miércoles, 28 de julio de 2021

DE PESCA EN SEMANA SANTA

Una tarde, reunidos en el porche de la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo, ubicada frente a las gradas que dan acceso al cuartel de la guardia y sus guardacostas, los concurrentes, Zoilo Carrasco, Pablo Álvarez, el chino Chow, todos trabajadores de don Pedro Joaquín Bustamante, que tenía su oficina al lado, y Rafael Montero, trabajador de la aduana, comenzaron a pedirle a don Abraham Rodríguez, llamado Tapalwas con mucho cariño por los pobladores del puerto, que les contará una de sus anécdotas.

Para animarlo le convidaban tragos de guaro lija de a peso. Tapalwas se toma el trago de un solo envión, sin arrugar el rostro y, al ver la cara de doña Juana Angulo, sale apresurado al corredor a dar su escupitajo. Zoilo lo espera con un pedazo de papel que contiene sal y una almendra sazona para que la deguste. Así soporta la quemazón y el ardor que le provoca el trago de aguardiente con un 80% de volumen de alcohol, con lo cual don Octavio se muestra orgulloso.

Después de cuatro entradas y salidas de la barra de don Octavio, además de los oficinistas mencionados, se fueron apareciendo otros transeúntes, entre ellos, Victoriano, Masayita y El Africano para tomarse su cuartita de lija.

Animado, Tapalwas se sienta en un banco. Desde esa posición privilegiada en el corredor, mira subir y bajar a la gente por las gradas, unos hacia el muelle para viajar a Bluefields y otros que retornaban a sus casas. A todos da saludos y adioses. Los concurrentes también se muestras animados, han saboreado varios tragos, tragos que son registrados en un cuaderno de cuentas por don Octavio y que serán cancelados religiosamente la próxima quincena de pago.

No me lo van creer, dice Tapalwas, todos dejan de hablar entre ellos, pero me sucedió en una Semana Santa ya lejana, cuando ustedes, menos El Africano porque él no tiene años, andaban en pantalones chingos. Salí temprano de la casa con mi hijo, el que ustedes llaman el Picudo, para evitar el sol. Bajamos el cayuco con los canaletes, las cuerdas, la carnada, machete y arpones. Remando sin ninguna prisa nos dirigimos a probar suerte al lado de los mástiles sarrosos del barco hundido que queda al lado de murito, al lado del muelle de los pescadores.

Era un Viernes Santo, un día claro, caliente, sin un soplo de viento y con las aguas de la bahía limpias y de color verde azulado. Un día tan calmo que ni siquiera se escuchaba el retumbo de las olas en la playa de El Tortuguero. Iba en busca de unos roncadores porque allí era seguro que picaban, así que le dije a mi hijo que gobernaba el cayuco, que se alineara al mástil en forma de 7 que sobresalía y a las ruedas sarrosas para amarrarnos a ellas.

Allí estuvimos un gran rato, pero nada picaba. Era tanta la calma que no escuchaba la música de la Rock-Ola de la cantina de Miss Lilian, el movimiento de los guardias en el guardacostas no se notaba, gente circular por el andén no se miraba, era una calma bien serena la de ese día. Al rato me sentí algo inquieto, algo dentro de mí me decía que teníamos que movernos de lugar si queríamos atrapar roncadores, así que solté el mecate y le dije a mi hijo que remáramos un poco más allá saliendo frente al lado del muelle de la aduana, pero sin adentrarnos en la corriente que, aunque no soplara viento y estuviera calmo, siempre había por la bajada de las aguas del río Escondido que buscan el mar hacia el lado de la barra y la isla del Venado.

Así que nos acercamos a la corriente, pero sin entrar en ella, de larguito, pero con el cauce del agua a la vista en su fluir hacia el mar. Tiré la cuerda y allí no más comenzaron a picar los roncadores de buen tamaño, hermosos y gordos. Saqué uno, dos, tres, cuando mi hijo me gritó que mirará hacia arriba.

El cielo estaba limpio, azulito claro, con nubes blancas sobre Bluefields y a la orilla del manglar pegado al mar, y vi una bandada de gaviotas que volaban sobre una mancha plateada que se reflejaba desde el fondo del agua avanzando contra corriente. Sentí un cosquilleo en mi cuerpo, pero nada que se igualara al miedo. Le dije a mi hijo que remáramos rápido hacia ese punto plateado que se veía en el agua y en un dos por tres, con ayuda de la leve corriente, nos acercamos.

Estábamos encima de la mancha plateada que resultó ser un cardumen de Róbalo, inmenso, tan grande que las aguas se pusieron plomizas en todo nuestro alrededor, desde el borde del muelle hasta allá a lo lejos en dirección a Half Way Cay y la isla Chiquita de Miss Lilian.

Miré hacia abajo, nunca antes había visto tantos róbalos juntos, tan grandes, tan hermosos, nadando sin ninguna prisa, sin nada que interrumpiera su nado, sin nada que los inquietara, y, por encima de ellos y de nosotros, la inmensidad del cielo limpio y claro con las gaviotas que volaban en círculos con su canto, un mugido sordo que subía de intensidad, como amenazándonos, hasta caer en una letanía aguda y estirada para seguir subiendo y bajando, como escoltando algo que no quieren que se vea ni se toque, algo que no es de éste mundo.

Me encontraba como ido, admirando esa belleza, eso que quizás sólo una vez en la vida puede ocurrir, cuando de pronto, quizás por el instinto de animal que llevamos dentro, me acordé del arpón. Me agaché para amarrarlo a la punta del bote, revisé la cuerda, la enrollé un poco y lo agarré con fuerza. A mi hijo le hice señas para que no provocara el más mínimo ruido con el canalete.

Dejé que avanzaran debajo del bote de canalete, estaba en guardia, sin prisa, pero el corazón me palpitaba tan fuerte como los cañonazos que tiraban los guardacostas cada vez que venía Somoza al puerto. De pronto vi uno grande, abrí mis piernas para pisar con fuerza los bordes del piso del bote y tomar impulso. Conté, midiendo el arponazo, uno, dos, y de pronto, a un lado del que había escogido, se me atravesó otro mucho más grande, un inmenso róbalo, el doble de tamaño, de unos cuatro metros de largo, al que a su paso los otros se apartaban abriéndole espacio para que se desplazara, mientras arriba las gaviotas revoloteaban como locas emitiendo sus graznidos amenazantes.

Este es, no puede ser otro, me dije y tiré con todas mis fuerzas el arpón. Se deslizó como una bala entre el agua, se insertó entre la cabeza y la primera aleta dorsal y, de un coletazo poderoso elevó sobre la superficie un estallido de agua tan altísimo que las gaviotas dejaron de graznar y desaparecieron con el cardumen.

