se va pintando de naranja, el sol centella en las torres, los fogones de carbón se encienden, los amigos de despiden, va llegando la hora de la cena, nos vemos dicen y camino hacia la calle central.

Me encuentro en la esquina norte de la catedral. A mi derecha están los murales en relieve de piedras que aún recuerdo cuando eran construidos en el muro de la catedral. Varios trameros ocupan la acera. Voy hacia Palo Solo pero frente a mi hay un pequeño bar, propiamente donde era el Club Social de Juigalpa, y me apetece una cerveza bien helada. Espero cruzar con seguridad porque hace veinte años o quizás más lo era, pero ahora hay que estar alerta frente al tráfico de motocicletas, taxis, vehículos particulares y de todo.

Estas piernas siguen siendo veloces, pienso luego de cruzar casi corriendo y sentarme en una mesa. De frente está el costado de la catedral, hay mesas distantes pero ocupadas a mis lados, por la acera hay un movimiento acelerado de transeúntes que van y vienen, el tráfico de vehículos se ha intensificado y juntos dan la impresión de ser un río desbordado con ellos a la deriva.

Me parece estar en un refugio que brinda seguridad. ¿Va a tomar algo?, el mesero me saca de mis pensamientos, es un chavalo joven que lleva puesta una mascarilla. Sí, sí, una cerveza bien helada, le respondo y desde la mesa que tengo a la izquierda un hombre se levanta y me saluda. ¡Ideay Maestro!, ¿ya no se acuerda de mí?

Lo observo con detenimiento. Es un hombre delgado, su altura puede llegarme a los hombros, lleva puesto pantalones jeans y una camisa manga larga por dentro. Usa zapatillas negras como su cabello, pero este va cediendo a su color por las canas que lo invaden desde las sienes como manchas de plata. Muestra los estragos iniciales de las arrugas en su rostro, pasajeras, sin marcarse a fondo y sus ojos son amielados, pero muestran un rojo brillante por efectos del alcohol que rebota en mi al acercarse.

Digo que sí, que lo recuerdo por cortesía. Evito las manos y le ofrezco el codo. “Usted me dio clases, yo me acuerdo que sus compañeros eran Traña y Cárdenas, yo era militar, lo miraba pasar cuando iba para el trabajo, yo trataba de estar puntual en su clase, era difícil, eran tiempos de guerra, me mantenían movilizado en misiones…”. 

Sí, sí, lo recuerdo, digo. Cómo no voy a recordar a Miguel Traña (qepd) y a Carlos Cárdenas si juntos caminábamos todos los días desde el trabajo hasta el INAP para impartir clases, pienso. “Siempre he sido revolucionario, combativo, dispuesto a todo”, dice el hombre. “Aquí hemos vencido en la guerra, hemos vencido el analfabetismo, y seguimos de frente…”. Una mujer se levanta y lo toma de un brazo para trasladarlo a su mesa. “Vamos a ganar, vamos a vencer”, dice el hombre tambaleándose.

Desde el parque y del costado de la catedral se escucha un silbido que va creciendo, elevándose en entonación. Miro hacia el frente, al costado de la catedral y observo que son decenas, centenas, miles de zanates organizados en una bandada creciente que emiten un silbido agudo en su afán por ocupar un lugar entre las ramas de los árboles. Es un coro de silbidos, chirridos y sonidos como de ametralladoras que va creciendo hasta que abarca todos los espacios; el corredor donde estoy, la acera, la calle, los tramos, la catedral y sus torres, y el parque.

Ya no oigo lo que dice el hombre, el que sigue moviendo los labios, tirando salivazos y tambaleándose en su monologo político, ni a la mujer que le habla, sólo veo sus ademanes de enojo por hacerla pasar este ridículo momento y lo jala en un forcejeo que se va tornando violento para que regrese a su mesa. Solamente oigo el graznido desesperado de los zanates que han pausado las voces y los gritos de la gente, la música del bar, el ruido de los autos, el pito de las motos y el voceo de los trameros. Ahora sólo miro los gestos como en el cine mudo, pero el sonido de los zanates es la música de fondo.

Estoy fascinado, mi mente quiere mantenerse en esa pausa, pero reacciono, vuelvo la mirada hacia el mesero, me atiende, le muestro cincuenta córdobas que coloco bajo la botella y salgo a la acera apresurado, huyendo del borracho y admirando a los zanates que se han tomado el centro de la ciudad en un instante.

En Juigalpa es la hora de los zanates que buscan refugio en las ramas de los árboles y, cuando lo han logrado, poco a poco regresa el sonido de la ciudad que percibo nuevamente al caminar por la acera de la biblioteca municipal. Si los humanos actuáramos unidos frente a las desgracias que nos someten eternamente, como los zanates en su hora, podríamos detener y cambiar toda la podredumbre de este mundo injusto, pienso al pasar por el museo arqueológico en mi camino hacia Palo Solo.

