En 1990 se metió
de lleno a los negocios; lo conocí en un camión IFA, viajando a una de las
colonias en que revendía los productos que compraba en Cholutequita. En aquella
ocasión me mostró el cartón que le entregaron en la oficina de Administración
de Rentas de Juigalpa donde decía que era comerciante; con resistol, él le
había pegado su foto.
En esos años
estaba joven, lleno de vida; hacia amistades fácilmente por ser atento y, la
mayor parte de las veces, generoso. Por ello y por la escasez de productos en
esa época de postguerra, su clientela le era fiel: lo atendían con mucho
esmero, en las comunidades que abastecía con botas de hule, baterías para foco
y abundancia de chiverías, lo esperaban con el desayuno calientito por las mañanas.
De todas las colonias que visitaba no le gustaba Providencia, pero le encantaba La Unión,
decía que de todas era la única comunidad de Nueva Guinea que en el futuro
tendría más progreso que cualquier otra por sus pobladores amables y unidos.
Estuvo en todas las colonias, las conocía todas, negocios hizo en ellas y lo
vio todo: pobreza, escasez, olvido y la lucha de su gente. Después de realizar
sus ventas compraba granos de cacao, queso, frijoles, jengibre, raicilla y
cerdos para venderlos en Estelí, Masaya y Managua. Odiaba Providencia, algo
había allí que nunca le gustó, pero no lo dijo.
Una tarde llegó
a mi oficina y me pidió un aventón hacia Juigalpa. Era verano, propiamente el
mes de abril de 1997; fue la primera vez que recorrí el camino El Triunfo–El
Almendro–Pájaro Negro para trasladarme a Juigalpa. Él era de Chontales. En
aquel viaje me di cuenta que todavía era tímido. Durante la guerra, sus
compañeros militares le habían hecho cosas poco agradables, pero de eso habló
poco. A pesar de lo que sucedía en el país seguía creyendo en la Revolución.
“Patria o muerte, venceremos”, era su consigna. Cuando llegamos a El Almendro
me pidió que me detuviera unos minutos frente al parque. “Es por negocios”,
dijo cuando se bajó de la camioneta.
Por el retrovisor
lo observé hablando con tres hombres que estaban de pie al lado de unos
camiones parqueados en un costado del parque; otros cargaban los camiones con
sacos de queso que levantaban del andén, dejando una mancha húmeda que
emblanquecía ese trecho del parque.
—
Y vos, ¿cómo ves las cosas en Nueva Guinea?
—preguntó cuando volvió.
—
Nada bien —respondí.
—
Pero se va a componer, será mejor —dijo. Tienen
de todo, es el único lugar donde se puede prosperar. Es el punto de inicio de
un nuevo comienzo.
No dije nada. En
el trayecto le hablé de los negocios que podía hacer en el sector de
Providencia y más allá de Cerro Bonito, buscando Puerto Príncipe, navegando por
el río Chiquito hasta la desembocadura de río Punta Gorda en el mar Caribe.
—
No —me respondió—, Providencia no me gusta.
En el empalme de
Lóvago pidió que me detuviera. Se bajó y dijo que allí esperaría un vehículo
que lo llevaría a Santo Tomás. En una hoja de papel escribí la dirección de un
primo y otros conocidos que viven en esa ciudad helada y famosa por sus
quesillos. Me agradeció por lo que había hecho y nos despedimos. A él le
gustaba Nueva Guinea: el verdor permanente de sus paisajes, la neblina de sus
amaneceres y el espíritu emprendedor de su gente lo cautivaban.
No lo volví a
ver por muchos años pero seguía haciendo negocios. Escuchaba las viñetas de sus
comerciales por la radio Manantial y me di cuenta de lo mucho que había
prosperado: poseía una distribuidora de productos básicos, farmacias
veterinarias, fincas, camiones ganaderos y varias casas de alquiler en la
ciudad. En el Octavo Festival de Música Campesina lo volví a ver; ya no era el
mismo, los años habían terminado con su timidez. “Me encanta Nueva Guinea”,
dijo con su aliento etílico luego de saludarnos, acercándose a mi oído.
Lo último que
supe de él fue veinticinco años después de aquella vez que lo conocí en el
camión IFA. En la ruta entre Providencia y Punta Gorda lo asaltaron, dos
mochilas llenas de dólares le fueron robadas y su cuerpo mutilado fue
encontrado flotando río abajo. Recordé que no le gustaba Providencia y también
que nunca dijo por qué.
Ronald Hill A.
Lunes, 13 de abril de 2015
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