La corriente se detuvo. Solamente quedamos el róbalo, mi hijo y yo en las aguas mansas. Unos segundos después, sentí el jalón igualito al de un remolcador que jala una ristra de doscientas tucas por el río Escondido. Caí de espaldas en el bote. El róbalo comenzó a jalar con tanta fuerza, a la velocidad de una panga con un motor de 45 caballos de fuerza, y en menos de diez minutos estábamos en la bocana del río Escondido, cerca de Schonner Cay. De pronto dejó de jalar y nos detuvimos.

Se cansó, ahora yo lo voy a jalar, le dije a mi hijo. Comencé a jalarlo, poco a poco, jalaba y jalaba con todas mis fuerzas y, cuando logro sacarlo a la superficie, mi hijo ya listo con el machete para darle en la cabeza y meterlo en el bote, vemos que es una tuca.

¡¿Dios mío, qué es esto?!, se repetía mi hijo una y otra vez al ver el gran pedazo de tuca que teníamos a la orilla del bote de canalete.

Cuando me volvió la serenidad, cuando toda la emoción de mi cuerpo desapareció, me senté en el plan del bote para pensar en lo que había sucedido. Nadie va a creernos, pensaba y le dije a mi hijo que remáramos lo más rápido que pudiéramos en dirección a El Bluff.

No nos dimos cuenta de cuantas horas tuvimos que canaletear para regresar a la casa, allá al lado del cementerio donde vivimos. Llegamos todos quemados por el sol y esa noche nos dio una calentura que nos hacía tiritar. Ustedes no me van a creer, pero de algo si estoy seguro, nunca más voy a salir de pesca en semana santa.

“Se fijan, camaradas, sólo guayolas nos cuenta”, dijo Rafael Montero.

“Ja, ja, ja, otra ronda y nos vamos”, dijo Pablo Álvarez mientras Zoilo entraba a la casa en busca de los tragos de guaro lija que don Octavio ya tenía servidos y anotados en el cuaderno.

 

De la Serie: La Guayolas de Tapalwas.

Foto de Internet.

27 de julio de 2021. 

viernes, 16 de julio de 2021

LA COLA DEL HURACÁN IRENE

Estaban al pie de la ventana todavía en pijamas, de rodillas sobre el colchón de la cama de bronce que su abuelo mandó a traer junto con otros muebles de la casa en un barco desde lugares lejanos que nombraba, pero ellos aún no tenían el mapa dibujado en sus mentes y, aun así, al oír los nombres, intuían que eran sitios maravillosos.

Desde allí asomaban sus cabezas por turnos, evitando la brisa que azotaba el corredor para ver hacia el lado del muelle de los barcos camaroneros, la isla del Venado, la isla de Miss Lilian y Half Way Cay con el fin de divisar si algún barco mercante, pequero, pos pos o panga se atrevía a navegar por la bahía en el temporal.

“Nada a la vista, Almirante”, le dijo el mayor, el flaco de pelo negro liso, al más pequeño de pelo chirizo y amarillento, luego de hacer con sus puños un telescopio que movía de izquierda a derecha en un ángulo de ciento ochenta grados para visibilizar alguna nave en la inmensidad del paisaje.

“Atento Capitán, manténgase alerta por la tempestad”, respondió el más pequeño y volvió a acostarse en la cama con confianza, con el oído puesto en el retumbo de los truenos, en la intensidad de lluvia que caía en el techo de zinc y en las rachas de viento que azotaban el corredor y las paredes de la casa de madera.

Al Capitán se le hacía difícil ver entre la cortina gris de lluvia y la chispa enceguecedora de los relámpagos que reventaban más allá de la isla del Venado, en dirección a Punta Gorda, pero mantenía con firmeza su puesto de observación.

Eran las siete de la mañana y la tempestad había iniciado a las cuatro, por tal motivo, le decía el Capitán al Almirante, las naves de Bluefields han sido retenidas en los muelles para evitar una tragedia en la bahía enfurecida por el viento y la lluvia, y la corriente furiosa que baja desde el río Escondido arrastrando todo los que encuentra a su paso: ramas, troncos y árboles.

A su izquierda, en el fondo de sus manos, su visor telescópico, el Capitán trataba de ver lo que acontecía en la fábrica de barcos de fibra de vidrio, ubicada en el extremo sur del puerto y en las orillas de la barra. La corriente de las aguas de la bahía se encontraba con la furia del oleaje del mar y, en su encuentro, salpicaba con explosiones de más de tres metros de agua que inundaba la explanada donde se exponían los barcos construidos para equiparlos, previo a ser echados al mar, mientras los trabajadores, en un va y viene, los fijaban con amarras.

“Almirante, se inunda el astillero”, dijo.

No tuvo respuesta. Deshizo su telescopio y metió la cabeza. El Almirante se había dormido. Tomó la colcha y lo cubrió. Desde el fondo de la casa escuchó un murmullo de voces. Era su abuela que hablaba con la empleada del hogar y preparaban el desayuno. El aroma del café y jamón frito inundaba la antesala y la cocina. En la habitación, a su derecha, escuchó los movimientos de su abuelo.

Volvió a su puesto de observación. Reguló el visor telescópico. Por un instante vio a sus padres que regresaban de vacaciones. Sopló el visor y la imagen despareció. Los extrañaba, pero estaba seguro que volverían pronto, según su abuela. “Faltan diez días para que regresen”, les había dicho y mostraba el calendario marcado que mantenía colgado en la pared de la cocina, a un lado del comedor.

Nuevamente movió el telescopio regulando la imagen en dirección a la isla de Miss Lilian. Las olas reventaban en su orilla pedregosa y los cocoteros se movían en un vaivén intenso por la fuerza del viento. Más allá no tenía visión, era imposible, no miraba Half Way Cay ni el cerro azulado de Bluefields.

Enfocó el muelle de la Texaco. A pesar de la lluvia torrencial, desde el barco cisterna que estaba atracado, bombeaban combustible hacia los tanques ubicados a un lado de la carretera en dirección al comedor de las chinitas y las oficinas de la empresa Booth de Nicaragua. En la cubierta del barco la tripulación se cubría con capotes de color amarillo y calzaba botas de hule, tomándose con fuerza de las barandas y sogas de seguridad que les permitían moverse. Arriba, en la cabina, el capitán del barco con bandera panameña, supervisaba el bombeo y daba orientaciones mediante gritos y señales. En el muelle de tablones caminaban varios operarios que estaban atentos de las bombas y las llaves de pase del combustible.