27 de marzo de 2021.


martes, 9 de marzo de 2021

LA NIÑA Y LA NUTRIA


Ella observa desde el mirador, al pie del acantilado, ubicado detrás de su casa. Está de pie, calza tenis blancos, el ruedo del pantalón jeans que lleva puesto está deshilachado y una camiseta corta muestra su dorso de niña. Su cabello, negro y largo, festeja el viento, sus manos descansan en los pasamanos y el barandal de madera resguarda su cuerpo.

Mira a la nutria que juega entre las olas. Sale del agua, sube a las piedras, espera que exploten y la salpiquen para volver a zambullirse. Así juguetea, sale y entra al mar con el vaivén del oleaje. Ella lo festeja y le tira una pelota de hule.

Brinca, aplaude, ríe y grita su nombre ¡Ronso!, ¡Ronso!, y el perro de agua la cautiva con chirridos y chillidos, ¡yuuyiii!, ¡yiiii, yiiyuu!, cuando golpea la pelota con su trompa haciéndola volar encima del oleaje. Los pelicanos, las tijeretas y gaviotas vuelan sobre Ronso, dejando su vuelo inicial detrás de los barcos camaroneros que entran al puerto después de faenar una noche del año 1970, descienden al nivel del agua, hacen reconocimiento del perro de agua con curiosidad y vuelven a incorporarse a la estela de aves marinas que siguen los barcos rumbo al muelle de la Booth.

Ronso se sumerge y luego emerge ejecutando un grácil movimiento de patas y cola. De arriba hacia abajo, desplazándose en el agua a gran velocidad. Ella lo mira con sus ojos brillantes, con una sonrisa real, de felicidad, pero dentro de sí, ansía nadar en las profundidades del mar, correr hasta el infinito y volar más alto que las tijeretas y mucho más allá de la isla del Venado.

Desea, a su temprana edad, salir al encuentro de lo que sus padres y hermanos llamaban futuro, el destino que debe forjarse de cara al porvenir, el que mira a su alrededor, en cada uno de los rostros de los visitantes a la casa de su padre, en los trabajadores y empleados en la empresa camaronera, en la construcción progresiva del bienestar de la gente con empleo digno, en el auge de la pesca, en la mejora de la infraestructura y el crecimiento comercial. La gente y el puerto, unidos, concatenados, en completa sinergia, ambos floreciendo.

Ronso sigue desplazándose y se pierde de su vista, va en dirección al muelle de la Colonia. Ella corre hacia la puerta de la cocina de su casa, su pelo flamea en sus hombros, corre con fuerza y velocidad porque está acostumbrada a caminar en la pista de aterrizaje, en la playa de El Tortuguero y en la ensenada al pie de su casa, a cabalgar, a pasear en bicicleta, en motocicleta, en jeep, en tractor y a nadar en las aguas dulces de las lagunas, en las aguas cristalinas de Corn Island. Entra a la casa de madera con arquitectura y diseño hecho en los Estados Unidos. Ronso cruza por el desfiladero y continúa nadando hacia el muelle.

Sale de prisa por la puerta del porche forrado de malla metálica y pintado de blanco. Va vestida con su traje de baño de dos piezas, color rosado con ribetes blancos. Baja apresurada las primeras quince gradas de la escalera de acceso a la casa, se detiene en el área de descanso. Busca a Ronso con la mirada, pero la galera del muelle no le permite verlo. Escudriña entre el oleaje, mira más allá, a lo lejos, en dirección a la isla de Miss Lilian, y nota que cuatro barcos camaroneros están amarrados en fila al casco hundido del Jamaica. Vuele la mirada hacia la galera y lo observa nadar debajo del muelle. Corre por el tramo de descanso y baja de prisa los últimos seis escalones gritando, ¡Ronso!, ¡Ronso!, hasta llegar al muelle.

Ronso emerge y se sumerge dando chillidos como invitándola a que entre en el agua. Ella corre por el muelle en dirección a la galera, llega al extremo y, de un salto de nadadora, se sumerge en las aguas de la bahía. Nadan juntos. Ronso festeja con sus chillidos y coletazos en círculos alrededor de ella.

Desde la primer grada de la casa se oye una voz que llama. ¡Morgan!, ¡Morgan!, ¿dónde estás, Morgan? Morgan nada hacia la orilla y le hace señas a la mujer que grita. Parece que es su madre, tiene el cabello negro, lleva puesto un traje de dos piezas floreado y calza zapatillas de lona. La mujer contesta con las manos, satisfecha al verla salir a la costa con Ronso detrás de ella, haciendo sus piruetas como muestras de cariño.

Desde la Colonia hasta el muelle de los barcos camaroneros hay un trecho de costa que es el hábitat más frecuentado por Ronso, donde se alimenta de conchas, caracoles, almejas, cangrejos y sardinas. Allí se encuentran, la niña y su nutria, y, al asegurarse que está bien, la mujer entra a la casa.

Morgan está de pie, ha enrollado su cabello en una moña y las manos descansan en su cintura, con el sol a su espalda. La nutria, que ha salido del agua, está frente a ella. Las olas revientan en sus pies y mira fijamente a su perro de agua, a su Ronso, como si sostuvieran una conversación profunda. Al fondo, en la línea de playa, se observan troncos que van y vienen al ritmo de la marea. Morgan a sus trece años está feliz con su nutria.


Han transcurrido más de cuarenta años y Morgan regresa a El Bluff. Va a entregarle al puerto las cenizas de su padre, Roberto Bartlett, llamado con cariño “El Diablo”, frente a la que fue su casa, en el antiguo muelle de la playa donde jugaba y en el Tortuguero. Se encuentra con cimientos, con chatarra y pobreza, abandono y miseria.

Sube las gradas de concreto que daban acceso a la casa que ahora ya no existe, vuelve la mirada y, sobre las aguas, ve los pilares de concreto ennegrecidos que sostenían la galera del muelle. Recuerda a su nutria y el día que desapareció en las aguas de la bahía. Más allá de la playa, en dirección al muelle de la Booth, observa barcos hundidos, edificios derruidos.

Al bajar los primeros quince peldaños hace una pausa en el área de descanso, ya no tiene la energía de sus años felices. Dejará las cenizas de su padre por ser su deseo y una promesa que le hizo antes de fallecer. Lagrimas corren por sus mejillas y el viento las expande en su rostro.

Desciende pensativa los últimos seis escalones, camina en la arena, toma de su bolso una urna metálica y, mojándose los pies, tira sobre las aguas las cenizas de su padre.

 

8 de marzo de 2021.

Foto: Morgan Bartlett y su nutria. 1970.


martes, 2 de marzo de 2021

LOS CAMINANTES DE LA PLAYA

 

Caminan de madrugada, de día y por las noches. Son los caminantes de la playa. Se han acostumbrado a la arena que levanta el viento, a la lluvia, al frío y al sol. Sus rostros bronceados son manifestación de ello. No andan solos, caminan en grupos de tres personas o más. La mayoría no son de El Bluff, han llegado desde varios sitios, pero hablan en español, inglés creole, misquito y algunos con señas se dan a entender.

Son grupos que tienen establecidos varios campamentos, más allá al norte de la línea de playa de El Tortuguero, hoy llamada Bluff Beach, en ranchos viejos abandonados, por el lado de la segunda laguna, antes de llegar a Falso Bluff y más al norte. Los campamentos son ranchitas que han levantado de madera rolliza, con plástico negro o palmas de cocotero como techo. En los alrededores nadie se atreve a incursionar, es su territorio, su casa, su hogar por varios meses del año. De noviembre a abril es época para acampar, luego muchos se marchan, pocos quedan, coincidiendo con la temporada de huracanes.

Recogen leña en la playa y adentrándose en el manglar, asoman cabezas por Schonner Cay y caño Santiago en busca de carne de monte y todo lo hecho por el señor para comer: venados, cusucos, guardatinajas, animales que huyen en desbandadas en busca de refugio desde plantaciones de Palma Africana establecidas en Kukra Hill. Icacaos, uvas de mar y nueces de coco, la manzana de coco, son sus frutas preferidas, un manjar para su deleite, y por ello, casi han desaparecido de la playa.

El movimiento de los caminantes no se detiene. Caminan hacia el norte, pasan por Falso Bluff hasta llegar a la barra de Pearl Lagoon. Otros van hacia el sur, pasan diciendo adiós en Bluff Beach, llegan a la punta de la antigua pista de aterrizaje atestada por tetrápodos sobrantes del proyecto inconcluso de aguas profundas, doblan a la izquierda y caminan entre las rocas existentes al pie del acantilado, dándole la vuelta a la loma del faro, salen por la ensenada llamada María Teresa, suben a la mina de los pobres y por la pista regresan nuevamente a la playa para continuar en su recorrido hacia el norte.

Cual olímpicos, sus caminatas las hacen con relevos. Los que van al sur descansan al regresar al campamento y otros siguen hacia el norte, cruzan la punta de Falso Bluff, siguen hasta la barra de Pearl Lagoon, detrás de Kulbia, en un recorrido total de sur a norte de unos cuarenta y cinco kilómetros.

Ese es su andar, más allá al norte no transitan porque entran en conflicto con otros caminantes de Pearl Lagoon, Set Net Point y Tasbapounie y, como son muy respetuosos y no buscan conflictos, simplemente caminan para encontrar la vida, la luz al final del agujero oscuro que los sacará de la pobreza y la miseria, bajo el precepto de que lo que es arrojado por el mar, es de quien lo encuentra.