Miró hacia la ensenada. El manglar y las tucas de madera que se amontonaban en la orilla están agitados por el oleaje. La islita mostraba únicamente el verdor del mangle y, un poco más allá, vio el muelle de los barcos camaroneros. No había movimiento, la flota estaba amarrada en varios grupos de cuarta andana. En el muelle no se miraba el trajín de marineros ni personal de tierra, solamente el viento azotando el casco de los barcos y el oleaje reventando en ellos.

“Ya está el desayuno”, escuchó el grito de la abuela entre el intenso plic plac de la lluvia sobre el techo de zinc.

Se prestaba a dejar de observar, pero el sonido de un barco lo hizo concentrarse en la bahía. El guardacostas G7 navegaba a toda velocidad hacia la barra con los marineros en posición de alerta sobre la cubierta.

“El desayuno”, volvió a llamar la abuela.

Dejó de observar, deshizo el telescopio de sus manos y metió la cabeza. Se bajó de la cama y despertó a su hermano tocándole los brazos.

“¡¿Ya vienen?!, ¡¿Ya vienen?!”, dijo el Almirante al despertar.

“No, no, es hora de desayunar", le respondió. “Mira, mira, el guardacostas va papeleado hacia la barra”, agregó.

El Almirante se asomó por la ventana en el mismo instante en que el abuelo salía ya vestido de la habitación.

“¿Qué pasa?”, preguntó el abuelo.

“Abuelo, abuelo, el guardacostas va hacia la barra”, respondió el Capitán.

Desde la puerta de la habitación, el abuelo avanza diez pasos hacia ellos, hacia el puesto de observación.

Es de estatura mediana. Su cabello cano lo peina hacia atrás con brillantina. Su piel es de color café claro, piel mestiza. Sus ojos son pequeños, de color café oscuro, el izquierdo es más pequeño que el derecho. Su nariz se desplaza un poco a la derecha. Sus cejas son bien pobladas y las pestañas de sus ojos son tan largas que da la impresión que le dificultan ver. De su cuello cuelga una cadena de oro y en su dedo anular derecho lleva el anillo de matrimonio.

Va bien vestido. Lleva puestos pantalones de color caqui de paletones, planchados con almidón, con una camisa de color blanco que las usa por dentro mostrando su alto talle a la altura del ombligo. De su faja café, cuelga la cadena de su reloj que guarda en la bolsa derecha del pantalón. Calza botines color café.

Al llegar al pie de la cama de bronce se inclina sobre ella para asomarse en la ventana y poder ver el paso del guardacostas que navega entre el muelle de la Texaco y el de los barcos camaroneros.

“Va rápido, muy rápido, debe haber alguna emergencia”, dijo el abuelo. “Pero vamos, la abuela tiene servido el desayuno, vamos a desayunar”, agregó.

Cruzan la antesala que separa la sala y los aposentos con la cocina. El abuelo toma su lugar en la mesa redonda ubicada en un extremo izquierdo de la cocina, a las 6 en punto con orientación norte, tal como gustaba decir el tío Pablo.

El Almirante se sienta a su derecha y el Capitán a la izquierda. La abuela ya ha servido una jarra con leche caliente, pan hecho en casa en una fuente con tapa, mantequilla, el jamón frito, la azucarera y el plato del abuelo con dos huevos fritos enteros, y a ellos, un huevo cada uno con una rodaja de jamón. Son huevos frescos, recolectados la tarde anterior en el gallinero de la abuela. La abuela lleva una jarra de café hirviendo y le sirve al abuelo en su taza, luego a ellos.

La abuela se sienta al lado del abuelo, entre el Capitán y él. El Capitán está atento al abuelo. Le gusta observar el ritual que realiza para comer. Primero endulza el café y luego se sirve leche. Lo prueba y casi nunca le agrega más azúcar. Luego toma una rodaja de pan aún caliente y con el cuchillo de mesa lo cubre de mantequilla. Da un mordisco y un trago de café con leche.

El Capitán sigue atento, espera lo que más le gusta de la forma de comer del abuelo mientras el Almirante embarra su pan con mantequilla sin prestarle mucha atención al abuelo. La abuela endulza su café de leche y espera el cuchillo que ha usado el abuelo para servirse mantequilla.

El abuelo golpea el plato con el cuchillo y sostiene con el tenedor los huevos enteros. Corta de manera horizontal, de una orilla del plato a la otra y luego de manera vertical, desde el punto más lejano hasta la cercanía de su pecho. El golpeteo del cuchillo en el plato es intenso y se difunde por la cocina con el de la lluvia que cae sobre el zinc, chorreándose en un canal para luego correr en un zanjón que la encausa fuera del terreno de la casa. Una vez que ha cortado los huevos en trocitos irregulares, procede a regarles salsa inglesa Lea and Perrings y los cubre con una pizca de sal. Los revuelve, una, dos, tres veces y se dispone a cortar el jamón en rodajas pequeñas. Una vez finalizado comienza a saborear su desayuno.

El Capitán lo ha visto con detalle y se presta a repetir el ritual del abuelo. El abuelo sonríe, sabe que lo imita y la abuela lo incentiva a ello. El Almirante deja de tomar su café con leche y corta el jamón.

¿Por qué esta tormenta?", pregunta la abuela.

“Es la envestida de la cola del huracán Irene”, responde el abuelo. La cadena de radio Nacional ha comunicado que impactó al sur de Bluefields, pero ya está aminorando su fuerza y se dirige hacia el Pacifico. No tarda en bajar de intensidad.

“Hoy no se seca la ropa”, comentó la abuela.

“¿Cuándo viene mi mamá y mi papá?”, pregunta el Almirante.

“Veamos el calendario”, dice la abuela y señala la pared. “Hoy es domingo, 19 de septiembre de 1971. Dentro de siete días, es decir, el próximo domingo estarán de regreso”, agrega.

Ambos se quedan viendo y sonríen entre ellos. La abuela también sonríe al ver la felicidad dibujada en sus rostros. El abuelo termina su desayuno, se levanta de la mesa y camina en dirección al baño. La abuela retira los platos y cubiertos de la mesa y se los entrega a la empleada de la casa para ser lavados.

El Almirante y el Capitán han regresado a su puesto de vigía. La abuela le entrega un capote al abuelo que se lo pone sobre la chaqueta de cuero que usa cuando llueve.

“Abuelo, abuelo, ya regresa el guardacostas”, dice el Capitán.

El abuelo sale al corredor, abre la puerta de hierro que da acceso al andén y el Capitán le señala el guardacostas que remolca un barco pesquero hacia el muelle.

“Nos vemos al medio día, tengo que hacer una revisión en la bodega”, dice el abuelo y camina por el andén en dirección al muelle de la aduana.