Los caminantes permiten que sus mujeres lo hagan de madrugada, antes del amanecer. Algunos campamentos están formados por grupos de dos o más familias. Siempre son acompañadas por dos o más personas, pero a media mañana regresan, y los hombres, ya recuperados de energía, siguen la marcha en dependencia de la dirección tomada por sus mujeres.

Por las noches, mientras unos duermen, otros se auxilian de focos a base de energía solar porque tienen acceso a la tecnología al igual que teléfonos móviles, o con focos de baterías comunes y corrientes. Por ello son caminantes las veinticuatro horas del día. Tienen armas, pero esconden los fierros, mientras que las armas blancas están a la vista.

Para alcanzar sus objetivos, caminar es su plan estratégico, y por ello van altivos, aunque medio vestidos, barbudos con el pelo largo y protegidos del sol con gorras y sombreros, con su mirada paranoica puesta en el horizonte del mar, en la espuma que se levanta a lo lejos, en las olas cercanas y en el oleaje que revienta en la playa, escudriñando con palos y machetes debajo de los troncos, y cuando sube la marea por encima de la línea de playa, muy frecuente en estos tiempos de cambio climático, buscan entre la vegetación aquello que los sacará del agujero: un bolso, un saco, una maleta, un fardo emplasticado, todo lo que contenga mariguana, cocaína o dólares.  

Son bien considerados con los dueños de los ranchos de la playa Bluff Beach. No les roban descaradamente, quizás solamente y por allá, un radio dejado al garete, unas porras soperas, unos vasos, una silla plegable, una hamaca, en fin, cosas de gran utilidad en el campamento. Tienen gran empatía con los turistas extranjeros, antes de la crisis actual y el Covid 19, pero ahora la practican con los pocos nacionales que visitan la playa. Por esa amistad que cultivan fácilmente, los turistas se hacen selfis con ellos y luego las suben a Instagram para que circulen por el mundo. Por ello son conocidos como buena gente, necesitados, esforzados, luchadores y la esencia misma de los explotados de la tierra.

Entre caminantes surgen pocos conflictos. Han establecido normas y mantienen un nivel jerárquico. El jefe del campamento es el líder, y el segundo, un miembro de otra familia que tiene reconocimientos por todos, son los que toman las decisiones del día a día, tales como turnos de caminatas, quién va con quién, permisos para salidas del campamento en situaciones necesarias, distribución de alimentos, quehaceres y otros asuntos.

Son pocos los que caminan en base a sus propios recursos, porque caminar hasta seis meses sin un ingreso fijo, con un alto grado de incertidumbre, tiene un costo elevado. Requieren de alimentos (arroz, frijol, azúcar, aceite, jabón, sal, café, agua), kerosín o gasolina, reposición de lámparas, de baterías para la radio, un poco de roncito para el frío, encendedores y cigarrillos, entre los principales productos, porque de la mar se abastecen de pescado y en la costa de carne de monte, huevos de tortugas y frutas.

La mayoría de los campamentos son financiados por un jefe o patrón, que les facilita los recursos necesarios, principalmente en especies, abasteciéndolos de productos el tiempo necesario, con una tasa de interés alta, el cuarenta por ciento de cada bendición, así le llaman al hallazgo anhelado, que les da la playa, sin importar sin son kilos, miles o millones o si la bendición llega una vez a la semana, al mes, cada tres meses o cada dos años.

Son pagadores puntuales, muy obligados, porque en el negocio de los caminantes sólo hay dos caminos, y no es ir al norte o al sur, sino mantener la ilusión de salir de la pobreza o pudrirse tilinte en un pozo, en un caño, en el fondo del mar o en la bahía, amarrado del cuello a una piedra como lastre. No tienen otra vía, ni quién los salve si no cumplen los arreglos con el patrón o no dan cuenta de las bendiciones.

Entre ellos, las normas establecidas rigen la distribución de la bendición, sin importar sin son pequeñas, medianas o inmensas. Lo primero es apartar la parte del patrón, porque el cuarenta por ciento es sagrado, no se manosea porque si lo hacen ya saben que es lo que les espera. El resto de distribuye cincuenta a cincuenta, entre el jefe del campamento y su familia, y los otros miembros.

Luego de apartar la parte del patrón, todo se guarda en un lugar secreto y el jefe del campamento sale a su encuentro. Por lo general, la entrega se hace por las noches, al lado de la bahía llega un cayuco insignificante y retira sin generar sospechas y, en otros casos, una panga rápida atraca en la playa. El hallazgo es negociado con el patrón en su totalidad, principalmente cuando llega en kilos. Si surgen conflictos entre los miembros del grupo, el insidioso es expulsado a las buenas o a las malas, no lo aceptarán en otro campamento, regresa a su lugar de origen y calladito pasa la vida porque se atiene a las normas y los procedimientos establecidos en esos casos.

La bendición se celebra. Se da una fiestecita en el campamento, luego se ve la alegría en algunos ranchos de Bluff Beach, en cantinas de El Bluff y de Bluefields, así como en los alrededores por varias semanas. La bendición se ve, se anuncia sola, aunque sea ilícita.

Surge un nuevo día y los caminantes van hacia el sur y hacia el norte libremente, sin competir entre ellos, compartiendo únicamente la playa por la cual caminan, en busca del fardo que como un espejismo los sacará de la miseria en que viven.

 

1 de marzo de 2021

Foto propia.


martes, 23 de febrero de 2021

NAUFRAGIO DE ESTUDIANTES

 


El Presagio

Doña Juana se anticipó al repique de la alarma del reloj despertador que programaba a las 4:30 a.m. Faltaban diez minutos para que sonara. Desperezó su cuerpo en la cama de estructura de bronce y crujieron los resortes de alambre. Se levantó sin prisa, trató de despejar su mente y desactivó la alarma, evitando que don Octavio, su marido, despertara. De una de las gavetas del tocador, hecho de caoba y con un amplio espejo al centro, tomó su bata de estar en casa y cubrió su camisón de seda.

Tomó una jarra aguamanil, echó agua en una palangana de latón esmaltado y limpió su rostro viéndose en el espejeo. A sus cuarenta años de vida, las arrugas aún no hacían presencia en su frente ni en las comisuras de sus ojos claros. Con su pierna derecha empujó debajo de la cama la bacinilla de peltre. Suspiró profundamente y se dirigió a la antesala del comedor, un espacio amplio en el que se almacenaban cajas de cartón, barriles de alcohol graduado de la industria fiscal, sacos de harina, azúcar y otras provisiones.

Una rata irrumpió ante su presencia y, rasgando bajo la puerta, escapó desesperada hacia el patio. Miró en los alrededores y notó que la trampa atrapa ratas estaba sin el cebo que había colocado por la noche. Te toca el veintidós, dijo.

Abrió la puerta de dos hojas que daba acceso al corredor posterior de la casa de madera. Lo traspasó, subió tres gradas y abrió la puerta de la cocina. Con la mirada comprobó que todo estaba en orden. Desde la ventana y la puerta izquierda, notó que el cielo estaba cubierto de nubes negras y el ambiente húmedo en esa mañana del mes de noviembre del año 1970, con intensas rachas de viento provenientes desde El Tortuguero. Va a caer un temporal, pensó y puso a calentar agua en una olla para hacer el café importado desde Nueva Orleans.

De regreso en su habitación se dirigió a despertar a Rodolfo, popularmente llamado Kalilita.  “Ya es hora”, dijo sacudiéndolo tres veces. “Apúrate que se hace tarde, es hora de bañarse”, agregó y se dirigió a despertar a María Teresa. “Mi niña ya es hora”, dijo acariciándole el cabello largo. Por unos instantes se quedó observándola, recordando sus años de chavala, pero se deshizo de recuerdos y volvió a la cocina. Desde allí escuchó las panadas de agua que Rodolfo se echaba encima, tomándolas de los barriles que mantenía llenos de agua en el corredor posterior, cercanos al lavandero, a un lado del pasillo que daba acceso a la cocina.

Freía rodajas de jamón importado, huevos enteros y calentaba el gallo pinto en su cocina de kerosín. Ya había servido en el comedor la cafetera humeante, bollitos de pan simple, horneados el día anterior y recalentados en un caldero tapado, y la mantequillera bien suplida junto a la azucarera y las tazas. Al terminar de freír regresó al comedor. Allí la esperaban María Teresa y Rodolfo. Sirvió los desayunos y se sentó en su lugar de siempre, al lado derecho de la cabeza de mesa que ocupaba son Octavio. Dio un bocado y dirigiéndose a Rodolfo preguntó.

 ¿Te aprendiste los temas para el examen de religión? Sí, respondió, sin volverle la mirada. Y vos Teresita, volvió a preguntar, ¿practicaste para la prueba de matemáticas? Sí, mamá, hice todos los ejercicios, respondió tocándole el antebrazo con la mano desde el otro lado de la mesa. La veo preocupada, mamá, agregó.

Algo la mantenía inquieta, cierta incertidumbre había en su rostro desde que vio el cielo oscuro y sintió  la brisa húmeda que llegaba desde la playa de El Tortuguero, pero la caricia de su hija le dio cierto grado de calma y seguridad. No se preocupen, es solo que cada día me pongo más vieja, dijo y sonrió.

Yo llené los tanques de agua, no salí a ningún lado, así que nadie puede venir a ponerle quejas de mí, dijo Rodolfo. No se preocupe, hoy regresamos temprano porque estamos en exámenes finales, agregó María Teresa. Bueno, apúrense, lleven los paraguas y capotes que se avecina un temporal, dijo doña Juana Angulo cuando comenzaba a llover y las gotas de agua se escurrían por la solera de la ventana del comedor.