La abuela cierra la puerta. Se arrodilla en la cama. Con ellos a los lados observa la lluvia sobre la bahía, el avance del guardacostas con el barco que remolca y el cielo gris que cubre desde la isla del Venado hasta el cerro Aberdeen de Bluefields y más allá.

“Cierren la ventana, ya es hora”, dice la abuela. “No vaya a ser que esa tal Irene nos dé un coletazo”, agrega. Los ha tomado de la mano y se dirigen hacia la seguridad que les brinda el calor de su cocina.

15 de julio del 2021.

Foto: Darling Thomas.

lunes, 14 de junio de 2021

OLVIDOS

 

Hoy por la mañana fui a hacer las compras para la casa, ya saben, los productos básicos, alimenticios y de higiene personal, principalmente. Siempre que voy hago una lista que ella me la dicta mientras le voy recordando si tiene o no tal o cual producto, diciendo el nombre de cada uno de ellos, desde las verduras hasta las pastas, los lácteos, granos básicos, aceite, jabón y así hasta que tenemos una lista de más de veinte productos.

Cuando voy de compras me lleno de entusiasmo tratando de frenar los pensamientos negativos sobre los sucesos que se dan repetidamente en el proceso rutinario de lograr el abastecimiento de la casa. Debo frenarlos porque siempre se dan hechos que, al regresar a casa, me hacen pasar el día medio molesto, desmoralizado, pensando en que, de una simple acción como comprar, surge una nube negra que pasa por mi cabeza por varios días.

Y no me refiero únicamente al precio de los productos, cada día gasto más por la misma cantidad de productos, o a la carencia de algunos sin encontrar sustitutos adecuados, sino a la actitud que muchas de las personas con las que obligatoriamente debes interactuar en el proceso de compra. Y debido a esa actitud es que dejamos de frecuentarlos, dejamos de ser sus clientes porque se olvidan que lo más importante que tienen no son los productos que ofrecen, sino los compradores que los requieren.

Por ejemplo, compro verduras en el mercado, siempre en el mismo tramo y cuando no encuentro lo que busco me cruzo a otro donde me atienden de mala gana. Si existieran más tramos ofreciendo lo mismo, mayor competitividad, la actitud de ellos sería diferente. Pero para ello faltan muchos años mientras seguiremos en lo mismo, el futuro es cada vez más incierto para todos y por ello se olvidan de que somos el objeto de su negocio.

Creo que he comentado que a veces he olvidado ciertas cosas que he comprado y que me doy cuenta de ello al regresar a casa. Una vez dejé olvidada la cartera en una librería, en otra ocasión dejé la tarjeta de débito insertada en el cajero automático de un banco, en otra el medicamento en el mostrador de una farmacia y otras cosas más que he olvidado, pero en casi todas esas ocasiones el olvido ha sido por corto tiempo, lo que me ha permitido reaccionar con rapidez y recuperar el objeto olvidado con mucha suerte y porque las personas involucradas han sido honestas.

En el caso de la tarjeta de débito, cuando regresé a la sucursal bancaria, apurado y casi seguro que no la encontraría, y que debía de notificar al banco, me encontré con la gran sonrisa del vigilante que muy amablemente la había guardado luego que un cliente que usó el cajero le dio aviso que había una tarjeta insertada. Te imaginas los tramites que tenés que hacer al perder la cartera con todos tus documentos o la tarjeta del banco si un ladronzuelo la ha encontrado y luego te vacía la cuenta. Ni pensarlo.

Pero de olvidos hay más y entristece. Sabías que después de llegar al final, luego que morimos, permanecemos en los recuerdos de nuestros seres queridos hasta dos años después, luego gradualmente nos vamos difuminando en la memoria de ellos, eventualmente buscan fotos para tratar de anclar nuestro recuerdo, pero luego de transcurridos 15 años ya casi nadie nos recuerda. Por ello el afán de muchos de dejar huellas en esta vida, para bien o para mal, mientras que la mayoría únicamente queremos una buena sepultura donde nuestro recuerdo dure más allá, aunque sea mediante una lápida fuerte y sólida al lado de nuestros familiares.

Así de sencillo es, luchamos toda una vida por nuestras metas, entramos en conflictos por ellas, sufrimos, rehacemos nuestros planes de vida luego de los fracasos, nos invade la incertidumbre constantemente, tomamos nuevas decisiones, actuamos y vivimos permanentemente en ese ciclo y, cuando nos damos cuenta, se nos ha olvidado vivir la vida, esa misma que se nos escapa de las manos sin poder dar vuelta atrás.

14 de junio del 2021.
Imagen de internet.



martes, 25 de mayo de 2021

EL HOMBRE QUE ESPANTA A LOS PÁJAROS

 




El hombre ha pasado todo el día, desde las cinco y media de la mañana hasta las seis de la tarde, espantando pájaros. Va y viene, camina hacia el norte y les grita, regresa al sur y ajocha a sus tres perros para que corran tras ellos, mientras que los zanates con su fuerte graznido se comportan como burlándose de él. Va hacia el oeste y amarra en varios postes de la parcela pedazos de sacos coloridos. Camina hacia el este gritando, grita fuerte, son casi alaridos que acompañan los ladridos de los perros.

En el centro de la parcela, sobre el tronco de un árbol recién talado, se detiene y poco a poco va dándole forma a un espantapájaros, un asistente de trapo y plástico, sin forma humana, solamente son pedazos, parches alrededor y encima del tronco que se mueven al ritmo del viento, pero él lo mira con detenimiento, es su obra, su creación, ante la cual se maravilla.

Y se ríe solo a carcajadas, mientras los perros pequeños y ariscos, perros monteros, uno de color café y dos negros, giran a su alrededor y ladrando en un tono distinto, un tono de alegría y de aprobación, le transmiten al hombre algo como si le dijeran estamos orgullosos de vos y ahora sí vamos a librarnos de los pájaros, mientras él les responde sobándoles la cabeza, dándoles una pequeña muestra de cariño en esa inmensidad en la que revienta la semilla del maíz en el terreno labrado hace pocos días, donde los granos germinados le van dando una tonalidad verde incipiente y, al elevar la mirada, la ladera se muestra gloriosa entre el verde claro, verde selva y el amarillo de los palos de agua florecidos a su tiempo en lo alto de la colina.

El hombre se sienta al lado de su creación y los perros se echan a sus pies. Ha caminado todo el día. Se nota cansado. Su rostro muestra las arrugas de los años, su barba blanca y su cabello cano dan fe del tiempo que ha pasado por su cuerpo ahora cansado. Son él y sus perros, la tierra, los pájaros y la montaña. Estira las piernas, sus botas de hule están terrosas. Bebe agua de una botella de plástico; saciado les ofrece a los perros y en orden, de uno en uno, beben de un chorrito que les deja caer sin desperdiciarla.