Faltando 15 minutos para las 6 de la mañana los despidió desde el corredor de la inmensa casa de madera. Los vio bajar las 25 gradas de concreto, encapotados y cubriéndose con el paraguas, en dirección al muelle, atravesando el cuartel de la guardia y el lado este del edificio de la aduana, y al doblar en dirección al atracadero de las pangas, desaparecieron de su vista.

 

La Rastra

El panguero, llamado Félix, conocido con la Rastra, los esperaba en el atracadero de las pangas, situado en el extremo oeste del muelle de la aduana. Allí se congregaban los estudiantes para abordar los botes pos pos o las pangas que los transportaban hacia clases en Bluefields. La lluvia salpicaba los zapatos nuevos de cuero que calzaba Kalilita, que aun así no dejaban de brillar porque pasó lustrándolos por más de una hora la noche anterior. La panga tenía cubiertos los asientos con plástico negro y con ellos se llenaba el cupo de pasajeros del primer viaje, el viaje de los estudiantes.

Nos vamos, dijo la Rastra, sosteniendo con una mano el mecate amarrado de la proa y con la otra brindándosela a los pasajeros para abordar la panga, que, al vaivén de las olas, golpeaba con un costado las llantas que estaban adheridas al muelle por mecates gruesos. Así abordaron las chinitas Asunción y Angelita, Blanca Sandino, Chapman, Teresita, dos pasajeros mayores y Kalilita, los que se cubrieron con el plástico al ocupar sus asientos.

La Rastra encendió el motor Yamaha de 45 caballos de fuerza. De un fuerte empujón apartó la panga del muelle y aceleró, maniobrando con el brazo del motor para salir del albergue que le daba el costado oeste del muelle y entró a la corriente, donde el oleaje era más intenso y de mayor fuerza.

La visibilidad que tenía era escasa por la intensa lluvia, desde ese punto no divisaba la playa de El Tortuguero y maniobró hacia el oeste, siguiendo la corriente, con el oleaje a su favor. Unos minutos después viró a estribor sin aminorar la velocidad. La panga se elevó por el oleaje y siguió bajando y subiendo olas encrestadas hasta que chocó con el mástil de un barco camaronero hundido, llamado Miss Linda, propiamente a unos 200 metros de la isla de Miss Lilian, en dirección a Half Way Cay, y a unos 1000 metros del muelle de la Booth.

La panga comenzó a hacer aguas. Un orificio de tres pies cuadrados se abría en el casco, entre la proa y el primer asiento, debido al impacto con el mástil del camaronero.

 

La Rata

Luego de regresar de clases, el naufragio de los estudiantes se volvió la noticia del día. Al anochecer, en el cielo tiritaban las estrellas y el corredor de la casa estaba atestado de estudiantes y curiosos que pasaban por el andén en dirección a la esquina de Miss Lilian. Unos estaban sentados en sillas mecedoras de madera y junco, otros en el suelo, y la mayoría en las gradas de acceso al corredor.

En el centro de la sala, doña Juana Angulo estaba sentada en una mecedora y a su lado María Teresa. A su derecha, en el mostrador, don Octavio servía guaro lija a sus clientes y en el centro de los visitantes estaba Kalilita, sentado en un banco de madera, contando el suceso del naufragio.

“La Rastra la cagó todita. Yo le dije que no agarrara para el lado de la isla de Miss Lilian, que se fuera en dirección a la playa del Tortuguero, esquivando el oleaje, y que después bajara en dirección a Bluefields, pero nunca me hizo caso. Fue un solo cachimbazo el que pegó contra el mástil”.

“Cuando vimos que se metía el agua, yo le gritaba que acelerara, que siguiera navegando en dirección al muelle de la Booth, pero el maje se cagó todito, tan cagado estaba que se le apagó el motor y no pudo volver a encenderlo. Allí fue cuando nos hundimos, pero lo peor es que la Angelita se refundió entre las olas, más allá de la panga y entonces las chavalas comenzaron a pegar gritos de desesperación”.

“Se me quitó el miedo y la tembladera. No sé de donde agarré valor, me sumergí y fui detrás de ella. Abajo la corriente estaba encachimbada, pero con una fuerza increíble que me surgió sin saber todavía de dónde, me seguí sumergiendo, la vi allá abajo que caía hacia el fondo y con un sobreesfuerzo pude agarrarla de un pie, jalarla hacia arriba para sacarla y, al salir a la superficie, la subí a la panga salvándole la vida".

"Para imponer el orden en esos momentos de angustia, les gritaba que se calmaran, que no tuvieran miedo y en eso estaba cuando me sentí parado en el ostional, y con los pies puestos en algo firme en que apoyarme, agarré mayor valentía y gritando le dije a la Teresita y a la otra chinita, Asunción, que se subieran en la panga, a la Blanquita que se agarra de un lado con Chapman y, a los otros dos pasajeros juntos con la Rastra, que se agarran de la punta de la panga mientras yo la sostenía de la parte del motor".

Todos estaban atentos al relato de Kalilita, nadie decía una palabra escuchándolo. Los que compraban guaro lija también se quedaban atentos al relato del naufragio y, cada vez más, los  caminantes se detenían a escucharlo.

“Así estuvimos con semejante lluvia y frío por más de media hora hasta que llegó Elías Zafrian en una panga a rescatarnos. Llegamos todos mojados y temblando al muelle. Cuando salí de la panga me di cuenta que mis zapatos nuevos estaban desbaratados por el fuckin ostional”.

Desde el interior de la casa, más allá de la sala, al lado del comedor, se escuchó el estruendo de dos disparos: paang, paang. Kalilita se levantó al instante y, sin decir palabras, salió corriendo hacia el lado del comedor. Todos los escuchas se quedaron paralizados, petrificados ante la expectativa de lo que sucedía dentro de la casa.

“Le dio, le dio los dos balazos en la cabeza”, gritaba Kalilita al salir con la rata agarrada de la cola, mostrándola con la cabeza desbaratada. En el umbral de la puerta ubicada entre la sala y el comedor, doña Juana Angulo sostenía de su cacha, con firmeza y mucho orgullo, su viejo rifle calibre 22, aún humeante del cañón.

 

Nueva Guinea, Nicaragua.
22 de febrero de 2021.
Foto propia: atardecer en el Bluff.

miércoles, 17 de febrero de 2021

CAMINATAS MAÑANERAS


Llevo varios años realizando caminatas mañaneras, pero siendo joven adquirí el hábito de correr todos los días. Recuerdo que cuando tenía entre 15 y 17 años, cuando vivía con mis padres y hermanos en El Bluff, luego de clases en Bluefields, atravesando la bahía en un barco pos-pos, llegaba a casa, cambiaba de ropa y corría al campo de béisbol, el antiguo campo que quedaba donde hoy está ubicado el parque.

Allí practicaba béisbol con el equipo de la UVA y luego con el de la Booth, los Diablos. Como mi posición era de pitcher, el entrenador y el manager, siempre me mandaban a correr mientras hacían prácticas con el cuadro y el outfield. “¡A correr coño, a correr coño, muévete, muévete para que tengas más fuerza en el brazo y en las piernas!”, decía Victorino Castro, moviendo la boca como haciendo puchitos, su caminar altivo y con su estampa de jugador de grandes ligas, fornido y ligero, al que nunca, nunca en mi vida logré ponchar, tirándole lo que le tirara. Y tenía razón, correr me daba más agilidad y fuerza, la pelota llegaba veloz al cátcher, a Mr. Frank Roe.

Después que terminaba la liga de béisbol en Bluefields, en la que todos los años fuimos campeones, se organizaban equipos de futbol y nuevamente debía correr. Corríamos no sólo en el campo, el mismo donde jugábamos béisbol, sino que corríamos desde allí hacia la playa de El Tortuguero, hoy llamada Bluff Beach, hasta llegar a la segunda laguna, frente a Cayman Rock, un recorrido de 12 kilómetros. Al lograrlo, nos sumergíamos en las aguas frescas de la laguna y regresamos también corriendo con la caída del sol en la isla de El Venado. Era un grupo de unos 15 a 20 amigos entre ellos, Rodolfo Gómez, alias Kalilita, Martín Montero, Alonzo Allen y Richard Allen, Chapop, Denis Lacayo y otros más.

Después del bachillerato hasta finalizar mi carrera en la UCA, hubo una pausa larga en el hábito de correr, “el amor, los estudios y el trabajo", el cual retomé al trasladarme a vivir a Juigalpa con mi mujer e hijos por razones de trabajo. El Instituto Nacional de Chontales me quedaba a unos 20 metros de la casa y allí, en el cuadro de béisbol, comencé a correr nuevamente por las mañanas. Cuesta mucho, muchísimo habituarse a la rutina.

Trabajando en Nueva Guinea y después radicado definitivamente en esta ciudad, trotaba entre las 5 y 6 de la mañana en la antigua pista de aterrizaje por una hora, haciendo unas cinco idas y vueltas en el tramo de un poco más de un kilómetro. Allí, en esa época, 1992 a 1996, me encontraba con otros, entre ellos militares y extranjeros. Otra ruta alternativa del trote, ya no corría como años atrás, que continúa siendo una de las preferidas de muchos caminantes y corredores, es la que existe entre la calle central y el puente sobre el río La Verbena, un recorrido de unos 4 kilómetros de ida. Cuando viajaba por varios días a Managua por razones laborales, siempre lo seguía haciendo, buscando un lugar propicio para ello y cercano al hotel donde me alojaba.