Unos minutos después el hombre se levanta y los perros se arisquean. Una bandada de palomas San Nicolás se ha asentado en el extremo este de la parcela. “Jucho, jucho”, grita el hombre y los perros salen disparados hacia ellas. Al Norte se escuchan los graznidos de los zanates en bandada que oscurecen el entorno y el hombre grita, grita fuerte, “hijos de puta”, “hijos de puta” y corre en dirección a ellos.

La tarde cae. El hombre camina de arriba para abajo entre los surcos. Cubre con tierra tirada por sus botas las plántulas de maíz que los pájaros han sacado de la tierra. Sus pasos son cortos y lentos, casi arrastra los pies por el peso de la tierra y usa un pedazo de palo como bastón. Los perros ladran. Los pájaros alzan vuelo en busca de refugio. El hombre da un último recorrido revisando los sacos y el plástico. Se detiene frente a su espantapájaros como si de él se despidiera. Los perros se reúnen a su alrededor y en silencio, poco a poco, caminan hacia la montaña y se desvanecen con la oscuridad de la noche.

24 de Mayo 2021.

Foto de Ronald Hill.



lunes, 17 de mayo de 2021

EL PRIMERO EN ARAR TIERRAS EN NUEVA GUINEA.

Tengo 80 años de arar con animales, dice José Efraín Martínez Fonseca cuando le pregunto y de edad más de 90 y pico, el pico es de dos años. Desde chavalo comenzó a arar en Ticuantepe, en la Borgoña.

Rodolfo Mejía Ubilla lo fue a buscar a su casa en un jeep, después que le pidió tierras en la Borgoña, y se lo trajo para Nueva Guinea.

Fui el primero que comencé a arar aquí, dice señalando hacia lo que fue la parcela de don Rodolfo Palacios y que ahora ha sido solareada en la que se ha formado un nuevo barrio de Nueva Guinea, el barrio Misaela Palacios.

Yo fui él que botó todo el estiércol del mercadito cuando lo hicieron, dice, y añade que fue con carreta. No sé realmente qué relación existe entre el estiércol y el mercadito, pero me imagino que se refiere al estiércol que las bestias caballares y mulares dejaban regadas en los alrededores del sitio donde era el “mercadito”.

Aquí les dejo a PAYIN arando tierras en esta pequeña entrevista:


Si quieren leer más acerca de este emblemático hombre del campo de Nueva Guinea, aquí les dejo estos enlaces.

EL ARADOR es un cuento que escribí sobre Payin: https://hillron.blogspot.com/2015/08/el-arador.html

PAYIN: EL ARADOR es una entrevista que le hice sobre sus orígenes y situación actual: https://hillron.blogspot.com/2018/02/humanos-de-nueva-guinea-payin-el-arador.html


martes, 4 de mayo de 2021

EL HIPO DE CAT FISH

 

Cuatro hombres bajaron al capitán Cat Fish del barco camaronero. Alrededor de las once de la mañana atracaron de urgencia en el muelle de la Booth. Lo sacaron del camarote cargándolo en un cubre colchón, como en una hamaca, y entre el tramo del muelle de madera hasta el área de macadán, lo trasladaron en una carretilla de manos. Su rostro, además de las arrugas que le caían sobre su mandíbula inferior saliente, similar a la de Popeye, se mostraba pálido, con un color cuasi amarillo.

“Está bien mal”, dijo el güinchero. “Lleva tres semanas sin comer ni poder dormir por el hipo”, agregó.

¡Hip! … ¡hip! … ¡hip! …. ¡hip! ...  era el sonido que salía de su boca como una erupción volcánica desde sus entrañas. Sus ojos café claros se mostraban adormecidos y miraba a las personas a su alrededor como si hubiera perdido el control de ellos, que juguetones se volteaban en su cuenca, desapareciendo momentáneamente la pupila y el iris, dejándose ver únicamente la esclerótica manchada de color rojizo.

El cuerpo de Cat Fish, un hombre de unos cincuenta años de edad, parecía un saco de carne tirado en la carretilla sin que su estructura ósea y músculos respondieran a su voluntad, al igual que el hipo incesante.

De emergencia llegó al muelle un tractor con un tráiler, lo acostaron sobre un colchón y a toda velocidad fue trasladado al puesto de salud de El Bluff después que Pinolillo, el conductor, lograra disuadir al gentío que se aglomeraba alrededor de la carretilla para que permitieran el paso del gravísimo capitán Cat Fish.

Así, en esas condiciones, llegó al puesto de Salud de El Bluff. Allí lo esperaba Cristina, la enfermera responsable del puesto. Al ver la prisa del tractor y parte de la tripulación del barco que lo acompañaban, las personas que estaban en los alrededores corrieron hacia el puesto por curiosidad, a tal grado que se propagó la noticia de que a Cat Fish lo habían ingresado en estado de gravedad en los alrededores del campo de béisbol y hasta el barrio El Suampo.

Poco a poco fueron llegando conocidos y amigos del capitán, trabajadores de la Booth Fisheries Company, amigos de parrandas interminables y algunas mujeres del Vietnam y El Dragón de Oro que gritaban con lamentación por su querido Cat Fish que no cesaba de hipear.

Cristina le ordeno a los hombres que lo acostaran en una camilla del puesto de salud. Procedió a tomarle los signos vitales y, ante la expectativa de la multitud que se asomaba por la ventana, declaró que estos eran normales, pero presentaba síntomas de decaimiento general por lo que inmediatamente le canalizó la vena cefálica del brazo izquierdo para suministrarle un suero revitalizador.

“Hay que dejarlo descansar”, dijo Cristina y salió a tratar de calmar a la multitud aglomerada.

 “No es nada grave, es un simple hipo”, anunció e inmediatamente el gentío comenzó a gritar sus recetas para el hipo.

“¡Hay que asustarlo!, ¡acérquesele calladita y grite huy!, dijo uno.

“Hay que frotarle la nuca”, se escuchó desde el fondo.

“Dele un trocito de limón”, gritó un hombre.

“Que trague pedazos de hielo”, dijo otro.

“Con un sorbo grande de agua helada se le quita”, grito otro.

“Hay que jalarle la lengua con fuerza”, se escuchó del lado de la ventana.

“Se le quita colgándolo de las manos de un árbol”, dijeron desde el fondo.

“Agárrenlo con fuerzas y apriétenle los huevos”, se escuchó una voz de mujer desde el corredor.

Eran las voces de los pobladores que exponían los remedios caseros para aliviar el hipo y que para ellos funcionaría con el capitán Cat Fish, así que Cristina se decidió a realizarlos, pero para la última recomendación popular solicitó el apoyo de una de las mujeres del Vietnam.

En eso estaban cuando se presentó al puesto de salud "El Diablo", don Roberto Bartlett. Luego de ver el estado de deterioro y escuchar el intenso y prolongado hipeo de su compatriota, salió al corredor, encendió un habano y se quedó pensativo.

“No es nada grave”, dijo El Diablo. “Es un pequeño problema del diafragma. Se le cerró la laringe y por eso tiene hipo. De seguro es por el exceso de ron, pues antes de zarpar tuvo una racha etílica que casi rompe el record que mantiene Victoriano de días bebiendo en El Bluff”, agregó y la multitud se carcajeó casi a gritos.

“Es en serio, no se rían”, dijo Cristina, que estaba a su lado, dándole autoridad médica a las palabras del Diablo que volvió a su habano.

“Ese hipo es frecuente”, dijo Cristina. “Casi todos, un día, vamos a padecer de hipo. La verdad es que nadie sabe cuál es la causa”, agrego mientras desde el interior se escuchaba a Cat Fish hipear.

“Yo leí por algún lado, que hay un record mundial del hipo”, agregó El Diablo, exhalando humo de tabaco. “Sí señores, un granjero del noreste de Iowa, llamado Charles Osborne lo padeció constantemente durante sesenta y siete años. Se inició en 1911, cuando Osborne intentó levantar un cerdo de 160 kilos para matarlo, lo que de alguna manera provocó una respuesta en forma de hipo”.

La gente lo escuchaba con incredulidad, pero atenta y respetuosamente, a tal grado que los gritos se acallaron y solamente se escuchan sus palabras y el hipo de Cat Fish.

“Al principio Osborne hipaba 40 veces por minuto, aunque con el tiempo la cifra se redujo a unas 20. En total, se calcula que hipó 430 millones de veces durante siete décadas, durante las cuales nunca tuvo hipo mientras dormía. Un año antes de morir, el hipo de Osborne cesó de forma repentina y misteriosa”, agregó Bartlett.

“Ya, de una vez, apriétenle los huevos”, volvió a gritar la mujer y el gentío se carcajeo con una algarabía de gritos.

“Voy a contar las veces que hipea por minuto”, dijo Cristina y entró al cuarto donde Cat Fish yacía acostado con el suero revitalizador drenando hacia sus venas y notó que el semblante le había cambiado, pasando del amarillo pálido a un color rojizo en sus pómulos, y que sus ojos volvían a la normalidad. Notó una leve sonrisa entre una pausa del incesante hipo.

“Se va a mejorar”, le dijo Cristina y Cat Fish hizo el intento de levantarse, pero sus fuerzas no le respondían. Mirando su reloj de pulsera comenzó a contar la frecuencia del hipo: uno, cinco, ocho, diez, quince, treinta, treinta y dos. Hipó treinta y dos veces por minuto, dijo Cristina y salió al corredor a anunciar la cifra.

“No es nada bueno”, dijo El Diablo.

 “Está un poco mejor”, dijo Cristina.

 “Déjeme verlo”, agregó el Diablo y siguió a Cristina.

 “Viejo amigo, no estás nada bien”, dijo el Diablo al verlo.

 “Hip … hip … hip …  … muy jodido … hip … hip …”, contestó Cat Fish.

 “Hay que trasladarlo a un hospital”, recomendó Cristina.

 “Al militar de Managua”, dijo el Diablo.

Dos horas después subieron a Cat Fish en una avioneta que la compañía Booth Fisheries de Nicaragua solicitó a Aeronáutica Civil de Managua, acompañado por el güinchero.

Al tercer día de su partida regresó en otro vuelo fletado. La gente se aglomeró a su espera en la pista de aterrizaje. Cuando Cat Fish pisó la escalinata su semblante era otro. Se escucharon gritos de bienvenida y al pisar tierra la gente lo tocaba incrédulos por su mejora.

“Estoy mejor”, dijo Cat Fish. Su cuerpo volvía a ser el de siempre, los cachetes de su quijada de Popeye se mostraban rosados y daba sus grandes pasos con normalidad.

¿Qué le hicieron?, preguntó una voz.

“Ohh”, dijo el güinchero, “le metieron una manguera por la boca para explorarle desde la garganta hasta el intestino grueso y no descubrieron nada, pero cuando vio la imagen de sus tripas en el monitor le dio miedo y, más aún, cuando sintió algo incómodo allá atrás y vio el color blanco de sus calzoncillos. Fue entonces cuando dio un gran suspiro y como por arte de magia se le quitó el hipo”, concluyó el güinchero.

“¿Para eso lo llevaron hasta Managua?, gritó otra voz.

“Un gasto innecesario”, dijo otra.

“Aquí en el Vietnam lo hubieran curado sin gastar un centavo”, dijo otra voz y volvieron a carcajearse en grupo hasta llegar cada uno de ellos a sus casas.

Dos días después Cat Fish volvió a zarpar en una nueva faena de pesca de camarones. Nunca más se volvió a escuchar que padeciera de un ataque de hipo, a pesar de sus noches de bebederas, acompañado con las mujeres del Vietnam y el Dragón de Oro, al menos durante el tiempo que vivió en el puerto de El Bluff.

 

30 de abril de 2021.

lunes, 29 de marzo de 2021

JUIGALPA Y LA HORA DE LOS ZANATES

 


Estoy sentado en una de las bancas del parque central de Juigalpa. Son bancas nuevas, no las conocía por los años que he pasado sin volver a visitar la ciudad de los caracolitos negros. Veo de frente las dos torres de la catedral Nuestra Señora de la Asunción, son espectaculares, de gran altura y, como dos gigantes, vigilan la vida turbulenta y desordenada que hay en sus alrededores.

A esta hora de la tarde, este espacio, un pequeño bulevar con islas ornamentales, fuentes de agua y cómodas bancas, te socorren del bochornoso calor que golpea la ciudad en los meses de verano y, por ello, muchos lo frecuentan. “El parque de las palomas muertas”, escuché llamarlo muchas veces a mujeres juigalpinas entre risitas irónicas y, ahora que veo alrededor, descubro el por qué. Hombres de la tercera edad están en las bancas y observo pocos jóvenes.