Uno de los principales inconvenientes de las caminatas en el trópico húmedo es la alta precipitación a lo largo del año (mayo a enero), con un período corto de verano durante el cual también llueve. Por ello a veces las rachas de correr, trotar o caminatas se ven interrumpidas hasta por una semana y a veces más días.

Por tal razón adquirí una corredora eléctrica y una banca con sus respectivas pesas para poder ejercitarme en casa. Hacía unos 45 minutos entre caminar y trotar, acelerando la banda, y luego me dedicaba a las rutinas de pesas en la banca y en el piso. Recuerdo que Erick Jamil, mi nieto, me imitaba con unas pesas que le prestaba de 2 y 3 libras. Eso lo hice después del año 2003 hasta que el óxido terminó con ellos y comencé a hacer mis caminatas mañaneras.

A inicios de la pandemia por el COVID-19, dejé de salir por ser consecuente con el #quedateencasa, pero no he dejado las caminatas porque las he hecho en casa, aprovechando los corredores, los pasillos, el patio de atrás y el del frente, hasta completar la meta que tengo establecida de 10,000 pasos (7 km.) en 1 hora y 45 minutos, porque no me estoy entrenando para una competencia y, al final del día alcanzo entre 14 y 17 mil pasos después de moverme por aquí y por allá, hasta que llega la hora de dormir.

Trato que la curva de distribución de mis pasos sea positivamente asimétrica, es decir que la mayoría de los pasos realizados se den durante las primeras horas de la mañana. Después del almuerzo tengo un período inactivo debido a la practica de meditación y mi siesta de todos los días que va entre las 12:30 pm y las 2 p.m. Luego son pocos los pasos que doy porque me dedico a leer acostado en una hamaca y a escribir como lo hago en este momento.

Después de octubre del año pasado comencé a salir a mis caminatas mañaneras. En ellas no tengo rutas definidas, pero si algunas preferidas. En las condiciones actuales, siempre en pandemia y rebrote, prefiero caminar en el campo, tratando de evitar las rutas hacia la ciudad porque no me levanto a las 4:30 a.m. que sería la hora ideal para caminar por las calles, avenidas o por el parque central para evitar lo más posible el contacto con otras personas, entre ellas los borrachos amanecidos, los pirucas, que el verme al lado del mercado o de la gasolinera, se me vienen encima tratando de abrazarme para que les de dinero. Por ello y por el contacto directo con la naturaleza, hago mis caminatas mañaneras en dirección al campo o en los alrededores del vecindario que tiene un carácter rural.

Ahora, después de contarte sobre mis caminatas mañaneras, llegó tu turno. Levantaté y moveté. Para ello tenés que definir una meta (pasos, kilómetros o tiempo) a caminar con el fin de motivarte. En tiempos de crisis es necesario tener una doble dosis de motivación para alcanzar las metas que te has propuesto.

La motivación es un estado interno que activa, dirige y mantiene la conducta de la persona hacia metas o fines determinados; es el impulso que mueve a la persona a realizar determinadas acciones y persistir en ellas para su culminación. La motivación es lo que le da energía y dirección a la conducta, es la causa del comportamiento.

La motivación es un proceso que pasa por varias fases. Inicialmente la persona anticipa que se va a sentir bien (o va a dejar de sentirse mal) si consigue una meta. En un segundo tiempo, se activa y empieza a hacer cosas para conseguir dicha meta. Mientras vaya caminado hacia ella, evalúa si va por buen camino o no, es decir, hará una retroalimentación del rendimiento. Y, por último, disfrutarás del resultado.

Y los resultados que vas a alcanzar con las caminatas son los siguientes:

1. Controlar tu peso y fomentar la eliminación de grasas.
2. Mejorar la circulación sanguínea.
3. Alejar problemas de tipo cardíaco.
4. Son enemigas de la depresión y combaten la fatiga emocional.
5. Son buena terapia para los que sufren problemas respiratorios.
6. Reducen la presión arterial alta.
7. Aumentan los niveles de la endorfina que el cuerpo produce contra el dolor.
8. Mejoran el sistema inmunitario.
9. Reducen la tensión muscular.

Así que amigos y amigas, es sencillo caminar y los beneficios que obtenemos son increíbles. Hago caminatas porque además del acto de caminar disfruto del silencio de la ciudad, el canto de los pájaros, el crujir de las ramas de los árboles, el mugido de una vaca, la neblina en el rostro, el aire puro entrando en mis pulmones, los latidos intensos de mi corazón, el sudor que brota en mi cuerpo, el saludo de los campesinos que van o vienen de sus labores, y me siento cada vez más positivo y motivado por lograr el aumento progresivo de sus beneficios.

Nueva Guinea, Nicaragua.
16 de febrero de 2021.
Foto propias.