Alrededor de una mesa, bajo la sombra de un árbol de Laurel, hay una aglomeración de hombres, me levanto y voy hacia ellos. Están jugando dominó y, otros en la mesa contigua, desmoche. Los que esperan están expectantes porque serán los que le den continuidad al juego cuando surja un equipo ganador, y cuando sucede, sus gritos estremecen los cuatro costados del parque a tal extremo que la gente vuelve la mirada hacia ellos. Pocos usan mascarillas.

Camino y me dirijo a la glorieta. Es increíble, las mesas están llenas y no es un día de fiesta, no hay montadera de toros, es un día cualquiera en la ciudad. Tengo que esperar que atiendan a los clientes, hago fila y allí, mirando aquí y allá, voy reconociendo a varios amigos de antaño, a Fulvio, a Chanina, a Juan José, los saludo y los invito a una gaseosa o una botellita de agua.

Nos sentamos en una de las bancas, sin hablar mucho. Estoy exasperado por el calor, pero admiro las torres que de tanto verlas parece que me van a caer encima, partiendo el parque en dos pedazos, levantando por los aires al gentío que disfruta la sombra de sus árboles o que caminan por los andenes, soterrando las palomas muertas, desbaratando el kiosco, los monumentos en honor a las madres y a los lustradores.

Todas las plantas del parque están florecidas, el calor hace que exploten en flores, desde sus raíces saben que de ello depende su supervivencia, su continuidad y eso mismo pienso que sucede en la vida cotidiana en la ciudad, atestada de pequeños negocios, de emprendimientos, de tramos que ahogan sus andenes como expresión de la pobreza de la gente ante una crisis que está elevando el riesgo de su propia vida, sin medidas, sin un orden que los dirija en su actuar por el bien de todos.

El sol va muriendo a mis espaldas, el bochorno del ambiente va cediendo. Se ve más movimiento en los alrededores por la gente que ingresa y surge del parque por diferentes puntos. Son empleados públicos y privados que salen del trabajo y quizás el relevo del personal de los tramos para el turno de la noche. El cielo se va pintando de naranja, el sol centella en las torres, los fogones de carbón se encienden, los amigos de despiden, va llegando la hora de la cena, nos vemos dicen y camino hacia la calle central.

Me encuentro en la esquina norte de la catedral. A mi derecha están los murales en relieve de piedras que aún recuerdo cuando eran construidos en el muro de la catedral. Varios trameros ocupan la acera. Voy hacia Palo Solo pero frente a mi hay un pequeño bar, propiamente donde era el Club Social de Juigalpa, y me apetece una cerveza bien helada. Espero cruzar con seguridad porque hace veinte años o quizás más lo era, pero ahora hay que estar alerta frente al tráfico de motocicletas, taxis, vehículos particulares y de todo.

Estas piernas siguen siendo veloces, pienso luego de cruzar casi corriendo y sentarme en una mesa. De frente está el costado de la catedral, hay mesas distantes pero ocupadas a mis lados, por la acera hay un movimiento acelerado de transeúntes que van y vienen, el tráfico de vehículos se ha intensificado y juntos dan la impresión de ser un río desbordado con ellos a la deriva.

Me parece estar en un refugio que brinda seguridad. ¿Va a tomar algo?, el mesero me saca de mis pensamientos, es un chavalo joven que lleva puesta una mascarilla. Sí, sí, una cerveza bien helada, le respondo y desde la mesa que tengo a la izquierda un hombre se levanta y me saluda. ¡Ideay Maestro!, ¿ya no se acuerda de mí?

Lo observo con detenimiento. Es un hombre delgado, su altura puede llegarme a los hombros, lleva puesto pantalones jeans y una camisa manga larga por dentro. Usa zapatillas negras como su cabello, pero este va cediendo a su color por las canas que lo invaden desde las sienes como manchas de plata. Muestra los estragos iniciales de las arrugas en su rostro, pasajeras, sin marcarse a fondo y sus ojos son amielados, pero muestran un rojo brillante por efectos del alcohol que rebota en mi al acercarse.

Digo que sí, que lo recuerdo por cortesía. Evito las manos y le ofrezco el codo. “Usted me dio clases, yo me acuerdo que sus compañeros eran Traña y Cárdenas, yo era militar, lo miraba pasar cuando iba para el trabajo, yo trataba de estar puntual en su clase, era difícil, eran tiempos de guerra, me mantenían movilizado en misiones…”. 

Sí, sí, lo recuerdo, digo. Cómo no voy a recordar a Miguel Traña (qepd) y a Carlos Cárdenas si juntos caminábamos todos los días desde el trabajo hasta el INAP para impartir clases, pienso. “Siempre he sido revolucionario, combativo, dispuesto a todo”, dice el hombre. “Aquí hemos vencido en la guerra, hemos vencido el analfabetismo, y seguimos de frente…”. Una mujer se levanta y lo toma de un brazo para trasladarlo a su mesa. “Vamos a ganar, vamos a vencer”, dice el hombre tambaleándose.

Desde el parque y del costado de la catedral se escucha un silbido que va creciendo, elevándose en entonación. Miro hacia el frente, al costado de la catedral y observo que son decenas, centenas, miles de zanates organizados en una bandada creciente que emiten un silbido agudo en su afán por ocupar un lugar entre las ramas de los árboles. Es un coro de silbidos, chirridos y sonidos como de ametralladoras que va creciendo hasta que abarca todos los espacios; el corredor donde estoy, la acera, la calle, los tramos, la catedral y sus torres, y el parque.

Ya no oigo lo que dice el hombre, el que sigue moviendo los labios, tirando salivazos y tambaleándose en su monologo político, ni a la mujer que le habla, sólo veo sus ademanes de enojo por hacerla pasar este ridículo momento y lo jala en un forcejeo que se va tornando violento para que regrese a su mesa. Solamente oigo el graznido desesperado de los zanates que han pausado las voces y los gritos de la gente, la música del bar, el ruido de los autos, el pito de las motos y el voceo de los trameros. Ahora sólo miro los gestos como en el cine mudo, pero el sonido de los zanates es la música de fondo.

Estoy fascinado, mi mente quiere mantenerse en esa pausa, pero reacciono, vuelvo la mirada hacia el mesero, me atiende, le muestro cincuenta córdobas que coloco bajo la botella y salgo a la acera apresurado, huyendo del borracho y admirando a los zanates que se han tomado el centro de la ciudad en un instante.

En Juigalpa es la hora de los zanates que buscan refugio en las ramas de los árboles y, cuando lo han logrado, poco a poco regresa el sonido de la ciudad que percibo nuevamente al caminar por la acera de la biblioteca municipal. Si los humanos actuáramos unidos frente a las desgracias que nos someten eternamente, como los zanates en su hora, podríamos detener y cambiar toda la podredumbre de este mundo injusto, pienso al pasar por el museo arqueológico en mi camino hacia Palo Solo.

27 de marzo de 2021.


martes, 9 de marzo de 2021

LA NIÑA Y LA NUTRIA


Ella observa desde el mirador, al pie del acantilado, ubicado detrás de su casa. Está de pie, calza tenis blancos, el ruedo del pantalón jeans que lleva puesto está deshilachado y una camiseta corta muestra su dorso de niña. Su cabello, negro y largo, festeja el viento, sus manos descansan en los pasamanos y el barandal de madera resguarda su cuerpo.

Mira a la nutria que juega entre las olas. Sale del agua, sube a las piedras, espera que exploten y la salpiquen para volver a zambullirse. Así juguetea, sale y entra al mar con el vaivén del oleaje. Ella lo festeja y le tira una pelota de hule.

Brinca, aplaude, ríe y grita su nombre ¡Ronso!, ¡Ronso!, y el perro de agua la cautiva con chirridos y chillidos, ¡yuuyiii!, ¡yiiii, yiiyuu!, cuando golpea la pelota con su trompa haciéndola volar encima del oleaje. Los pelicanos, las tijeretas y gaviotas vuelan sobre Ronso, dejando su vuelo inicial detrás de los barcos camaroneros que entran al puerto después de faenar una noche del año 1970, descienden al nivel del agua, hacen reconocimiento del perro de agua con curiosidad y vuelven a incorporarse a la estela de aves marinas que siguen los barcos rumbo al muelle de la Booth.

Ronso se sumerge y luego emerge ejecutando un grácil movimiento de patas y cola. De arriba hacia abajo, desplazándose en el agua a gran velocidad. Ella lo mira con sus ojos brillantes, con una sonrisa real, de felicidad, pero dentro de sí, ansía nadar en las profundidades del mar, correr hasta el infinito y volar más alto que las tijeretas y mucho más allá de la isla del Venado.

Desea, a su temprana edad, salir al encuentro de lo que sus padres y hermanos llamaban futuro, el destino que debe forjarse de cara al porvenir, el que mira a su alrededor, en cada uno de los rostros de los visitantes a la casa de su padre, en los trabajadores y empleados en la empresa camaronera, en la construcción progresiva del bienestar de la gente con empleo digno, en el auge de la pesca, en la mejora de la infraestructura y el crecimiento comercial. La gente y el puerto, unidos, concatenados, en completa sinergia, ambos floreciendo.

Ronso sigue desplazándose y se pierde de su vista, va en dirección al muelle de la Colonia. Ella corre hacia la puerta de la cocina de su casa, su pelo flamea en sus hombros, corre con fuerza y velocidad porque está acostumbrada a caminar en la pista de aterrizaje, en la playa de El Tortuguero y en la ensenada al pie de su casa, a cabalgar, a pasear en bicicleta, en motocicleta, en jeep, en tractor y a nadar en las aguas dulces de las lagunas, en las aguas cristalinas de Corn Island. Entra a la casa de madera con arquitectura y diseño hecho en los Estados Unidos. Ronso cruza por el desfiladero y continúa nadando hacia el muelle.

Sale de prisa por la puerta del porche forrado de malla metálica y pintado de blanco. Va vestida con su traje de baño de dos piezas, color rosado con ribetes blancos. Baja apresurada las primeras quince gradas de la escalera de acceso a la casa, se detiene en el área de descanso. Busca a Ronso con la mirada, pero la galera del muelle no le permite verlo. Escudriña entre el oleaje, mira más allá, a lo lejos, en dirección a la isla de Miss Lilian, y nota que cuatro barcos camaroneros están amarrados en fila al casco hundido del Jamaica. Vuele la mirada hacia la galera y lo observa nadar debajo del muelle. Corre por el tramo de descanso y baja de prisa los últimos seis escalones gritando, ¡Ronso!, ¡Ronso!, hasta llegar al muelle.

Ronso emerge y se sumerge dando chillidos como invitándola a que entre en el agua. Ella corre por el muelle en dirección a la galera, llega al extremo y, de un salto de nadadora, se sumerge en las aguas de la bahía. Nadan juntos. Ronso festeja con sus chillidos y coletazos en círculos alrededor de ella.

Desde la primer grada de la casa se oye una voz que llama. ¡Morgan!, ¡Morgan!, ¿dónde estás, Morgan? Morgan nada hacia la orilla y le hace señas a la mujer que grita. Parece que es su madre, tiene el cabello negro, lleva puesto un traje de dos piezas floreado y calza zapatillas de lona. La mujer contesta con las manos, satisfecha al verla salir a la costa con Ronso detrás de ella, haciendo sus piruetas como muestras de cariño.

Desde la Colonia hasta el muelle de los barcos camaroneros hay un trecho de costa que es el hábitat más frecuentado por Ronso, donde se alimenta de conchas, caracoles, almejas, cangrejos y sardinas. Allí se encuentran, la niña y su nutria, y, al asegurarse que está bien, la mujer entra a la casa.

Morgan está de pie, ha enrollado su cabello en una moña y las manos descansan en su cintura, con el sol a su espalda. La nutria, que ha salido del agua, está frente a ella. Las olas revientan en sus pies y mira fijamente a su perro de agua, a su Ronso, como si sostuvieran una conversación profunda. Al fondo, en la línea de playa, se observan troncos que van y vienen al ritmo de la marea. Morgan a sus trece años está feliz con su nutria.


Han transcurrido más de cuarenta años y Morgan regresa a El Bluff. Va a entregarle al puerto las cenizas de su padre, Roberto Bartlett, llamado con cariño “El Diablo”, frente a la que fue su casa, en el antiguo muelle de la playa donde jugaba y en el Tortuguero. Se encuentra con cimientos, con chatarra y pobreza, abandono y miseria.

Sube las gradas de concreto que daban acceso a la casa que ahora ya no existe, vuelve la mirada y, sobre las aguas, ve los pilares de concreto ennegrecidos que sostenían la galera del muelle. Recuerda a su nutria y el día que desapareció en las aguas de la bahía. Más allá de la playa, en dirección al muelle de la Booth, observa barcos hundidos, edificios derruidos.

Al bajar los primeros quince peldaños hace una pausa en el área de descanso, ya no tiene la energía de sus años felices. Dejará las cenizas de su padre por ser su deseo y una promesa que le hizo antes de fallecer. Lagrimas corren por sus mejillas y el viento las expande en su rostro.

Desciende pensativa los últimos seis escalones, camina en la arena, toma de su bolso una urna metálica y, mojándose los pies, tira sobre las aguas las cenizas de su padre.

 

8 de marzo de 2021.

Foto: Morgan Bartlett y su nutria. 1970.